Capítulo 2
- Historias sucias del barrio I
- Historias sucias del barrio II
Adriana miró el reloj del salpicadero mientras conducía. Las cuatro y veinte. Iba bien de tiempo, justo como le gustaba. Cristian canturreaba algo desde el asiento de atrás, ajeno al pequeño engranaje de decisiones que ella ya había puesto en marcha. Le respondió con un “sí, cariño” automático cuando le preguntó si luego habría dibujos en casa de los abuelos.
En el portal de sus padres, la rutina fue rápida. Beso en la mejilla, mochila colgada en el perchero, una frase tranquilizadora sobre la cena. Su madre le lanzó esa mirada que mezclaba intuición y costumbre, pero no dijo nada. Nunca decía nada. Adriana bajó las escaleras ligera, con una sensación de espacio recién ganado en el pecho.
En el coche, ya sola, el silencio fue distinto. Más denso. Más suyo.
Pensó en la hora. En el partido. En la forma en que Javier había dicho “después del partido me paso” sin decir nada más. Le gustaba eso. Que no hubiera promesas ni mensajes. Solo una franja de tiempo abierta.
Al llegar a casa, dejó el bolso en la entrada y se quitó las sandalias de un puntapié. Encendió la luz del salón. La casa estaba como siempre: ordenada a medias, con ese aire de lugar vivido pero sin entusiasmo. Recogió los juguetes que habían quedado por el suelo, dobló una manta del sofá, pasó un trapo rápido por la mesa baja. No era limpieza. Era preparación.
En el baño, se desnudó frente al espejo sin mirarse demasiado. Se metió en la ducha y dejó que el agua caliente le recorriera la espalda, el cuello, el pelo. Cerró los ojos. Pensó en manos grandes, en peso, en ruido. En no tener que fingir delicadeza.
Se depiló con cuidado, con una atención casi ritual. No por Javier en concreto. Por ella. Por esa parte de sí misma que todavía respondía cuando alguien la miraba sin preguntar demasiado.
En el dormitorio abrió el cajón de la lencería. Dudó un segundo, lo justo. Eligió algo negro, sencillo, que no gritaba, pero tampoco pedía permiso. Se lo puso despacio. Se miró entonces, de frente. No sonrió. Tampoco frunció el ceño. Simplemente asintió, como quien reconoce una versión conocida de sí misma.
Se tumbó en el sofá, cruzó una pierna sobre la otra y cogió el móvil.
Ernesto respondió al tercer tono. La voz le llegó con eco, cansada.
—Estoy en la habitación —dijo él—. Un hotel de carretera. No veas el sitio.
—¿Mucho curro? —preguntó ella, con un hilo de voz que ya había decidido usar.
—Lo de siempre. Comer mal, conducir mucho… ¿tú qué haces?
Adriana dejó pasar un segundo. Miró el techo.
—Estoy en casa. Sola. Bastante… cachonda, la verdad.
Al otro lado hubo una risa breve, seca.
—Ya… yo también estoy así. Ojalá podría estar ahí para…pero ya sabes.
Ella lo sabía. Pensó en la jaula. En el pequeño objeto metálico que Ernesto llevaba desde hacía meses, no como un juego, sino como una solución. Como una forma de poner nombre a algo que llevaba tiempo roto.
—¿La llevas puesta? —preguntó, sin ironía.
—Claro. No me la quito en los viajes. Me viene bien.
“Le viene bien”, pensó ella. Le ofrecía una excusa limpia. Un límite externo al que agarrarse. No tenía que explicar por qué no la deseaba, por qué su cuerpo ya no reaccionaba. La jaula decía todo por él.
—A mí… —dijo Adriana despacio— me pone, ya lo sabes.
—Lo sé —respondió él—. Y me gusta que te guste.
Era verdad. A ella le gustaba la idea. El control implícito. La calma que venía después. Pero no era deseo. No de ese que te empuja hacia delante.
Pensó en Ernesto como padre. En su paciencia con Cristian. En su forma de estar sin estorbar. En lo poco que había habido siempre entre ellos, incluso al principio. Se habían juntado porque tocaba. Porque era lo que se hacía. Nunca hubo una caída libre.
—Cuando vuelva… —empezó él.
—Sí —dijo ella, sin comprometer nada.
Colgaron al poco. Adriana dejó el móvil boca abajo sobre la mesa. Cerró los ojos. Escuchó la casa. El zumbido lejano del tráfico. El reloj de la pared marcando los minutos.
