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Mónica I: El Descubrimiento

Mónica I: El Descubrimiento

Se encontraba todavía en ese estado de semivigilia tan dulce, con el sol calentándole la cara, justo saliendo del sueño de una tarde de verano. Sentía aquella sensación de tranquilidad al despertarse de una siesta de vacaciones, sabiendo que no había prisa por desperezarse. Se estiraba poco a poco, con el libro todavía sobre las piernas desnudas.

Hacia rato ya que yacía en la silla, en la terraza del apartamento que había alquilado. Se sentía libre. En sus treinta años, era la primera vez que estaba sola, sin los niños, que estaban ahora con su ex-marido.

Llevaba una camiseta corta, blanca como sus braguitas. El calor le hizo entrar sed y se levantó para ir a la cocina. En el momento de incorporarse se percató de la presencia de un hombre, de unos 45 años, con la piel muy morena del sol, vestido con unos tejanos y una camisa abierta, en la terraza frente a la suya.

Se sobresaltó. No pudo ver sus ojos, ocultos tras las gafas de sol, pero la intranquilizaba que la hubiera visto dormida, con la camiseta tan corta, sabiendo que podía haberse recreado en la visión de sus braguitas. Por otra parte, no hubiera sido tan extraño. Tenía unas piernas magníficas, ahora de un color doradito por el sol.

No le dio más vueltas y se dirigió a la cocina. Al abrir la nevera encontró una botella de vino blanco abierta, recién empezada. Ella no bebía, pero la visión de aquella botella daba más sentido a su sensación de libertad. ¿Por qué no? La cogió, juntó con una copa y se sentó frente al televisor. En realidad no prestaba atención a la pantalla. Se limitaba a saborear su nueva libertad, mientras vaciaba copa tras copa durante un buen rato. ¿Tampoco pasaba nada, no?, mientras abría la segunda.

Al rato empezó a sentirse acalorada. Debía ser el vino, pensó. Al asomarse a la ventada del comedor volvió a ver al mismo hombre, saliendo otra vez a la terraza.

Y fue en ese momento cuando se le ocurrió. El vino, el calor, la sensación de estar sola en casa, se mezclaron, convirtiéndose en una idea que poco a poco va cogiendo fuerza y que no resiste a la pregunta de ¿por qué no?.

A medida que se decidía se daba cuenta de que el calor le enrojecía las mejillas y se sorprendió notando como los pezones le tensaban la camiseta. Al fin y al cabo no le conocía de nada y eso la excitaba más.

Sin darse margen para replanteárselo, decidió salir otra vez a la terraza, aprovechando que el hombre estaba solo, apoyado en la barandilla. Los latidos de su corazón se aceleraron, como si no creyera lo que estaba a punto de hacer. Espió al hombre para comprobar si todavía estaba allí y salió fuera, sin pensárselo, simulando no haber notado su presencia. Estaba tremendamente nerviosa, y la vergüenza y la excitación se le mezclaban en el rostro. Evitando mirárselo, se apoyó en la barandilla, mirando hacia abajo. Se demoró encendiendo un cigarrillo, hasta estar segura de haber captado su atención. Y no pudo controlarse. Sentía la camiseta levantada hasta sus nalgas, con las braguitas clavadas en su piel. Se dio la vuelta, de espaldas al hombre, forzando el gesto para ver la calle. Notaba la pequeña tira de sus braguitas entre sus nalgas, la camiseta cada vez más arriba, mientras disimuladamente se la estiraba hacia arriba desde delante, exponiéndose así a la mirada de un desconocido.

A medida que pasaba el tiempo, que se le antojaba eterno, se sentía más y más excitada, perdiendo la noción de lo que estaba bien o mal. Decidió haber el último gesto y, simulando que se desperezaba, levantó los brazos girándose despacio, mostrando completamente sus braguitas, y entró de nuevo en la casa.

Una vez dentro, a salvo de la mirada del desconocido, corrió a espiarlo tras las cortinas de la otra habitación. Lo encontró girado hacía donde ella había estado y, disimuladamente, forzando el cuerpo para intentando seguir viéndola.

Eso fue demasiado para ella y, mientras no dejaba de mirarlo hipnóticamente, dejó que su mano se deslizara por su vientre, y, introduciéndola en sus braguitas, se masturbó hasta correrse.

Algo más calmada, volvió a la sala mientras intentaba asimilar lo que había hecho, dedicándose a recordar las sensaciones que había experimentado, vaso tras vaso, terminando otra botella.

Se esforzó en retomar la lectura del libro, pero no podía evitar un giro la cabeza, de tanto en tanto, para comprobar que el hombre seguía en la terraza, atento. Al rato de no poder concentrarse de ninguna forma decidió dejarse llevar por aquella nueva sensación de poder. Unos vasos más y se decidió. Si quería verla la vería. Después de tanto rato bien lo merecía, pobrecillo.

Esta vez quería hacerlo con calma. Comprobó que no hubiera nadie en las otras terrazas que se encontraban a la vista y se desnudó completamente. Se contempló un momento en el espejo mientras escogía una toalla de baño, como si fuera a ducharse. Estaba realmente sensual, Las piernas morenas, perfectas, uniéndose en su pubis rubio, recortado, el vientre plano, los senos, duros, la suave curva de sus nalgas, redondas, rotundas, toda su piel contrastada con su cabellera rubia, los labios, los ojos de un azul luminoso. Se cuidaba, sobre todo tras su separación, meses atrás. Se envolvió en la toalla más pequeña que encontró, dejando casi a la vista la aureola rosada de sus pezones, ara tensos, y el principio de sus nalgas.

Efectuó la última comprobación para asegurarse de que el hombre se encontraba todavía en su sitio y salió a la terraza otra vez, sujetando la toalla con una mano y con las braguitas en la otra, colgándolas en la barandilla. Sentía la mirada clavada en su piel, de forma casi física. Después entró otra vez y se dedicó a espiarlo unos minutos. Entró en la ducha a mojarse el pelo, como si acabara de ducharse y se quedó en el dintel de la puerta de la terraza, preguntándose por última vez si se había vuelto loca por lo que iba a hacer. Pero la excitación la terminó de poseer.

Disimuladamente volvió a salir, comprobando de reojo que el desconocido no se hubiera movido y estuviera pendiente. Seguro que llevaba todo ese rato esperando ese momento. Se plantó en medió del balcón, de espaldas a él, y, sin pensárselo, llevó una mano al nudo de la toalla y se la desabrochó, despacio. Con una mano en cada extremo de la tela, dejó que se deslizara por la espalda y, sin darse casi cuenta, ya la tenía en la mano. La colgó en la barandilla, al lado de sus braguitas. Estaba totalmente desnuda ante él, sintiendo el aire fresco en sus senos, entre sus muslos…

Y, como si no lo viera, fue girándose hasta quedar frente a la terraza del frente. Y fue cuando no pudo resistirse a mirarlo. Lo hizo directamente a los ojos y el mundo, por un instante, se paró. Ella allí, desnuda, expuesta, con una mano en la barandilla… y él mirándosela fijamente, sin una mínima sombra de discreción. Esa escena se la hizo eterna, justo hasta el momento en que él inició el gesto de una sonrisa cómplice. Eso la despertó y, llevando un brazo a sus pechos y otra a su vientre, se tapó, como si la acabasen de descubrir y entró de un salto a la protección del dormitorio.

Apoyada en la pared, ante la cama, enrojecida de vergüenza, respirando agitadamente, se miró al espejo, pensando en lo que acababa de sentir exhibiéndose y, húmedamente, extrañamente, cálidamente, sin tocarse, se corrió.

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