Capítulo I

La muerte sorprendió a Evodio un domingo por la mañana.

Un agudo e inesperado grito lo sacó de su sueño, al grito del hombre acudió Esperanza, la esposa.

La dolorosa opresión en el pecho, la creciente dificultad para respirar y el paulatino adormecimiento del cuerpo confirmaron a Evodio que la vida se le escapaba, así lo comprendió su mujer que corriendo fue a buscar ayuda.

Cuando ella llegó con el médico Evodio estaba inconsciente, ya casi no tenía pulso y al revisarlo el doctor confirmó que el corazón estaba por detener su caminar a lo largo de 43 azarosos y golpeados años en la vida de aquel hombre.

«No hay nada que hacer, tu marido sufrió un ataque cardiaco, no se puede hacer ya gran cosa», dijo el médico a la mujer que en ese momento soltó el llanto.

Evodio todavía pudo escuchar los gritos y el llanto de su esposa y de manera extraña el hombre –expulsando su último suspiro– sintió que salía de su cuerpo, pudo verse a si mismo acostado en la cama con los ojos cerrados y esa apacible expresión en el rostro.

También pudo ver a Esperanza, llorando desconsoladamente sobre el hombro del médico, quien había pasado sus brazos en torno a la espalda de la mujer tratando de consolarla: «llora mujer, llora, ya no tiene remedio piensa que él murió tranquilo y que no sufrió», decía él, mientras que ella gimoteaba a grito abierto: «¿qué voy a hacer, ahora qué voy a hacer, ¿por qué tuvo que morirse, por qué?». «Tal vez fue mejor así, no crees?», volvió a decir el doctor.

–«Pero es mi esposo, ay!, ahora que va a hacer de mi, por qué, por qué se fue?», dijo ella.

–«Cálmate mujer, fue mejor así, tu misma me haz dicho que tu marido era un perfecto cabrón, los que lo conocían comentaban que Evodio no se cogía a si mismo porque no se alcanzaba».

–«Pues si, pero era mi marido, y como sea lo quería, a pesar de todas sus cochinadas e infidelidades», escuchó el alma de Evodio que flotaba en la habitación.

De pronto aquel fluido en que se había convertido Evodio se percató de que algo estaba por ocurrir, la familiaridad con que aquel hombre trataba a su esposa no era lo esperado entre dos personas que se suponía no se conocían, el sujeto repasaba sus manos por la espalda de la señora pero al mismo bajaban de vez en cuando hasta casi palpar las carnosas caderas de Esperanza, ella se dejaba hacer sin dejar de llorar.

Pero cuando ya las manos de aquel hombre acariciaban ansiosamente los cachetes del culo de Esperanza, la mujer intentó todavía guardarle cierto respeto al cuerpo de su marido: «no, espera, aquí no, espera por todos los cielos», sólo fue un momento pues los dos cuerpos ansiosos, abrazados, cayeron al suelo.

Evodio vio a su mujer tirada en el tapete de la recámara con las piernas abiertas, mientras el médico a jalones le bajaba las pantaletas, ya tenía la verga erecta, lista para penetrar a Esperanza, quien lujuriosa dirigió el duro ariete hacía su peluda pepa, luego todo fue una danza furiosa y violenta, el alma del difunto vio a su mujercita rodeando con sus piernas la espalda del hombre, que propinaba estocadas a un ritmo creciente.

Los oyó gemir, vio a su mujer ofrecer las tetas a la boca ansiosa del macho, los vio removerse una y otra vez, los gemidos de ella se convirtieron en gritos cuando la sorprendió el orgasmo, empero no sintió rabia ni coraje, sino más bien una mezcla de ternura y hasta excitación.

Cuando la pareja se recuperaba de la intensa cogida el alma de difunto Evodio se desvaneció y cuando echaba una última mirada a su mujer el muerto alcanzó a pensar: «caray, y decían que yo era un cabrón bien hecho, sorpresas te da la vida, ni hablar».

