Capítulo 2
El maletero II
No pude evitarlo, y aunque lo intenté, aunque decidí que aquello iba a ser algo meramente circunstancial, me atrapó de tal manera que mi vida empezó a girar entorno a aquella situación.
Tras aquella primera semana en la que viví en el limbo, como a mí me gustaba, en manos de una Diosa, no podía pensar en otra cosa que en ser usado de la misma manera por ella.
Cada vez que abría el maletero del coche un cosquilleo me recorría la espalda, y deseaba con todas mis fuerzas que Ella estuviese allí para poder repetir la experiencia.
Desde aquella vez, comenzamos a repetirlo cada dos fines de semana; llegaba los viernes por la noche y me iba el domingo por la tarde, estando perdido para el mundo durante los dos días.
Ya habían sido los tres fines últimos los que había disfrutado con aquellas situaciones, idénticas en su ejecución, y con una gran satisfacción por mi parte en todas ellas.
Pero cuando me llamó ese jueves, para quedar al día siguiente, me dijo que tenía que acudir un par de horas antes porque teníamos que limar algunos aspectos de tan peculiar relación; un tanto intrigado por aquella variación de la rutina, acudí presto al día siguiente, la recogí en la esquina de siempre y en vez de meternos en el garaje me dijo que siguiera calle abajo. Estaba increíblemente ataviada con una falda de cuero larga, con unos botones laterales de esos que dan la impresión de saltar con un tirón y unas botas altas que desaparecían bajo la falda.
Nos dirigimos a un centro comercial y me dijo que no le parecía bien gastar mi móvil esos fines de semana, que ya no lo iba a usar más…
Así que debía comprarle uno nuevo y ponerlo a mi cuenta !!!.
Resignado pero contento, nos acercamos a una de las tiendas que vendían teléfonos, y tras inspeccionar los existentes, se decidió por un modelo caro; firmé el contrato y salimos de allí tan contentos.
Paseamos un rato por el centro comercial y después de comprarle también unas sandalias de alto tacón y un conjunto de ropa interior, volvimos al coche, encaminándonos hacia su casa.
Por el camino me planteó lo que deseaba, algo que me atañía y con lo que ambos sacaríamos partido.
Me dijo que en el garaje de su casa se vendía una plaza doble cerrada, esto es, que tenía su propia puerta de entrada y separada por paredes del resto del garaje.
Quería que se la comprase y que ese fuese nuestro punto de unión.
Le dije que tenía que pensarlo, hacer números, ver la posibilidad de tal adquisición; no pareció gustarle la respuesta, puso unos morritos propios de una niña y no me dirigió la palabra hasta que llegamos al garaje.
Allí me desnudé, aplicó el slip de látex, la máscara y apretó los nudos de la cuerda más de lo normal.
Cerró el maletero y se fue sin más. En todo el fin de semana no se acercó a verme, lo pasé anhelante de su trasero, de sus «regalos», pero no apareció.
Un puntito de enojo se apoderó de mí, pero no podía permitirlo, ya que me había puesto en sus manos y debía acatar todas sus decisiones.
Pero es que el domingo tampoco vino, y ya el lunes por la mañana, cuando se iba a trabajar, bajó, me soltó los nudos y me dejó libre.
Tuve que vestirme a toda prisa y conducir como un poseso para no llegar muy tarde al trabajo.
Al fin de semana siguiente no me llamó, y como me había prohibido llamarla, le dejé un par de mensajes de texto, pero no me contestó; tan desesperado estaba que me vi forzado a comprar el garaje que ella deseaba.
Era caro, tuve que echar mano a mis ahorros, pero lo compré y lo puse a su nombre. Le dejé un mensaje comentándoselo, a lo que me respondió un seco escrito en el que me citaba para el próximo viernes.
Por fin llegó la hora deseada, allí estaba con el coche, esperándola, y apareció tranquilamente por la esquina, se subió al coche, me tendió la mano para que se la besara, muy digna ella, y nos encaminamos hacia nuestro nuevo emplazamiento; le ofrecí el mando a distancia para que hiciese los honores y la puerta se abrió, dejando en su mostrar su interior, un espacio suficiente para alojar dos coches, pero desnudo de todo lujo, limitándose solo a las cuatro paredes y una puerta lateral por la que acceder, aparte de la grande.
Una vez dentro cerró la puerta, apagué el motor y salimos del coche; me sonrió, contenta por el nuevo garaje; me arrodillé ante ella y le ofrecí los papeles y contratos de compra del garaje, haciéndole notar que estaban a su nombre.
Aunque no lo expresó, me di cuenta de su satisfacción; me hizo levantarme, desnudarme y volverme a arrodillar.
Ella se acercó hasta mí, y como había supuesto, de un tirón se abrió la falda, me hizo bajarle las braguitas y dejar su sexo al descubierto.
Me atrapó la nuca y aplastó mi cara contra su coño, permitiendo que me masturbara a condición de que me corriese sobre sus botas, cosa que hice en muy poco tiempo.
Fue bastante el semen que se derramó sobre el cuero negro, también por el suelo, y ella, en actitud de madre educadora, me dijo por las buenas, sonriendo, que no debía manchar nada, que debía aprender a controlarme, y luego, pacientemente, guió mi lengua sobre sus botas, lamiendo todo el semen, dejándolas relucientes, y acto seguido tuve que repetir la operación con el suelo.
Luego repetimos la rutina, amarrándome con dureza, ajustándome el slip y metiéndome en un maletero que se había convertido ya en una segunda casa; quiso comprobar lo confortable del asiento en aquel lugar, por lo que se pasó un ratito sentada sobre mi cara y después, levantándose y arreglándose la ropa, apagó la luz y me dejó sumido de nuevo en mis propios pensamientos, en mi propia felicidad.