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El maletero III

El maletero III

Poco a poco el garaje se fue convirtiendo en un templo, un lugar oculto a miradas curiosas donde adorar a una verdadera diosa; de hecho, cualquiera que pasara por fuera, al lado de la puerta, no podía imaginarse siquiera que se usara aquel recinto.

Las paredes se habían forrado de corcho para aislar el sonido, tras la puerta de acceso al coche se había instalado una persiana que cerraba herméticamente el espacio y en el techo había un potente extractor que mantenía ventilado el recinto.

Mi diosa pronto cogió el gusto a tenerme de esclavo, y no solo me mantenía en el interior del coche, en cautiverio, y aprovechaba mi boca, sino que fue aficionándose a azotar mi trasero.

Primero instalamos un cómodo sillón de esos con reposabrazos amplios y mullidos.

Ella se sentaba y yo me colocaba tumbado sobre su regazo y con una mano enguantada en guantes de látex, de esos quirúrgicos, me regalaba una azotaina que se prolongaba durante media hora cada vez.

Una vez que tenía el culo rojo, solía hurgar en mi ano con un dedo, explorando su cavidad, removiéndolo dentro y penetrando hasta el fondo.

Por ello pronto la pared se convirtió en un mural repleto de accesorios tales como palmetas, látigos, cañas, consoladores y vibradores.

Otra de las cosas que comenzó a interesarle fue las suspensiones, y para tal fin el techo fue reforzado y equipado con una serie de cáncamos del que se colgaron poleas; el sistema para que un cuerpo fuese izado se resolvió con unos tornos pequeños y eléctricos, de manera que ella no tuviera que realizar demasiado esfuerzo.

De esta manera me podía colgar del techo, la mayoría de las veces cabeza abajo, con las manos atadas a la espalda, y así me azotaba con un látigo largo, probando puntería con mis partes más vulnerables.

Otro de los elementos indispensables en el garaje fue un retrete; instalé una rejilla de desagüe en el suelo conectada a una tubería que llevaba a la cañería de desechos del edificio y sobre esa rejilla una especie de cojín en forma de U donde yo podía apoyar la cabeza.

Por encima de todo esto, un retrete blanco, con un agujero en la parte de los pies y unas bisagras laterales.

Así, cuando mi diosa pretendía usarlo, lo abríamos y yo me tendía en el suelo, apoyaba mi cabeza en el cojín y se cerraba de nuevo el retrete, quedando mi cabeza exactamente debajo del cuerpo de mi diosa.

Esto se dispuso así porque era más “higiénico” para mí.

Cada vez pasaba menos tiempo metido en el coche debido a las nuevas aficiones de mi diosa; mi trasero se estaba poniendo acartonado y duro por los azotes, mi ano se estaba ensanchando considerablemente, mi lengua se había hinchado de la cantidad de horas que pasaba lamiendo su sexo y en el coche solo me alojaba para dormir o cuando ella salía.

Pero mi vida y la relación dieron un giro importante con una de las casualidades de la vida; tuve la oportunidad de conseguir un traslado a la misma ciudad donde vivía mi adorada diosa, y no dudé un momento en obtenerlo.

Además representaba más ingresos y mejor posición en la empresa; en una semana estaba todo dispuesto para hacer el traslado y comencé a buscar una vivienda en aquella ciudad, a ser posible cerca de donde vivía ella.

Tuve la suerte de encontrar un piso grande y prácticamente nuevo en un edificio dos calles más debajo de la equina donde siempre habíamos quedado, y tras verlo y tener la aprobación de ella, lo financié en cómodos plazos.

Una vez que tuve las llaves en la mano, se las ofrecí a ella, para que dispusiese del inmueble como más gustase, de manera que nos quedamos un juego de llaves cada uno.

A partir de entonces mi vida continuó muy amena, ya que me levantaba pronto por las mañanas y me pasaba todo el día trabajando, pero a la hora de comer, de dos a cuatro, salía disparado de mi despacho, corría al garaje y aguardaba a mi diosa, totalmente desnudo, de rodillas, aguardando su presencia.

Esto no quiere decir que ella acudiese cada día; algunas veces no aparecía, y me quedaba yo las dos horas allí, de rodillas y a oscuras; otras veces venía pero me metía en el maletero del coche y se largaba, dejándome allí las dos horas.

Pero otras veces, las que más me gustaban, me hacía poner la cabeza en el asiento del sofá y se sentaba a degustar su comida, se fumaba un pitillo que terminaba inexorablemente en mi boca y antes de marcharse me hacía poner la cabeza bajo su retrete favorito; después volvíamos a nuestros trabajos.

Por la noche, cuando salía del trabajo a las ocho, se repetía la escena, yo acudía al garaje como un colegial en su primer día de vacaciones, me desnudaba y esperaba arrodillado, desnudo y a oscuras.

Por la noche las escenas siempre se prolongaban un poco más de tiempo, ya que no teníamos el tiempo limitado; era cuando ella desarrollaba todo su potencial, toda su magia y toda su fantasía, traducida en abrazos barrocos con sus muslos, azotes con palmetas, duros y secos, penetraciones forzadas con consoladores cada vez más gruesos, suspensiones casi siempre boca abajo para que perdiese el sentido del equilibrio, con pequeñas variantes, como por ejemplo, ponerme una barra en los tobillos para separar mis piernas y colgarme del techo boca abajo, con las manos atadas a la espalda; me izaba hasta que mi cabeza solamente rozaba el suelo, y entonces me ataba el pene con una cuerda y la anudaba a una anilla del suelo.

Entonces se entretenía jugando con los botones del torno, izándome un poco y provocando un estirón en mi sexo; cuando estimaba que mi pene estaba suficientemente estirado, me dejaba en aquella posición, me introducía un gran consolador en el ano y se dedicaba a azotarme con un látigo.

Pero no perdimos las formas, y el coche siguió siendo un elemento muy importante en nuestra relación; todos los fines de semana los pasaba en el maletero, desde el viernes por la mañana hasta el domingo por la noche, unas veces incomunicado, otras veces usado por ella, pero no pasaba un solo fin de semana sin que me viese aislado en el maletero.

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