Tumbada en el sofá, Adriana dejó que el recuerdo se colara sin pedir permiso. No era la primera vez que Javier subía. No era la primera vez que esa casa, tan ordenada y funcional durante el día, cambiaba de temperatura cuando él estaba dentro. Recordó el peso de su cuerpo ocupando el espacio, la forma torpe pero decidida con la que se movía, sin preguntas ni cuidados innecesarios. Recordó el sonido de su respiración cerca del oído, el olor áspero que dejaba en las sábanas, algo animal y cotidiano a la vez. Con Javier no había palabras de más. No las necesitaba.
Se acomodó un poco mejor en el sofá. La tela fresca del tapizado contrastaba con el calor que le subía desde dentro. Sin mirarse, dejó deslizar una mano hasta el muslo y, casi sin darse cuenta, pasó la yema del dedo por la tela del tanga. Despacio. No buscaba nada concreto. Solo comprobar. La piel, recién depilada, estaba sensible, encendida todavía por la ducha. El simple roce le arrancó una respiración más honda.
Cerró los ojos un instante. Pensó en otras tardes parecidas, en el tiempo que tardaba Javier desde el final del partido hasta aparecer por la puerta. Siempre puntual, siempre sin avisar más de la cuenta. Pensó en lo fácil que resultaba con él no tener que explicar nada, no justificar el cuerpo ni el deseo. Con Javier no había pactos, ni dispositivos, ni excusas. Solo presencia.
Retiró la mano y la dejó descansar sobre el vientre. Escuchó el reloj otra vez. Aún faltaba un poco. Sonrió apenas, una sonrisa mínima, sin alegría ni culpa. Luego volvió a quedarse quieta, esperando el sonido que ya conocía de memoria: el ascensor deteniéndose, unos pasos en el rellano, y el timbre.
El timbre sonó. Adriana miró la pantalla del móvil y enarcó una ceja. Era pronto aún. Se levantó del sofá y buscó la bata de felpa bajo la que esconder su cuerpo con lencería. Miró por la mirilla de la puerta y sonrió.
—¿No era interesante el partido?
—Bah… ya íbamos cuatro a cero… —dijo Javier. Pasó al hall y cerró la puerta.
—¿Te apetece tomar algo? —le preguntó, girándose y dirigiéndose al salón, meneando el trasero.
Javier la observó y emitió un ronco gruñido.
—Una cerveza me vendría bien.
Adriana volvió de la cocina con una lata de cerveza y un vaso con un líquido transparente. Tomó asiento en el otro extremo del sofá que había ocupado Javier, que abrió la lata y le dio un trago mientras la miraba.
—Ni hemos brindado… —le espetó ella con una sonrisa sensual, dando un sorbo de su vaso, que le produjo una leve náusea.
—¿Ginebra?
—Vodka…
Y chocaron la lata contra el vaso, estirándose hacia el centro.
—O sea que estás sola… —dijo él. Se acercó hasta ella, deslizándose sobre el sofá, y sin muchos preámbulos introdujo la mano bajo la bata para palparle el muslo, sintiendo la licra de la media y el portaligas—. Vaya…
Sus labios se encontraron, se buscaron. Sus lenguas jugaron. La mano de Javier avanzó bajo la bata hasta la entrepierna de ella. Adriana separó las piernas.
Adriana se acomodó mejor en el sofá y, con un gesto lento, se abrió la bata. No fue un desnudarse exhibicionista, sino una invitación tranquila, casi doméstica. La tela cedió y dejó ver el negro del body de satén y encaje, mostrando sin disimulo lo que había debajo.
Javier tragó saliva. Se acercó un poco más y apoyó el antebrazo en el respaldo, encerrándola sin tocarla todavía. Adriana sostuvo la mirada, sin prisa.
—Tenemos toda la noche —dijo ella, segura—. Y la casa.
—Hueles muy bien… —su boca fue directa a su cuello, mientras una mano buscó bajo el body sus tetas, untuosas al tacto y con los pezones erizados.
Adriana sonrió. Un escalofrío la recorrió cuando Javier la mordió en el cuello.
—Todos los tíos sois iguales… no sabéis tocar unas tetas ni por equivocación, ja, ja, ja. Espera…
Y lo apartó para a continuación sentarse en el borde del sofá y comenzar a desabrocharle el pantalón, donde su erección aparecía bajo la tela. Le bajó el pantalón y el calzoncillo.
—Joder…—tomó el miembro erecto con una mano y la movió lentamente—Joder…
Y deslizó la lengua por el amoratado y suave glande. Inspiró llenándose del aroma a masculinidad salvaje y sucia.
