El Reparador de vírgenes

Uno vive en un mundo entrometido. A todos parece importarles lo que los demás hacen, y a cambio de ello se olvidan de hacer lo que les corresponde. Pero, ¿Quién sabe qué es lo que a uno le corresponde?, ¿Sabes tú cual es tu oficio milenario?. El alma tiene un oficio, hay algo a lo que ella de dedica que siempre habrá de salirle bien, el alma no sólo terminará por dedicarse a aquello que le corresponde, sino que habrá de hacerlo a favor o en contra de nuestra voluntad.

Sé que nadie lo creería, pero hoy por hoy mi vocación es esta: Amar. Ir en esta tienda departamental con esta chica sujeta de mi brazo, cosa que no deja de llamar la atención. Desde luego mi vejez no es algo que pueda ocultarse, pues mi piel está arrugada de una forma notoria bajo mi cuello, si mi cara fuese de piedra, podría decirse que en mi barbilla penden estalactitas. La gente no se pregunta si soy un viejo, sino que hace apuestas acerca de sí tendré sesenta años o sesenta y cinco, sin contar los pronósticos que se hacen respecto a qué enfermedades crónicas he de padecer, o bien si el ir con esta joven a mi lado es mi último deseo, mi capricho pre mortem.

Mis manos ya tienen unos músculos más bien blandos, y mi piel ya no tiene un color uniforme, pues me han salido unas pecas, digamos, singulares, la palabra horrible es una de las que ya no digo muy a menudo. Afortunadamente nunca fui gordo y no pienso serlo a estas alturas del partido, tuve la suerte de tener algo de elegancia, lo cual es una hermosa virtud cuando se es viejo.

La gente que nos mira se da cuenta que, pese a que nuestras edades harían muy posible que ella fuese mi nieta, somos algo distinto de esa relación filial. Ella me abraza como hombre, me besa en la boca, me toca el poco cabello que me queda. Va por ahí coqueteándome. Y yo voy por ahí con la cara que tendría un girasol si nunca se hiciera de noche, con una sonrisa tan perenne que los músculos de mi cara ya no obedecen a alguna otra mueca, cosa que es un poco malo que sea así, pues cuando muera voy a aparecer detrás del féretro con una sonrisa idiota que lucirá ridícula en un muerto, pero no me importa si mi cara da pie a chistes de sepelio, pues mi entierro habrá de ser un acontecimiento feliz, o al menos divertido, siendo que yo soy feliz y divertido en mis últimos años.

Yo voy con un rostro dichoso, atemporal, ajeno del mundo. Los hombres ven que ella lleva una falda muy corta y que sus piernas son, además de muy blancas y lustrosas, muy bien torneadas, e imaginan que mi verga vieja no ha de tener energía para siquiera emocionar un poco ese par de nalgas briosas que ella tiene. ¿Cómo imaginar el arillo de su vagina conviviendo con mis testículos aguados que ya no se contraen durante el acto de amor? Los hombres caminan cerca de ella y pretenden que yo no me entere de los guiños que le hacen, como pretendiendo que ella se me despegue un poquito y poder citarse con ella a mis espaldas.

Han de creer que con lo viejo que estoy, mi cuerpo ya no saciará el hambre que ese cuerpo sin duda tiene. Todos se sienten demasiado comprensivos con el predicamento que suponen que ella tendrá con toda seguridad. Les pone calientes el pensar que engañarán a un viejo como yo cogiéndose a su joven mujer. Se hacen mil conjeturas, la más socorrida, que ella está a mi lado por dinero, que soy un millonario que compra su belleza con monedas, pero se equivocan, ella es la del dinero, ella es la que tiene millones y yo sería, frente a ella, un pobre diablo.

Luego si piensan así, concluyen que ella es una puta que se vende por dinero, pero no es una puta, sino una virgen, y el hecho de que me quiera tanto no es accidental. Nunca les da por pensar que un hombre como yo puede darle a esta mujer algo que ellos no pueden, que es posible que la haga sentir amada, comprendida, acompañada, plena, en una forma que ellos son incapaces de ceder.

No les queda claro que esta belleza exige todo lo que un hombre puede dar, y no lo que un hombre esté dispuesto a dar, pues son cosas distintas, y yo tuve la suerte de poderle explicar que le entrego no sólo todo lo que tengo, sino todo lo que soy.

Ella es bellísima, más allá de lo que los demás pueden ver, y yo no he tenido más mérito que haber descubierto lo magnífica que era. Me he permitido esta relación porque confío en que las diferencias de edad pueden ser trascendidas. Esa idea la aprendí hace tiempo, cuando era reparador de vírgenes.

Cuando joven, trabajé en una fábrica en la que se hacían maniquíes, y aprendí las técnicas, que no el oficio, de manejar el yeso y el alambre, las pinturas, los pinceles, con tal de hacer los maniquíes que las tiendas requerían. Era muy entregado en mi trabajo, tal vez porque me sentía como una extensión de Dios al formar aquellos cuerpos y darles, en cierto modo, vida. Siempre tuve una idea de divina proletariedad, en la que el trabajo es una bendición y realizarlo un rito, pues de hecho, vivir ya es un rito de por sí.

