Las famosas y calientes fiestas del profesor

Los cuentos de pasillo sobre el profesor de Sociología, Juan Malavé, eran increíbles en la universidad.

Se decía que organizaba «fiestas muy calientes» en su apartamento de soltero, que también en su cubículo hacía «operación colchón» con las niñas guapas que quedaban aplazadas y necesitaban pasar, que su casa de la playa era una bacanal romana los fines de semana.

En fin, tantas cosas se decían de Malavé que uno creía los rumores o sencillamente los ponía en duda.

Angélica, una chica muy agraciada compañera de estudios, que se gastaba un culo redondo y paradito y unas tetas enormes que a veces llevaba sin sostén y le bailaban provocadoramente dentro de la blusa, me comentó que un viernes el profe Juan iba a realizar una reunión de despedida de curso en su casa, a la que había invitado a algunos compañeros.

Entre la lista de los invitados figuraban: Genoveva, una morena clara, hija de italianos, con una boca súper sensual, de mediana estatura y pechos prominentes; Carmen, la más buena del salón, pero a veces un tanto antipática; Chelo, una flaca de linda cara, muy alegre, con fama de «caliente»; Beatriz, una rubia bajita, de ojos claros, con las mejores piernas del salón, entre otras guapas.

Ese viernes me arreglé para ir. Llegué al edificio. Caminando por el pasillo ya se oía la música a todo volumen y las risas de la gente. Toqué la puerta y ¡ohh, sorpresa! Me la abrió Genoveva de par en par, con una sonrisa de oreja a oreja.

Estaba con las tetas al aire y sólo llevaba un shorcito cortísimo, unas sandalias de plataforma alta. Tenía un vaso de licor en la mano derecha y evidentemente ya estaba medio borracha.

–¡Hooolaaa, amooorrrr, únete a la fieshta, esooo!!!!, dijo con la lengua medio enredada, mientras José, un compañero del salón, la cogía por la cintura y la arrastraba hacia adentro.

Entré y mis ojos no daban crédito al espectáculo que tenía enfrente: Carmen, en cuatro patas, le mamaba el güevo a Ricardo y se dejaba tirar desde atrás ¡por el profe Juan!; Chelo tenía en sus dos manos los miembros de Ernesto y Claudio, los que chupaba frenética de manera alternada; Beatriz sobre una mesita recibía una enculada de película por Pedro, el «más tímido» del salón; y a Genoveva la agarraba Alejandro desde atrás, pasándole las manos por la cintura para cogerle las tetotas, y Ramón, agachado, le bajaba el short para mostrar esa totona afeitada y de rosados labios ya inchados de la excitación.

Me quedé unos segundo intentando comprender todo el cuadro. Estaba boquiabierto y casi se me cae la botella de vodka que traía, cuando de pronto sentí un tirón por el brazo derecho que me despertó del ensueño. Era Laura, una rubia que siempre me había gustado.

También tenía unos cuantos tragos encima y lo primero que hizo fue besarme profundamente. Me metió la lengua como loca, la atornillaba a la mía, me la pasaba por toda la cavidad bucal mientras me apretujaba sus teticas pequeñas pero firmes a mi pecho.

Yo la abracé con fuerza y le empecé a agarrar las nalgas, que también tenía en forma de perita. La erección era ya infalible y amenazaba con reventar el pantalón.

Ella lo sentía y más acercaba su cuerpo al mío.

Uno al otro nos quitamos las camisas rápidamente. Al desbrocharle el sostén se asomaron ante mis ojos dos cocos perfectos, paraditos, con sus pezones erectos desafiantes, que me los comí con un gustazo, mientras ella jadeaba y decía «sigue, sigue».

Luego le desabroché el pantalón, se lo bajé junto con la pantaleta (ella se había quitado las sandalias en algún momento que ni supe), y empecé a chuparle su cuquita.

Primer los labios, uno a uno, lentamente, y luego su huequito para subir a la cima del clítoris y toquetearlo con mi lengua (eso lo había aprendido muy bien en mis anteriores experiencias sexuales).

Ella segregaba líquidos y yo seguía ensalivándole el hoyito y el granito, y ella gemía y gemía, se retorcía de placer, me hundía la cara en su sexo y me sobaba la cabellera.

Con la otra mano yo le agarraba los coquitos y masajeaba sus pezones. Ya estaba a mil y mi pene quería hundirse en ella.

La mamada duró como diez minutos, hasta que ella me rogó: «Ahora déjame mamártelo». Me puse de rodillas, echando mi torso hacia atrás, lo que hacía que mi paloma, bien erecta, formara un ángulo de 90°. Ella la engulló toda y luego empezó a succionar mientras la metía y la sacaba.

A veces la dejaba un ratito en su boca y le daba vueltas con la lengua, chupeteaba el glande, bajaba por el frenillo hasta los huevos, pajeaba, metía y sacaba cada vez más profundo, hasta atragantarse con esos 18 centímetros que le llegaban a la garganta.

Yo disfrutaba montones porque no se cansaba. Estaba como posesa con mi pene y me decía: «Me gusta tu gúevo, papito». Y seguía y seguía mamando.

