El zoco
Capítulo I
Me llamo Isabel y tenía los quince años recién cumplidos cuando hice aquel corto viaje de una semana, en compañía de mis padres, a una pequeña ciudad del norte de África.
Mi padre, algunos años mayor que mi madre, es un refutado profesor de historia en una prestigiosa universidad de nuestra ciudad, y era el más interesado en comprar ciertas vasijas y antigüedades en el famoso mercado de cerámicas de esa vieja ciudad árabe.
Los dos primeros días mi padre se dedicó a revolver entre libros y notas, y a conseguir información de primera mano sobre las reliquias que estaba buscando, mientras mi madre y yo tomábamos tranquilamente el sol en la lujosa piscina del hotel.
Me sentía realmente orgullosa del espléndido tipo que ella lucía, pues nadie diría que ya hacía unos meses que había cumplido los treinta y cinco viendo el magnifico cuerpo que doraba bajo el sol.
Reconozco que no soy tan guapa como ella, pero he heredado la considerable altura de mi padre, pasando largamente del metro setenta.
La naturaleza me ha dotado de un buen par de melones, bastante más abultados y opulentos que los de la mayoría de mis amigas, para compensar que no soy especialmente bonita; y que siempre me hacen desear que, cuando sea mayor, sean tan grandes, y sobre todo tan firmes, como los que tiene mi madre.
El día que mi padre escogió para ir al zoco era uno de los mas concurridos del año, pues venían gentes de muchas aldeas vecinas para vender sus productos.
Mi progenitor sabia mucho acerca de su arte y de su historia, pero tendría que haberse documentado un poco mejor respecto a sus rudas costumbres, pues no nos aviso de lo que allí nos esperaba.
Como el día era muy caluroso mi madre se había puesto un precioso vestido blanco de espalda descubierta, ligero y vaporoso, que dejaba ver, con notable claridad, la ausencia del necesario sujetador; ya que, aunque a los firmisimos pechos de mi madre no le hacían falta ningún tipo de ayuda, quizás hubieran evitado que se le marcaran tanto los gruesos pezones, cuyas oscuras aureolas se podían vislumbrar fácilmente a través de la fina tela.
Yo llevaba puesto un top de tirantas, muy ligero, que me dejaba el ombliguito al aire, y que hacia combinación con la minifalda que había escogido. Por supuesto que tampoco llevaba sujetador, pues hacia demasiado calor como para llevarlo y, además, no me hacia falta usarlo, pues mis senos se alzaban orgullosos con la pujanza de la juventud, elevando él ajustado top hacia el cielo.
Y es que he de reconocer que ya me venia algo pequeño, y mis duros pitones tensaban audaces la tela, clavándose en la tela e intentando atravesarla.
Ya en el taxi que nos llevo del hotel al mercado me di cuenta de que el conductor no nos quitaba los ojos de encima, sobre todo a mi querida madre, pero supuse que debía ser normal que dos guapas extranjeras causáramos tanto interés a un pobre palurdo como él.
Mi padre, sentado a su lado, no podía ver que la ardiente mirada de este sujeto, fija en el amplio retrovisor, solo apartaba los ojos de los cimbreantes pechos de mi madre cuando alguno de los múltiples baches de la carretera me obligaba a lucir involuntariamente mis candorosas braguitas rosas, dada la brevedad de la minifalda.
Como me hacía gracia su fijación por ver mi ropa interior, deje que se alegrara la vista solo con dejar de colocarme bien la ropa cada vez que saltaba en el duro asiento, para alegría del sujeto, que pudo disfrutar así de unas preciosas vistas de mi lencería juvenil durante el resto del recorrido.
Pero nada más entrar en el zoco de la vieja ciudad la cosa se puso del todo imposible, no era solo por la increíble multitud que abarrotaba el entramado de estrechas callejuelas, era por la decena de chiquillos, jóvenes, y hasta adultos, que nos rodeo de inmediato para tratar de vendernos mil cosas diferentes que, la mitad de las veces, no alcanzábamos siquiera a identificar.
Al ver que nosotras no les gritábamos para que se apartasen, como hacían los demás turistas, estrecharon más el cerco humano a nuestro alrededor.