Tan dedicado era, que era el encargado del área de acabados. El decir que había un área de acabados era una forma elegante de decir que había alguien que se encargara de ello y que tal función era importante para la empresa, aunque en realidad no había un área de acabados en sí, pues yo era el único integrante dicha sección de acabados, no había más. Ello hacía que seguido me tuviera que quedar fuera de las horas de trabajo a terminar mi labor, pues, cuando los demás acababan de hacer las figuras, entonces empezaba yo, y dado que me gustaba que los maniquíes quedaran con algo de vitalidad, me solía demorar un poco. Cuando terminaba las mujeres nunca resistía la tentación de tocarlas, pasaba las manos por encima de sus pechos, las bajaba por la cintura, les tentaba las nalgas, sus piernas perfectas. Hablaba con las maniquíes, sosteníamos diálogos, nos besábamos.

En ocasiones había fiestas en que era el único hombre, y me rodeaban dos rubias, una pelirroja, una calva, y charlábamos muy a gusto. Es difícil juntar a tu alrededor a tanta belleza. Las chicas me decían toda suerte de halagos. Cuando salían a la venta nuestros maniquíes, éstos me guiñaban el ojo, y yo les decía adiós. La gente que acudía a las tiendas no se explicaba entonces cómo es que los maniquíes irradiaban una sensación de ser consientes de ser bonitas, o de ser guapos, cada maniquí que hice era un maniquí con una confianza en sí mismo tremenda, ninguno de ellos acudiría con el siquiatra, pues en su totalidad se sentían amados.

Luego no sé a quién se le ocurrió que los maniquíes estaban «out» y las estructuras tubulares estaban «In», así, con esos términos. Y de rato nadie quiso maniquíes, de hecho, los últimos que se vendieron se fueron a remate, pues la empresa quebró, y fueron a dar a uno de los pocos lugares donde los maniquíes son bien vistos, a un sex shop, pues ahí nadie imagina una tanga colocada en algo que no tenga nalgas, y así, mis últimas hijas se fueron de putas a un sex shop. Cierta vez fui a saludarlas, y una de ellas tenía una máscara de cuero que le cubría con totalidad el rostro, menos los ojos. Bueno, al menos con ellos me dijo que estaba divertida, no sé si por tener esa máscara puesta, o porque frente a ella estaba una de sus hermanas con un sostén con clavos y una verga de plástico en las caderas.

Tenía en ese entonces veinticinco años y había quedado desempleado. Un gerente de la empresa me extendió una carta de recomendación dado mi talento, y al dármela me dijo a dónde ir.

El sitio al que me había dirigido era a un taller que se especializaba en hacer figuras religiosas. Me pareció bien, aunque se me hacían un tanto aburridas. Pues desde luego con los santos no se entiende uno nunca. Además, no imagino la cara de las vírgenes si les pasara la mano por el pecho o por las caderas, además que es difícil de adivinar dónde las tienen con tanto ropaje. Tal vez por ello, mi relación con la divinidad no era muy buena, pues estas efigies eran como políticos autogenerados, nacían y lo hacían teniendo ya un prestigio supraterreno, con la única vocación de ser adorados, de escuchar todo aquello que la gente les quisiera confesar, pero siempre con la certeza de estar por encima de uno.

Los verdaderos ángeles, pensaba, serían entes que uno pudiera tocar, seres con los cuales uno pudiera encariñarse, alguien que no sólo supiera recibir besos, sino besar también, en fin, alguien que viniera a explicarle al alma que Dios no está tan lejos, que aclarara lo cálido que puede ser la piel de Dios, que hiciera real el éxtasis de mirar sus ojos, y no las historias estúpidas que dicen que ver la mirada de Dios te fulminaría por impuro, al contrario, la mirada de Dios haría que cada poro del cuerpo se convirtiera en una escama, y cada escama un pétalo, y cada hombre una flor de un inmenso jardín. Si Dios viese mi pene, le saldría un capullo en el glande y éste reventaría en una rosa mágica.

Mi comienzo no fue muy bueno porque dotaba a San José una mirada fuerte, viril, a María una mirada intensa, dichosa, y a Jesús de una mirada poderosa, hipnótica, de líder, de verdadero pastor. Me quitaron de ahí porque no aprendí que San José debía tener una mirada pusilánime, María unos ojos de plañidera y Jesús unos ojitos de niño regañado.

Me asignaron a otro departamento unipersonal, que era el de reparado de imágenes. Eso fue un desperdicio de mi talento, pues se me privó de dibujar rostros y expresiones, y me mandaron ahí, para que resanara los huecos como un albañil e igualara colores. Estaba bien porque seguía sobreviviendo, pero estaba mal porque era aburridísimo.

De vez en vez me divertía más porque había que reparar efigies en casas, ya que las figuras estaban empotradas. En una de esas ocasiones, me enviaron a la casa de una dama que tenía la figura de una beata en su sala de estar, y había que repararle la nariz, porque se le había caído como a la esfinge.

Llegué al lugar y era una casa muy grande, con una barda de piedra enorme. Oprimí el botón del intercomunicador y se escuchó una voz que decía con una voz muy fina.

