Habíamos terminado la secundaria, ese período que te habilita a la Universidad, con la convicción pajera de que las japonesas, u orientales en general, la tenían rasgada y acostada.
Es decir que las conchas de raza amarilla además de sumisas, amarillas, lampiñas y menudas, estaban posicionadas transversalmente.
Ninguna otra mentirosa fantasía se nos había hecho tan necesaria de probar.
Nos gustaba partirnos de la risa escuchando sesudas explicaciones, motivos, tesis y definiciones que aseguraran tal condición.
Hasta establecimos un premio a la mejor definición semanal, (aquella más difícil de refutarse.).
Este premio consistía en cansar a cualquier interlocutor o aprovechar cualquier conversación, reunión, acontecimiento social o mediático a mano para comunicar, interponer o publicar entre todos esa definición ganadora.
Invocábamos, como falsos autores, a Kant, Sartre, Shopenhauer y hasta el mismísimo Marx.
Cualquiera que recordáramos podía ser autor de tal desatino, incluso San Martín, Bolívar u O’Higgins podían avalar el texto que concienzudamente aprendíamos de memoria para recitar con solemnidad y más énfasis que el «Preámbulo de la Constitución Argentina».
Pero en aquel otoño del 80, «Constitución» sólo identificaba una estación Terminal de Trenes. Derechos quedaban pocos y las risas de estudiantes habían dado paso a distintas obligaciones laborales.
Algunas veces no tenía que pasarme el día entero caminando el Microcentro de Buenos Aires, yendo y viniendo entre bancos y financieras. Esos días tan especiales atendía por teléfono reclamos de facturas impagadas en la Empresa que me pagaba el sueldo.
Entre los, «espere por favor que averiguo que pudo pasar» y «por favor déjeme el problema hasta mañana» pasaba tardes más descansadas y tranquilas.
Lucía tenía una voz que me quitaba el sueño. Una voz profunda, casi susurrante. Como de hembra en celo permanente. Le gustaba arrastrar intencionalmente cada frase, haciendo mas largo el monólogo.
Como regodeándose en la belleza de esa voz tan sensual. Me ponía la piel de gallina de tanta excitación.
Nunca nos habíamos visto. Tan solo la relación comercial entre las empresas donde trabajábamos nos unía. Esperaba sus llamadas como el sol cada mañana.
Tuvimos algún que otro problema, que yo demoraba demasiado en resolver, y tantas veces se comunicó que llegué a conocer toda su vida. Pasamos desde confidencias mínimas (mi novia se enoja por tonterías) hasta la fecha de su menstruación y que método anticonceptivo prefería. Le preguntaba cualquier cosa sólo para escucharla hablar.
Sentir cada palabra y esperar su cadencia era casi un orgasmo para mí.
Todo se desencadenó una tarde en que su llamada llegó justo a la hora de salir.
«Estaba saliendo Lucía, tengo clases a las 19.00»
«Si, ya se. Perdóname pero necesito hablar con un amigo»
Su voz me dejó parado donde estaba. Me hipnotizó. Ya ni recordaba que era lo que iba a hacer.
«¿Me darías tu número y llamo esta noche a tu casa?. ¿Después de las 23.00? ¿Si?
Automáticamente se lo pasé, mientras un hilo de baba caía desde mis labios.
Deambulé por los pasillos de la Universidad y en las aulas. Y justo a las 23.00 estaba sentado solo en casa, frente al teléfono y en calzones. Tardó diez minutos eternos en sonar.
Cuando atendí su voz me erizo la piel, paró los pelos de mi nuca, me aflojó el agujero del culo e hizo que se parara mi pija en un tamaño nunca visto. Insinuante y casi inaudible estaba comiéndome el cerebro.
«Estoy destruida, mi novio me engañó.»
El novio hacía más de 2 meses que mantenía otra relación paralela y la había plantado en una cena donde ella descubrió la verdad.
La hago corta, ella lloraba pero su voz, para mí, era el mismo orgasmo continuo.
Treinta minutos después había conseguido calmarla y hablar de cosas más interesantes.
Ya llevaba 20 minutos masajeándome el mástil de arriba hacia abajo y a diestra y siniestra cuando me preguntó cuantas veces tenía sexo por semana.
La pregunta no era sorpresiva, estaba en línea con nuestra relación, lo difícil era responderla.
» «Menos de las que deseo, no es el fuerte de mi pareja.» – Era casi toda la verdad, el miedo al embarazo, mis horarios en la facultad, el trabajo. Mi novia tenía todas las excusas y yo se las aceptaba. Gozaba de algunas pajas de antología, alguna que otra mamada rápida. Pero de coger ni hablemos.
» «¿Y ahora como estás? ¿Tenés ganas?.» – Su voz susurraba en mi oído y mi pija daba cabezazos de alegría.
» «Estoy al palo y en calzones hablando con vos.»
» «¡Pajeate! ¡Déjame escucharte cuando acabes!»
Su voz hipnótica no me dejó dudar. En menos de un minuto acabé jadeando, abrazado a un viejo teléfono Siemens, de baquelita negra y con discado numeral de rotación.
» «Fue increíble, ¿No?. ¡Yo sabía que íbamos a terminar así!.» – Reconozco que me asustó su frase.