Su boca tomó la erección y la saboreó. La náusea le subió por la garganta cuando intentó avanzar más, sin llegar a acoger todo el miembro, algo que sabía imposible para ella.
Él le acariciaba el cabello con torpeza, los dedos tensos, y terminó por sujetarle la cabeza para empezar a marcar el movimiento. Javier deseaba más. La empujó sobre el sofá, ella ansiosamente terminó de quitarse la bata y el tanga y estiró los brazos hacia el sofá. Javier se echó sobre ella, busco con el extremo de su polla la cueva de ella y ambos gruñeron cuando sus sexos se acoplaron. No había ternura ni recato, movimientos salvajes, duros, sin concesiones.
El sofá ya no los sostuvo mucho tiempo. El cuerpo de Javier cedió primero, arrastrando a Adriana con él en un movimiento torpe y natural, hasta que acabaron en el suelo, sobre la alfombra. Allí fue Adriana la que dominó la acción, cabalgándolo y el mundo se redujo a respiraciones desordenadas, a manos que buscaban apoyo, a cuerpos calientes encontrando acomodo.
El techo les observaba desde un desconchón que se le clavó en la mirada intensa de Javier. El reloj marcó una hora cualquiera. Afuera, el ruido del barrio seguía su curso, indiferente.
Adriana acabó ruidosamente. La vecindad fue partícipe de su placer. Javier la siguió llenándola de todo el deseo contenido del día, de los obscenos pensamientos sobre Sonia, de saber que se estaba follando a la mujer de otro…
Adriana se echó sobre el suelo, la mejilla en el suelo, con el pelo deshecho y el body negro desbaratado. Sentía el pulso todavía rápido, una calma densa asentándose poco a poco en el cuerpo. Javier estaba a su lado, boca arriba, con los ojos cerrados, respirando hondo, como después de una pelea ganada sin público.
No dijeron nada. No hacía falta.
Al cabo de un rato, cuando el aire volvió a entrar en los pulmones con normalidad y el calor empezó a disiparse, Adriana estiró una pierna y la apoyó sobre la alfombra, notando el roce áspero bajo la piel sensible. Sonrió para sí.
Habían llegado hasta ahí. Y quedaba noche aún.
SONIA
La música las golpeó nada más entrar. Grave, repetitiva, pegajosa. El local estaba lleno, demasiado lleno, con cuerpos sudando bajo luces moradas y rojas que convertían a todo el mundo en algo más carnal de lo que era. Sonia notó las miradas incluso antes de terminar el primer trago. Entró de la mano de Raquel y detrás las seguía el resto del grupo.
Llevaba el short diminuto, pegado, casi indecente, y el top ajustado que dejaba la piel del vientre al aire. Al moverse, la tela se le clavaba, marcaba, llamaba. No hacía falta exagerar nada: caminaba, bailaba, y el resto venía solo. Los tíos miraban sin disimulo. Algunos con descaro. Otros con esa mezcla de deseo y frustración que se les acumulaba en la cara.
Sonia bebía rápido. Reía fuerte. Bailaba con el cuerpo suelto, dejándose llevar por el ritmo, contoneándose sin pensar demasiado en quién la miraba. Sabía que la miraban. Le gustaba. Se giraba, levantaba los brazos, dejaba que el pelo se le pegara a la espalda sudada.
Raquel apareció a su lado con otro cubata en la mano, ya colorada, los ojos brillantes. Se dijeron algo que ninguna de las dos escuchó del todo. Se rieron igual. Se acercaron.
Bailaron primero de frente, marcando el ritmo con las caderas, mirándose a los ojos como si el resto del local hubiera desaparecido. Luego, sin decidirlo del todo, se pegaron más. Demasiado cerca para ser solo amigas. Sonia notó el calor de Raquel, el roce constante, inevitable. Raquel no se apartó.
Alrededor, los tíos se quedaron mirando. Algunos levantaron el móvil. Otros silbaron. Nadie parecía molesto. Al contrario. El ambiente se tensó, expectante, como si algo estuviera a punto de pasar y todos quisieran ser testigos.
Sonia se inclinó hacia Raquel para decirle algo al oído, pero no habló. Raquel giró la cara justo en ese momento y Sonia la besó. El gesto fue torpe, borracho, natural. Sus labios se rozaron primero, apenas; luego se buscaron durante un rato.