Luego la acosté y le abrí las piernes bien abiertas. Le metí el palo hasta lo hondo, porque de los excitada y mojada que estaba entró completo. Le dí palo parejo mientras le masajeaba las teticas. Ella me rodeaba con sus piernas y gozaba. Se movía en redondo y a veces le venían arrebatos de placer en los que redoblaba el ritmo.

Ya iba a acabar, pero no quería. Se la saqué y le dije: «Ahora por el culito». Ella me respondió: «Con cuidado, despacito».

Como tenía el pene totalmente empapado con sus gusto vaginales, la cabeza le entró con relativa facilidad.

Sólo empujé un poquito. Pero luego ese hueco era muy estrecho y a ella le dolía un poquito. Le dí poquito a poquito hasta que entrara más y más; ella relajaba las nalgas y yo le seguía tocando la totona.

Al cabo de un rato ya entró completo, y dos minutos más tarde ya entraba y salía con facilidad.

Me eché de espaldas y ella se montó, también de espaldas hacia mi, dándome el culo, apoyada hacia atrás con sus brazos y con sus pies sobre mis muslos. Cuadró con la mano derecha mi palo con su culo y volvimos a enchufarnos.

Ella gozaba tanto que yo pensaba que sentía más por acá que por la cuchara. Con mis manos yo le controlaba –intentaba controlar- el movimiento de sus caderas, en redondo, y hacia arriba y hacia abajo. Ella gemía, pedía, invocaba, jadeaba, volvía a gemir, decía «ayy, ayy», repetía «humm, hummm», animaba «dale, dale».

Llegó un momento en que sí que iba a acabar. Se lo dije y me rogó: «Acábame en la cara, pero no en el pelo, por favor».

Se lo saqué del culo y con dos o tres pajazos y entre gritos ya estaba lanzándole leche caliente a su rostro. ¡Qué polvo! Le llené la carita de blanco semen que ella medio saboreó. (Después me confesó que no le gustaba mucho el sabor, pero le encantaba la sensación del chorrito sobre su cara).

Quede exhausto sobre el suelo y al voltearme a un lado pude observar a la auténtica bacanal del profe Juan, quien ahora cogía a Beatriz sobre una silla, mientras Pedro le chupaba las tetas.

Carmen recibía lechazos de Ricardo y Juan que se regaba sobre los senos y Genoveva se lo mamama a Ramón mientras Alejandro se la mamaba a ella.

Me paré, pasé sobre los cuerpos jadeantes de una pareja que había visto en la universidad pero estudiaban en otro salón, y fui al baño. Abrí la puerta y Roberto, m amigo de toda la carrera, montaba en la bañera a Lorena, una ex novia bellísima que había tenido hace años.

–Sigan, sigan, que sólo vengo a mear y a limpiarme, les dije para no interrumpirlos.

Parece que les dio más excitación el hecho de que los estuviera observando como tiraban, y siguieron cogiendo con mayor frenesí. Yo los miraba mientras orinaba y Lorena me veía y jadeaba. Salí del baño con una medio erección, y mientras camina a la sala por el pasillo del apartamento, oí gritos en un cuarto.

Abrí la puerta y sobre la cama matrimonial del profe había una masa humana de piernas, brazos, penes, cucas moviéndose compacta y armónica. Eran como unas cinco personas enchufadas de alguna forma acrobática que sudaban la gota gorda en medio de un orgasmo colectivo.

Eso terminó de erectar mi miembro y corrí rápido a cogerme a Genoveva. Le tenía ganas desde que empecé la uni y esta era la oportunidad de oro.

Llegué a la sala y mi «bocado exquisito» estaba en sándwich, siendo ensartada por el chocho por Ramón, quien estaba acostado debajo de ella, y por el culo por Alejandro, que estaba con las piernas abiertas, arropando a los dos, encima de ella, que tenía las piernas abiertas como una rana para permitir la doble penetración.

Sin embargo, me dije, algún agujero le queda libre: la boca.

Corrí y se la metí entre los labios carnosos y ella la aceptó gustosa.

Alejandro sacó su enorme verga y acabó copiosamente sobre el estómago de Genoveva.

Inmediatamente me cambié de lugar y empecé yo a darle por el mismo hueco, que ya estaba bastante dilatado gracias al trabajo previo de Alejandro. Le apreté un poco las nalgas para cerrarle más el agujero porque, aunque mi pinga es de buen tamaño, no es descomunal –largui-ancha- como la del compañero.

Genoveva gritaba de placer y alentaba «sigan, sigan, así, así».

Como yo estaba recién empezando la tanta todavía me quedaba tiempo para gozar a la chica; pero mi compañero que la cogía por el coñito ya no daba más.

Se separó en medio de un desespero, corrió hacia su cara mientras se cascaba una paja y acabó en toda su cara, en medio de aullidos de placer.

Yo seguía afanosamente en mi trabajo. La muchacha estaba demasiado divina.

Mientras la penetraba me fijaba en sus senos turgentes batiéndose en oleadas de placer y en sus caderas anchas, pero no tanto.

«Acabo, acabo», grité sacando la verga de su culo y vertiendo chorros de leche caliente directamente a sus tetas.

La fiesta siguió toda la noche.

Ya ni recuerdo bien cómo fueron los otros polvos pero sé que terminé en el cuarto entre una negra preciosa de un curso menor al mío, y Beatriz. La leyenda del profe Juan Malavé era totalmente cierta.

Y tanto.