«Sí, ¿Qué desea?» «Reparador de Vírgenes», Contesté. En ese tiempo me gustaba presentarme así, pues me daba guasa cómo se escuchaba, y además creo que era el único fulano en el mundo que podía decir que esa era su profesión. «Lo esperaba. Pase»

Me adentré por la reja y efectivamente era una gran casa. Salió a mi encuentro una señora muy fina que me dejó con la boca abierta. Era algo así como la doble de Catherine Deneuve, es decir, no ocultaba que era una persona mayor, que rebasa los cincuenta y cinco años, más sin embargo le quedaba muy claro lo que era guardar el estilo a esa edad. Se vestía con ropa acorde a su madurez, al igual que sus accesorios, no pretendía ser joven, sino ser lo que es.

Su mirada irradiaba un brillo muy especial y su peinado era impecable. Su cuerpo mostraba una silueta muy femenina, aunque seguramente usaba sostenes, y fajas que pusieran todo en su lugar, ya que la cintura que tenía era difícil de creer a su edad, y menos si a lo largo de su vida había tenido hijos. Sus ojos daban esa impresión, que había tenido hijos. Su sonrisa era franca, amable. Extendió su mano delgada, misma que yo tomé en la mía, y sin saber por qué, besé con reverencia. Tal vez había algo en la forma de extendérmela que me sugirió que debía besarla como la mano de un sacerdote y no estrecharla como si se tratara de la mano de un compañero de fútbol. En fin, el caso es que lo hice.

Me condujo por los pasillos de su casa. Me quedó clarísimo que en su juventud esta mujer ha de haber traído locos a los hombres. Como iba detrás de ella, avancé hipnotizado con el sonido y ritmo de sus tacones, atrapado en la línea trasera de sus medias, pude notar que su movimiento era muy grácil. Yo que siempre tengo la cabeza repleta de ideas y nunca acierto a tener un segundo de tranquilidad, la tenía cuando esta señora hablaba con su dicción perfecta, con esa ternura y esa calidez que sólo dan los años.

Llegamos. Era triste ver la estatuilla con la túnica astillada, una mano con un dedo faltante, un golpe en el vientre y, sobre todo, sin nariz. Me sentí tan a gusto en aquella casa desde que entré que, al decirle el tiempo que demoraría, le comuniqué que me llevaría unos tres días. Ella externó que creía que sería más rápido, así que yo le aclaré que no sería tan rápido porque, si me lo permitía, haría arte con su figura. Lo cierto es que volver al taller me mata de tedio, mientras que estar aquí, acompañado de esta señora, era algo no sólo distinto, sino que era hasta agradable.

Ciertamente terminaría rápido con el manto, al día siguiente haría la mano y al final la nariz y demás acabados. Ese primer día me entretuve un poco porque la dama me invitó un café. Ella casi no habló, sino que preguntó si creía yo en Dios, y yo con algo de pena le dije que casi no, aunque sí le hablé de esos momentos en que creía comprenderlo cuando hacía los maniquíes. Desde luego omití contar que les tocaba las tetas y las nalgas a mis creaciones, más sin embargo le conté lo mucho que amaba la perfección.

Le decía: «Supongo que la tarea de Dios ha de ser muy extenuante. Mis obras distaban mucho de ser perfectas, y tardaba horrores para decidir qué sería lo mejor, para pensar en qué es lo que más le gustaría a la gente»

Ella sonreía cada vez que hablaba yo de Dios y sugería en él actos más propios del ser humano, tales como extenuarse, o preocuparse, o cansarse, o siquiera pensar. Al retirarme, tenía yo en la cara una sonrisa estúpida, era la primera vez que la esbozaba en mi boca, era la primera vez que me sentía feliz en muchos planos. Al despedirme se llevó la mano izquierda al plexo y me dio su bendición y me dijo «Cuídate».

No era cosa del otro mundo, pero cada cosa que aquella dama había hecho me había sabido a dinamita. Todo se emocionaba en mi interior. Diría que me hubiera gustado tener una madre así, pero no era eso, era otra cosa. Y su bendición me cayó en la frente como si yo fuese un poseso. ¿Qué me dio en realidad?. La bendición, cosa más intangible. Sin embargo, Si no cuesta nada dar una bendición, ¿por qué nadie me la había regalado nunca?, Es decir, ¿Por qué nadie me había bendecido así, de corazón, sin pantomimas?. En aquella bendición no nos miraba nadie, éramos ella y yo, y Dios si es que existe. Ella no quedaba bien con nadie, lo hacía por mí.

Al segundo día ella llevaba un vestido todavía más conservador que el día anterior, y las cosas transcurrieron en forma idéntica al de ayer, con la diferencia que, estando sentado con ella en su sala, descubrí que lo que me hacía perder los sentidos de aquella casa era que se respiraba amor, que ella era la representación de un amor inusual, un amor que por diáfano no había experimentado nunca. La plática seguía siendo muy apropiada. Mi mente seguía siendo muy apropiada.

