Para Inés
Por enésima vez, miré el reloj: las ocho y veintiséis.
Marisa no había sido nunca la puntualidad personificada, pero aquella vez estaba tardando más de la cuenta.
Llamé al camarero, y pedí la segunda copa.
Decidí que si no había llegado para cuando me la terminara, me iría a mi casa, a pasar otra noche de viernes viendo la televisión, lo cual no era nuevo para mí.
En los últimos dos meses, la señora tan sólo había condescendido en salir conmigo cuatro veces. Y de ellas, sólo en una ocasión consintió en terminar la velada en mi cama.
Recordé con nostalgia la primera vez, cuando ella se me entregó sin reservas, y sin apenas esfuerzo alguno por mi parte.
Y los fines de semana siguientes, con Marisa desnuda entre mis brazos, cuando lo probábamos todo, y un solo roce de nuestra piel producía en ambos un ansia incontenible de sexo.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de mi teléfono móvil.
Antes de oprimir el botón que establecía la comunicación, leí en la pequeña pantalla: Marisa.
Y me imaginé cuál era el motivo de su llamada.
– Dime.
– Lo siento, Jaime, pero ha surgido un inconveniente, y me es imposible salir hoy contigo.
– ¿Por qué? -y no traté de disimular la sequedad de mi tono-.
– Bueno, ya te lo he dicho. Tengo un problema.
– ¿Qué problema? -pregunté, cada vez más «cabreado»-.
– ¿Es que me vas a interrogar?. No tengo ninguna obligación de darte cuenta de mi vida -respondió ella, y su tono era igual de duro que el mío-.
– Mira, rica. Efectivamente, no estamos casados, ni siquiera comprometidos, pero cuando dos personas salen juntas, y llegan al grado de intimidad que hemos conseguido, creo que al menos se deben la cortesía mínima de dar alguna explicación cuando deben faltar a una cita.
Había terminado la frase en un tono muy elevado, y pude darme cuenta de que varios ocupantes de las mesas cercanas me estaban mirando.
Bajé bastante la voz:
– Creo que tenemos que mantener una larga conversación sobre esto -terminé-.
– Cuando tú quieras -respondió-.
– Mañana.
– No, mañana no puedo -y mantenía su voz airada, como si hubiera sido yo el que le hubiera faltado en algo-.
– El domingo -propuse-.
– No, tampoco puedo.
Respiré profundamente, y lo pensé unos segundos.
Después, dije, con el tono más tranquilo que pude conseguir:
– Bien, cuando estés dispuesta a hablar, a salir conmigo o a lo que quieras, no tienes más que llamarme. Pero a partir de este momento, no te garantizo para nada que yo esté entonces disponible. Adiós.
Y corté la comunicación.
Por si me faltaba algo, ví dirigirse hacia mí a Andrea, acompañada de un hombre como de mi edad, absolutamente desconocido.
No es que no me alegrara de verla, pero mi sombrío humor en aquellos momentos no era el más adecuado.
Andrea y yo habíamos estudiado juntos la carrera, y nos había unido siempre una gran amistad, que no había pasado a nada más.
Cuando nos conocimos, ella tenía novio, que dos años después cortó la relación sin ninguna explicación.
Habíamos salido juntos en bastantes ocasiones, a algún estreno de cine o teatro, o a escuchar un concierto, porque la música era nuestra pasión compartida.
Y hacía ya varios meses, desde que conocí a Marisa, que no la veía.
Me saludó alegremente, como siempre haciéndome una pregunta cuando aún no había podido responder a la anterior:
– ¡Hola Jaime!. Que casualidad. ¿Cómo es que estás sólo?. ¿Y Marisa?. ¿Conoces a Ramón?. Espera que te le presente…
Después de plantarme dos sonoros besos en las mejillas, le hizo señas a su acompañante para que se acercara.
– Jaime, éste es Ramón, un amigo. Ramón, te presento a Jaime, el compañero de estudios del que te he hablado.
Estreché formalmente la mano del otro hombre.
No me pareció adecuado hablar de mis problemas ante un desconocido, así es que respondí:
– Marisa no ha podido salir hoy conmigo, así es que estaba tomándome un par de copas para «matar el rato».
Se puso seria:
– ¿Tenéis algún problema?.
– Bueno, digamos que las cosas no van todo lo bien que deberían. Pero, creo que no es el momento… Además, ya me iba.
-Y, dirigiéndome a Ramón:
– Encantado de conocerte. Y cuídamela bien, que no sé si sabes la joya que llevas al lado…
Dejé el importe de la consumición sobre la mesa, y salí.
Como a las doce de la noche, había tomado ya una determinación.
No iba a llamarla nuevamente, para no darle pie a que me viniera con más excusas.
