100% Real I

Nunca había pensado que pudiese llegar a tener la inclinación para escribir alguna de mis aventuras sexuales, pero con la última que me ha ocurrido siento la necesidad de contarla, porque seguramente ha sido la más excitante que he vivido. Desde luego es 100% real.

Me llamo Javier, vivo en Valencia, tengo 30 años y físicamente soy bastante agradable. Me gusta cuidarme y tengo algo de lo que me siento particularmente orgulloso: es el tamaño de mi miembro. La verdad es que tengo un pene muy… muy grande y todas las mujeres con las que he estado han coincidido en describirlo cómo algo enorme y muy duro.

Hace unos días tuve que viajar a Barcelona por motivos de trabajo y pasé dos días en un hotel de la ciudad. El primer día se me hizo largo, anduve metido en reuniones y visitando a clientes de un lado para otro. Cuando terminé, a eso de las 7 de la tarde, decidí volver al hotel, quitarme el traje y la corbata, pegarme una buena ducha y salir a dar una vuelta. Necesitaba airearme y lo último que me apetecía era encerrarme en la habitación con el mando a distancia de la tele y poco más que hacer.

Cogí un taxi que me llevó de la oficina al hotel. Antes de llegar le dije al taxista que me dejase en la Plaza de Cataluña. Quería acercarme a unos grandes almacenes, muy conocidos en la Plaza, para comprarme un libro y tener algo que leer antes de dormirme. Entré y me dirigí a la sección de librería. Me dediqué a ojear las tapas de los libros que allí había, con la esperanza de que alguno despertase mi atención. En eso, una voz me dijo:

-Perdoneà ¿me puede decir cuánto cuesta este libro?.

-¡Ya estamos!- pensé yo-. Siempre que entro vestido con traje y corbata me confunden con un vendedor de aquí.

Me di la vuelta, con la intención de deshacer el error, y vi a una chica que no aparentaba más de 18 años. Tenía el pelo rubio con mechas, media melena, bajita y con un aspecto angelical.

-Perdona pero no puedo ayudarte. No trabajo aquí.

-Disculpa -me dijo. Y se dio media vuelta.

En ese momento me quedé mirándole el culo. ¡Era perfecto!. Llevaba un pantalón de color beige, a través del cual se le notaba un tanga que realzaba aún más los dos cachetes del culo. La seguí con la mirada, vi que se acercaba a un dependiente (se les identifica fácil porque llevan una chapita en la solapa) y le preguntaba el precio de un libro. Debió ser más caro de lo que ella pensaba, porque, con el libro en la mano, se encaminó hacia donde yo estaba dispuesta a dejarlo nuevamente en la repisa y… efectivamente, lo dejó. Nuevamente estaba a mi lado ojeando libros en busca, imagino, de uno más barato.

Volví a enfrascarme en comprar algo para leer esa noche. Ella estaba a mi lado, absorta en las portadas de los libros, cuando de repente cogió una novela de Noah Gordon que yo había terminado de leer hacía un par de días. Ya que me había gustado mucho la novela, no pude reprimirme:

-Buena elección -le dije.

Ella me miró un tanto sorprendida, porque no esperaba oír a nadie.

-¿Lo has leído? -preguntó.

-Lo terminé la semana pasada y me gustó mucho. Ahora bien -añadí-, tienes que tener muchas ganas de leer porque son mil y pico de páginas.

-Eso no es problema. Me encanta leer.

-Es una buena forma de pasar el tiempo, desde luego.

Sin añadir más se dirigió a la caja, yo nuevamente la seguí con la mirada. Estaba absorto. No sólo tenía un culo precioso, sino que su voz era alucinante. Aguda, delgada, como la de una chica jovencísima. Mientras estaba pagando en la caja desvió su vista hacia donde yo estaba y me pilló mirándola. Ella apartó la mirada cuando se cruzó con la mía, yo hice lo mismo y volví a la elección de mi lectura. Me sentía incluso un tanto avergonzado de que me hubiese pillado observándola y cambié de sección. Me fui a los libros de viajes, no porque me interesaran, sino porque andaba aún pensando en su voz, en su culete y en su aspecto de niña morbosa. Estaba bastante desconcertado. Cogí una guía de Barcelona y comencé a pasar las hojas sin interés, pensando en ella, pero sin levantar la vista del libro casi por la vergüenza a cruzarme otra vez con su mirada. Hasta que oí:

-¿Necesitas ayuda?.

Era ellaà

-¿Ayuda?.

-Sí -me dijo-. ¿Necesitas conocer algo de Barcelona? Como te veo con la guíaà

-No, gracias. Sólo estoy buscando algo para leer hoy.

