Una mujer hermosa y joven, de unos treinta años, deambula nerviosa por la acera de una calle concurrida.
Viste elegante, un sobrio conjunto sastre de minifalda y chaqueta y zapatos de tacón.
El pelo suelto en una melena rubia y unos ojos de un azul claro intenso que ahora esconde tras unos cristales ahumados.
Aún nadie ha reparado en ella, pero un observador atento se preguntaría qué hace esta mujer paseando nerviosa calle arriba y abajo desde hace media hora.
Cada cierto tiempo fija la mirada en un portal que observa desde la acera de enfrente.
Ella sabe que no puede justificar mucho tiempo más su presencia en esa calle sin provocar la curiosidad de algún vecino.
De hecho, un comerciante que sale a barrer la calle ya ha empezado a mirarla.
No sabemos si movido por la curiosidad de verla allí desde hace tanto tiempo, o porque sencillamente se le van los ojos tras la mujer más hermosa que ha pisado aquella calle.
Ha de decidirse o marcharse de una vez, porque no es posible quedarse allí por más tiempo. Cruza la calle con paso firme y aprieta un botón del portero automático del portal que hasta ahora acaparaba su atención.
Los nervios no le permiten leer lo que pone: «Modas Clara». Nadie contesta, pero alguien abre la puerta que ella empuja para entrar.
Una vez dentro se dirige al ascensor, pero desiste al comprobar que alguien está bajando. No quiere encontrarse con nadie. Subirá por las escaleras.
Se quita las gafas de sol que rápidamente vuelve a ponerse al oír que alguien está bajando por las escaleras. Un hombre joven pasa a su lado. Ella pretende evitar su mirada, pero se siente observada por el joven.
Llega por fin a la puerta de «Modas Clara». Se guarda las gafas, sabe que si lo piensa no se decidirá jamás, así que aprieta el timbre sin pensar en lo que hace.
Tardan en abrir. Está a punto de marcharse, mejor así, está tan nerviosa que no podría decir ni buenos días. Ya está bajando cuando por fin abren la puerta.
Una mujer madura, de unos cincuenta años, que aún conserva gran parte de su atractivo, le mira con gesto incrédulo. ¿Quería algo?
Vuelve a subir los escalones que le separan de «Modas Clara» y alcanza a decir: «¿Es usted Clara?» Clara contesta con un movimiento de cabeza. «Me dijeron que podía darme trabajo».
La sorpresa se suma a la expresión de Clara que la invita a pasar. Mientras la acompaña por el pasillo pondera la calidad de su ropa y el innegable estilo de aquella chica.
No tiene nada que ver con el tipo de chicas que trabajan allí. La mayoría de ellas, aunque pretendan disimularlo, chicas salidas del arroyo que no necesitan abrir la boca para delatar su origen humilde y sus maneras ordinarias.
En realidad, la mayoría de las veces, Clara preferiría que no abrieran la boca.
Pero ésta es distinta. Una mujer con auténtico estilo.
Elegante, impresionantemente bella. ¿Qué buscará aquí? Ni siquiera los nervios, que ahora son evidentes en ella, consiguen descomponer su elegancia. Clara le coge de la mano y le recomienda tranquilidad.
Le acaricia la mejilla en un gesto maternal que ella agradece. «No te preocupes, esto no es tan malo como parece».
No sabemos lo que se dicen ambas mujeres en los diez minutos en que charlan como amigas en una de las habitaciones de la casa, en realidad es Clara la que habla y la joven asiente con movimientos de cabeza.
Si entrásemos ahora mismo alcanzaríamos a oírle a Clara decir: «pues lo mejor es que empieces ahora mismo. Veo que no has traído nada. No importa, en aquel armario encontrarás una bata, puedes desnudarte.» Clara no tiene la menor intención de salir de la habitación mientras se desnuda su nueva pupila.
Quiere verla. Impone su derecho a examinar la mercancía. Mientras se desviste va recogiendo su ropa que acaricia al dejarla colgada en el armario.
Calcula mentalmente el precio de aquella ropa y su sorpresa sigue en aumento. Incluso en ropa interior sigue teniendo estilo, aún más si cabe. Hace falta mucho dinero para comprar esa lencería, pero, sobre todo, hace falta un cuerpo como el de esa joven para lucirla.
No percibe ni una sola imperfección en su físico.
Ni un gramo de grasa de más o el menor asomo de celulitis. Sus piernas son largas y delgadas. La braguita tanga esconde apenas un pubis que se supone depilado y bien arreglado.
Clara le pide que se quite la braguita y lo comprueba sin pudor. Se acerca y le acaricia el interior del muslo. A un gesto firme de Clara separa las piernas y se deja tocar.
El bello es corto y escaso, por lo que Clara alcanza sin dificultad a acariciar sus labios vaginales, que al contacto con su mano se abren y exhiben una prometedora humedad.
Acaricia luego sus nalgas, firmes y prietas, y se demora en buscarle el ano, en el que amaga un cosquilleo que le hace dar un ligero respingo. Clara está ahora a su espalda.