Pero si ella tomaba la iniciativa, le iba a plantear la disyuntiva de separarnos definitivamente, si no cambiaba su actitud para conmigo.
No nos debíamos nada, más que unas horas de placer, pero nuestra relación no podía continuar así ni por un momento.
Pero en mi fuero interno, estaba ya decidido a la primera opción.
No estaba dispuesto a consentirle, ni a ella ni a nadie, que se convirtiera para mí en un problema, en lugar de ser un motivo de satisfacción.
Sonó el teléfono.
Lo descolgué, pensando en que no podía ser más que Marisa la que llamaba.
Pero me equivoqué:
– Hola Jaime. Soy Andrea -ya había reconocido su voz-. Me has dejado muy preocupada. Hacías muy mala cara esta tarde. ¿Estás bien?.
Fue como un soplo de aire fresco, que disipó en gran medida mis negros pensamientos.
– Hola preciosa. Espera que te respondo por orden -era una broma que repetía muy a menudo-. No debes estar preocupada. Tenía razones para no tener cara de jolgorio. Estoy bien, mejor de lo que he estado en las últimas semanas.
Su voz seguía expresando preocupación, pena, o quizá las dos cosas.
– ¿Quieres contármelo?. A lo mejor te sirve de alivio…
– Por teléfono, no. Quedaría contigo para comer juntos, como en los viejos tiempos, pero no sé como se lo tomaría Ramón…
– No te preocupes por eso -respondió-. Te dije que Ramón es sólo un amigo, y nada más.
¿Te parece bien mañana a las dos, en el restaurante de nuestros tiempos de la Universidad?.
– Me encantará volver a verte y charlar contigo -acepté-. Mañana a las dos estaré allí.
– ¿De verdad estás bien? -insistió-.
– ¡Que sí, pesada!.
– Oye, si quieres, podemos seguir hablando… -ella no se decidía a cortar la comunicación-.
– No te preocupes más. Voy a acostarme ahora mismo, y tú deberías hacer lo propio. Hasta mañana.
– Hasta mañana.
Y colgó.
Una hora después de decidir apagar la lámpara de mi dormitorio, seguía insomne, dando vueltas en la cama.
Una vez tomada la decisión, había desaparecido todo sentimiento que alguna vez hubiera podido albergar por Marisa.
Solo me quedaba la rabia por haberle permitido que jugara así conmigo.
Me levanté para elegir algún libro de la biblioteca.
Concentrarme en la lectura es un recurso que no me falla cuando no puedo dormir, y normalmente me despierto a la mañana siguiente con la luz encendida, y el libro tirado de cualquier manera en la cama o en el suelo.
Oí el timbre de la verja exterior de mi casa.
Extrañado, me acerqué a la pantalla del vídeoportero: era Andrea.
Accioné la apertura del portón automático, y abrí la puerta.
Ella introdujo su Clío rojo hasta delante de la casa, y se plantó ante mí.
– ¿Estás loca?. ¿Cómo se te ocurre venir hasta aquí a estas horas?. ¿Es que no has podido esperar hasta mañana?.
Me interrumpí, y no pude por menos de soltar una carcajada, al darme cuenta de que estaba haciendo una pregunta tras otra, como ella tenía por costumbre.
Ella dejó oír su risa cristalina, acompañando a la mía.
Luego, con cara de picardía, respondió, parodiando mi broma:
– Espera que te respondo por orden: Estoy perfectamente cuerda. Ha sido sólo media hora de viaje, que ahora no hay tráfico en la autopista. Y no, no podía esperar. Después de llamarte, me quedé aún más preocupada…
– Pasa -invité, haciéndome a un lado, y cerrando la puerta tras ella-.
Ella se abrazó a mi cuello, y me besó ruidosamente como solía.
– Voy a hacer café -ofrecí-. Espérame en el salón, o acompáñame a la cocina, como quieras.
– Mejor te acompaño -respondió-.
Solo entonces advertí que yo sólo vestía la parte inferior de un pijama de pantalón corto. Ya nos habíamos visto en bañador en algunas ocasiones, pero esto era diferente.
– Casi mejor prepara tú el café, si no te importa, mientras yo me pongo algo más adecuado…
– Por mí no lo hagas -respondió-. No me voy a escandalizar.
Así es que, finalmente, no subí a cambiarme de ropa.
Unos minutos más tarde, sentados en los dos extremos de un sofá, me quedé mirándola, con un sentimiento de nostalgia.
Se había desprendido de las sandalias, y tenía las piernas sobre el asiento, encogidas al lado de su cuerpo, en una postura que yo recordaba muy bien, de los tiempos en que solía venir a estudiar conmigo, en casa de mis padres.
Sólo que entonces fruncía el ceño al concentrarse en el libro, mientras mordisqueaba el capuchón de un bolígrafo.