El tercer día fue un poco doloroso para mí. Llegué a aquel lugar con la cara triste, pues sabría que mi labor de reparar la virgen aquella terminaría y con ello mis motivos para estar ahí, respirando el aroma de incienso y maderas, de beber de aquel café, de mirar a aquella mujer que me agradaba tanto. Es tonto decirlo, pero pese a que desde el primer día me pareció interesante aquella mujer, no había reparado bien en su rostro, es decir, si me pidieran describirlo no hubiera podido, ya que me resultaba tan clásico que era el rostro por excelencia. Lo único que había notado era que no llevaba maquillaje.

Le pregunté:

«¿Qué tipo de nariz desea que le ponga a la virgen?» «Oh! No es una virgen, es una beata», aclaró con una sonrisa de niña que le sentaba muy bien, casi pude ver cómo era de niña. «¿Qué tipo de nariz quiere que le ponga a la beata?»

Sonrió y dijo, «Espere»

Yo espeté su indicación de esperar, no sé por qué, diciendo algo que tal vez era inapropiado, «Podríamos ponerle su nariz, que es muy bonita»

Ella hizo como que no escuchó eso, pero sin duda se sonrojó. Cierto demonio me hizo verle de distinta manera las caderas conforme se alejaba, sin embargo inmediatamente erradiqué de mi mente cualquier mal pensamiento, pues pensé que esta mujer no se merecía que empezara a hacerla objeto de mis deseos. Ella regresó y el demonio me dijo «Mira qué rico tiemblan esos pechos», indicación que tampoco atendí, aunque era difícil ignorar lo que el diablillo quería decir.

«Creo que habrá que colocarle la nariz aguileña», Dijo. «No es lo que se estila, pero…» «Pero es la verdad», Completó.

En su mano cargaba un grueso álbum de fotografías. Sin acordar nada al respecto nos fuimos a los sillones de la sala, dejando plantada a la virgen por reparar. Me puse a ver el álbum de fotos.

Eran en blanco y negro todas ellas, pero estaban bellamente tomadas en su mayoría. Las imágenes hablaban por sí solas. Un grupo de religiosas aparecía en las fotos, siempre rodeadas de gente discapacitada, de enfermos, de hambrientos, siempre despertando rostros de esperanza. La gente les tocaba sus hábitos, les abrazaban, lloraban con ellas, reían. Más que monjas eran ángeles. Eran esos ángeles que yo imaginaba, unos ángeles tangibles. Dada la raza de las personas que les rodeaban, supongo que participaban en misiones en África.

La que sobresalía notablemente era la beata que yo reparaba. Verle la mirada en las fotos era una puerta al éxtasis, pues era una invitación a amar, no a amar en el sentido que conocemos, de desenfundarse el miembro y barrenar donde se pueda, o siendo posesivo de una pareja, no, no era ese amor poco comprometido que conocemos. Ver sus fotos hacía una conexión entre la beata y quien las veía. Ciertamente la nariz era bellamente aguileña, como la de un ángel ave.

La dama estaba absorta viéndome mirar las fotografías. Yo me abrí en confianza y le dije:

«Es una ironía que uno repare esculturas de seres tan maravillosos. Miro a esta mujer y no me cabe la duda de que es un espíritu que emana amor, esperanza, consuelo. Qué bueno que me ha mostrado estas fotos. No sólo porque me permitirá hacer mi labor con más justicia, sino porque estar cerca de «esto que hicieron» me hace bien de alguna manera. En verdad me conmueve, y déjeme decirle que no es una pantomima todo lo que le digo, de hecho me es muy difícil admitir que algo me conmueve, y quizá por eso ahora que logro conmoverme no sea mi intención ocultarlo. A todo esto, ¿Cómo se llama la mujer?».

«Beatrice». El tono en que lo pronunció fue muy profundo, no dijo Santa Beatrice, ni la beata Beatrice, sino Beatrice a solas.

«Las fotos también son muy bellas. Todas son de una calidad muy buena, salvo algunas que honestamente no están a nivel. Creo que quien tomó las fotos no sólo amaba la misión, sino que le tenía gran estima a Beatrice. Y ella le amaba también, ¿Ve?, en esta foto Beatrice no está mirando a los hambrientos que le están rodeando, sino que mira a quien toma la foto.»

Ella comenzó a llorar. Yo supuse que era un llanto devocional, y puede que lo fuera, pero otro tipo de devoción. Comencé a ser observador y me percaté que las fotos mal tomadas eran aquellas en las que aparecía una monja muy bella, en veces la beata y la monja se miraban y entre ellas había lazos muy profundos. Se agolparon lágrimas en mis ojos cuando identifiqué que la monja que acompañaba a Beatrice era ni más ni menos que la dama que tenía yo enfrente. Y por otro lado, me quedaba claro que el resto de fotos las habría tomado, sin duda, esta mujer que ahora lloraba.

Quise cambiar el giro de su llanto, pero puede que mi técnica no era la más adecuada. «No llore» le dije, «Mire. Me llama la atención esta otra mujer. Irradia amor, salud. Seguro los enfermos sanaban sólo de verla. La beata y esta muchacha vibran a una misma frecuencia, como si estuviesen hechas de lo mismo ¿Qué sabe de ella?, ¿Es beata como su amiga?». En realidad quería distraerla pero a la vez saber más de la mujer.

