Nieve y fuego

Anochecía cuando volvían del pequeño pueblo en el que habían tomado algo de cenar. Quique y Marta caminaban por el sendero nevado, enfundados en gruesos anoraks y cálidas botas que les protegían del frío que se iba acentuando.

La luna llena iluminaba a los lados del camino, un sinfín de nevados pinos que se extendían en un precioso bosque. Entre ellos, poco más adelante, se distinguía una luz. Ésta pertenecía a la cabaña de madera y piedra dónde la pareja estaba pasando el fin de semana. Habían decidido dejarla encendida y el efecto era precioso.

Al entrar en la cabaña, la temperatura cambió para ofrecerles un recibimiento cálido, proveniente de una buena calefacción. Cerraron la puerta amortiguando el ruido de un aullador viento que parecía querer entrar con ellos también.

La estancia, sumamente acogedora, contaba con muebles de madera rústica y tapices y alfombras con motivos indios y montañeses. Todo ello era indirectamente iluminado por la luz proveniente de una lámpara de pie, dispuesta en una esquina del salón-comedor.

Se despojaron de las botas y ropa de abrigo y Marta se dirigió al dormitorio, según dijo, a dejar su bolso y las llaves. Cuando al rato Marta pasó a la sala de estar, portando en una bandeja dos copas de champán, Quique se afanaba en encender un agradable fuego que comenzaba a chisporrotear en la chimenea. Descalzo y vestido con una ajustada camiseta y unos viejos vaqueros, colocaba los cortos y gruesos troncos en el lugar adecuado.

-Hola, mi niño- Sintió que le susurraba Marta abrazándole por detrás. -¡Uhmm, qué calorcito!- añadió mientras Quique, apresado por el abrazo de Marta, acababa de colocar el protector frente a la chimenea.

Quique, sin volverse, se dedicó unos instantes a comprobar su «obra». Mientras, las manos de Marta se pasearon sobre la camiseta, por las costillas, abdomen, y pecho de este, una y otra vez, sintiendo bajo ellas su cuerpo firme.

-¿Ha quedado bien?- Le preguntó Quique mirando al fuego. -Ajá- afirmó Marta mientras metía sus manos en los bolsillos delanteros de los vaqueros de Quique. -Chachi- Concluyó él.

Como respuesta, obtuvo de Marta una repetición lenta y cálida de besos que ascendieron desde la parte posterior del cuello hasta el lóbulo de la oreja derecha.

En cada uno de los besos, Marta pudo notar, teniendo las manos donde las tenía, cómo el miembro de Quique iba desperezándose como si pasase de un agradable sueño a un no menos agradable despertar…

Entrecerrados los ojos, Quique se volvió sonriente hacia Marta por primera vez desde que esta había entrado en el salón. Sus ojos y su boca se abrieron con agradable sorpresa al mirar a Marta.

Ella estaba enfundada en un corto y tremendamente sexy camisón de raso color crudo, que más tenía de «picardías» que de camisón. Unos delgadísimos tirantes lo mantenían sobre sus delicados hombros y era tan fino y suave que revelaba todo el grosor de sus generosos pezones.

-¡Os-tras!- exclamó Quique dando un paso atrás para verla mejor. Esto no le fue permitido por Marta, que agarrándole de la camiseta, le atrajo hacia sí para pegarle contra ella.

Así, Quique se encontró con la lengua de Marta, introducida con profundidad en su boca y jugando a moverse en mil direcciones. Cálida. Húmeda. La mano de Marta agarraba la nuca de Quique pegando su rostro al suyo, sus tetas a su musculoso pecho, su sexo sintiendo la cada vez mayor dureza del de él.

Las manos de Quique se deslizaban sobre el culo cubierto con unas braguitas, de Marta, para subir a su espalda y bajar nuevamente a las redondeces de su trasero.

Los labios, humedísimos, se juntaban en tiernos besos, alternados con otros más profundos, más potentes… pero todos, igual de apasionados. Apasionados, excitados y húmedos, iban estando cada vez más, los órganos íntimos de ambos.

Quique se estremecía sintiendo las uñas de Marta recorriendo su espalda. Ella a su vez, se sentía atrapada entre unos brazos de hierro que terminaban en unas manos dedicadas a acariciarla con sensualidad allá donde se posaban.

Tras unos minutos deleitándose, Marta agarró la camiseta de Quique y se la sacó de un tirón, empujando después a éste hacia la alfombra, dónde quedó tumbado, boca arriba, junto a la chimenea. A continuación Marta, se colocó de pie a horcajadas, encima de Quique, con los pies a la altura de las caderas de éste, recogiéndose coqueta, la rubia melena, mirando hacia el techo.

