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Marcela I

Existen momentos que surgen insensatamente del olvido disgregando la imagen que nos hemos fabricado de nosotros mismos.

Puede ser algo tan insignificante como un olor o un sabor que hemos experimentado en el pasado.

Estos recuerdos dormidos emergen desde algún rincón nebuloso de nuestra memoria y nos confortan e iluminan nuestro camino como farolillos de verbena.

La historia que voy a contar tuvo lugar hace muchos, muchos años, o al menos eso me parece a mí.

En aquella época aún estaba realizando el servicio militar. Recuerdo que era una noche de domingo y que había salido a cenar con unos amigos.

Después tenía que coger el coche, recorrer más de trescientos kilómetros y presentarme en el cuartel antes del toque de diana.

La cena fue muy agradable y al salir acompañé a la gente a tomar una copa en un local, entonces de moda, en la parte alta de la ciudad.

Teniendo que conducir más de tres horas en un SEAT 850 bastante tronado, decidí que lo mejor sería retirarse temprano, así que arranqué el coche y me dirigí a la entrada de la autopista más cercana. Aún no había recorrido ni cien metros, cuando, en una calle residencial de uno de los barrios más caros de Barcelona, encontré una doble fila de coches que circulaban muy despacio.

No tenía más remedio que pasar por allí, supuse que no podría tardar mucho, me armé de paciencia y me situé detrás del último coche. Había avanzado apenas unos metros cuando advertí que a ambos lados de la calle había unas chicas espectaculares, prácticamente desnudas charlando con los conductores de algunos coches.

Sus faldas eran tan cortas que por poco se agachasen podía ver sus culos perfectos. Me pareció extraño tratándose de un vecindario de tan alto nivel. De todas formas, era verano, había mucha gente de vacaciones y es posible que en aquel barrio no hubiese prácticamente ningún vecino.

Observaba a las muchachas divertido cuando una de ellas me llamó la atención. Era una mulata soberbia, estaba algo apartada de las otras muchachas y la copa de un árbol la resguardaba de la luz de las farolas.

Al pasar junto a ella la miré fijamente, ella miró hacia el interior del coche, pero no hizo ningún gesto por acercarme. Mi pulso se aceleró y empecé a experimentar un débil temblor nervioso.

Continué circulando a la misma marcha lenta que hasta entonces, sin embargo, mi único pensamiento era adivinar como dar la vuelta para volver a ver aquella mulata deslumbrante.

Al llegar al primer cruce, no dudé ni un instante, di la vuelta y volví por el mismo camino que había venido. Afortunadamente ella continuaba estando allí. Desde más distancia pude observarla mejor.

Sin duda era una travestí, aunque sería más preciso decir que sin duda era una diosa travestí. Mi corazón se atropelló todavía más y la tiritona de manos apenas me permitía sujetar el volante.

Cuando tuve la oportunidad de volver a dar la vuelta y circular por su lado de la acera ya no podía pensar con claridad. Nunca en mi vida había estado tan excitado.

Al situarme por segunda vez junto a ella, abrí la puerta y la invité a entrar.

Supongo que ella intentaría llegar a algún tipo de acuerdo económico. La verdad es que no lo sé, aunque la oía hablar, sus palabras no tenían ningún significado para mí. Afirmé con la cabeza, ella sonrió, entró y me pidió que arrancase.

Me condujo hasta una calle vecina, tan despoblada como el resto del barrio. Bajé un poco la ventanilla y entonces la pude ver con tranquilidad.

Era una verdadera preciosidad: su cabello resplandecía bajo la luz directa de una farola, su cabeza perfecta descansaba sobre un cuello bien torneado, y este se alzaba de unos hombros fornidos, todo el conjunto emanaba una gracia extraña que me atraía. Tiempo después me enteré de su nombre, Marcela, y la llegaría a conocer un poco mejor.

En aquel momento me pareció que llevaba un perfume suave, pero quizá tan solo fuese el aroma de su piel mulata. Se giró hacía mi, sonrió y me preguntó que quería hacer. Yo no supe que responderle. Así que ella me preguntó si me gustaría chupársela.

Aquella idea, que al escucharla me pareció algo extraña, mientras la miraba detenidamente, paso a parecerme absolutamente brillante. Marcela levantó un poco la falda descubriendo la gloria de muslos compactos y entonces, reventando unas braguitas semitransparentes de encaje, pude adivinar con toda claridad el mayor pollón que hubiese soñado en mi vida.

Aún estando en reposo era tan aparatoso que aquella desdichada prenda no podía contenerlo, tendía la tela hasta casi desgarrarla, deformaba las gomas elásticas que lo aprisionaban y se escapaba por los lados.

Había perdido el autocontrol y no podía resistirme, acerqué mi mano y acaricié aquella tela sufriente con mucha suavidad. Las yemas de mis dedos se sorprendieron con la húmeda calidez que despedía.

Marcela se aproximó ligeramente y me besó, rozando apenas mis labios. Deposité la mano encima de su miembro y pude sentir como se movía, se enderezaba sin esfuerzo, apartaba la braguita y se asomaba al exterior.

Ella se acomodó en el asiento y separó un poco más las piernas. Bajé la cabeza y besé el extremo de aquel pene ingente. Su prepucio, de una piel increíblemente suave, literalmente ardía, despedía el calor de los rayos de sol en las playas de Brasil. Con sólo aquel levísimo toque comenzó a aumentar de tamaño, hincharse y estirarse.