Capítulo II

El alma del muerto empezó a vagar, y sin saber cómo Evodio se encontró en un sitio diferente.

Era la casa de Rosa, su amante, su segundo frente. En un instante el alma del muerto recorrió esa casa, su segunda casa, buscaba a Rosita, tal para despedirse aunque no sabía cómo.

La encontró todavía en la cama, pero no estaba sola, ¿quién era ese hombre que amorosamente abrazaba a su mujer?, si, era el compadre Carlos, su compadrito del alma ahí en su cama con Rosa, su fiel y apasionada mujer. «¿Así que también Rosa le ponía los cuernos?», pensó el muerto mientras veía como su amorosa mujer buscaba afanosa la virilidad del hombre, recordó Evodio que ese era uno de los pasatiempos preferidos de Rosa, a la mujer le encantaba mamar, podía pasarse horas con la verga en la boca. Sintió cariño y a la vez excitación, bueno si es que los muertos todavía pueden sentir, se dijo el muerto.

Miró a su mujer acercar su lindo rostro al erecto carajo del compadre, mirar con ojos de infinito placer la verga erecta y abrir lentamente la boca para irse tragando el grueso garrote hasta que los pelos hirsutos pegaron en su nariz, luego fue retirando lentamente el anillo coral de sus labios, succionando a la vez, repasando con su lengua el morado glande para de nueva cuenta volver a tragarse el enorme ariete.

El muerto volvió a recrear ante sus ¿ojos? La depurada técnica de su mujer, Rosita era una experta mamadora, sabía como llevar a un hombre hasta los límites de su orgasmo, sabía acariciar delicadamente con su mano el duro lomo de la verga, para luego lentamente acrecentar la presión de su mano y posar con delicadeza su boca abierta sobre la cabeza del garrote y mamar como becerrito hambriento, eso estaba haciendo con el compadre Carlos.

No supo cuanto tiempo transcurrió, pero vio Evodio que el compadre Carlos estaba a punto de llenar de leche la apasionada boca de la mujer, lo oyó suplicar: «espera, por favor, espera, me sacas la leche!». «Anda dámela ya!», dijo la caliente mujer, «no, quiero tu culo, te quiero meter la verga por el culo», dijo el hombre.

–«No, ya sabes que el culo sólo se lo doy a mi viejo Evodio», dijo Rosa para satisfacción del muerto.

–«Pinche Evodio, ahorita seguro le está metiendo la verga a la otra y tu con tus pendejadas», dijo el compadre que al mismo tiempo ponía en cuatro patas a la mujer, que ya con la grupa parada esperaba la arremetida del macho, Rosita tenía un culo apretado, muy delicado, pero la mujer había desarrollado tal práctica al encularse, que fácil aflojaba los pliegues del ano para facilitar la entrada del miembro, aunque en esos momentos fuera otra verga la que amenazara aquel conjunto estrellado de apretada carne.

Evodio, relamiéndose de las ganas, vio a su otra mujer abrirse con ambas manos los cachetes de las nalgas y la punta de la verga presionar el negro y apretado agujero, la vio morderse los labios y contener el grito y justo cuando el glande traspasó el ano un profundo «aaahhhh» surgido de las entrañas de Rosa anunció la violación de su chiquito.

El hombre siguió penetrando con su grueso carajo, lentamente hasta pegar su cuerpo a las nalgas carnosas de la mujer, luego retiró con la misma lentitud el ariete de las profundidades de la mujer, que con apagados quejidos anunciaba que el placer se posesionaba por completo de ella, las arremetidas se hicieron pronto violentas y rápidas, ya el culo de Rosa estaba distendido, muy abierto.

El compadre podía ahora sacar toda la verga del ano de la caliente vieja y recrearse con el enorme hoyo abierto, para luego de una furiosa embestida volver a sepultar todo el miembro para delicia de Rosa cuyo rostro dibujaba una lasciva expresión.