Ella se rió en medio de su llanto y dijo, «No. Le aseguro que esa otra mujer no es beata, ni lo será. Esa mujer equivocó su camino. Buscando a Dios se enamoró de una de sus siervas. Dios mío, es tan fácil confundirse y ver a Dios donde está el enemigo.»

«¿Me está usted diciendo que la falta de esa mujer fue amar?» Dije yo. «Así es, amar a un alma que le pertenece a su señor» «Permítame discrepar, y para ello le he de contar una historia que escuché. Estaba un día una lombriz buscando el amor, y no lo podía encontrar. Cansada de tanto buscar removió una tierra y vio emerger una lombriz magnífica de la cual quedó prendada, enamorada. Temerosa de que esa lombriz se marchara, comenzó a rogarle que se quedara, y comenzó a prometerle que sería buena con ella, que la haría feliz. La lombriz le contestó enfadada, «Tonta, cómo vas a perderme si yo soy tu otro extremo.»

Ella se rió y preguntó, «¿Qué debo de entender con eso?» «Que el amor es un juego en que Dios se hace reverencia a sí mismo, y qué más da si lo encuentras en un hombre, mujer, o lo que sea. Si buscas a Dios, poco importa dónde lo encuentres y la forma en qué lo ames, Él es un poco responsable de aparecer en formas irresistibles, ¿No crees?». «No es lo que aprendí» «Me doy cuenta»

Como que ella razonó un poco, pues dejó de llorar y con ello volvió a ser dueña de ese estilo y finura que tanto me encantaban. «Yo me llamo Teresa», me dijo luego de todo lo dicho, y para mí fue un gesto que me gustó. Pues significaba que ya no era una simple clienta, sino una mujer, y más que eso, darme su nombre me sabía a que me daba su amistad. Yo seguí viendo las fotos. Tocaba el contorno de su cara en las fotos en que ella aparecía. Ella me miraba en silencio.

«Eras muy bella», le dije. Ella hizo una ligera sonrisa que lució más bien amarga, aunque luego aclaró: «Y Usted es como todos los hombres, incapaz de ver el presente».

«Ya sé lo que piensa», le dije, y al decirle lo que suponía que pensaba, ella lo repitió como si me leyera la mente:

«Que por imaginar la mujer de antaño soy incapaz de ver la mujer actual» «Que por imaginar la mujer de antaño es incapaz de ver la mujer actual»

Luego de repetir esas frases como en un rezo, los dos nos quedamos callados. Mirándonos a los ojos. Ella esperando y yo aclarando mis ideas.

«¿Cómo lo supiste?» Me dijo en tono grave, yo noté que me tuteó, y tutearme la hizo muchacha de alguna manera. «¿Cómo supe qué?» «Que ella y yo vibrábamos a una misma frecuencia, que estábamos hechas de lo mismo» «El amor no puede ocultarse. No sé si deba decirle, pero esa beata no merece menos que usted el título que le dieron, pues basta ver estas fotos para saber que le amaba igual o más a usted. Donde quiera que esté se acordará de usted.» «Está muerta» «No importa» «¿Cómo sabe eso?», dijo indignada pero deseosa de que tuviera yo la razón. «Si están hechas de lo mismo y usted no olvida, ¿Por qué habría de olvidar ella?, aunque esté dónde esté» «¿Y eso también lo sabe porque no puede ocultarse?» «Así es» «Debe ser mucha la confianza que tiene en sus suposiciones, ¿No es así?» «Pues sí. Si no confía uno en ellas, ¿Entonces en qué?» «No sé…» «Haga la prueba…» «Si lo que dice es cierto y hacemos caso a mis suposiciones, cuando usted entró a esta casa el lugar le fascinó, y se sintió a gusto porque en ella hay todo lo que usted ha buscado desde siempre, y cuando digo todo, me refiero también a mí, que aunque soy una vieja le he parecido atractiva aunque su respeto no le permite ver en qué medida ha sentido usted eso, pero no sería raro que llegando a su casa todavía esté usted pensando en mí e incluso me haya soñado; siguiendo mis suposiciones usted aplazó el tiempo de reparación de la efigie ocultándose el verdadero motivo de su deseo, pues casas como la mía hay por montones y el café que le sirvo lo venden en cualquier tienda que se precie de vender buen café, que dicho sea de paso, por ser bueno no necesariamente es muy costoso, y tal vez por todo ello usted está muy triste el día de hoy, porque se marchará de esta casa y de mí, pues siguiendo mis suposiciones advierto que le apena mucho que yo sea rica y que pudiera yo pensar que usted desea aprovecharse de mí, y más aún, también supongo que no sabe cómo tomar el hecho de que tenga yo la edad que tengo y que sin embargo le parezca hermosa, sobre todo porque la belleza que usted advierte no es la de una abuela, sino la de una mujer, aunque todo esto sólo lo supongo.»

Sus palabras eran un tornado en mi alma. Pues mi espíritu estaba tranquilo en medida de que esta mujer era imposible, inaccesible, lejana, más sin embargo ahora que la veía a un brazo de distancia, la encontraba hermosa. En definitiva no había perdido nada esencial desde las fotos hasta ahora, por el contrario, sentía yo como si su cuerpo se hubiese cargado como una pila de amor y que funcionaba más ahora que antes. Era mucho mayor que yo, imposible no notarlo, pero ¿Me importaba?.

