El Wilson

Cuando decidí irme a vivir al Uruguay, y hasta que me instalara, mi amigo Tomás me prestó un departamento que usaba de bulín* en Agraciada y 18 de julio. Era un coqueto lugar donde se notaba la mano de su amiga, una señora refinada y de muy buen gusto por lo que veía. El lugar era chiquito, una sola habitación con una cocinita disimulada en un placard y un pequeño baño. Lo justo para tales casos.

—Pasarlo bien, —me dijo Tomás al irse, después de instalarme— si el Wilson te deja.

Cuando le pregunté quién era el Wilson, sólo me dijo: —Ya te vas a enterar.

No tarde en enterarme. Esa misma noche estaba tratando de dormir, cansado y excitado por el viaje no lo lograba, cuando escuché unos gritos de mujer que oía como si estuviera ahí mismo.

Siguiendo el sonido llegué al baño y descubrí que provenía del departamento de al lado y se transmitía por el respiradero seguramente interconectado.

Superado el susto, pensé que la estaban matando, enseguida me dí cuenta que sí la estaban matando, era de placer.

—¡Ayyyyy! ¡Aaayyyyy!, seguí, seguíí, mmmeee mmuuerooooo, que garcha, ay, ay, ay, papi, papi, que hijo de putaaaa, cogemmmmeeee aasssiiiiii, ay —gemía y gritaba la dichosa mujer en un rosario contínuo e interminable.

Cerré la puerta del baño pero, algo atenuado, igual se oía todo. La cosa siguió por más de una hora.

—¡¡¡¡Dale Wilson, llllleeennámmeeee!!!!! ¡¡¡¡¡Asííí!!!!! ¡¡¡¡¡Asííí!!!!! ¡¡¡¡¡Asííí!!!!! ¡¡¡¡AAAYYYYYYYYYYYYYYYYAAAAAYYYYYYYYYYYYYY!!!!!!!!! —fueron las últimas palabras de la mujer, luego el silencio.

Al no escuchar la voz de ningún hombre llegué a pensar que Wilson era el nombre que la mujer le daba a un consolador.

A pesar que estaba un poco caliente, en el silencio el cansancio me venció y me dormí profundamente.

Me despertó Tomás al mediodía para ir a almorzar. Le conté lo sucedido a la noche.

—El Wilson, ya lo conociste. —me contestó.

—¿Pero quién es el Wilson? ¿Superman? —pregunté.

—No lo conozco, nunca lo ví. Nosotros venímos por las tardes, casi nunca pasamos la noche, salvo que el marido esté de viaje, lo que sucede poco desgraciadamente. Las pocas noches que estuvimos el Wilson nos hizo compañía, te digo que es una compañía muy estimulante, nos echamos unos polvos de novela, el Wilson nos ponía a toda máquina.

Tenía unos días libres antes de empezar a trabajar, los que dediqué a pasear, buscar apartamento, como dicen los uruguayos, y a tratar de descubrir al Wilson.

La segunda noche fue silenciosa. Sólo se escucharon los ruidos comunes que alguien hace al comer algo, al ir al baño, pero ni una sola palabra, salvo las que salían de la radio prendida y con un discreto volumen.

Establecí dos cosas, que el Wilson no era un vibrador y que existían ciertas posibilidades de que fuera mudo.

La tercer noche fue un calco de la primera. Me calenté tanto que salí y, como todavía no conocía a nadie, fui a echarme unos polvos a un kilombo** que me recomendó el mozo del bar de abajo donde desayunaba.

Para mí era toda una novedad, porque en Buenos Aires, la prostitución no estaba legalizada y no existían esas beneméritas instituciones que tanto bien le hacen a tanta gente.

Me atendió una simpática y experta señorita que con un completo, (mamada, concha y culo) me devolvió la calma y pude dormir placenteramente.

A la noche siguiente se repitió el mismo programa. Yo trataba de imaginármelo al Wilson y lo veía como un adonis, musculoso, alto con una gran pija, causante de las cataratas verbales que producían las beneficiadas por tales privilegios.

Decidí que lo tenía que conocer y me quedé de guardia, no dormí nada, para ver si lo podía agarrar cuando se iba. A las siete de la mañana oí a la mujer —Chau, Wilson— saludó antes de salir.

Al rato la puerta del departamento se abrió y yo salí al mismo momento. La idea era tener un encuentro casual en el ascensor.

—Buenos días —dije al verlo y el contestó haciendo un parco ademán con la mano a modo de saludo.

Repuesto de la sorpresa, me costó reprimir la risa que pugnaba por salir de adentro. Todas las imágenes que había construido se me vinieron abajo estrepitosamente.