Capítulo II
Pronto empece a notar algunos roces mas que sospechosos por las partes blanditas de mi anatomía, pues parecía que las redondeces de mi cuerpo tenia imán para sus manos.
Me gire para decirle a mi madre lo que me pasaba pero ni siquiera acerté a llamarla por su nombre, pues me quede con la boca abierta, como una boba, mientras veía como un jovenzuelo trataba de venderle un collar.
No era por la insistencia del árabe por lo que me había quedado tan cortada, era por la audacia con que este situaba el collar entre sus pechos, para mostrarle lo bien que le sentaba.
Lo más raro del caso es que a mi madre no parecía ofenderle que el jovenzuelo lo apoyara en sus mullidos senos, usando sus hábiles dedos para evitar que se cayera, mientras insistía en la venta.
Mi padre solo tenía ojos para su lioso plano, mientras buscaba las calles adecuadas y no veía como yo que los atrevidos magreos del chico habían terminado por endurecer los sensibles pezones de mi madre.
Tanto es así que ahora se le marcaban descaradamente en la fina tela, clareándose sus oscuros botones de tal forma que se le veían con nitidez hasta desde donde estaba yo.
Mi madre apenas había logrado convencer al chico de que no le interesaba el feo collar cuando ya otro joven ocupaba su lugar, intentando venderle, de forma aun más insidiosa, otro collar similar.
Pues el muy pícaro muchacho no se conformo con usar las dos manos para mantener el collar sobre las ondulantes colinas de mi madre, apretándoselas de paso con escaso disimulo, sino que se las ingenio para que los finos abalorios que colgaban del mismo se enredasen en sus puntiagudos pezones, una y otra vez.
El árabe, muy solicito, cada vez que esto sucedía liberaba los gruesos diamantes carnosos de mi sufrida madre del incomodo pellizco, jugando descaradamente con ellos al mismo tiempo que lo hacia.
No fue ella la que aparto al avispado muchacho de encima, fueron la media docena de jóvenes que esperaban su turno, ansiosamente, para ocupar su lugar.
Como las calles del zoco se estrechaban bastante, el barullo de gente que nos rodeaba me impidió ver nada más.
Solo tengo un recuerdo fugaz, que uno de los chicos le pellizcaba pacientemente un grueso pezón, para tratar de pasarlo a través del pequeño agujero de una especie de raro sujetador metálico, mientras con la otra mano le estrujaba el pecho, con toda confianza, para que no se moviera.
Y ella caminaba como si aquello fuera lo mas normal del mundo.
Mi padre se desentendió pronto de todos ellos, entrando en una de las tiendas que traía anotada en su lista para tratar de comprar no sé qué chisme.
No sabía si debía quedarme con mi madre, que parecía dispuesta a quedarse viendo los puestos de la calle, a pesar del montón de vendedores que la rodeaban, literalmente, o entrar con él en la fea tienda.
Me decidí a entrar cuando me di cuenta de que varios de los jóvenes árabes que me rodeaban se escudaban en los vendedores para agacharse y mirar debajo de mí top.
Ya que, dado el generoso volumen de mis pechos, desde hay abajo podían vérmelos casi por completo.
No eran estos picarones los únicos que se habían estado aprovechando de mí, pues había varios jovenzuelos que ya llevaban cierto tiempo tocándome el pandero, por encima de la minifalda.
Y, aunque al principio los chicos lo hacían de forma mas o menos disimulada, pronto tomaron la confianza suficiente como para apretarme, y palmearme, el trasero con todo el descaro del mundo, mientras me rodeaban todavía más. Incluso algunas manos empezaron a explorar mis muslos, ascendiendo por debajo de la minifalda.
Tanto habían subido estos que en algún momento llegaron a rozar mis braguitas con sus largos dedos.
No aguante mucho en la tienda, en parte por que el ambiente era sofocante, y en parte porque no quería dejar a mi madre sola en medio de todo el tumulto que la acompañaba. Así que le metí un poco de prisa a mi padre y, en cuanto acabo de comprar un par de cosas, lo saque de allí.
Dada la cantidad de gente que rodeaba a mi madre no supe si la habían respetado más que a mí o no, pero por el intenso rubor de su rostro y la pétrea dureza de sus llamativos pezones supuse que tampoco había sabido librarse de los moros.