Sintiéndose traicionado, pero sin el menor asomo de rabia, el muerto dejó a la pareja íntimamente unida y mientras se desvanecía todavía alcanzó a escuchar el orgasmo de la mujer: «más, dame más, cabrón hártate de mi culo, lléname de mocos el hoyo, así, anda, dámelo todo que me estoy viniendo!!!!».

El alma del muerto vagaba por el contaminado cielo de la ciudad pensando: «ya ni chingan, todo mundo está cogiendo y ni siquiera saben que ya estoy muerto!, son chingaderas!».

Capítulo III

–«Cómo quisiera ver por última vez a mi hermana y decirle que ya no nos volveremos a ver», se imaginó el difunto y al momento estaba dentro de la casa de Irma, la solterona de la familia, una mujer que a sus 40 años nunca pudo concretar su anhelo de casarse, tener hombre de planta y llenarse de hijos, pero que como todos sabían en la colonia, nunca se había negado a los placeres carnales. El mismo Evodio sabía eso y en vida tuvo varias dificultades con Irma, a quien los vagos de la colonia la llamaban «la pantalenta más rápida del oeste», sin embargo siempre existió entre ambos un sincero cariño de hermanos.

Lo primero que percibió el alma de Evodio al entrar en el hogar fraterno, fue una continua serie de gemidos entrecortados, «ahhhh, hummm, ahhh, hummm, ayyyy, hummm», era Irma, que despatarrada sobre la cama apuñalaba su sexo abiertísimo con un enorme plátano mientras se metía el dedo índice de la otra mano en el agujero del culo. El placer de la cuarentona parecía ser inmenso, su panocha chapaleaba en un mar de líquidos viscosos a la vez que la fruta provocaba peculiares ruidos al entrar y salir del distendido hoyo carnoso y lleno de pelos.

Otros ruidos llamaron la atención del muerto.

Un teléfono sonaba insistentemente en el cuarto contiguo, pero Irma estaba demasiado ocupada para ir a contestar, en esos momentos el segundo orgasmo hacía brincar el rollizo cuerpo de la mujer, haciendo saltar las bamboleantes tetas de aureolas requemadas y pezones erectos, el movimiento del plátano al entrar en la pucha chorreante se hizo más intenso y los ojos ansiosos de la mujer seguían el ardiente trajinar del consolador en su sexo hasta que con la boca abierta anunció un nuevo orgasmo.

El teléfono seguía sonando, respirando agitadamente la mujer se levantó de la cama y sosteniendo con una mano el plátano dentro de su pucha, para evitar que se saliera, se dirigió con pasos tambaleantes hasta el teléfono. Contestó y al momento su expresión cambió, el espanto y el desconcierto borraron la lasciva sonrisa de la mujer, el grito de «¿cómo, cuándo?», confirmó a Evodio que alguien le estaba avisando a su hermana su reciente muerte.

El alma del difunto se alejó de ese lugar y hasta sonriente vio como a pesar de recibir la trágica noticia su hermana mantenía el plátano dentro de su vagina apretando las piernas. «Ay Irma, Irma hija de la chingada, nunca se te quitará lo caliente!», se dijo el muerto.

Cuando abandonó la casa de su hermana el muerto todavía tuvo tiempo de darse una pasadita por las casas cercanas y al menos en tres de ellas descubrió el alma del difunto que sus ocupantes practicaban el viejo deporte de coger por las mañanas, «todo mundo se echa el mañanero, menos yo».

Capítulo IV

Cuando horas después regresó el muerto a su hogar ya su velorio había empezado. La sala de su casa estaba llena de gente y en el centro su ataúd rodeado de flores y velas.

Mujeres llorando, algunos de sus amigos, hasta su compadre Carlos, estaban ahí comentando los trágicos sucesos mientras tomaban café con piquete. Esperanza inconsolable lloraba a grito abierto, también Irma, su hermana.

El muerto se sintió triste por causar tanto dolor a esas gentes. Pero como el mismo pudo comprobar que la naturaleza humana cumple sus deseos e impulsos hasta en los momentos más inusuales o inesperados.