Pero realmente fue espectacular. Sentir su voz pidiendo mi leche desde el auricular, oír el relato de su boca mamándome, escucharla gemir conmigo aceleraron mi ritmo hasta el límite y me llevaron a una excitación sin antecedentes.
La acabada fue monumental. Tenía leche desde el vientre hasta la punta del pié, el piso estaba salpicado en manchas groseras y los números del teléfono apenas se veían bajo los gotones.
Pactamos reunirnos y conocernos físicamente el sábado, a las 15.00 horas, en Callao y Santa Fé.
La imaginé, (sabíamos que ropa iba a usar cada uno), de casi todas las maneras posibles.
Sueño de morocha impresionante y ojos verdes, o quizás de rubia muñequita de escaparate. Flaca y antipática, o mal cogida y malhumorada. Nariz de bruja y ojos saltones, Gorda, rolliza y bonachona. Pelirroja y pecosa. Alta y mala. Petisa y tetuda. Petisa y sin tetas. Negra y con rulos. Judía o Árabe y hasta transexual podría haber sido. Creí haber abarcado todas las posibilidades y en cada una había elaborado una estrategia.
Llevaba más de 15 minutos esperando. No fue la descomunal rubia que se sentó en la mesa del viejo gordo. Tampoco la gordita que se pidió un sandwich y una Coca. Menos sería esa morocha que entraba acompañada del gay con el pelo teñido de azul azabache.
Estaba en esto cuando me tocaron el hombro. Mi cara debe haberme delatado.
» «¿Martín, no? Soy Lucía. ¿Igual vas a invitarme a sentar?»
Su voz volvía a hipnotizarme. Pero alguna parte de mi cerebro quedó en pie
» «¡Quédate Princesa!. Terminas de cumplir mi fantasía de estudiante»
Hija argentina de japoneses.
Nada espectacular. Bonita en su extraña belleza oriental, se reía con toda la boca y parecía contenta con lo que veía de mí. Su cuerpo no era nada del otro mundo. Normal.
Quizás un poco más tetuda que mi creencia sobre lo oriental. Buen culo. El jean le quedaba como a cualquier criolla criada a carne y ensalada de berro.
Tardamos más en recordar cuál era el hotel más cercano que en quitarnos mutuamente la ropa. Cuando vi que su tanga se caía de mi mano me decidí a besarla. Pero quería que hablara. Su voz manejaba mi ritmo, así que liberaba su boca para escucharla hablar y oír sus fraseos.
» «Acariciame despacio. Dame vuelta. Abrázame fuerte. Besame. Soltame» – Susurros, jadeos y gemidos. Y esa locución de hembra en permanente celo. Ese calor animal interno que parecía salir pegado a su voz.
Acompañé su caída a la cama pegándome a ella que enroscaba sus piernas en mi cuerpo.
Pasé mi pedazo entre sus piernas de manera tal que, si las juntaba, mi cabeza salía por detrás, justo donde termina el culo y todo el caño se arrastraba sobre su vagina mojada. Apretaba una y otra vez sus tetas y las chupaba con frenesí. Realmente estaba más que excitado.
Desesperado leía cualquier indicio para saber que sentía. Si gozaba tanto como yo con ella. Totalmente despreocupado por mi deseo, quería sentirla acabar y pedirme más. Que pidiera ser cogida. Que deseara ser penetrada por mí. Quería sentir mi nombre en su voz y su voz destilando sexo, pero para mí.
La puse en cuatro y comencé a lamerla desde atrás, a mojar mi lengua en aquel líquido brillante que prometía más placer. Entonces se liberó y empezó a gritar. A llorar y a entregarse. A venirse en mi boca, llenándome de su jugo agridulce. Solamente tuve tiempo de erguirme por que su voz pidió más.
» «¡Ponemela toda! ¡Adentro! ¡Rápido no me dejes tan caliente!
Tomé su cintura y la recosté. Despacio abrí sus piernas con las manos y las mantuve extendidas pero muy abiertas.
Pude apreciar cada relieve interno de la vagina, cada imperfección en sus labios y cada movimiento espasmódico reclamando la penetración demorada. Su concha tenía vida propia. Pedía, sin hablar, que me metiera en ella y no parara de hacerla gozar.
Su voz volvió a ronronear, suplicando y exigiendo el coito. Mi pija se encolumnó en firme sobre ese objetivo y de un solo empujón la penetré. Apenas la sentía hablar, descarada y soez, pegada a mi oído.
» «¡Asi, amor, así, dame más! ¡Vaciá tu leche en mi concha! ¡Llename de placer, partime toda!
No gritó en ningún momento. El tono de su voz era íntimo y caliente. Privado y voluptuoso. Renuente y lascivo. Acababa una y otra vez, mientras tanto su voz se iba haciendo más profunda, más profana, más orgásmica.
No movió sus manos más allá de mi espalda. No se desplazó en caricias eróticas, ni en búsquedas erógenas. Su voz me mantenía erizado y al borde del lechazo. Su voz aclamaba mis embates en susurros tan calientes que no pude controlarme más.
Exploté rezumando leche en su vagina oriental. Abrí la boca buscando aire. Lo necesitaba para poder usar el cerebro. Tenía que conseguir que esta mujer quisiera volver a llamarme.
Fantasías adolescentes. Definiciones absurdas.
Ya sabía como la tenía una oriental.
¿Cómo pude tardar tanto en comprobarlo?