El estallido fue inmediato. Gritos, aplausos, silbidos. La gente que estaba alrededor reaccionó como un animal al que le han tocado un nervio sensible. Raquel se separó riendo, con la cabeza ligera, el cuerpo encendido. Sonia también reía, con una mezcla de sorpresa y descaro.
Salieron a la calle buscando aire. La música quedó atrás, amortiguada por la puerta del local, y el contraste las hizo reír sin motivo. El frío de la noche les dio de lleno en la cara. Sonia se abrazó a sí misma, tambaleándose un poco; Raquel la sujetó por el codo.
—Tía, voy fatal —dijo Sonia, riéndose—. Fatal pero bien.
—Siempre dices eso —respondió Raquel—. Vamos a mear o me lo hago encima…
Había más gente fuera: grupos apoyados en las paredes, risas, humo, algún coche con música baja. Se alejaron un poco, hacia una fila de vehículos aparcados. Sin pensarlo demasiado, se colocaron detrás de uno.
—Date prisa —dijo Sonia—, que alguien nos va a ver.
Raquel se puso en cuclillas con torpeza. Sonia intentó imitarla, pero se apoyó en el coche para no perder el equilibrio. Raquel soltó una carcajada justo cuando el tacón resbaló un poco y acabó sentándose en el suelo.
—¡Me cago en…! —dijo, sin terminar la frase, y rompió a reír.
Sonia se dobló sobre sí misma, riendo tanto que le dolía la tripa.
—Eres imbécil —dijo entre risas—. Ven, levanta.
Se sentaron luego en el bordillo, compartiendo un cigarro. El humo les salía torcido, irregular. Se quedaron en silencio unos segundos, mirando a la gente pasar.
—Oye —dijo Raquel de repente, sin mirarla—. Sé que te gusto…
Sonia se atragantó un poco.
—¿Qué? No… —rió—. ¿Qué dices?
Raquel giró la cabeza despacio.
—No disimulas nada cuando bebes. Soy más de pollas, pero si un día me hago bollera…
—¿Seguro?
Sonia negó con la cabeza, pero se le escapó una sonrisa torpe. Se acercó un poco más. Demasiado. Sus labios quedaron a pocos centímetros. Sonia notaba la respiración de Raquel, rápida, caliente. El momento se estiró, frágil.
Raquel fue la primera en apartarse. Se levantó de golpe, sacudiéndose el pantalón.
—Anda, vamos. Que dentro están poniendo temazos.
No esperó respuesta. Sonia la siguió, con la cabeza ligera y el pulso acelerado.
Dentro, la música volvió a tragárselas. Sonia se dejó llevar enseguida. Bailó con dos tíos que se le acercaron sin demasiados rodeos. Ella se reía, giraba, se dejaba tocar, encantada con la atención. Las manos se alargaban más de la cuenta. Sonia no parecía molesta. Todo lo contrario.
Raquel no le quitaba el ojo de encima.
Un poco después apareció Asier, el novio de Raquel. Se besaron rápido, con confianza. Bailaron un rato juntos, abrazados, comiéndose la boca. Raquel se inclinó hacia su oído.
—Ojo con Sonia —le gritó para hacerse oír en medio de la música—. No me fío de esos dos.
Asier asintió, serio. Tenía veinticuatro años y esa forma de mirar que no necesititaba levantar la voz. Estaba acostumbrado a manejar situaciones tensas.
Cuando uno de los tíos intentó pasarse claramente, Asier actuó sin aspavientos. Se metió entre ellos, colocó una mano firme en el pecho del tipo y le dijo algo corto, seco. No hubo gritos. No hizo falta. El otro entendió enseguida. Se apartaron.
Sonia parpadeó, confusa al principio, y luego sonrió, levantando el pulgar desde la pista.
Raquel respiró hondo.
El baño de las mujeres estaba imposible. Una cola larga, impaciente. Raquel se removió incómoda y Asier señaló con la cabeza la puerta de al lado, la de los baños de los tíos, casi desierta.
Entraron deprisa. Cerraron una cabina y el ruido del local quedó amortiguado. Raquel se sentó, soltando el aire por fin, y Asier se quedó de pie, muy cerca. El espacio era mínimo, el tiempo también.
—Buff… me estaba meando en serio, hasta me he mojado las bragas, hostias…
Se miraron y se rieron. Afuera alguien pasó canturreando. Dentro, Raquel comenzó a desabrochar el pantalón a Asier, le bajó el calzoncillo y su boca buscó con urgencia el miembro de él.
Cuando salieron unos minutos después, Raquel se arregló el pelo frente al espejo manchado y Asier se subió la cremallera con una media sonrisa.
