La pescadora de perlas

Camino una vez más por el puente de embarque, hasta llegar a la puerta abierta del avión.

Ingreso y el sonido de mis pasos se pierde en la alfombra azul que cubre el piso del aparato. Una aeromoza de amplia sonrisa me ofrece un periódico, la saludo rehusando gentilmente su ofrecimiento.

Nunca leo en los aviones, aunque en mi maletín llevo el punteo del alegato que deberé hacer ante la Ilustrísima Corte de Apelaciones de Santiago.

Avanzo por el pasillo, coloco mi maletín en la paquetera superior y me entrego al tapiz del asiento «5-A», junto a la ventanilla, ajustando el cinturón en forma casi automática.

Estoy habituado a viajar entre Concepción, mi ciudad de residencia y Santiago, sin embargo caigo en la cuenta de que este es el primer viaje después de finalizada mi relación con ella.

– Puertas en automático. «Check Cross» y reportar. – Resuena una voz y el avión comienza a moverse pesadamente por la losa, traccionado por un extraño vehículo.

Finalmente las turbinas salen de su letargo aullando hasta que una sorda explosión anuncia que comenzaron a trabajar. Primero una y luego la otra. Nos movemos y enfrentamos la calle de servicio hacia el cabezal norte de Carriel Sur.

Paralelamente, las instrucciones acerca del uso del cinturón de seguridad, salidas de emergencia y máscaras de oxígeno completan el ritual, que es rubricado por el sonido de los frenos, en el momento que, entramos en la pista principal.

– Tripulación de cabina, a sus puestos para despegue. – Es la voz del piloto e imagino su mano asiendo las dos palancas de los aceleradores y empujándolas a fondo.

Una fuerza poderosa me empuja contra el respaldo del asiento, el rugido de las dos turbinas del «Boeing 737-200 Advanced» me hace pensar el las 14.500 libras de empuje que nos catapultarán hacia las alturas y veo como el paisaje pasa más y más aprisa. Puedo notar que hemos pasado el punto de no retorno, aquel en que el despegue no puede ser abortado.

De pronto la nariz de la nave se levanta y sucede que ascendemos velozmente, sobre la autopista Concepción, Talcahuano, sobre vehículos y personas que se mueven a ras de piso, ascendemos velozmente en pos de nuestro destino, Santiago de Chile.

Soy un abogado de 48 años, felizmente casado, con un hijo maravilloso, tengo un criterio más o menos amplio, tanto como me sea posible, humanista, laico y agnóstico.

Miro por la ventanilla mientras el avión asciende y gira, orientado su nariz hacia el norte.

Recuerdo lo sucedido hace algo más de un año, cuando volaba –como hoy – en un «Boeing 737-200» pintado con los colores de Lan Chile, iba sentado en la misma posición, era la misma hora, el mismo vuelo LA 206, pero lo que hoy es recuerdo en esa ocasión era un misterio que al cabo de aquel viaje se develaría.

Todo comenzó como en un juego, la conocí por Internet y comenzamos a intercambiar impresiones, hasta que de pronto, transcurridos algunos meses, nuestra relación se hizo muy estrecha, nos comunicamos por teléfono y resolvimos encontrarnos.

De las dos opciones posibles a saber, que ella viajara a Concepción o que yo viajara a Santiago, preferimos esta última.

Sentía una gran curiosidad por conocerla, me excitaba también la posibilidad de tener una aventura extra conyugal, sin que nadie saliera dañado y para eso era importante el secreto.

Por otro lado mi esposa estaba habituada a mis viajes por motivos profesionales, razón por lo que no le llamó la atención cuando aquel día le informé que viajaba a Santiago por el fin de semana, pues un cliente me había invitado a su predio, en un campo cerca de Santiago, lo que tampoco la sorprendió, pues eso también era habitual y ella misma me había acompañado las primeras veces, pero como don José Urmeneta y yo, que ya éramos a esas alturas más amigos que abogado y cliente, nos gusta la caza; ella prefirió no acudir a esos encuentros, que calificaba de sanguinarios.