Así, mientras las mujeres organizaban el enésimo rosario en honor de Evodio, el muerto descubrió a su sobrina consentida, Lolita, escurrirse del velorio llevando de la mano a su novio, buscaban un solitario y oscuro lugar, lo encontraron en el cuarto de los trebejos.

La urgencia de la pareja era tal que tan sólo al entrar en aquel cuartucho ya estaban enfrascados en los preliminares del sexo, la ansiosa mano de la sobrina ya apretaba el erecto miembro del novio, quien por su parte luchaba por subir el negro vestido de Lola y bajarle a la vez los calzones Ya con la prenda íntima por los tobillos la chica llevó con su mano el erecto garrote y así como estaban, de pie, trataban de unir sus sexos.

Parada sobre las puntas de sus pies y con las piernas en compás Lolita sintió que la verga se deslizaba en su pucha caliente, la erecta masa de carne hizo su entrada triunfal en la juvenil vagina, iniciando entonces la furosa lucha por alcanzar el máximo placer.

La muchacha colgada con sus brazos del cuello del novio dejaba que éste arremetiera con furia en su panocha, hasta que en el justo momento en que ella gemía su placer una ligera palpitación de la verga le indicó a Lola que el novio estaba por eyacular, rauda se zafó de la cogida e inclinándose buscó con ansia la verga, se la tragó toda y su boca recibió la juvenil ofrenda del chico que sintiéndose en el séptimo cielo llenaba de chorros de semen la ansiosa boca succionante de la jovencita.

El muerto dejó a la pareja en su deliciosa pasatiempo porque algo llamó su atención, correr de mujeres gritando «alcohol, que alguien traiga alcohol!», una vieja se había desmayado, era Alejandra la esposa de su hermano Roberto, era él y otro hombre quienes llevaban cargando a Alejandra como un bulto hasta una de las recámaras, ahí la reconfortaron, luego alguien le dio a tomar una pastilla para dormir y la dejaron acostaba sobre la cama. Ahí la dejaron, Roberto y su amigo se fueron a hacer lo mejor que sabían hacer: emborracharse.

Evodio recordaba al ver aquel cuerpo que él mismo había pasado algunas veces por la ardiente entre pierna de la cuñada, pero al verla casi inconciente sobre aquella cama –gimoteando entrecortadamente– se preguntó el muerto si la reacción de la cuñada por su muerte era en realidad fingida o si bien, en el fondo esa mujer lo estimaba o más bien, lo quería de verdad.

Entonces como en cámara lenta el difunto rememoró de nuevo los morbosos pensamientos que atacaban su cuerpo cada que veía a su cuñada. Recordó la vez aquella en que de manera fortuita la vio desnuda mientras se bañaba. Alejandra no era una mujer que despertara pasiones, sin embargo cuando la miró sin nada de ropa encima Evodio sintió el aguijón de la lujuria y desde esa vez se juro a si mismo hacerla suya.

Lo que desató las pasiones de Evodio fue esa piel tan blanca que casi translucía las venas, las blancas tetas talla 32 y el par de nalgas pequeñas pero redondas, y lo principal: aquellas nalgas mostraban en el valle donde se unían un delicioso caminito de vellos, delicados, delgados, pegados a la carne de los cachetes.

Y como pudo comprobar a su tiempo, Alejandra también estaba super peluda de la panocha, pero no era una pucha común y corriente, no, la gatita de Ale era algo fenomenal!, su textura y color contrastaban completamente con la blanca piel de la mujer, era una panocha prieta casi negra, de labios abultados, con esa otra carne en medio, separando la raja, de forma ostentosa y grosera.

Los insanos deseos del muerto no pudieron ser contenidos por mucho tiempo, y una noche de Navidad, sorprendió a su cuñada en la cocina, la abrazo con fuerza y sus manos ya rodeaban la sedosa suavidad de aquellas nalgas, pero ella no cooperó, luchó con fueza por zafarse, y lo logró, se le fue viva. Con los ojos llenos de miedo y odio recibió en pleno rostro su reproche: «desgraciado viejo borracho, nomás vuelves a tocarme y te armó un pedo del tamaño del mundo!».