Volvieron a la pista como si nada. La música seguía. La noche también. Sonia salió del local junto con otra amiga que la iba sujetando, ya que parecía que el alcohol había consumido ya la noche para ella.
Sonia salió del local junto a otra amiga que la iba sujetando, ya que parecía que el alcohol había consumido ya la noche para ella. El amanecer se adivinaba cercano, y la masa amorfa de cuerpos, deseos, aromas y música quedó atrás..
El frío de la calle las golpeó con la fuerza de una ducha fría. La amiga de Sonia, más práctica, sacó el móvil.
—Oye, mi tío vive a dos calles de aquí, me voy a su piso a dormir. ¿Tú qué haces? ¿Vienes?
Sonia negó con la cabeza, sintiendo que el mundo daba vueltas a su alrededor.
—No, no… Raquel y yo… hemos quedado en su casa. Creo.
—¿Estás segura? Te veo hecha un trapo.
—Sí, sí, estoy segura. Llamo a un taxi y me voy. Tranquila.
Se despidieron con un abrazo torpe y Sonia se quedó sola en la acera, buscando en el móvil el número de Raquel. Le costó tres intentos escribirlo bien. Sonó y sonó, pero nadie contestó.
—Joder, Raquel… —murmuró, apoyándose en la pared de un portal. El frío del ladrillo le sentó bien. Decidió caminar. La casa de Raquel no estaba tan lejos. Y necesitaba el aire.
Llegó al portal de Raquel y tocó el timbre. No recordaba haber necesitado nunca tanto. Nada. Volvió a llamar, esta vez más largo. Al final, terminó sentándose en un banco frente al portal y se quedó dormida.
—¡Sonia! ¿Qué haces aquí?
Raquel zarandeó a su amiga hasta que la despertó.
—Te he llamado un millón de veces, zorra.
Sonia se incorporó para sentarse.
—Joder, y yo a ti… ¿estás bien? Sonia simuló unos pucheros al ver las numerosas llamadas perdidas de Raquel.
—Jo, tía… es que voy hasta arriba de alcohol…
—Anda, sube y duermes conmigo.
Sonia se dejó conducir por su amiga y se puso a llorar.
—Tía… estoy toda meada, qué mal…
Raquel también estaba bastante afectada por el alcohol, pero un retazo de lucidez la hizo encauzar la situación.
—No seas tonta, anda…
Y a trancas y barrancas subieron las escaleras hasta la casa de Raquel. Abrieron y ambas se dejaron caer en el sofá del salón. Sonia se descalzó. Seguía con su llorera alcohólica.
—Tía, no puedo dormir con esto puesto —dijo, tirándose del short—. ¿Me prestas algo?
—Ah… sí, claro —dijo Raquel, señalando hacia su dormitorio con un gesto vago—. En la silla, hay unos leggings y unas bragas limpias.
Sonia fue al cuarto, se cambió la ropa por la de Raquel y volvió al salón, donde se tumbó en el sofá y se quedó profundamente dormida en menos de un minuto. Detrás de ella, Raquel fue al dormitorio y, tras quedarse en bragas y camiseta, se dejó caer sobre la cama.
JAVIER
A pesar de la noche larga de excesos de alcohol y sexo, Javier se despertó temprano. Miró la pantalla del móvil: las ocho y media. Sintió a Adriana a su lado, roncando levemente. Levantó la sábana y la vio desnuda, con restos de semen en los muslos y la entrepierna.
Se levantó y buscó el calzoncillo en el salón. Fue al baño a orinar y luego pasó por la cocina a poner una cápsula de café. Se sentó a la mesa y miró el móvil mientras la cafetera empezaba a trabajar.
El aroma invadió la casa y, al poco, apareció Adriana, con la bata de felpa ligera abierta.
—Joder, qué resaca llevo… —arrugó la nariz y habló para sí misma—. Les llamaré luego a ver si me pueden tener al crío hasta la hora de comer.
Javier sonrió levemente, se levantó y sirvió café en dos tazas. Se sentaron uno frente al otro. Tras un incómodo silencio, fue Javier el que decidió romperlo.
—No ha estado mal, ¿no?.
Adriana sonrió.
—No… nada mal—suspiró rememorando uno de los momentos memorables de la noche— ¿Qué vas a hacer ahora por la mañana?
—A misa no voy a ir, desde luego.
—Ernesto me viene a la noche. Creo, no estoy segura.
—Al menos estarás bien follada—bromeó encendiendo un cigarrillo.