Estaba todo dispuesto y el día señalado llegó, mientras viajaba al aeropuerto, detecté un mensaje en el buzón de voz de mi celular y efectivamente era de Ximena, como se llamaba mi misteriosa amante virtual. El mensaje rezaba más o menos así: «… Disculpa la animalidad de este mensaje, pero no puedo dejar de pensar en el momento cuando estemos juntos, cuando me hagas el amor…»

Estudiante universitaria de algo relacionado con la lengua japonesa, 25 años, cuyas preocupaciones eran su pelo y su cintura, de contextura delgada.

Eran los antecedentes que poseía y al recibir aquel mensaje, se hizo inevitable una erección, que oculté debajo del abrigo que llevaba, pues era el mes de Junio.

Pensé también que era posible que cuando llegara nadie esperara. Cualquier cosa podía ser, estaba entrando en una zona desconocida.

A la salida de la terminal de pasajeros, en Santiago, había una multitud enorme, entre quienes esperaban y quienes llegábamos. Miré alrededor buscándola y entonces resolví usar mi celular.

Ella contestó y me indicó su posición, continué hablando hasta que llegué al lugar y ví a una joven hablando desde su celular.

Estaba enfundada en un chaquetón verde y cuando corté la comunicación vi que ella también hacía lo propio. Entonces no me cupo duda, me paré frente a ella y la llamé por su nombre.

Pude apreciar que se sintió turbada y me dijo que no sabía qué decir. Entonces estimé que era el momento de jugarse el todo por el todo y me agaché para quedar a su altura.

Le dije que yo sabía qué decir y colocando mi mano en su rostro, la besé suavemente en los labios y como ella los entreabriera, el beso se prolongó lento y profundo, pude sentir su lengua jugando con la mía.

Nos tomamos de la mano y salimos de la terminal, en busca de locomoción para el Centro de la ciudad, como dos viejos enamorados, que se conocieran de longa data.

Su rostro era fino, de ojos pequeños y almendrados, de una hermosa piel mate y cabellera larga y oscura, reveladora de que si su cuidado por su cintura era como el de su pelo, tenía frente a mí, oculto en aquel chaquetón, el cuerpo de una verdadera diosa del placer.

Salimos del recinto y abordamos un bus, nos sentamos el uno junto al otro, e hicimos el trayecto tomados de la mano, besándonos a breves intervalos, como si aquella fuera sólo una vez más en la que nos encontráramos en el marco de una relación entrañable.

Ibamos conversando y mirándonos como si quisiéramos convencernos de que aquello si era real y después de tanto dialogar por el correo electrónico y el teléfono, finalmente ahí estábamos.

Como era lógico, desde que abordé el avión, me aseguré de que nadie conocido estuviera en los alrededores, como para poner en peligro el secreto de mi presencia junto a Ximena.

A medida que nos alejábamos del aeropuerto, esa posibilidad disminuía y si bien era efectivo que tenía familiares viviendo en Santiago, la probabilidad de que circularan por el sector céntrico era muy remota, ya que habitualmente lo hacían sólo por el sector alto, en donde vivían y contaban con todos los servicios, lo que hacía inútil viajar al Centro de la ciudad.

Merced a este nivel de seguridad, no me atemorizaba caminar abrazado con ella o lo que dado su talla menuda me resultaba más cómodo, caminar de la mano.

Tampoco me preocupaba dejar que me besara en cualquier sitio público, entre el Terminal de Buses, al que arribamos desde el aeropuerto y el Centro de Santiago.

Una vez que salimos del Terminal, me pidió que la acompañara a la Universidad, en donde me presentó a algunas de sus compañeras, a quienes había participado de mi inminente presencia por esas latitudes.

Finalmente fuimos al centro a tomar el te, lo que hicimos en una confitería del Paseo Peatonal y antes de llegar ahí, mientras ascendíamos por las escalinatas de la Estación del «Metro», me apoyé de espaldas a un muro y ella apoyó su pelvis y vientre en contra de mi cuerpo y mientras nos besábamos, pude sentir el contorno de su sexo, apoyado en mi pierna y una erección que ella captó fue mi respuesta, que una vez más oculté debajo de mi abrigo.