Mi madre nos dejó solos en el salón las dos primeras veces, hasta que yo fui a buscarla a la cocina, y le dije que no era necesario, que únicamente nos dedicábamos a nuestros libros de texto.
La pobre no entendió nunca que una pareja joven y sana como nosotros pudiera limitarse sólo a ser amigos, sin transformar esa relación en algo más.
Y, por primera vez, me sorprendí viéndola como mujer.
Andrea tiene el pelo oscuro, que siempre lleva peinado en una corta melena.
Es francamente guapa, con unos chispeantes ojos castaños, y una boca de labios llenos, rojos sin necesidad de carmín, que raras veces usa.
Tiene un cuerpo muy bien formado, pequeños pechos, pero altos y firmes, unas sensuales caderas, y preciosas piernas que ahora podía contemplar hasta la mitad de sus bonitos muslos, dada su postura.
Ella me estaba mirando fijamente, con una extraña expresión. Y sus palabras me indicaron que también rememoraba nuestros tiempos de estudiantes:
– ¿Te acuerdas de todas las tardes que hemos pasado así, en casa de tus padres, preparando los exámenes, o tratando de descubrir entre los dos el sentido de alguna materia que se nos «atragantaba»?.
– Estaba pensando en lo mismo -respondí-. Y casi me parece que no ha pasado el tiempo, al verte así a mi lado.
Ella sacudió la cabeza, como queriendo espantar las imágenes que había evocado:
– Cuéntame tu problema con Marisa, si quieres.
– Es que no sé cuál es el problema, así es que mal voy a poder expresarlo. Simplemente, desde hace algún tiempo, ella rehuye salir conmigo, y en las raras ocasiones en que estamos juntos, puedo advertir que algo ha cambiado, pero se niega a darme ninguna explicación.
– ¿Estás muy enamorado? -preguntó ella-.
– Hace unas semanas, no habría dudado la respuesta. Hoy… bueno, no estoy seguro. Lo que sí sé es que no voy a consentir ni un momento más esta situación. Prefiero romper con ella, a estar todo el tiempo de mala uva, porque el enfado de sus desplantes, y de nuestras continuas discusiones, me dura cada vez todo el día. Y tengo claro que nuestra relación no puede continuar.
Sonreí y le hice un gesto de complicidad. No quería seguir hablando de Marisa ni un momento más.
– Como ves -concluí-. Has venido hasta aquí para muy poco…
Me miró otra vez, con los ojos muy brillantes.
– Te lo debía. ¿Has olvidado que, cuando Roberto me dejó, interrumpiste tus vacaciones en Italia para acompañarme?. ¿Te acuerdas de la tarde que pasé llorando abrazada a ti, mientras tú me acariciabas el pelo, y me consolabas?.
Y yo recordaba que, finalmente se quedó dormida en aquél otro sofá de su sala de estar, y que la cubrí con una manta, y pasé la noche en vela, oyéndola sollozar en sueños de tanto en tanto…
Y su sonrisa triste al despertar por la mañana aunque, pude comprobarlo más tarde, lo peor ya había pasado.
– No me debes nada. Aquello fue simplemente algo que un amigo hace para ayudar a otro en los malos momentos…
Nos estábamos poniendo excesivamente sentimentales. Y a mí se me había hecho un nudo en la garganta con el recuerdo, así es que traté de despejar el ambiente con una broma:
– Bueno, si te vas a sentir mejor, puedes abrazarme, y yo lloraré sobre tu pecho…
Ella se lo tomó en serio.
Se arrimó a mí, y pasó los brazos en torno a mi cuello.
Pero yo no tenía ningún deseo de llorar.
La miré fijamente a los ojos.
Y ví en ellos pena, pero también otra cosa.
Nuestros rostros estaban muy cerca, y pude sentir sobre mis labios el soplo de su dulce aliento, que dejaba escapar su boca entreabierta.
Y, sin darme cuenta cabal de lo que hacía, la besé largamente, mientras mis manos en su espalda la estrechaban aún más contra mi cuerpo.
Finalmente, volví en mí.
Y me di cuenta de que aquello podía acabar irremediablemente con nuestra amistad.
Y de que ella podía tomarlo a mal, como un intento mío de sustituir a Marisa por la mujer que tenía más a mano. Me separé de ella:
– Perdona, Andrea, lo siento mucho. No sé qué es lo que me ha pasado.
Su cara me indicó a las claras que el error acababa de cometerlo con aquellas palabras.
– No ha pasado nada -dijo con tono un tanto seco-. ¿O acaso es la primera vez que me besas en los labios?.
No, no era la primera vez.
Pero aquellos habían sido besos inocentes, como el día en que vimos nuestras notas de los exámenes finales en el tablón de anuncios.
Y esto había sido otra cosa.