Con el dedo aparte la tela para acabar de liberarlo. Formé un anillo ceñido con los labios, rodeando la punta, y los deslicé con toda la dulzura de que fui capaz, introduciéndome la polla en la boca.

Recuerdo perfectamente aquel primer encuentro con su sabor: era delicioso, excitante, cálido, sutilmente salado. A medida que apartaba el prepucio con los labios apareció la tersa y delicada piel del capullo que se deslizó sobre mi lengua con suavidad.

Con el dedo que apartaba la tela pude percibir que la polla de Marcela continuaba hinchándose sin interrupción, era una serpiente desenroscándose perezosa al sol. Comencé, con mucha lentitud a subir y bajar, envolviendo dentro de la boca aquel obelisco inflamado. Una y otra vez, con cada uno de los recorridos notaba como aumentaba su rigidez.

En muy poco tiempo tomó la consistencia de una barra de acero y el capullo quedo completamente descubierto. Con la lengua rodeé la cabeza del miembro y entonces pude escuchar un levísimo gemido de Marcela. Me dediqué a pasear la lengua en círculos, con mimo sobre la sensible piel que forma el alero del capullo, como si se tratase una gustosa bola de helado que se deshiciese al contacto líquido y tibio de mi lengua.

Después de deleitarme disfrutando de aquellos primeros movimientos de reconocimiento deslicé la lengua sobre el agujerito de la cabeza. Sorbí con deleite una pequeña gotita que se había formado. Lo abrí con mucho cuidado y apoyé con dulzura la lengua en el aquella pequeña abertura. Escuché un nuevo gemido. Marcela comenzó a acariciar mi nuca al tiempo que repetía: “así, así, muy bien papaíto”. Volví a rodear la polla con mis labios e intenté introducírmela entera, pero fue completamente imposible, cuando aún quedaba una porción considerable noté que si avanzaba un milímetro me ahogaría.

Apoyé los dedos en el extremo libre de aquella columna de carne morena, al final pude sentir sus testículos que esperaban prietos como una bola de billar bajo la suave tela de la braguita.

Empecé a subir y bajar mi boca alrededor del tronco incandescente. Me cautivó tanto la sensación de su pene resbalando dentro de mi boca, colmándola por completo, que estuve repasando el movimiento, dejándome follar por la boca, hasta que me di cuenta de que su polla estaba iniciando una pequeña serie de convulsiones.

Me separé un momento y la miré. Marcela estaba sudando, tenía las mejillas encendidas y entre los labios jugosos entreabiertos asomaba la punta lustrosa de su lengua. En el mismo momento, ella también me miró y sonrió.

Hablando en su simpático castellano con acento brasileño me dijo: “papaíto me estás haciendo disfrutar, pero me va a venir enseguida”. Me introduje un dedo en la boca, humedeciéndolo, y lo coloqué en la cabeza, envolví su prepucio por encima, cubriéndolo y después, moví el dedo imperceptiblemente en movimientos curvos.

Ella descansaba apoyada en el reposacabezas del asiento, acerqué mi boca a la suya y la besé. Ella respondió a mi beso, sus labios se separaron. Su lengua se movía rápidamente y con maestría y pude beber el líquido embriagador de su saliva. Mientras tanto una de mis manos continuaba el masaje sobre el prepucio y la otra acariciaba sus testículos, apretándolos con ternura, estirando su piel, arañando su piel arrugada.

Ella bajó totalmente el respaldo de su asiento, ofreciéndome todas las facilidades para poder disfrutando de su polla divina. Así que me aproximé y comencé a pasar la lengua a lo largo de toda de su longitud, desde el capullo hasta los huevos mientras que una mano acompañaba el movimiento por el lado inferior fluyendo con suavidad sobre mi saliva.

Después la volví a tomar con los labios, la levanté ligeramente para que me fuese más cómodo e inicié nuevamente el movimiento de sube-baja pero haciendo un poco más de presión con la lengua y los labios. Con la mano cogí sus cojones y, al mismo tiempo que mi boca subía y bajaba, los apretaba y aflojaba la presión. En seguida, y sin dar ningún aviso previo, sentí unas convulsiones y mi boca se llenó de un líquido hirviente, denso, ligeramente salino.

Brotó en tal cantidad que pensé que me iba a atragantar. Lo mantuve en la boca, mientras ella continuaba bombeando cada vez con menos potencia. Unos momentos después dejé que esos fascinantes y calientes néctares goteasen desde mi boca y resbalasen por su polla. A medida que perdía consistencia, continué chupando su polla con su leche.

Marcela se levantó y me dio unas toallitas de papel con las que me limpié la boca y la cara.

Ella, mientras tanto, secó su pollón, después me volvió a besar en los labios, devolvió su asiento a la posición vertical y comenzó la difícil tarea de volver a embutir toda la magnificencia de su trompa dentro de la prisión de aquellas exiguas braguitas.

Le pregunté si quería que la volviese a dejar en la calle donde la había recogido, pero me dijo que por esa noche ya tenía suficiente, me pidió que la llevase a su casa.

En el viaje se mostró simpática y ocurrente, con una forma de ser, que, a lo largo de los años, y en sucesivos encuentros me cautivaría.

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