Mientras tomábamos el te, dispusimos que el día siguiente, que sería Viernes, nos iríamos a la playa. Pensé en Viña del Mar, pero ella mencionó Cartagena y yo recordé aquel balneario en el que alguna vez había estado.

Recordé a Vicente Huidobro, a aquella terraza de arquitectura con sabor mediterráneo y además pensé que en aquel lugar el margen de seguridad era casi de un cien por ciento, pues no conocía a nadie que viviera o visitara aquel lugar.

Viajaríamos por la tarde, cuando ella concluyera algunas actividades que tenía pendientes en la universidad. Antes de despedirnos, quedamos convocados para juntarnos el Viernes en la mañana, con el fin de adquirir los pasajes y compartir los que serían nuestros primeros momentos de intimidad.

Nos separamos, luego de retirar mi equipaje desde la custodia del Terminal de Buses, en la estación Universidad de Santiago, del «Metro», en la cual abordamos trenes que viajaban en sentidos opuestos. El día siguiente nos encontraríamos en ese mismo lugar.

Una vez solo, tomé mi celular y llamé a mi esposa, manifestándole que tal como ella sabía la comunicación en el campo de los Urmeneta, era difícil, razón entre otras por la que había diseñado mi estrategia de ese modo.

Pernocté en casa de mi hermana, que vive en Santiago y también le manifesté que me ausentaría de la ciudad, de modo que ante cualquiera instancia, corroborara mi coartada.

Así por la mañana de aquel Viernes, estaba todo dispuesto y me dirigí a la Estación Universidad de Santiago, en donde debí esperar por largos cincuenta minutos, durante los cuales evalué la posibilidad de que se hubiese desistido de lo nuestro y mil fantasmas jugaron con mi mente, hasta que la vi aparecer.

Su figura lucía esbelta, de piernas largas, enfundadas en unos pantalones negros y una chaqueta del mismo color.

Nos besamos y salimos del túnel ascendiendo hasta las boleterías del Terminal, adquirimos los pasajes y ella tomando mi mano, me llevó con seguridad por una calle contigua al recinto rodoviario.

Cuando llegamos a nuestro destino no me cupo duda, se trataba de un hotel, al que ingresamos veloces.

Ella me mencionó la circunstancia de que aquel era el predilecto de los estudiantes de la Universidad, por lo que en alusión, lo llamaría en lo sucesivo:»El Campus»

Cumplido el trámite de ingreso, recibí las llaves, el control remoto del televisor y seguimos a la camarera hasta la habitación.

La habitación no era muy grande, estaba amoblada con sobriedad, pero en ella había una atmósfera especialmente acogedora, grandes espejos en los muros, la hacían parecer más grande y otro espejo colocado en el techo, sobre la cama, era sin dudas para ofrecer otra perspectiva de sí mismos a los amantes.

Cerrada la puerta, me acerqué a ella, comencé a acariciarle el rostro y a besarla, comencé a tocarla con suavidad, primero sus pechos, por sobre el chaleco que vestía, luego por debajo de este, tocando su espalda, para soltar el cierre del sostén, que una vez abierto, quedaron en libertad sus pechos pequeños y enhiestos, que acaricié cada vez con una pasión creciente, mientras apreciaba que sus pezones se erguían duros y desafiantes, como la avanzada de su femineidad, dispuesta para la batalla.

Luego descendí hasta el borde de su pantalón, para acariciar sus nalgas.

Por extraño que parezca a estas alturas y siendo evidente la finalidad de nuestra presencia en ese lugar, avanzaba paso a paso, como temiendo a cada instante un rechazo de última hora.

Solté el botón de su pantalón y aflojé el cierre, de modo de generar el espacio necesario para que mis manos se infiltraran hasta la intimidad dentro de su ropa interior de algodón blanco y así la redondez de sus nalgas se desplegó bajo mis manos, que las recorrieron una y otra vez, descendiendo más y más, buscando el espacio entre ellas, hasta que de pronto resolví cambiar de frente y mi mano rodeó su cadera hasta llegar a su vientre de piel tersa, por el que descendí hasta sentir la vellosidad leve de su pubis, que era la última línea antes de llegar a su sexo, que acaricié sin tregua, introduciendo mi dedo por entre los labios mayores y menores, impregnándome de la deliciosa fragancia de su vulva mojada.