Le suelta el sujetador y le acaricia los pechos. Los pezones se tensan y Clara sonríe. Se acerca a su cuello y se deja embriagar por fragancias vagamente conocidas, por olores imposibles que Clara recuerda haber conocido en épocas más boyantes.
Le quita dos diamantes auténticos de las orejas y le recomienda dejarlos bien guardados. No es bueno traer joyas, y menos aún si son tan caras. «Ahora espera aquí».
Un cuarto de hora después Clara irrumpe en la habitación sin llamar a la puerta. Nuestra joven amiga se levanta del borde de la cama en el que estaba sentada.
Lleva una bata diminuta con la que intenta taparse. Le acompaña un hombre grueso y bajito, de unos cincuenta años. El pelo ralo y grasiento y la expresión de lascivia dibujada en la cara. «Te presento a Paco, es uno de nuestros mejores clientes.»
Paco sonríe ante la expectativa de ser el primero en probar la nueva mercancía y le golpea el trasero en un gesto grosero. Le suelta la bata y le toma por la cintura.
Por un momento se dibuja una mueca de asco en su cara y sale corriendo de la habitación.
Paco mira a Clara desconcertado y ésta, con un gesto de disculpa le dice: «es la primera vez, espera un poco». Sale al pasillo y allí está ella, encogida, como pretendiendo disimular el apuro que le provoca la situación, buscando la salida para huir.
Pero su ropa está en la habitación, dentro del armario. Clara ha aparcado definitivamente sus maneras amables y se encara con ella: «Oye niña, tú me pediste trabajo y te lo he dado.
No sé lo que pretendes, pero esto no es ningún juego. Ahora vas a entrar ahí otra vez y vas a ser amable con Paco, ¿has entendido?»
El tono agresivo de Clara parece surtir un efecto inmediato. Con un «Si Señora» por respuesta se deja conducir de nuevo a la habitación. «A algunas de vosotras hay que trataros a palos», continúa Clara.
Paco mide diez centímetros menos que ella. La recibe ya en camiseta de tirantes y calzoncillos. Sus dedos regordetes y sucios hurgan ya entre sus piernas sin más preámbulo.
Paco tiene una melopea evidente y el aliento le huele a puro barato y a años de caries y falta de higiene bucal. «¿Qué pasa?, ¿te doy asco?» le grita a la cara. Se sobresalta asustada.
Se baja los calzoncillos y tirado en la cama le ordena que se la chupe. Sus labios, con un discreto brillo y de un tono rosa delicado se entreabren mientras se aproximan a cumplir la orden de Paco.
Es imposible no notar el fuerte olor a sudor de Paco. Sus manos, acarician tímidamente su pene, que reacciona ante el contacto de unos dedos tan delicados.
«Eres una hembra de cuidado». Paco está borracho y excitado. De un brusco movimiento la tumba en la cama y le ordena «ábrete de piernas». Ella obedece.
Es un sueño de mujer, una diosa que entreabre sus piernas ofreciendo lo que nadie, ni el mejor de sus sueños, pensaría llegar a alcanzar.
Nota ya su enorme barriga posándose sobre su abdomen liso y de una piel suave con el bello rubio erizado por la emoción. Nota su verga excitada buscando penetrarla torpemente.
Abre aún más las piernas para ayudarle y se encuentra con una vagina lubricada, anhelante, en la que el tosco pene de Paco se introduce con total facilidad.
Ella es un regalo del cielo, un capricho de belleza que ha vuelto loco ya a más de un hombre.
Y ahora, en este burdel barato se deja poseer para el grosero alivio de Paco, un cincuentón bajito, gordo y maloliente que, nada más follarla, por causa de su borrachera, se deja ir en un orgasmo urgente, egoísta y chapucero que la deja perpleja, pero nerviosa por la sensación nueva y extraña.
Los ademanes toscos, la violencia, el asco, el desprecio le están revolviendo las emociones y el cerebro, y explota por fin toda la tensión de aquella mañana, de aquella experiencia tan intensamente deseada.
Explota en un orgasmo que a ella misma le sorprende y acompaña al tosco placer de Paco en una secuencia de gemidos inéditos, que hablan de un placer nuevo en ella.
«Te ha gustado, ¿eh? Mira que sois zorras las tías». Paco se viste y la deja tumbada en la cama, con la mirada perdida y un gesto de extraña dulzura en los labios.
Luego se vestirá y volverá a casa, una mansión en un barrio de la zona alta de la ciudad. Allí la espera su marido, con un gesto de ternura le pregunta cómo está.
Ella le dará un beso en la mejilla y le dirá que quiere irse pronto a la cama porque le duele la cabeza.
Una vez acostada, reproduce en su cabeza cada uno de las escenas de aquel día, y no puede evitar buscar entre sus piernas el alivio a la intensa emoción que la posee, a las intensas emociones qué aún le quedan por vivir.