Nuevamente los ojos de él se desorbitaron al ver un nuevo componente del «espectáculo». Marta lucía unas brevísimas braguitas que unían la parte anterior con la posterior, con poco más que unos hilos laterales.

No fue eso, sin embargo, lo que hizo surgir las primeras gotas de líquido preseminal en la punta del sonrojado capullo de él. Las blancas braguitas de Marta, en realidad eran casi transparentes. Salvo las costuras, el resto de la tela permitía percibir perfectamente el oscuro vello de su coño. Quique no pudo atender a detalles pues Marta volvió a caer sobre él.

De rodillas se aplicó en seguir besándole y comiéndole las orejas; humedeciéndolas con su saliva mientras que Quique, gimiendo de placer, se fue despojando de sus pantalones.

Lo que Quique dejó a la vista tampoco estaba mal. O al menos eso fue lo que pensó Marta, que se retiró hacia los pies de él, para contemplar el cuerpo de su pareja, en el que los brillos de su piel, se confundían con las sombras que los músculos de su pecho y abdomen creaban al no dejar pasar la luz proveniente del fuego de la chimenea.

Los blanquísimos bóxer ajustados de Quique, sólo se diferenciaban de los de los spots, en que estos últimos no presentaban la marcada deformidad palpitante que en los de éste aparecía.

Marta, cogiendo los pies, calientes, de Quique, se introdujo éstos bajo el camisón, y éstos jugaron con los pezones, cada vez más duros de ella, mientras ella le dirigía miradas cargadas de una mezcla de picardía y malevolencia.

Quique se puso de pie frente a la rubia, que seguía arrodillada y la extrajo el camisón. Marta chupeteó varios dedos de una mano de él mientras le acariciaba las duras nalgas para, con un movimiento experto y repentino, introducir los dedos de ambas manos en la parte interior de la cintura del bóxer de él y dejarle absolutamente desnudo, bajándole de un tirón la ropa íntima.

La polla de Quique, encabritada, saltó de su escondrijo y dejó colgando un hilo de humedad que reflejaba su grado de excitación. Marta, sacando la lengua, aferró el hilo y ascendió, con la lengua aún fuera, recogiendo éste hasta el «nacimiento» del que surgía. Así, con una mano entrelazada en una de Quique y con la otra agarrándole el culo, Marta se dedicó a acariciar con su lengua el miembro de Quique, aplicándole pequeños mordisquitos en los lados, recreándose en pasearse desde la punta a la base y volver, pero sin introducírsela en ningún momento.

En la habitación se oía el fuego chisporroteante. En la habitación se oía el contacto de la lengua de Marta con la polla, durísima de su chico. Pero en la habitación se oía, sobre todo, a Quique gimiendo -¡Aaahh! ¡Sí, cariño…, sí!, en competición con los aullidos del viento, fuera de la casa.

El espectáculo era verdaderamente excitante. Si Marta y Quique se hubieran observado a sí mismos desde fuera, él de pie, los ojos cerrados, la cabeza erguida y la boca entreabierta emitiendo sonidos de placer. Ella de rodillas, acariciado su pelo rubio por las manos de Quique, su sensual boca impregnada de los jugos de él entremezclados con su propia saliva, moviendo la lengua, aplicada, en el órgano palpitante que tan bien conocía, no hubieran podido evitar sentirse excitados. Ponerse cachondos, como al ver una bonita escena erótica. Los dos, iluminadas las curvas de sus cuerpos por un fuego que competía con ellos mismos en caldear la estancia. Curvas que daban forma a las sombras reflejadas en la pared. Curvas de cuerpos brillantes, de cuerpos en los que el deseo por tener al otro era el único protagonista.

Quique cogió por las axilas a Marta y la colocó en un sillón de orejas que quedaba en diagonal a la chimenea. Hizo que Marta pasara una pierna por cada uno de los brazos del sillón, quedando sentada y completamente abierta.

Besándola en los labios, en el cuello y las orejas, fue bajando poco a poco hacia las tetas y el ombligo obligándola a abandonar las suaves y dulces caricias que ella le estaba prodigando en los cojones.

Sin despojarla de las delgadísimas y ahora mojadas bragas, Quique plantó su boca frente al coño de Marta y el deseo hizo que su lengua, sus besos y sus mordisqueos hicieran el resto.