Pero necesitaba decirle algo más. Ella se había acercado a hablar y no estaba dispuesto a abandonar la conversación, quería seguir oyendo su voz.

-Eres de Barcelona, por lo que veo -le dije.

-Sí y, por lo que veo también, tú no lo eres.

-Sólo estaré un par de días por trabajo. Es curiosoà pero, aunque yo he venido cientos de veces a Barcelona, no conozco nada de la ciudad.

Decidí seguir «a la brava, a ver si sonaba la flauta».

-¿No conocerás algún sitio al que valga la pena ir para colgaos como yo?.

-Conozco muchos sitios, pero depende del plan que quieras.

Me lo decía con una vocecita tan inocente que parecía que nunca había roto un plato. Entonces fue cuando empecé a fijarme en ella. Tenía los ojos castaños claros, la boca pequeña, unos dientes blanquísimos y perfectamente alineados. No mediría más de 1.55, menudita, tetas pequeñas y una apariencia de niña que le hacía que le echara una edad de 18 años recién cumplidos. No obstante, su forma de hablar y su seguridad indicaba lo contrario.

-Pues la verdad es que no sé el plan que quiero. Todo es cuestión de opciones.

-Si quieres un plan tranquilo, te recomiendo un sitio por la zona del barrio gótico. Para marchaà uno en la calle Valencia- me dijo.

Decidí «tirarme de cabeza a la piscina»:

-¿Y tú no me harías de guía?.

Ella guardó silencio… Un silencio que duró un par de segundos, aunque me parecieron una eternidad.

-¿Cómo te llamas? -preguntó.

-Javier. ¿Y tú?.

-Cristina.

-¿Te apetece tomar un café, Cristina? -le dije.

¡Dios mío! Era la pregunta más típica del mundo, pero no se me ocurrió otra. Y añadí:

-Así tendré la oportunidad de convencerte mejor para tenerte como guía.

Ella sonrió, parecía una señal de aceptación de mi invitación. Subimos a la cafetería que estaba en la planta superior. Delante de la taza empezamos a charlar sobre nuestros puestos de trabajo. Me contó que era psicóloga, que trabajaba en un gabinete de Psicología Clínica, por lo que deduje que, evidentemente, no tenía los 17 o 18 años que aparentaba. Yo le hablé de mí. Le dije que me dedico a marketing y publicidad, que diseño de campañas y al seguimiento de su efectividad. Hablábamos y hablábamos. Me dijo que tenía 26 años (¡Quién lo diría!). Que acababa de mudarse a un piso para poder independizarse de su familia, porque no aguantaba más los problemas de sus padres.

àAsí, durante más de 2 horas.

La conversación suya era muy agradable y coincidió que teníamos gustos parecidos: a los dos nos gustaba la música, la naturaleza y el deporte. Los «cortados» que nos habíamos pedido estaban más que terminados y ya empezaba a sonar por la megafonía aquello de «estimados clientes, el centro va a cerrar sus puertas en 10 minutos…». Reaccionamos y nos levantamos para salir. Pagué los cafés. Mientras bajábamos por las escaleras mecánicas, flotaba en el ambiente esta sensación de que alguien tiene que dar el primer paso para que no nos despidiésemos al salir a la calle. Evidentemente, quien tenía que dar el paso era yo.

-¿Continuamos la conversación delante de una cena? -pregunté.

-No puedo. Tengo que terminar un informe para mañana y querría acabarlo en casa -contestó-. Pero, si quieres, te puedo recomendar un buen restaurante para que cenes, aunque sea solito.

-Te lo agradezco, pero para cenar solo prefiero quedarme en el hotel.

-¿En qué hotel estás?.

-En el Meliá Apolo.

-Queda cerca de aquí. Además, tengo mi coche aparcado cerca y, por lo menos, te puedo acompañar hasta la puerta dando un paseo.

En 10 minutos nos plantamos en mi hotel. Cuando llegamos decidí volver al ataque.

-¿De verdad que me vas a dejar cenar solo? -dije, medio sonriendo. Ella dudóà pero al final respondió:

-Vale, pero sólo si me prometes que podré terminar mi trabajo esta noche.

-Prometido. Cenamos y nada más.

-¿Qué te apetece cenar? ¿De qué tipo? -preguntó.

-Ahí ya me dejo aconsejar por ti. Conocerás mejores sitios en Barcelona que yo.

-Conozco un sitio que hacen buena comida italiana, pero deberíamos ir en coche. ¿Tienes coche?.

-Vine a Barcelona en avión y me muevo en taxis.

-Pues iremos en el mío -agregó.