Era la primera mujer que se le negaba, y el muerto no acababa de comprender aquello. Con paciencia busco una nueva oportunidad. Alejandra misma se la dio, poco a poco, sus miradas fueron comunicándose el mismo ardor.

Un domingo por la noche, cuando Evodio llevó a su hermano Roberto a su casa cayéndose de borracho, luego de dejarlo en su recámara, Alejandra con la mirada se lo pidió, en la sala se besaron, con besos tiernos y delicados, que luego se tornaron furiosos, los cuerpos cayeron sobre la alfombra y en ese lugar Evodio, haciendo cancha en la pantaleta de la mujer le dejó ir la virilidad erecta. Fue un coito breve pero delicioso, cinco minutos a lo máximo, pero fueron los minutos más ricos en la vida del muerto. A partir de entonces se hicieron amantes.

Evodio fue el hombre más feliz sobre la tierra, al menos por unos meses.

Pero los disfrutó al máximo. Toda la lujuria y morbosidad que pueden caber en un ser humano se posesionaban del hombre cuando ponía en cuatro patas a su cuñada y con los ojos inyectados de pasión y el cuerpo tembloroso cumplía el mismo rito goloso y caliente: abrir con ambas manos las nalgas de Alejandra y pasar largo tiempo lamiendo el culo de la mujer, aquel camino de vellos sedosos, la línea renegrida que separaba las nalgas y aquel conjunto de pliegues negros y apretados.

La mujer gemía pidiendo ya ser ensartada por la gruesa y erecta verga de Evodio, pero él sabía contenerse, con los labios pegados al negro agujero esperaba el momento oportuno, sabía que el culo se estaba distendiendo y que la pucha ya escurría sus jugos.

Entonces deslizaba uno o dos dedos en el rebaladizo y caliente coño, mientras su lengua titilaba el ano que lentamente daba de si, se abría, llevando a la boca del hombre otros sabores y olores, hasta que incapaz de evadir los llamados de la hembra la montaba para meter la verga en ese hoyo hambriento en que se convertía el culo de Alejandra.

Mucho rato después ambos terminaban ahítos de placer e impregnados a olores fecales, pero felices y satisfechos.

Pero todo aquello ya era tiempo pasado. Ahora Ale dormía con esa placida y angelical expresión en el rostro, y él, Evodio, era algo ya no de este mundo. Lo que quedaba de él no pudo más que sentir un profundo sentimiento de nostalgia y agradecimiento por aquella hembra, que a final de cuentas tal vez fuera la única mujer que lo quiso de verdad.

Epílogo

Cuando el muerto regresó a su velorio, vio la misma gente.

Unas rezando, otros ya borrachos a su salud. Ya Esperanza, su mujer, se dejaba abrazar por aquel médico desconocido. Su sobrina se había vuelto a escurrir con el novio, y otras mujeres más cansadas de tanto rezar se habían quedado dormidas.

Y cuando reconoció a la rezandera una voz lejana le dijo: «bueno Evodio, ya es hora». Entonces el muerto sonriendo recordó que la viejita que le rezaba con tal ferbor era la señora Paz, la primera mujer que lo había iniciado en los placeres de la mamada a los doce años.

Era una cuota establecida: un peso por dejarse mamar el pito. Eso pagaba doña Paz a los chiquillos que se prestaban a sus lujuriosos pasatiempos. Evodio fue uno de sus preferidos, pues no sólo dejaba que la cuarentona le sacara le leche a chupadas, sino al mismo tiempo le dejaba ir un dedito por las nalgas hasta penetrarla en la pucha.

Con esa imagen se fue Evodio. Doña Paz pegada a su sexo erecto, resoplando por la nariz, gozando. «Bueno, después de todo, la mía no fue una vida desperdiciada».