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El maletero VII – Final

Mi diosa había quedado muy satisfecha con la prueba que le había hecho a Paqui; estaba firmemente convencida de adoptarla como pupila y enseñarle todos los secretos de la dominación.

Por supuesto yo iba a ser la cobaya para aquellas enseñanzas, y el garaje sería el aula, de momento.

Durante los meses siguientes Paqui aprendió todos los secretos de un sumiso, todos los usos que se le podía dar, siempre guiada y preparada por mi señora; un día llegaba Paqui al garaje y se encontraba con mi cuerpo atado al potro, pero esta vez con un consolador en mi culo y con las correas de su arnés colgando, invitando a la visitante a amarrarse allí y trabajar un poco el dilatado agujero.

Otras veces me encontraba boca arriba, tirado en el suelo, con mi cuerpo envuelto en un traje ajustado de látex del cual solamente sobresalía la lengua, de manera que la posible usuaria de mí, centraba sus hábitos en la misma, obteniendo el placer a través de una mamada prolongada.

La prueba a la que más le costó adaptarse fue la del retrete; aquel día llegó al garaje, aparcó y se encontró con la situación preparada.

Yo estaba tumbado en el suelo, con mi cabeza metida en el sanitario, todo mi cuerpo desnudo expuesto y mis muñecas amarradas al propio retrete.

Paqui bajó de la moto y observó la escena; sabía que aquello estaba preparado para su uso, para que utilizase el retrete para hacer sus necesidades, pero un atisbo de indecisión cruzó por su mente.

Pude oír como apresuraba sus pasos hacia la puerta y salía en dirección al apartamento; me quedé a solas pensando que los planes de mi Señora se estaban desbaratando, cuando ella llegó, magnífica.

No me hizo falta verla para saber que era mi diosa, y cuando la tapa del retrete se abrió, me regaló con su sonrisa.

– “No te vas a quedar sin tu merienda, guapo”, me dijo.

Su culo ocupó todo el espacio por encima de mi cabeza y la luz que hasta entonces entraba a raudales, se redujo a un leve hilillo entre sus muslos que me permitía apreciar el regalo de la diosa; mientras regalaba a mi gaznate con bocados golosos y lo regaba con exquisito caldo, sus tacones estaban firmemente apoyados sobre mis pezones.

Se tomó su tiempo, asegurándose que no desperdiciaba nada de lo que me brindaba; abría las piernas para observar mi mandíbula trabajar, y las volvía a cerrar , complacida.

Cuando terminó, mi lengua se encargó de dejar su rosado botón bien limpio, así como su sonrosadita concha, y cerrando la tapa de nuevo, me emplazó a mantener aquella posición por si Paqui se replanteaba la situación cuando terminara con sus tareas.

Pasaron por lo menos dos horas más y sentí de nuevo la corriente de aire al abrir la puerta; unos pasos indecisos se acercaron a mí, parando al lado de mi cuerpo.

Pasaron algunos segundos de silencio, unos segundos de desconcierto, pero al instante pude escuchar el roce de unas telas, de unas piernas; Paqui se había bajado las braguitas y el ruido que había escuchado era el roce de las mismas con sus medias.

De repente un dolor insoportable se adueñó de mi pecho; la chica había asimilado bien su papel y se había subido en mí, clavando sus tacones en mi pecho.

La tapa se abrió de golpe, y en vez de ver aparecer el trasero de aquella chica, fue su cara la que me miró, con un a mezcla de perversidad, curiosidad y timidez.

– “Así que eres tu…..”. Su voz sonó con cierta ironía.

La siguiente vez que abrió sus labios fue para escupirme en la cara, divertida; se giró, clavando sus tacones firmemente sobre mi pecho y su trasero fue ocupando poco a poco el espacio que me conectaba al mundo.

Pasó un buen rato deleitándose con la felonía, rematando la faena con una limpieza de sus partes por medio de mi lengua.

Definitivamente había tomado conciencia de su parte dominante, y de cómo podía disfrutar usándome.

Terminadas sus necesidades, se levantó y comenzó a vestirse, pausadamente, como si ya nada pudiese sorprenderla; no había terminado aún de arreglarse la ropa cuando mi diosa entró en la estancia.

Agradecida por haberle mostrado el camino, Paqui besó la excelsa mano de mi señora, y ésta le pidió una prueba de aceptación.

Ella se sentó sobre mi pecho, recostada en el retrete, mientras abría las piernas y mostraba su sexo desnudo; Paqui se arrodilló entre ellas y adoró aquel tesoro, consiguiendo que orgasmara mi señora a la vez que lo hacía yo mismo, puesto que en su delicado trabajo no había dejado de rozar sus pechos contra mi polla desnuda y erecta.

Se fundieron en un abrazo y después en un beso, y mi señora le traspasó los poderes sobre mí.

La historia con mi señora terminó aquel día; desde entonces pasé a formar parte de las pertenencias de Paqui.

Mi señora siguió viviendo en el apartamento que había comprado, Paqui se instaló en una de las habitaciones vacías y yo quedé confinado en mi celda.

La diosa ya había echado el ojo a otro sumiso potencial al que sangraría como a mí, y más rentas entrarían en nuestro entrañable hogar.

Yo no volví al garaje, ese espacio estaba destinado para el “nuevo”, pero me tuve que encargar de hacer el antiguo trabajo de Paqui, mantener la casa.

Manteniendo el sueldo conseguí trabajar solo por las mañanas, así que el resto del día lo ocupaba en atender a mi nueva señora, Paqui.

Pero eso será otra historia.

Fin.

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