Efectivamente, su coche estaba aparcado cerca del hotel. Era un coche de esos de fabricación coreana nuevos, blanco e impecable por dentro. Nos dirigimos hacia la zona del barrio gótico de la ciudad. Durante el trayecto -no fue muy largo- fuimos conversando sobre lo bonita que era Barcelona y demás cosas trivialesàAunque yo andaba con la mente más distraída, pensado en la situación, en lo buena que estaba y en el morbo que me provocaba Cristina.

Llegamos al restaurante y nos sentamos en una mesa. Pedimos la cena y una botella de vino Lambrusco que, sin ser el mejor del mundo, entra fácil. Nuestra charla, durante la cena, fue tomando cada vez mejor color. Me contó que se acababa de separar de su marido (¡Coño, era casada!). Sólo había estado un año casada porque, según ella, él era un auténtico cara-dura que incluso en la cama era un inútil. Aquella confesión, seguro que ayudada por el hecho de que ya estábamos vaciando la segunda botella de Lambrusco, me animó a preguntarle:

-¿Qué es lo que esperas tú de un hombre en la cama?.

-Pues nada en especial, pero mi marido no era capaz de arrancarme ni un mínimo de placer -respondió.

-No es justo -dije.

-¿El qué no es justo? -preguntó ella.

-No es justo que, a una mujer como tú, no le produzcan todo el placer posible.

¡Vaya gilipollez acababa de soltar!. Se me veía el «plumero» claramente y, palabra de honor, no estaba cenando con ella con la única intención de follármela, sino que de verdad me encontraba a gusto con su compañía.

Ella se puso un poco colorada, bajo la mirada y continuó comiendo. Ante esa situación, decidí cambiar de tema radicalmente, para no incomodarla.

Cuando terminamos de cenar salimos a la calle. Nuevamente empezó a flotar en el ambiente aquella sensación: alguno de los dos debía decir algo para no irnos a casa ya. Esta vez, imagino que gracias al vinillo que llevábamos encima, lo dijo ella.

-¿Te apetece que vayamos al Puerto, a tomar algo?.

-¿Y tu informe?. Mi pregunta era más cínica que otra cosa, porque para nada quería que se fuera.

-No me hagas sentirme culpable. Anda, vamos a tomar una copa.

Nos fuimos a un sitio en el Puerto, al final de las Ramblas. Soy incapaz de recordar cómo se llama. Me pedí un whisky, ella pidió una copa de Amaretto. Era un garito con la música bastante alta, pero había poca gente porque era lunes. Algunas parejas y algunos despendolados de la noche. Con la música tan alta era difícil escuchar una conversación, lo que nos obligaba a acercar la boca al oído del otro cuando hablábamos. Esto me hacía oler su colonia. ¡Me iba poniendo cada vez más a mil!. Mi polla empezaba a ponerse dura y ella empezaba a insinuarse, o no, pero a mí me lo parecía.

Los dos estábamos ya en un estado muy alegre y salimos a la pista a bailar. Ella se puso de espaldas a mí y empezó a moverse de forma que subía y bajaba y se frotaba descuidadamente, eso quería que creyese, el culo contra mi polla, ya a punto de explotar. Entonces decidí atacar. Le di la vuelta y le aticé un beso en la boca que ella respondió con su lengua y mordiéndome los labios. No sólo no rechazó el beso, sino que me cogió del cuello y me empezó, literalmente, a comer la boca y el cuello cómo una auténtica leona.

-Vamos a sentarnos -dijo mientras me cogía de la mano y me llevaba a uno de los sofás.

Allí sentados empezó la guerra. Mis manos cogieron su cabeza y el ritmo de los besos fue aún más rápido. Ella gemía y empezó a deslizar su mano hacia mi paquete, que ya me hacía daño contra el pantalón por el calentón que llevaba. Me tocaba la polla por encima del pantalón y comenzó a desabrocharme lentamente la cremallera para meter su mano. Yo, mientras tanto, le sobaba las tetas por encima de la blusa y le acariciaba el culito, ese culito que me había quedado mirando en la tienda. Cuando me hubo bajado la cremallera del todo, metió la mano dentro del pantalón y del boxer y comenzó a tocarme la polla. Se me quedó mirando y me dijo, medio de guasa:

-¿Todo esto es tuyo?.

-Y tuyo, si lo quieres -respondí.

-¡Vamos fuera de aquí, que estoy que no puedo más!

Salimos del garito y nos dirigimos a su coche. Yo pensaba en irnos directamente al hotel y follar hasta reventarnos. Cuando íbamos a entrar en el coche, que estaba en la calle, me extendió las llaves y me dijo:

-Conduce tú.