Le introduje suavemente el dedo por su vagina plena de aquel indescriptible aroma embriagante de sus jugos vitales.

Ella por su parte, también había hecho lo propio y me acariciaba mi virilidad, que estaba erecta en toda su capacidad.

La verdad es que no supe cómo, pero de pronto estuvimos desnudos, la tendí sobre la cama y mis manos ahora eran como ondas marinas, que recorrían su piel de arena color mate.

La observé por un instante, tendida con sus piernas separadas, su sexo húmedo y fragante y no pude sustraerme a aquello, la besé y mi lengua recorrió su sexo de arriba hacia abajo, mi nariz ahora estaba inundada de aquel perfume de su ser femenino, hasta que comencé a ascender, podía sentir sus ansias y las mías que se fundían en un momento inefable.

Sentí su mano tomándome el miembro y guiándolo hasta la entrada de su vagina, empujé con suavidad y sentí cómo sus carnes se abrían para acogerme dentro de ella, sentía las caricias de su vagina sobre mi miembro. Fue como encontrar la cerradura precisa para una llave, sentí como si hubiéramos nacido el uno para el otro, para fundirnos en ese abrazo profundo, que se hacía más y más intenso.

La expresión de placer de su rostro, el sonido de su respiración y sus gemidos, me excitaban como nunca antes lo hubiera hecho nadie.

De pronto sentí que estallaría y el chorro de mi esperma, salió poderoso, inundando su intimidad, que en ese momento se contraía de modo espasmódico, a consecuencia de un orgasmo, digno de un monumento.

Nos quedamos abrazados sin decir palabra.

Apenas nos recuperamos, ella abrió la cama y se metió en ella. Ahí pude apreciar la perfección de su cuerpo, de sus caderas de impecable y suave curvatura, el istmo de su cintura y la gracia de sus pechos, sus hombros, sus piernas largas y bien formadas.

Era la viva imagen de una de aquellas buceadoras del archipiélago indonesio, una pescadora de perlas, nadando libremente en aquel océano de sábanas azules, jugando grácil hasta que estuve a su lado y ella asumió la ofensiva con una «Fellatio» que me hizo sentir lo que jamás antes experimentara, hasta que eyaculé en su boca y ella se bebió hasta la última gota de semen.

Aquello era una fantasía, no era posible que yo tuviera ese rendimiento.

Siempre había sido de un temperamento más bien moderado e incluso en las más calientes noches que había tenido antes, siempre había sostenido ser de una cópula, pero muy bien lograda, con mucho de técnica y punto.

Ahora sin embargo estaba nuevamente en ella, ahora desde su espalda, observando que el esmerado cuidado de su cintura había rendido sus frutos, creando un estrecho pasaje, delimitando su espalda de hombros pequeños y redondeados y sus nalgas de impecable redondez, entre las que corría un valle estrecho, que se escurría entre aquellas maravillosas porciones de su carne, que como dos frutas de exquisita madurez me ofrecían su jugoso y delicioso secreto.

La estaba penetrando, vaginalmente, por detrás, mientras hundía mi pulgar en la flor de su ano. Me sentía como una bestia en celo, sudorosa y jadeante, al igual que ella.

Después me comentaría que al sentarse luego, durante el almuerzo que compartimos, le dolía. Igualmente a mí una actividad tan intensa había dejado su huella en variadas pequeñas laceraciones en los flancos de mi falo.

Una vez que acabamos, miré el espejo del techo, aprecié su figura de desbordante belleza, su desnudez grácil y hermosa.

Me sentí grotesco a su lado, aquel cuadro era la representación viva de «La Bella y La Bestia» Era demasiado contrastante su desnudez llena de belleza y la mía obesa y grosera.

A ambos lados de la cama yacían inertes nuestras ropas vacías, dejadas como las inevitables bajas producto de toda batalla.

Nos duchamos juntos y mientras lo hacíamos, reíamos y jugábamos.

Me sentía como un adolescente, exultante de vida y lo mejor estaba por venir. De hecho después de aquel viaje, nada para mí volvería a ser lo mismo.