Su mirada era amorosa, acorde a ella. Extendí mi mano y tomé la suya, la sentía con una tersura inusual. Sus dedos me parecían tan frágiles pero a la vez tan fuertes, eran unas manos que habían bendecido mucho, amado mucho, y el amor se impregna siempre.

Ella temblaba y su respiración era agitada. Me acerqué y pegué mi rostro al suyo. Le dije no sé qué cosas, no era importante lo que decía, es más, ni siquiera eran palabras lo que yo le susurraba, lo único que tenía claro era que mi aliento tocaba sus labios y el de ella lo sentía fluir hasta mi garganta, porque ella comenzó a emitir sonidos también. No supe si decirle bésame o béseme, aunque igual la besé. Su boca estaba inundada de amor, y todo lo que sabía de besar le emanaba del alma, porque era evidente que no había besado mucho.

Le tomé de la cabeza y comencé a besarla muy despacio, únicamente con los labios. Su rostro tomó color y sus ojos se activaron como soles que se encienden por primera vez. Le besé los ojos, las mejillas, las cejas, la frente, todo en ella era besable. Separé un poco mi cara y le pregunté «¿Habías besado antes?», ella negó con la cabeza al momento en que bajaba la vista y se mordía el labio, como una chica de catorce.

«¿Tampoco has tenido intimidad, supongo?»

Se puso aun más roja. Yo estaba encendido, prendado. «Cásate conmigo», le dije. «Tu estás loco», me dijo. «Así es» «¿Pero no piensas?», preguntó, aunque lo hizo más por deber que por interés en la respuesta. «Sí pienso, por eso te lo propongo» «¿Cuándo?» «Ahora» «Tú estás loco»

Pues he aquí que al salir en la mañana de mi casa no sabía que me casaría en la tarde, aunque tampoco lo sabe el atropellado que nunca regresa a casa, todo es relativo, y uno puede definir su vida en cualquier segundo de ésta. La convencí de vestirse de blanco, tardó horrores en arreglarse, pero por fin salió, vestida como un ángel que habrá de acudir a una cita importante, a una tarea trascendente, tal como si le dijeran: «A ver, ¡Gabriel! Me vas a la tierra y me le informas a esta mujer de la foto que va a parir a mi hijo unigénito.»

Fuimos a una iglesia cercana. El sacerdote recibió a la «Señora Teresa» con mucho entusiasmo, tal como se recibe a un importante benefactor. La boca se le cayó hasta el suelo cuando supo el motivo de nuestra visita.

«Pero no los puedo casar. Llegan un poco tarde.» «Pero si son las siete treinta de la noche» Espeté. «No por la hora» Aclaró, «Llegan años tarde. Señora Teresa, tenga cordura, el fin del matrimonio es la procreación, y este ya no es posible» «¿Qué sabe usted de lo que es posible o no para Dios?, ¿Qué sabe usted del amor? Si algo aprendí a lo largo de mi vida es que el amor es posible.» «Pero esto dudo que sea amor» «¿Qué es entonces?» Pregunté molesto. El sacerdote queriendo ser diplomático refirió «No sé qué interés sea el que tengan en casarse» «Entonces cásenos» Dije. «Y que sea la voluntad divina» Dijo Teresa. «Pues que sea» Dijo el sacerdote. Teresa lo sujetó de la solapa y le dijo muy quedo, pero no pude evitar oír «He sido sierva del señor toda mi vida. Merezco que el rito lo efectúe con el corazón, consciente que es usted un conducto de Dios, no como la aplicación de una liturgia, quiero un rito, un sacramento, y en ese sacramento no tienen cabida sus dudas. Si nosotros no dudamos, ni duda Dios, pues no dude Usted.»

Nos casó, y en efecto, no fue como muchas de las bodas a las que he asistido, llenas de parafernalia y espectáculo, pero estaba lo más importante, sentí que la fuerza de Dios estaba ahí.

Cuando pude besar a la novia, un flujo de energía recorrió nuestros cuerpos. El sacerdote dijo, «Que sea lo que Dios quiera».

Lo que sigue es muy raro, pero no habré de juzgarlo yo porque fue Dios quien lo quiso.

Llegamos a casa. Ella me pidió un momento a solas, mismo que aprovechó para charlar con Beatrice, su vieja amiga. Luego llegó a la alcoba, su cama era digna de ella, majestuosa, con cuatro pilares en sus esquinas y entre cada uno de ellas pendían cortinas de colores cálidos y transparentes, mientras que el techo tenía un toldo negro con pequeñas manchitas en un tono plateado y fosforescente. Cualquier neófito supondría que eran manchas al azar, mas sin embargo, cualquiera que se hubiera hecho experto en resanar mantos de la Virgen de Guadalupe, debe saberse de memoria el orden de las estrellas que lo pueblan, pues según dicen, el manto de la Virgen lleva plasmada la imagen del firmamento, por ende, yo identifiqué que el toldo tenía impresa una imagen del cielo estrellado, de las constelaciones.