Se sentó en el asiento del copiloto y me soltó de golpe:

-¿Me dejas que te la coma?.

-¿Aquí? -pregunté sorprendido.

-Aquí. Tengo ganas de ver tu instrumento. Pero arranca y vamos a tu hotel. Quiero chupártela mientras conduces.

Arranqué el coche y ella se inclinó sobre mi polla. Me bajó la cremallera, me la sacó y empezó una mamada cómo no me habían hecho otra igual. Me pasaba la lengua por el capullo y, con los labios, me hacía algo parecido a una paja. Mi polla es muy grande: mide en estado de alegría más de 26 cm y es muy gorda, pero ella era capaz de tragársela casi entera, dejarla dentro de su boca unos segundos y sacársela lentamente, mientras me apretaba ligeramente los huevos. Yo, mientras tanto, iba conduciendo, volviéndome loco de placer y saltándome los semáforos, desorientado por las calles y esperando encontrar pronto el hotel. Por fin lo vi y aparqué, como pude, el coche. Cristina seguía mamándome la polla y, con la mano que le sobraba, se había bajado la cremallera de su pantalón y estaba acariciándose el coño.

-Ya hemos llegado -le dije.

Ella levantó ligeramente la cabeza, vio que había aparcado y volvió sobre mi polla, diciéndome:

-Ya voy, pero antes quiero tu leche.

Bastó oír eso y dos lamidas más para que me corriera cómo un animal. Mi polla empezó a lanzar chorros de semen que caían en su boca, en su lengua y que se tragó, sin dejar escapar ni una gota. Se levantó, se subió su cremallera y me acercó la mano, con la que se estaba masturbando, a la nariz para que oliera. Olía a flujo, por lo mojados que tenía los dedos debía estar absolutamente chopada.

-Mira cómo me has puesto -me dijo.

-Vamos a la habitación.

Entramos en el hotel, mientras yo pedía la llave de mi habitación en la recepción, ella ya estaba llamando al ascensor. Nos metimos en el ascensor y nos fundimos en un beso que duró hasta que terminó el trayecto. Su boca sabía a semen y no me resultaba desagradable, todo lo contrario. Le desabroché el pantalón, le bajé la cremallera y empecé a sobar su coñito. Noté que estaba depilado totalmente, aunque mantenía un pequeño montículo de vello muy cortito en la parte superior. Efectivamente, estaba chopada y los achuchones que le daba a su clítoris hacían que se mojara aún más. Cuando nos dimos cuenta, el ascensor estaba ya más que parado y las puertas abiertas.

Así como estaba, con sus pantalones desabrochados, salimos del ascensor y entramos en mi habitación. Nada más cerrar la puerta nos lanzamos encima de la cama y seguimos besándonos cómo locos. Entonces ella se levantó y me dijo:

-No te muevas, que voy a sacar algo del minibar.

En eso comenzó a despojarse de su ropa. Se quitó la blusa y mostró un sujetador blanco que recogía sus tetas pequeñas. Luego, el pantalón y se quedó con un tanga blanco que mostraba un culo de ensueño. No me podía creer lo que me estaba pasando, peroà ¿para qué pensar?. Me desnudé rápidamente y me acerqué a ella. Estaba de pié poniendo dos whiskys con hielo que había sacado del minibar.

Mi polla estaba otra vez a tope y ella, con una copa en la mano, se arrodilló y volvió a mamármela. Bebía un poco de whisky y, sin tragárselo, se metía mi polla en la boca. La sensación de frío, de la bebida, y calor, de su boca, sobre mi polla me estaba volviendo absolutamente loco. Así estuvo durante un rato hasta que la levanté y la conduje hasta la cama.

Se tumbó boca arriba en la cama, con el culo casi en los pies de la misma, y flexionó las piernas en clara invitación a que le comiera el coño. No hacía falta esa invitación, porque estaba deseándolo. Me sumergí en su coñito. Estaba inundado de flujo y mi lengua pasaba desde su ano hasta el clítoris, parándome en la entrada de su cueva y metiendo y sacando mi lengua como si me la follase. Mientras tanto, ella no paraba de gemir, de acariciarse las tetas y de pellizcarse los pezones. Estuve así durante un buen rato, hasta que me dijo:

-Quiero tu polla. Déjame comértela otra vez.

¡Vaya!. Cristina era una fan del sexo oral, por lo que parecía. Me tumbé en la cama y ella se puso encima de mí, empezando un fantástico 69. Ahora yo tenía a la vista su culo y le lamía el ano y el coño, hasta hacer que se retorciera de placer. Mi polla estaba más grande de lo que, según recordaba yo, nunca la había visto y me la cogía con las dos manos, mientras ella se la metía en la boca, chupándola con fuerza.