Marta exclamaba una y otra vez -¡Quique, no pares!, ¡sigue, mi amor!- Aunque Quique tenía muy claro que deseaba seguir tanto o más que ella. Ver a Marta tan cachonda le ponía a él aún más. Tanto, que si de un tirón no le llega a quitar las bragas, probablemente hubiera intentado meterle la polla, como se la metió, con ellas puestas.

La boca de Marta pronunció una «O» al verse penetrada, follada por él. Marta agarró con las dos manos el culo de su chico para marcarle un ritmo de vaivenes de polla, que harían correrse ipso-facto al más pintado.

Y es que Marta, cuando se ponía a follar, enloquecía a Quique. Y es que Quique, cuando se trabajaba el coño de su niña la descontrolaba por completo.

Estuvieron jodiendo un rato en el sillón; Quique los brazos apoyados en los brazos del sillón, Marta, sus manos en el culo, en la espalda, en la cabeza de Quique o, la muy cabrona, acariciándose las tetas para excitarle más aún.

Marta se salió de Quique y tumbó a este boca abajo, en la alfombra. Fuera, blancos copos caían engrosando el manto de nieve que ya había. En la casa, eran los besos y los lametones de Marta a lo largo de la espalda, perlada de minúsculas gotitas de sudor, el culo y los testículos de Quique, los que le cubrían y le hacían estremecer.

Cuando, al caer un tronco hacia un lado, Marta se ocupó de acercarse gateando a colocarlo adecuadamente con el utensilio preciso, Quique se deleitó en mirar su potente culo y los carnosos labios que sobresalían entre sus muslos, rodeados por una generosa mata de vello -muy bien puesto- según pensó él. Así, no pudo evitar aprovechar dar satisfacción a un culo y un coño que, de frente, le decían bésame, fóllame.

Y así lo hizo. Mientras Marta permanecía a cuatro patas, a una distancia considerable del fuego, Quique se dedicó a besarle todo lo largo y ancho de sus nalgas para, finalmente ensartar otra vez su polla dentro de ella, aderezada la acción por un gritito de satisfacción, por parte de la rubia.

Los rostros de ambos eran un poema, mientras se daban y recibían placer mutuamente. El coño de Marta, rezumante, era una auténtica pista de patinaje para el dedo de Quique, que resbalaba, otorgando excitación allá por donde pasaba.

Polla y dedo se afanaban en acompasarse para, la primera en el coño y el segundo en el clítoris, recibir la aprobación de Marta, que se deshacía en «síes» mientras Quique, la otra mano en sus respingonas tetas, acariciaba sus pezones a la vez que mordisqueaba su espalda.

A los gemidos entrelazados de ambos, a los gritos de placer, se juntaron los movimientos pélvicos de ambos en señal de éxtasis.

Marta se corrió agitando sus generosas caderas a la vez que volvía la cara para colmar y ser colmada de besos. Sin dejar de besar a Quique fue este, esta vez, el que se vio empujado al sillón para ser objeto de una profunda y deliciosa mamada.

La polla de Quique pasó a ser chupada y meneada alternativamente por la mano experta de Marta, que con mirada maliciosa, se deleitaba contemplando el rostro de Quique (todo él, símbolo de satisfacción), mientras le hacía la Gran Paja del siglo.

La mano de Marta jugaba a aferrar con fuerza la verga de él en un rítmico sube y baja para pasar a emplear sólo dos dedos, en forma de anillo, alrededor de la base del capullo, acariciar éste con la punta de los dedos y volver nuevamente a apresarla en toda su longitud, haciéndole en todo momento, sentirse en otro planeta. Un planeta llamado Hiperplacer.

Cuando el cuerpo y la cara de Quique dieron muestras de que se iba a correr, Marta dudó entre volver a introducirse el miembro en la boca o apartarse, continuando con el vaivén de su mano.

Resultado: Marta se vio salpicada en el rostro por parte de la caliente leche disparada.

Lejos de preocuparse, su lengua y la de él, se apresuraron a retirar los restos de placer, aprovechando, ya de paso, para tomar otra buena ración de besos, de unos labios sonrientes.

Poco a poco se fueron encontrando nuevamente tumbados ante la chimenea. Esta vez, taparon sus cuerpos, entrelazados, con una manta con motivos indios.

La ventana dejaba que la luna, envidiosa, se asomase a mirarles. Ellos, por su parte, se miraban el uno al otro. Cada uno con su copa al lado, del cual alternaban pequeños sorbos con amorosos besos que auguraban un nuevo anticiclón entre ambos.