Capítulo III
Mientras íbamos camino de otra tienda mi padre me regaño, diciéndome que ciertas compras requerían su tiempo y que si no quería esperar dentro que lo hiciera fuera, pero que no le molestara, pues las ventas eran muy delicadas y requerían tiempo, y un cierto regateo, para que le salieran rentables.
Estuve a punto de decirle lo que nos pasaba, pero me dije a mi misma que si mi madre no había dicho nada no iba a ser yo la que quedara mal, aunque seguía notando varias manos aferradas a mi trasero mientras andábamos.
Cuando mi padre volvió a entrar en otra tienda decidí quedarme fuera esta vez y, para que no me manosearan demasiado, me acerque todo lo que pude a mi madre.
Como ya suponía la pobre estaba rodeada otra vez por un montón de hombres, pero hasta que no me acerque lo suficiente no repare en que solo unos pocos eran vendedores, el resto de los jóvenes se dedicaban a meterle mano por todo su cuerpo de una forma realmente descarada.
Me quede estupefacta viendo como después de separarle adecuadamente las piernas le habían subido la falda entre dos de ellos, con discreción, hasta el mismísimo borde de las bragas, para que un tercero pudiera meter las dos manazas dentro de estas.
Al mismo tiempo había tres o cuatro jovencitos que se peleaban entre sí para meter las manos por el escote posterior y poder apoderarse así de sus pechos desnudos sin problemas.
La cara de mi sufrida madre, a pesar de estar tan roja como un tomate maduro, no expresaba la menor emoción; pero yo, desde el lateral donde me encontraba, veía claramente cómo se movían las manos de los árabes dentro de su holgado vestido; jugando, ansiosas, con lo más sagrado de su cuerpo, ahora que por fin la habían despojado de sus bragas blancas.
Estaba tan asombrada por lo que veía que casi no notaba las manos que me manoseaban a mí, hasta que un audaz se atrevió a acariciarme los senos por debajo del top; y los demás, al ver que yo no decía nada, se apresuraron a imitarlo, adueñándose asi de ellos.
Me embargaban mil emociones distintas, pero la que mas me dominaba era la curiosa sensación de estar haciendo algo deliciosamente prohibido, compartiendo con mi madre, sin que esta lo supiera, al parecer, el audaz acoso de los árabes; cuyas manos me hicieron estremecer de placer al alcanzar el primero, de los muchos orgasmos que tuve ese día, en cuanto se introdujeron bajo mis braguitas y encontraron mi inmaculado tesoro virginal.
Los ardientes moros solo se apartaban de nosotras dos cuando mi padre salía de alguna tienda, después, en cuanto se metía en otra, volvían a asediarnos con sus rudos manoseos y sus caricias enervantes.
Solo cruce mi turbia mirada con la de mi madre en una ocasión; y ambas, ruborizadas, la apartamos enseguida, para seguir haciéndonos la idea de que estábamos solas en ese mar de gente, que nos rodeaba, usaba y absorbía por completo.
Al cabo de cierto tiempo tuve que empezar a apoyarme en los fogosos jóvenes musulmanes que me rodeaban.
Pues uno de ellos me había quitado audazmente las braguitas rosas de un seco tirón, para que todos pudieran acceder a mis virginales y estrechas grutas con una mayor comodidad.
Y así, desprovista de defensas, sus hábiles dedos me hacían alcanzar los orgasmos una y otra vez, introduciéndose por mis dos estrechas aberturas con una facilidad pasmosa.
Pronto descubrieron que mientras me apoyaba en ellos, debido a la súbita flojera de mis piernas, podían dejar mis apetecibles senos al descubierto con una cierta discreción, y así poder chuparme los duros pezones con mayor comodidad; y en solo unos instantes comenzaron a desfilar un montón de caras diferentes debajo de mis acogedores pechos.
Llegó un momento en que creí que le estaba dando de mamar a todo el Islam, pues ellos se molían a codazos para hacerse un huequecito, y así poder desplazar al afortunado del momento para ocupar su dulce lugar. Incluso los había que se conformaban con chupar cualquier trozo de mis sufridos senos que les quedara cerca, en vista de lo difícil que era llegar hasta mis rosados fresones.