De repente se levantó, se dio la vuelta, poniéndose a horcajadas sobre mí, y, cogiendo el nabo, empezó a metérselo, muy despacio, por su coño. Al principio parecía que no entraba porque estaba enorme y, encima, Cristina era bastante pequeñita, pero bastaron un par de movimientos de sus caderas para que se la encajara, casi de un golpe, toda entera. Esto nos arrancó un gemido a los dos, ella paró de moverse durante unos segundos para que se acoplara mi polla a su coñito. Empezó a moverse lentamente arriba y abajo, aumentando progresivamente la velocidad, hasta que se convirtió en una carrera al galope. Yo, mientras tanto, le sobaba las tetas, el culo y nos besábamos apasionadamente. Sentía que estaba a punto de reventar, pero intenté aguantar porque me estaba proporcionando tal placer que no quería que acabara nunca. Ella aceleró el ritmo y comenzó a gritar:

-¡Me corro, me corro, me corro!.

Cristina estalló en un orgasmo brutal. Nunca había oído a una mujer gritar y gemir de esa manera con un orgasmo, esos gemidos hicieron que yo no aguantara más y me corriera también dentro de su coño. Notaba cómo los chorros de leche inundaban su interior. Ella se mantenía con los ojos cerrados, jadeando y como en trance. ¡Yo acababa de tener el orgasmo más alucinante de mi vida!.

Unos instantes después volvimos a la realidad. Nos fundimos en un largo beso y se levantó, sacándose mi polla de su coño. Chorreaba, e incluso tenía un hilillo de semen, mezclado con flujo, que le caía por el interior de los muslos. Se arrodilló en la cama, cogió mi polla y empezó a lamerla hasta dejarla del todo limpia y reluciente. Bastaron 30 segundos para ponérmela otra vez dura cómo una piedra y grande. Entonces me miró y, sin decirme nada, me dio la espalda, poniéndose a cuatro patas sobre la cama y mostrándome el culo.

Dicen que cuando una mujer se te pone a cuatro patas es que está dispuesta a que le hagas lo que quieras, aunque a mí me parece que no era necesario que Cristina se pusiera así para saber que estaba dispuesta a todo. Su culo en pompa era una verdadera maravilla. Me acerqué a su ano con la intención de lubricarlo bien. Quería follarme ese culo y comencé a chuparlo lentamente. Pasaba la lengua por su vagina y arrastraba sus flujos al ano, donde se la metía cada vez un poco más dentro. Ella se estaba retorciendo de placer y su culo daba muestras de empezar a dilatarse.

Me puse detrás de ella y apoyé la polla en su ano. Cristina, al notarla, movió un poco el culo hacia atrás y se encajó el capullo de mi rabo de un golpe, al tiempo que emitía un pequeño gritito. Ahora venía lo más difícil y empecé a empujar lentamente. La polla entraba muy despacio, sobre todo porque no quería ser, en absoluto, brusco con ella. Cristina se mordía los labios en una mueca de placer y dolor. Poco a poco entró toda, cuando nos dimos cuenta mis huevos ya chocaban contra su coño. El ritmo de las enculadas aumentó y mi polla, grande y gorda cómo nunca, entraba y salía de su culo con, cada vez, más facilidad. Ella no dejaba de gemir, debía haber llegado ya 2 ó 3 veces al orgasmo por los gritos que iba dando. Mi polla estaba nuevamente a punto de reventar. Dos minutos o así después me corrí nuevamente, llenándole el culo con mi leche.

Nos quedamos tumbados después de la batalla y debimos dormirnos durante aproximadamente media hora. El efecto del vino y las copas había hecho efecto. Cuando nos despertamos, me dijo:

-Me tengo que ir a casa. ¿Cuándo te vuelves a Valencia?.

-Mañana por la tarde -contesté.

-¿Volverás a Barcelona? No quiero dejar de disfrutar de tu pollón.

-Seguro que sí.

Nos vestimos y bajé a acompañarla al coche. Cuando nos despedimos me dio un beso en la boca que me hizo empalmarme de nuevo. Intercambiamos nuestros números de móviles y quedamos en llamarnos la próxima vez que yo fuera a Barcelona.

Al día siguiente la llamé desde el aeropuerto, antes de subir al avión, para ver qué tal estaba. Tuvimos una conversación de lo más agradable que me hizo pensar que, seguramente, cuando vuelva a Barcelona no tendré que comprar un libro para pasar la noche en el hotel aburrido.