– Perdona otra vez. Voy a ser muy sincero, como siempre lo he sido contigo. No quiero por nada perder tu amistad. No me gustaría que entendieras mal lo que sólo ha sido producto del cariño que siempre te he tenido, ni que imaginaras por un momento…
Me callé repentinamente.
Había verdadero dolor ahora en sus ojos.
Y yo empezaba a hacerme una idea cabal del porqué.
Así es que, simplemente, volví a besarla. Y Andrea pasó otra vez sus brazos en torno a mi cuello, y respondió al beso.
La postura era muy incómoda, por lo que me tendí de espaldas en el sofá, con Andrea recostada sobre mi cuerpo, sin que nuestros labios se separaran en ningún momento.
Y tuve conciencia de la dureza de sus senos contra mi pecho, y de su vientre contra el mío, y de sus muslos en torno a una de mis piernas.
Y sentí un deseo casi doloroso de ella, como nunca antes otra mujer me había producido.
Pero no era sólo un deseo físico, sino algo más, que no supe reconocer.
Estuvimos así enlazados mucho tiempo.
Yo tenía enredados mis dedos en su pelo, y acariciaba su nuca, como si fuera ella la que en aquella ocasión necesitaba consuelo.
Con sorpresa advertí que había desaparecido todo el dolor y la ira, y que solo sentía un inmenso afecto.
Y era Andrea la que me inspiraba ese sentimiento. Sin darme cuenta, expresé mis pensamientos en voz alta:
– ¿Cómo puedo haber estado tan ciego?. ¿Cómo es posible que durante tanto tiempo haya buscado, sin encontrar, lo que ya tenía al alcance de mi mano?. ¿Cómo habré desperdiciado así todos estos años?…
Ella me hizo callar, poniendo uno de sus dedos en mi boca.
Muy despacio, se puso en pie, y en su cara había una hermosa sonrisa.
Se quitó lentamente su vestido veraniego de una sola pieza, y después la braguita blanca que era la única prenda que llevaba debajo, y volvió a tenderse sobre mí, con los ojos cerrados.
Mis manos recorrieron su espalda, y me admiré de la suavidad de su piel ligeramente tostada por el sol.
Y nos besamos largamente, pero ahora mi lengua se introdujo en su boca perfumada, buscando la miel de la suya, que me entregó sin reservas.
Después, la obligué dulcemente a tenderse boca arriba, mientras yo me despojaba en pie de mi pantalón corto. Mi pene -hasta ese momento no lo había advertido- estaba hinchado, al máximo de la erección.
Y acaricié los botones rosados de sus pezones enhiestos. Y admiré las sombras de su vientre, y el corto vello rizado de su pubis…
Sus piernas entreabiertas me recibieron, y mi falo, como dotado de vida propia, encontró fácilmente el camino expedito a su feminidad.
Y, a pesar de los casi nulos preliminares, no nos habíamos unido con la pasión de una lujuria desbordante, sino de otra forma, mucho más suave y placentera.
Como si nuestros cuerpos -que nunca se habían conocido hasta entonces- se encontrarán de nuevo, después de una larga separación.
Y pude advertir un sentimiento nuevo para mí, que no se basaba en lo puramente físico, sino que estaba hecho de una ternura infinita.
Por primera vez, supe cual era el significado verdadero de la palabra «entrega», sin condiciones, sin reservas, sólo con el hambre inmensa de dar, sin pedir nada a cambio.
Para mi deseo, fue muy poco después -aunque mi mente decía que aquella maravillosa unión duró varios minutos- cuando sentí el placer tranquilo de mi clímax dentro de aquel precioso cuerpo de mujer.
Y ella se estremeció entre mis brazos, conociendo también los estertores del primer orgasmo que me regalaba. Porque yo sentía su goce como el más preciado presente que podía hacerme mi mejor amiga… no, mi amor.
Mucho más tarde -las cifras luminosas del reloj de mi mesilla indicaban las 3:16- estábamos estrechamente abrazados en mi cama.
Algo llevaba unos minutos rondando mi cabeza, y no quise dejar que mi mente se entretuviera en los «¿por qué…?» o los «¿y si…?». Las mejores iniciativas de mi vida las había tomado así, tras una repentina decisión, para la que sólo bastaba el íntimo convencimiento de desearlo intensamente.
– Andrea, cariño, ¿estás despierta?.
– Mmmm -se desperezó, soñolienta, como una gata-.
– Estaba pensando… -continué-. ¿Tú crees que podremos seguir siendo amigos, después de que estemos casados?.
No contestó.
Su pierna pasó sobre mis caderas, mientras sus manos tomaban mi pene, que creció inmediatamente entre ellas, y ella misma se lo introdujo profundamente, con un inmenso suspiro.
La miré a los ojos. No, no necesitaba que me respondiera…