Era tanto el placer que sentía a pesar de los mordiscos que de vez en cuando me daban que perdí totalmente la noción del tiempo transcurrido.
No volví a prestar atención a mi madre hasta el final, cuando mi padre entró en la tienda más alejada del zoco, perdida en un ramal de callejuelas, por donde no andaba casi nadie.
Allí pude ver como se mecía un pequeño árabe aferrado a sus amplias caderas, agitando frenéticamente su delgado cuerpo de un modo tal que no dejaba lugar a dudas acerca de lo que le estaba haciendo por detrás a mi querida madre.
No bien acabo este individuo su fogosa labor cuando ya estaba otro moro sacando al aire su enorme y rígido aparato para ocupar cuanto antes su lugar.
Mientras los otros que esperaban su turno, y le servían de apoyo, jugaban felices con sus adorables y firmes senos, haciéndole auténticas diabluras por dentro y por fuera del vestido.
Sobre todo a sus pezones, que les atraían con locura.
No sé cuánto rato llevaba mi madre recibiendo estas insidiosas y violentas visitas, pero su semblante perlado de sudor era todo un poema, y la enigmática sonrisa que tenía su dulce rostro no desmerecía para nada a la de la famosa gioconda, a pesar de la situación.
Cuando mi padre salió definitivamente de esta tienda estaba tan radiante de gozo por los dos últimos jarrones que había comprado que apenas se fijo en el lamentable estado en que estábamos.
Estaba tan contento que pidió a uno de los árabes que seguía junto a mi madre que nos hiciera una foto, con los objetos en la mano, y rodeados de todos ellos.
Estos, como ya podrán suponer, no quisieron desaprovechar la última oportunidad de disfrutar de nosotras dos y, mientras mi padre explicaba al árabe en cuestión como debía colocar la cámara fotográfica, se distribuyeron estratégicamente a nuestro alrededor.
Un instante antes de salir la foto ya tenia un grueso dedo completamente introducido en el ano, mientras otros dos pugnaban por hacerse un hueco en mi estrecha intimidad.
Y no quiero olvidarme del montón de manos que estaban pellizcando, y palmeando, mi trasero sin consideración ninguna.
Pese a todo lo más curioso era ver cómo todos ellos gritaban a la vez, para ahogar mis gemidos de dolor y, supongo, que también los de mi madre.
Me dio el tiempo justo de poner el viejo jarrón delante mío antes de que saliera la foto, así que espero que no se vean las osadas manos que aprovecharon esos últimos segundos para introducirse por debajo del top y pellizcarme los pezones sin piedad, dejándome amoratado todo el seno.
Las que seguro que no se verán son las que se introdujeron por debajo de mi minifalda desde atrás, deslizándose bajo mi trasero con facilidad hasta llegar a mi húmeda cueva, donde hurgaron por última vez con una turbadora prisa y violencia.
Me imagino que si lo mío fue malo, lo de mi madre debió ser aún peor pues, mientras mi padre iba a recoger la cámara, pude ver como varios árabes sacaban sus sucias manos, apresuradamente, de su escote posterior y de entre sus piernas abiertas, donde habían estado metidas todo el rato, mientras exploraban sus sagradas cuevas sin ningún cuidado ni piedad, como pude imaginar al ver los temblorosos pasos que daba la pobre al empezar a andar.
El mismo espabilado taxista que nos había traído nos estaba esperando, algo ansioso, a la salida del zoco para llevarnos de vuelta al hotel.
Como mi madre se quedó dormida, de puro agotamiento, nada más sentarse, y mi padre solo tenía ojos para ver algunas de las cosas que había comprado, decidí alegrarle el día.
En cuanto arranco me separe bien de piernas y me subí la minifalda todo lo necesario para que no tuviera que hacer ni él más mínimo esfuerzo para poder observar mi desnuda intimidad a su antojo.
Al llegar al hotel pude ver, por el enorme bulto de sus pantalones, que le había gustado mucho mi regalo.
Todavía no he hablado con mi madre acerca de lo que nos paso aquel memorable día, pero he notado que cuando habla conmigo me trata ya como una mujer y no como si fuera una niña, como hacia antes de ir al zoco.