El Wilson era lo contrario de lo que había pensado.

El adonis no superaba el metro y medio de estatura, era tan delgado que la ropa, seguramente el talle menor, le quedaba grande, una incipiente calva ocupaba gran parte de su cabeza y el resto estaba poblada por un montón de rulitos casi rubios. Unos anteojos de gruesos vidrios descansaban sobre la nariz ganchuda que subrayaba un bigotito chaplinesco que a su vez servía de techo a una pequeña boca de labios finitos.

Solucionado el primer enigma, se me planteó el segundo.

¿Cómo era posible que la personita que tenía enfrente fuera causante de tanto desborde sexual? Era evidente que la razón estaba escondida, y casi con seguridad, por el pantalón.

Debía tener una tremenda poronga equivalente a una tercer pierna. ¡Claro! Seguro que era lo que llamamos trípode.

Entró en el mismo bar que yo, y fue a una mesa retirada de las ventanas, contrariamente yo elegí una de esas.

Esa noche fué calma y al día siguiente, cuando entre al bar, el Wilson ya estaba sentado en su mesa, al verme hizo señas para que me sentara con él.

—Buen día —dije al hacerlo.

—Hola, ¿que tomás? —pedí mi cotidiano café con leche y medias lunas.

Estiró la mano y dijo: —Wilson, encantado.

—Igualmente, soy Pedro —contesté estrechándole la mano extendida que apretó firmemente la mía.

Hablamos de temas generales, le dije que era argentino y venía a trabajar en publicidad, que estaba parando allí hasta que encontrara vivienda definitiva.

Me comentó que el vivía en Montevideo desde hace unos años, era de Minas (¡de que otro lugar podía ser! Pensé yo)*** y trabajaba en una peluquería de mujeres. Estaba haciendo el curso porque la dueña se había encariñado con él y quería hacerlo socio.

Entrados más en confianza el Wilson era un ameno y simpático tipo que enseguida se hacía entrañable, entendía a la dueña de la peluquería, a mi me había pasado lo mismo aunque seguramente por distintas razones.

Casi sin darnos cuenta llegamos al tema sexual. Infaltable en la conversación de dos o más hombres.

Le comenté lo que había escuchado y quise saber como hacía.

—Me las cojo, hermano, simplemente —dijo modesto.

—No tan simplemente, Wilson, yo nunca había oído a ninguna mujer acabar así, y aquí estamos hablando de varias distintas.

—No se que decirte, hermano, no se como explicarte, ¿querés ver?

Me sorprendió la invitación pero me dijo que podía arreglar con una de sus amigas que hacía tiempo que le estaba pidiendo de hacerlo con dos hombres pero como el no conocía a nadie, no podía satisfacerla.

Lógicamente acepté. Si hay algo en la vida que no tolero es quedarme con una duda y esta era la oportunidad de dilucidar todo el secreto de la supervirilidad del Wilson.

Cuando esa noche llegó con su amiga me tocaron el timbre y fuimos a su departamento.

Después de presentarme a Eugenia, una coqueta señora de su casa algo mayor pero todavía en carrera, era una típica clienta de la peluquería en la que trabajaba, sin ningún preámbulo el Wilson se puso en bolas.

Eugenia me pidió que yo también lo hiciera. Cuando estuve desnudo me inspeccionó minuciosamente. Wilson ya estaba con la pija dura y contrariamente a lo que yo suponía, no era descomunal ni nada semejante. Estaba acorde con el resto del cuerpo, mediría a lo sumo 13 cm y el grosor no era destacable.

Cuando Eugenia vio la mía, calzó 18, se le iluminaron los ojos. Se desnudó y si bien no era una mujer de gran belleza, tenía un poderoso par de tetas, que sensible como soy a esos atributos, enseguida repercutió en mi pija, haciéndola endurecer, tarea que completó ella con una buena mamada.

Estaba con mi verga en la boca y se acomodó para que el Wilson, que estaba intentando penetrarla por la concha, lo consiguiera.

Ya adentro, comenzó a meterla y sacarla despacito y rítmicamente. Poco a poco iba agregando intensidad al movimiento.

Llego a una velocidad considerable y la mantuvo constantemente, sin decaer un instante. Eugenia tuvo un orgasmo y se le hacía muy difícil seguir chupándome la pija y soportar los embates de Wilson por lo que aumentó la presión de su boca y enseguida consiguió que se la llenara con mi leche. Dejó de chupármela pero no la soltó mientras entraba en el trance que ya era conocido por mi.

