Capítulo 6
Las jornadas seguían igual, mi vida actual me encandilaba, y no podía existir otra forma de vida que me llenara más; mi ocupación principal, mi razón de existir era servir a aquella criatura tan maravillosa, ponerme a sus pies y volcar toda mi capacidad de trabajo, de sacrificio y de sumisión en aras de su capricho y su deseo.
Y no quería para mí otra cosa más que lo que tenía.
En mi apartamento fui haciendo reformas a expensas de lo que ella deseaba; la habitación principal, un espacio diáfano y con vistas al mar, fue reservada a mi diosa.
Pintamos las paredes de un color amarillo pálido, muy acogedor, y la estancia fue dotada de una amplia cama de dos por dos, un vestidor que poco a poco fui llenando con todo tipo de vestidos, zapatos y todo lo que ella deseaba, aparato de aire acondicionado para los calurosos meses de verano y una bomba de calor para el crudo invierno, y toda la habitación ataviada con lujosos cortinajes, alfombras y obras de arte.
El baño que poseía esa habitación también estaba colmado de detalles, con una bañera amplia, estilo jacuzzi, con espacio suficiente para dos personas, y con encimeras de mármol.
Mi diosa disponía a su vez de un salón equipado con los últimos aparatos de audio e imagen, con amplios y cómodos sofás, una mesa de teca para organizar banquetes y todos los detalles imaginables; una habitación fue equipada como despacho particular, con un buen equipo informático y una biblioteca extensa; y la cocina funcional y bien equipada. Existía también un baño adyacente al comedor, para uso de invitados.
En cambio a mí me fue asignada una habitación minúscula, lo que en su día había sido un cuarto de baño de servicio; poseía un retrete muy simple, un camastro demasiado pequeño a mi estatura y un armario donde poseía mi ropa para ir a trabajar.
Un plato de ducha en una esquina me mantendría aseado, y nada más. Eso era todo lo que me tocaba del lujoso apartamento que había puesto a los pies de mi diosa.
Mi celda estaba oculta a las miradas de los curiosos; quedaba situada entre la habitación de mi dueña y el salón, con una puerta que daba directamente a su habitación y otra puerta que estaba oculta tras un gran cuadro, que daba al pasillo.
En ambos casos, las cerraduras bien dispuestas solo se abrían desde fuera, por lo que una vez dentro, no podía abrir a no ser que estuvieran desbloqueadas, como así sucedía cuando estaba yo solo.
En las paredes que daban a la habitación y al salón habían dispuestos dos grandes espejos que me permitían observar lo que acontecía en el exterior, aunque con un dispositivo especial para cegarlos a gusto de mi Diosa. Podía ver y me podían ver solo con apretar un botón.
Yo era el encargado de la limpieza de mi habitación, puesto que la chica que limpiaba, Paqui, no tenía conocimiento de la existencia de aquella estancia.
Mi Señora desarrolló una idea para agrandar el panorama de mi sumisión; una tarde, antes de las tres y de que llegara Paqui, me metió como de costumbre en el maletero del coche, pero al irse dejó al descubierto una de las paredes, de las cuales colgaban los látigos.
La chica, al llegar al garaje, aparcó la moto y no tuvo que esforzarse mucho para observar lo que se le mostraba con tanto descaro.
Se aceró a los elementos, los tocó, los acarició, y tomando un gran látigo en sus manos, lo hizo chasquear en el aire.
Yo lo escuchaba todo y cuando mi diosa vino a liberarme poco después, se lo comenté; Ella sonrió con aire triunfal y me dijo que esa tarde no iría a trabajar.
Tal y como estaba, desnudo, me amarró al potro de pies y manos y me colocó una capucha hermética que cerró con un candado; primero me enchufó un consolador de considerables dimensiones en el ano y después se pasó un rato azotando mis nalgas con una palmeta flexible que tenía una diminutas púas que provocaban lacerante puntitos de sangre, pero sin permitir que los hilillos de sangre decoraran la piel.
Antes de irse y dejarme allí amarrado, garabateó algo sobre mis posaderas.
Pasada la tarde, a ciegas por la capucha, con el culo al rojo y rellenito con el consolador, me mantuve inquieto ante la inevitable llegada de Paqui; mi diosa sabía que tenía poco que perder, puesto que en el peor de los casos, no pasaría aquello de un chisme sobre los gustos sexuales de la Señora, pues solamente con ella Paqui había tratado.
Llegó la hora señalada y sentí una leve corriente de aire cuando la puerta lateral del garaje se abrió, y por un instante sentí la mirada de la chica clavarse en mi cuerpo; sentí su sofoco inicial, su jadeo incontrolado, sentí como apartaba la vista de mi trasero, donde rezaba una invitación: «azótame hasta que te canses».
Paqui no pareció responder a la invitación; se puso el casco, arrancó la moto y salió disparada del garaje; podía ver el enojo en su rostro a medida que se alejaba de allí, yo fui perdiendo el murmullo del motor, pero no del todo.
Pasados unos instantes ese ruido se hizo más intenso, hasta que llenó por completo de nuevo la estancia.
Se paró el ruido, y en un tiempo que se me hizo interminable, Paqui bajó de la moto, se quitó el casco pero no los guantes que llevaba y se acercó a la pared de la que colgaban los látigos.
Se permitió unos instantes para elegir el que más le gustaba mientras se desabrochaba la chaqueta, se levantaba la camiseta ajustada y dejaba al aire unos pechos redondos que se agitaban al ritmo de su respiración.
Finalmente sentí el roce de unos dedos sobre la piel de mis nalgas y cómo esos dedos enfundados recorrían en sentido circular cada lado, uniendo con una línea imaginaria cada uno de los puntos rojos que mi Diosa había dejado con su palmeta de púas.
Tras unos instantes de vacilación, empuñó el látigo y descargó un primer golpe, suave, casi tímido, del cual ni me inmuté, pero que reconocí como un látigo trenzado y corto, bastante rígido.
Pareció comprobar que aquello no era «pecado ni delito», por lo que comenzó a descargar los golpes cada vez con más fuerza y más ritmo, primero centrándose en una nalga, después en la otra, cogiéndole gusto al azote.
Yo iba notando en mis propias carnes el efecto de ese ánimo suyo, pues la piel comenzaba a abrirse en jirones pequeños.
Quizá fue este particular el que le hizo detenerse. La escuché vestirse deprisa, dejar el látigo en su sitio y salir corriendo con su moto.
Minutos después de que se hubiera ido, mi diosa apareció en la estancia; estaba satisfecha de la prueba, comprobó el estado de mi trasero y asintió contenta y removió un poco el consolador en mi ano.
Me soltó del potro y caí al suelo, un poco por la debilidad provocada por los azotes y la inmovilidad de toda la tarde, otro poco por la inmensa gratitud que sentía por ella y que me hacía estar a sus pies una y otra vez.
Aquella tarde me permitió volver al apartamento, cocinar una deliciosa cena para ella y ponerme a sus pies, para degustar mi cena: Ella.
Mientras cenaba y más tarde veía la televisión un rato, no saqué mi lengua de su sexo, lo que me colmó de gozo. Esa noche se quedó a dormir en Su habitación mientras yo era confinado a mi celda.