Ella estaba ahí, intocada, preciosa. Se supondría que estaría nerviosa, pero no era así, es como si estuviese consciente que el amor no le aterraría. Se sentó al centro de la cama sobre sus piernas, mientras yo giraba en torno de la cama, merodeando como un predador. Ella me seguía con su mirada, no era vieja porque no había edad en ella. Me puse frente a ella y me acerqué en cuatro patas como un felino, me senté en mis piernas también, frente a ella, tonándonos las rodillas con las otras. Toda ella despedía olor a incienso, ella era como un incienso cuyo carbón que la consume fuese su propio fuego.

Soltó ella su cabellera, que era larga y negra, sin canas, y la dejo caer hacia el frente, sobre su pecho izquierdo. Yo toqué la caída del cabello y con ello toqué también su pecho. Ella cerró sus ojos y abrió los labios esperando un beso que no tardó en llegar. La besé y comenzamos a tocarnos el resto del cuerpo. Sobre la tela estábamos muy lejos.

Aquella habitación tenía una luz que podía regularse, de manera que la dejamos muy tenue, suficiente para volver de aquel momento un sueño. Le fui quitando la ropa, desatándole la bata. Mirando la parte recién desnudada y luego sus ojos. Le miré las clavículas, que eran blanquísimas, luego sus pechos. En algo me había equivocado, pues sus pechos estaban erguidos sin ayuda de ningún sostén. Desde luego caían un poco, pero no menos que los de las chicas de veinticuatro que he visto. Sus pechos no tenían estrías, eran redondos y dulces al tacto. Sus pezones eran unos enormes círculos de color café oscuro que se las ingeniaban de alguna forma para brillar, como si de ellos se acabase de desprender la tierna boca de un bebé que de ellos se alimentara, esa sensación daban porque para nada lucían como volcanes extintos, sino como pechos lechosos listos para dar amor al mundo. Dios quiso que de ellos manara un poco de leche, y así se hizo.

Ella tenía sus brazos hacia atrás, expuesta completamente. Dejándose tocar, dejándose besar. Emitió un gemido y se contuvo como sorprendida de gozar tanto. Dios quiso que gozara y ella echó al cajón tantos malos consejos que le indicaban que gozar era malo. Yo era su marido, por lo tanto, era la expresión terrena y viril de Dios.

Bajando por sus costillas descubrí que me había vuelto a equivocar, pues su cintura también era real, comencé a besarla con intensidad, la besaba y la mordía, la teñía con mi lengua. Fui más abajo y encontré un sexo precioso rodeado por un cerrado tapiz de vello negro, sus labios eran labios nuevos, confortables al tacto. Al contacto con mi lengua ella dio un vuelco, pasando de sentarse a acostarse. Abrí sus piernas y me tendí a lamerle el sexo con gran cariño, abriendo sus labios con mis dedos, para luego tocar la película de piel de su sexo con la estricta punta de mi lengua, cuya superficie no ha de exceder más de un milímetro cuadrado, por lo que, recorrer todo ese terreno con esa lengua tan estrecha me llevó mi tiempo, pero yo era un artesano que sabía que para que algo quedara bien hecho había que ser parsimonioso y cuidadoso, devoto y aplicado.

Así, milímetro a milímetro toqué su sexo, y luego metí la lengua en su hendidura, hasta dilatarla considerablemente. Su sexo era ya una rosa. Lamí su ano también, el cual se contrajo con gracia, hasta ceder a la sensación. Continué besándola hasta recorrer sus piernas, que también me parecían hermosas, llegando a sus muslos que si bien no parecían lo fuertes que han de haber sido alguna vez, estaban briosos a su manera. Sus rodillas sabían a reverencia, y estaban curtidas de amor a suerte de tanto inclinarse ante el señor. Llegué a los pies y también se los besé con paciencia.

Me pasé a sus manos y brazos, y en las arrugas de sus manos encontré historias de salvación y de entrega, chupándo cada uno de sus dedos que eran pergaminos de luz. Luego llegué a las axilas y de ahí me pasé a la espalda. Le acaricié los omóplatos como si éstos fuesen el inicio de unas alas que estaban por salirle. Besé su nuca y ella lanzó un gemido encantador. Luego mordí sus orejas, y su parte trasera del cráneo, aunque estuviera cubierta de cabello. Su olor era divino. Bajé vértebra por vértebra, las cuales sí estaban algo marcadas hacia fuera, como si con el tiempo se fuese a convertir en un dragón celeste, hasta llegar a su cóccix que era y es el nido de su crecimiento interno. La recorrí entera para guardar en mi mente el mapa de su piel.

El momento era preciso para la penetración, más sin embargo ella quiso recorrerme también, así que empezó a desnudarme y besarme. Le maravillaba que en el cuerpo tuviera mucho vello. Y por supuesto, si no había recorrido un cuerpo masculino en sus partes expuestas, menos imaginaría un miembro en excitación. Me tocó el pene por encima del calzón y su rostro era como un calidoscopio presa de una adivinanza. Lo sujetaba con fuerza para diagnosticar su forma y dureza. Lo hacía sin prejuicios, sabía que era enteramente suyo. Por fin le quitó el calzón y comenzó a recorrerlo con sus dedos, y yo sentía que sobre mi pene caminaba una araña patona que en la punta de sus patas tuviera unas pequeñas bocas. Se erizaron cada uno de mis poros. Luego apretó mis testículos. Era todo aquello mi máquina de amar, mi báculo. Sin previo aviso se metió en la boca mi sexo, y comenzó a recorrerlo de arriba abajo. Ella puede que no tuviera experiencia en mamar, pero su oficio era desde siempre amar y por ello no le fue difícil intuir cómo hacerlo. Sus manos tersas y tensas me sujetaban con firmeza y subían y bajaban por mi miembro, jugando con su piel, dando gozo a lo que había debajo de ésta, como si la piel fuese el cuerpo y el interior del pene el espíritu que se deja querer poniendo cara de mascota atendida.