—Eres un verdadero poeta…—rio ella— oye, no sé si te has dado cuenta que no hemos usado condón…
—Ya…
—¿Y si me quedo bombo?
—Te he visto en el baño las pastillas… son como las que usa mi hija. No me engañas — sus labios perfilaron una sonrisa torcida— ya te recuerdo cuando estabas bombo, me hacía unas buenas pajas pensando en tenerte a cuatro patas con la panza y las tetas colgando…Uhmm…
E hizo un gesto con las manos y un movimiento de su pelvis que hizo reír de buena gana a Adriana.
—Estabas con ella, con la colombiana… ¿Verónica?
—Si, la hija de puta esa… en fin, cambiemos de tema.
Un nuevo silencio se instaló.
El silencio se rompió con la vibración del móvil de Adriana sobre la mesa. Los dos bajaron la mirada casi al mismo tiempo. En la pantalla aparecía el nombre de Ernesto.
Adriana no hizo ningún gesto de sorpresa. Alargó la mano y lo cogió con naturalidad.
—Es Ernesto —dijo, innecesariamente.
Javier no respondió. Se limitó a encender otro cigarrillo.
Adriana aceptó la llamada y se llevó el teléfono a la oreja.
—¿Sí?
La voz de Ernesto sonó metálica, con eco de habitación cerrada.
—Buenos días, cariño… ¿te he despertado?
—No, no —respondió ella, mirando un punto fijo de la pared—. Ya estaba en pie.
—Yo acabo de salir de la ducha. Comeré aquí con un cliente y luego saldré para casa… —rió un poco—. Oye, ¿todo bien por ahí?
Adriana cruzó las piernas despacio.
—Sí, todo normal. El crío se quedó con los abuelos y… nada, mañana tranquila.
—Me alegro —hubo un pequeño silencio al otro lado—. Esta tarde llegaré un poco antes, creo. Si no pasa nada raro.
—Vale. Ya hablamos luego.
Javier soltó el humo despacio, sin apartar la mirada de ella.
—Te echo de menos —añadió Ernesto, casi como una frase automática.
Adriana tardó un segundo más de la cuenta en responder.
—Yo también.
Colgó y dejó el móvil boca abajo sobre la mesa. El café seguía humeando entre los dos.
Javier dio otra calada al cigarrillo.
—No le has mentido —dijo al fin—. Eso es lo jodido.
Adriana lo miró.
—¿Qué quieres decir?
—Que estabas en pie. Y tranquila. Bien follada.
No sonrió. No hacía falta.
El silencio volvió a instalarse entre ellos, más denso que antes.
Javier llegó a su casa. Abrió la puerta y observó la penumbra y las ventanas cerradas. Raquel parecía haber vuelto ya y había cerrado las ventanas y bajado las persianas. El pasillo estaba en penumbra, con un silencio espeso. Dejó las llaves en el cuenco de siempre y se quedó quieto un segundo, escuchando. Nada. Solo el zumbido lejano de la nevera.
Avanzó despacio hasta el dormitorio de Raquel. La puerta estaba entreabierta.
La vio dormida, atravesada en la cama, en bragas y camiseta, una pierna fuera del colchón, el pelo desordenado sobre la almohada. Dormía profundamente, con la boca entreabierta, ajena al mundo. No había nada provocador en la escena. Era abandono puro. Cansancio. Juventud rendida.
Javier se quedó en el umbral. No entró.
La miró como se mira algo frágil que no se toca. Sus ojos recorrieron el cuarto casi por inercia: la ropa tirada en una silla, el móvil cargando, una mochila en el suelo. Luego volvió a ella. A sus piernas y a esa forma despreocupada de ocupar el espacio.
Sintió algo incómodo en el pecho. No deseo. No ternura. Algo más sucio y más humano: tabú y conciencia.
Pensó en la noche. En Adriana. En el alcohol. En el ruido. Pensó en lo fácil que había sido todo y en lo poco que había pensado en nada. Tragó saliva.
Raquel se movió ligeramente, murmuró algo incomprensible y giró sobre sí misma. Javier dio un paso atrás, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo indebido, aunque no hubiera hecho nada.
Cerró la puerta con cuidado, dejando solo una rendija, la de siempre. La justa.
Se apoyó un momento en la pared del pasillo y se pasó la mano por la cara. No se dijo nada. No hacía falta.
Luego fue al baño, cerró la puerta y dejó correr el agua, como si necesitara que algo tapara el ruido de lo que no quería pensar.