Wilson seguía dale y dale a toda marcha. Note que periódicamente miraba el reloj, luego de una de esas visiones, sacó la pija de la concha y se la acomodó en la puerta del ojete. Eugenia la recibió placenteramente, sin dejar de repetir los gemidos, gritos y orgasmos que venía teniendo hasta el momento. Luego de mirar por dos veces el reloj el Wilson anunció: —Ahí va. Eugenia se puso como loca.

—¡¡¡¡Si, Wilsonnnnnn!!!!!! ¡¡¡¡¡¡Llenamé el culo, llenameló, papito!!!!!!!!

Wilson, obedientemente, se lo llenó. Largó leche durante un minuto seguido, desbordó el culo de Eugenia y el seguía imperturbable.

Yo lo miraba sin entender nada.

Le sacó la pija, todavía goteando, y fué al baño a lavarse. Eugenia, desfalleciente, estaba tirada en la cama, sin soltarme la garcha a la que había, apretado y estrujado sin que yo pudiera hacer nada, durante el polvo cronometrado del Wilson.

Cuando volvió del baño nos dijo: —no se enojan si les pido que se vayan a tu apartamento, es que mañana tengo que ir más temprano para limpiar el negocio y quiero dormir algo.

Nos fuimos así en bolas como estábamos. Al rato Eugenia estaba dispuesta a seguir la fiesta.

Comenzó a besarme y enseguida me puse en condiciones físicas, pero mentalmente disminuido. ¿Cómo iba a hacer para acercarme siquiera a lo de Wilson?

Con el devenir de los acontecimientos me fuí olvidando. En un 69 disfrutó de mi lengua recorriéndole los labios de su vagina y dándole vida a su clítoris que respondía latente y agrandado.

Por su parte le prodigó a mi verga un sutil y profundo tratamiento que sólo interrumpió al intuir que yo estaba al borde del orgasmo.

Experimentada, impuso calma y cuando vió que estaba recuperado se montó encima mío, cabalgándome suavemente. Me pidió que le hiciera el culo y tuvo varios orgasmos ayudándose con la mano en su vagina.

—Me quiero tomar la leche —dijo mientras se la sacaba del orto y la ponía en su boca.

Estallé en mil pedazos y ella recogió todos los que me salieron de la poronga. Los restantes quedaron desparramados en la cama y fueron juntándose a medida que renacía la calma.

Esta recatada señora, resultó ser profesora de historia del liceo, me había proporcionado uno de los polvos más placenteros de mi vida.

Yo, creo, la retribuí en la misma moneda porque dándome un fuerte beso en la boca me dijo:

—Pedro, fue una cogida hermosísima. Me has hecho muy feliz.

—Pero comparado al Wilson —saltó mi espíritu de macho competitivo, y enseguida me arrepentí de lo dicho.

—Nada que ver —dijo Eugenia con una sonrisa— el Wilson es otra cosa, es algo distinto. Reconozco que es divino, a mi me encanta de vez en cuando porque, simplemente, es una máquina de coger. A veces me gusta tener sexo salvaje e impersonal, pero por norma general, prefiero que me atiendan bien, como vos lo hiciste. Me gusta ir saboreando el polvo pausadamente.

Al Wilson sigo viéndolo frecuentemente, vamos a comer unos chivitos y tomar unas cervezas, la verdad que es un tipo macanudo y un amigo sincero que me ayudó mucho, junto con Tomás, en mi adaptación.

Sigue siendo una máquina de coger, los polvos de él cronometrados duran 45 minutos, 5 chupe, 20 concha, 20 culo, sino 40 concha o culo, según los explica él. Ahora es peluquero de señoras, no es muy bueno pero igual tiene gran clientela, por distintos motivos la clienta siempre se va satisfecha.

Con Eugenia también nos seguimos viendo no tan seguido, vamos a comer hablamos mucho de historia, un tema que me apasiona y también a ser sinceros nos hacemos nuestras buenas garchadas.

Visto a la distancia quizás el Wilson y Eugenia sean dos de las tantas razones de mi entrañable amor al Uruguay.

Notas del autor:

*En las épocas de bonanza muchos hombres, y también algunas mujeres de avanzada, tenían un departamento secreto, llamado bulín, para tener sus encuentros amorosos con la mayor discreción. Muchos que conozcan Uruguay me dirán como ser discretos justo en pleno centro de la ciudad, recuerden que no hay mejor manera de esconderse que no esconderse. Nadie busca las cosas en los lugares obvios.

** No se si en todos los países se denomina así a los prostíbulos, por las dudas, hago la aclaración.

*** Minas equivale a mujer en idioma lunfardo.