Capítulo 2
- Detrás del cristal: mi esposa I
- Detrás del cristal: mi esposa II
La segunda noche, mi cuerpo me pedía repetir lo vivido, aunque la razón me gritara que estaba cruzando un límite peligroso. Susana se preparaba para ducharse y yo, en vez de advertirle nada, esperé el momento exacto en que encendió la luz del baño.
Allí estaba ella, mi esposa, ajena al mundo, quitándose la ropa con una lentitud natural que la volvía todavía más erótica. Su piel blanca brillaba bajo el neón, y cuando se inclinó para dejar la ropa doblada en una silla, sus pechos colgaron pesados y su culo perfecto se marcó bajo la luz, redondo, firme, como una invitación.
Salí al pasillo, pero no me quedé en la puerta. Bajé hacia el rellano del patio interior, donde ya intuía que encontraría compañía.
Efectivamente, los tres estaban ahí: el viejo gordo, de unos cincuenta y tantos, barriga sobresaliendo bajo una camiseta sucia, respirando con la boca abierta; el joven vecino, apenas veintiún años, pálido, nervioso, con los ojos fijos como si temiera pestañear; y Cristina…
Cristina era lo opuesto a Susana. Morena, de piel canela, con un busto pequeño pero un culo tan grande y apetitoso como el de mi mujer. Vestía un diminuto short de pijama que apenas tapaba la curva de sus nalgas, y una camiseta de tirantes sin sostén, que dejaba ver sus pezones endurecidos por el fresco de la noche. Se recargaba en la baranda como si estuviera en su sala, sin un rastro de vergüenza, sabiendo perfectamente que los hombres no sabíamos si mirar a Susana en el baño o a ella en el pasillo.
El viejo me reconoció de inmediato.
—¡Ah, mirá vos! —gruñó entre risas—. Vos sos el esposo de esa putita, ¿no?
Me quedé helado, pero asentí, la erección ya creciendo en mis pantalones.
—Pues deberías follártela ahí mismo para nosotros… —añadió el viejo, babeando.
El joven no dijo nada al principio, pero su respiración era tan fuerte que parecía a punto de correrse solo de mirar. Sus ojos brillaban cada vez que Susana, dentro del baño, levantaba los brazos para enjabonarse el cabello y sus pechos se estiraban hacia arriba, firmes, pesados, goteando agua.
Cristina, en cambio, se relamía los labios con descaro. Miraba a Susana en la ducha, pero también a mí, midiendo cada reacción. Finalmente, sonrió y murmuró:
—Tengo algo mejor… esperen aquí.
Desapareció un momento y regresó con un objeto que hizo que se me secara la boca: un dildo grande, de silicona rosa, con base para pegarse a la pared. Lo levantó como si mostrara un trofeo, y el viejo soltó una carcajada.
—Para la putita de tu esposa —dijo Cristina, y entonces lo llevó a la boca.
Lo chupó frente a nosotros sin pudor. Primero despacio, pasando la lengua por la punta brillante, luego metiéndolo más y más hasta que su garganta lo tragaba por completo, haciendo un ruido húmedo que nos volvió locos. El viejo se sobaba la entrepierna descaradamente; el joven jadeaba, los ojos fijos, con la mano temblorosa rozando su propio pantalón.
Yo no podía creer lo que veía: Susana bañándose inocente, enjabonando sus piernas, doblándose y pegando sin querer su culo al cristal, mientras a mi lado Cristina gemía bajo el plástico, chupando aquel dildo como si estuviera entrenando para algo mucho peor.
El joven murmuró con la voz rota:
—Joder… esta también aguanta .
Cristina se apartó el juguete de los labios, una línea de saliva uniendo su boca con la punta. Nos miró con los ojos encendidos y respondió con sorna:
—Quizás, si esa putita me excita tanto como creo… se les cumpla el deseo conmigo.
El viejo aplaudió despacio, como celebrando una promesa sucia.
Yo me sentía atrapado entre dos mundos: el de Susana, inocente y pura dentro del baño, y el de Cristina, obscena, tragándose ese dildo con los ojos fijos en mí.
De pronto, Cristina se acercó. El dildo aún húmedo en su mano, el olor a látex y saliva en el aire. Me tomó la muñeca y lo puso en mi palma. El plástico estaba tibio, mojado, resbaladizo. Luego, sin aviso, me besó. Fue un beso corto, húmedo, con un roce de lengua que me encendió como gasolina.
Pegada a mi oído, susurró:
—Un regalito para tu putita… Quiero ver ese dildo en ese cristal pegado. Si cumples nuestras fantasías con tu esposa, yo cumpliré las tuyas.
Me quedé inmóvil, con el corazón golpeándome el pecho, el dildo en la mano y la imagen de Susana enjabonándose en la ducha, pegando sus nalgas redondas al cristal, mientras afuera tres voyeurs y yo la deseábamos como animales.
Y en mi cabeza ya sonaba una sola idea: cómo entregarle este juguete sin que sospechara nada… y cómo hacerlo nuestro, sin que supiera que, en realidad, era de todos.
Me gustaria saber como les gustaría que continuara este relato, pueden escribirme en los comentarios o a mi correo xxxelrelator@gmail.com.