Su boca parecía no tener fin, pues metió por completo mi falo entero, que no es ni por asomo pequeño. Al sacarlo, se daba de golpecitos con él en el cuello, y se reía como una niña. La acosté y la abrí de piernas. Comencé a mamarle el sexo un poco más, y cuando estuvo lubricada, enfilé mi miembro y coloqué el glande puntiagudo en la entrada de su cavidad, y así con rapidez y delicadeza a la vez me fui adentrando, cuidando de abrazarla con ternura, hasta que hube penetrado su himen. Ella mordía sus labios y comenzaba a mover ella misma sus caderas, para invocar la fricción de Dios.

Empecé a embestirla con locura. Supongo que uno se bestializa al hacer el amor. Algunas veces me ha tocado ver cuando dos perros follan, y la verdad es una sensación muy rara, pues en estricto no se pone uno caliente, pero algo hay de eso. Es decir, no le dan a uno ganas de clavarse a la perrita en cuestión, pero se siente envidia de ver con qué frenesí se entrega el perro que monta, sin ver consecuencias de ningún tipo, sin existir más allá de su pompeo, loco de entrega, con esa locura que sólo da el instinto ciego de preñar. Pues bueno, desde luego yo no iba a preñarla, pero estaba tan ciego como cualquier perro follante.

Lo raro es que encima de eso, lo mío era una experiencia espiritual, pues sabía que todo esto era un acto de amor. Ella también enloqueció, sacando a flote todas las mañas que la naturaleza le dio con tal de hacerme verter mi semen en su matriz. De rato ella estaba sentada sobre mí y yo de rodillas de cara a su pecho. Nos besábamos. Y una tormenta nubló mi conciencia cuando comencé a escuchar que su respiración cambiaba en clara seña de la llegada de un orgasmo, y así, al mismo momento comenzamos a corrernos los dos. En ese instante el alma de ella se apoderó de mi cuerpo y mi alma del suyo, y viví en carne propia el amor en el tipo que ella sabía hacerlo, sentí una caridad interna, sentí el dolor que da ver el hermano afligido, sentí el poder de la oración, y ella a su vez sintió la juventud, el brío inconsciente del correr por una pendiente de una montaña enorme, sin pensar en cómo habrá uno de detenerse, en otras palabras, ella sintió el vértigo de bajar corriendo por una cuesta del Kilimanjaro sin deseos de frenar jamás, y yo sentí que estaba en la cima de ese mismo monte, alzando la mano y haciéndole cosquillas a los pies de Dios.

Al terminar nos reímos demasiado, nos carcajeamos hasta que nuestros vientres nos dolían de tanto reír. Luego nos abrazamos. A la mañana siguiente ella se veía un poquito más joven, y yo un poquito mayor.

Y así pasaron muchas noches. Salimos a amarnos en el campo, bajo el firmamento real, hicimos el amor donde quiera que quisimos, en el patio, la mesa, la sala, en una playa, en un cerro, en el auto, y con ello descubrimos que cualquier sitio puede ser un buen altar para el amor.

Cosas mágicas tiene Dios entre manos. Cada vez que hicimos el amor, ella rejuvenecía y yo me volvía más viejo. Mientras más la penetraba más virgen la hacía, más pura la hacía. Mientras más modalidades del placer la hacía sentir, era ella más consciente de que el Creador adopta las más variadas maneras para hacer feliz a su rebaño.

Ella cada vez más pura y yo también. Era como si ella misma fuese una efigie y que, pese a su belleza, estuviese destruida a mi llegada, y yo, como artesano que soy, me hubiera dado a la tarea de repararle el corazón astilla por astilla, reparando su piel, sus huesos, su fertilidad, su espíritu, el amor pasó a ser algo coherente en su cuerpo, y así, me he vuelto el viejo que soy, y ella ha rejuvenecido tanto que es la joven que me acompaña, y no sólo eso, lleva en su vientre un hijo de los dos, es ella toda creación. Por eso vamos por la calle completamente llenos, sin fisuras, sin hacer caso de quienes desean alojarse en los vacíos que no tenemos. Hemos dejado de tener sexo por el momento, y alzamos la vista al cielo para preguntarle a Dios qué sigue.

Como es de suponerse, somos muy dichosos, y de ser ciertas mis suposiciones, nadie creerá la historia que acabo de contar, pero ¿Me importa?. Allá aquellos que creen que el amor se desenvuelve sólo en un espacio muy reducido, pues el único amor que merecemos es el amor posible, y eso depende de cada cual.