Capítulo 1

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  • El nuevo Ángel

EL NUEVO ÁNGEL.

CHARLINES

Despertó dolorido, muy dolorido, tenía innumerables cortes en el rostro y le dolían todos sus huesos. El hombro y la pierna derecha le dolían en extremo y su mano apenas la podía mover. Se tomó unos minutos para rememorar cómo había llegado ahí, ¿por qué estaba así?

Recordó cómo habían salido del juzgado camino de la prisión. Un furgón blindado lo transportaba a su nuevo destino, había sido condenado a cincuenta y tres años y un día de cárcel por extorsión y violación. La familia de la superiora Martina, se había esmerado para conseguir una condena excepcional y vaya si lo habían conseguido.

Tras unos largos minutos de marcha, notó como el furgón daba unos bandazos sobre la carretera y terminaba dando innumerables vueltas sobre sí mismo. Ángel perdió la conciencia en las primeras vueltas y ahora milagrosamente se había despertado. Observó con extrema alegría como las puertas del blindado estaban abiertas. Intentó ponerse de pie, pero le fue imposible, sus piernas apenas le podían sostener.

Sabía que tenía el tiempo justo para escapar, puesto que rápidamente echarían en falta ese furgón que no terminaba de llegar a prisión. Se arrastró como pudo por la cabina del furgón hasta conseguir llegar al borde. Un pequeño precipicio se extendía bajo la puerta del furgón. Este en su caída libre, había parado sobre una gran roca, destrozándose como la cáscara de un huevo. Miró con anhelo buscando donde poder sujetarse para descender de la cabina. Encontró una porción de piedra, donde podría posarse si era capaz de sujetarse al furgón, para no caer al pequeño barranco, que surgía tras la piedra. Bajó con tiento sujeto a la cabina de ese furgón, a las escaleras y posteriormente al guardabarros, a duras penas y con fuertes dolores, consiguió dar la vuelta a la caja del furgón, para situarse frente a la cabina de conducción. El conductor estaba atrapado entre el techo del furgón y la roca. De su boca pendía una sangre ya seca y coagulada, lo que hacía presagiar que ya hacía un tiempo habían volcado. Tocó la carótida del conductor, para descubrir que este ya estaba muerto. Buscó en sus bolsillos hasta dar con la llave de las esposas. Tras encontrarla, se deshizo de tan molesto compañero y sujeto a la cabina, se irguió. Al hacerlo pudo ver al otro guardia, tendido en el suelo sobre un gran charco de sangre. Sacó la pistola del conductor y se la guardó en su cinturón.

Jamás había usado un arma, pero no sabía si tendría que hacerlo. Miró en rededor del furgón y encontró un pequeño sendero que discurría pegado a la gran roca, donde reposaba el furgón. A duras penas consiguió dar unos pasos y tras estos primeros pasos otros más seguidos. Descendió por ese sendero hasta un pequeño bosque donde encontró una rama lo suficientemente fuerte y larga, como para hacerle de cachaba. Ahora su caminar era un poco más rápido. Estuvo caminando todo el día y al llegar la noche, divisó una casa medio derruida que debía servir para guardar ganado o algo así, pues estaba llena de excrementos al parecer de oveja o cabra. Se apoyó sobre la pared de la maltrecha cabaña y observó toda su extensión, que tampoco era excesivamente grande. Recorrió despacio la cabaña y encontró por casualidad una pared que se movía y detrás de ella apareció una habitación más bien parca y humilde, pero con un camastro y una jofaina con un bidón de agua al lado. Seguramente el pastor la usaría para dormir.

Ángel se tumbó en el camastro y rápidamente se quedó otra vez dormido o desmayado, no sabría qué decir. La caminata que se había dado, le había dejado extenuado.

Mientras Ángel dormía, las fuerzas de los carabinieri habían encontrado el furgón y habían echado en falta al aún llamado por ellos padre Ángel. Procedieron a dar la voz de alarma y a iniciar su búsqueda.

Cuando Ángel despertó ya bien entrada la mañana siguiente, escuchó gran ruido de balidos y golpes. Se asomó por la puerta, pero volvió a desvanecerse. Cayó sobre el suelo y ahí permaneció tirado.

Isabella ese día había salido con sus ovejas, como casi todos los días, las tenía pastando para recogerse cuando el sol empezara a apretar con fuerza. Había guardado los animales y bajado al pequeño riachuelo que surcaba la finca. Sacó su cantimplora y la llenó. Así mismo bajó dos bidones de diez litros de la carretilla y procedió a llenarlos. Cuando los tenía prácticamente llenos escuchó unas voces a lo lejos y sintió como unos hombres vestidos de policía, se acercaban hacia ella. Isabella tembló por el miedo que esa gente le producía, nunca traían buenos presagios.

  • Buenos días joven, ¿no habrás visto un hombre caminando por estos parajes?
  • Noo, no, señor, no he visto nada.
  • ¿Hace mucho que estás por aquí?
  • Toda la mañana señor, estaba dando de comer a los animales y ahora los llevaba un poco de agua.
  • Bien, si ves algo raro, nos lo comunicas de inmediato, has entendido bien.
  • Sí señor, sí.

Una vez terminó de llenar los dos bidones de agua, caminó con la carretilla hasta la casa y se dispuso a llenar de agua los abrevaderos para el ganado. Vio a lo lejos, como los hombres que bajaron en dirección al pueblo, volvían hacia la casa.

Entró en la habitación para asearse un poco y lo que descubrió, la dejó paralizada. Un hombre de unos treinta años, musculoso y guapo, muy guapo, estaba tirado en el suelo inconsciente y con una pistola al cinto. Sujetando con fuerza ese cuerpo, lo arrastró hasta un pequeño cobertizo. Lo escondió en él, tapándolo con los fardos de pieles que tenían para vender en otoño, este no era el mejor escondite, pero el hedor que desprendían las pieles seguro ahuyentaba a los policías. Los policías entraron en la pequeña habitación mientras Isabella se aseaba con sus pequeños pechos descubiertos.

  • Perdón, perdón.
  • ¿Joder, no saben llamar?

Isabella tapó con sus dos manos los menudos pechos a la vez que echaba desairada a los policías. Una vez estuvo vestida, salió al corral.

  • Lo sentimos mucho, señorita, pero hemos de registrar la estancia.
  • Están ustedes en su casa.

Mientras los guardias subían, Isabella había arrastrado a Ángel hasta un pequeño cobertizo donde guardaba las pieles, la verdad es que el olor era insoportable, pero él estaba inconsciente y era mejor eso que ser detenido. Tras unos interminables minutos, los policías aparecieron por la puerta.

  • Señorita, no la molestamos más
  • Tranquilo hombre para eso estamos.

Isabella es una bella muchacha que hacía un par de meses había cumplido los dieciocho. Tiene un precioso rostro, blanco como el nácar y un cuerpo menudo, pero bien formado. Su escaso uno sesenta y sus poco más de cuarenta kilos, ofrecían una imagen espectacular. Sus menudos pechos, sobre la ochenta y cinco terminados en unos preciosos y gordos pezones en forma de cono, ofrecían una preciosa imagen a la vista. Isabella nunca había estado con más hombre que su padre y el pobre no era ejemplo para la gula.

Isabela al transportar a Ángel y tumbarlo de nuevo en la cama observó que estaba muy caliente, supuso que tenía fiebre, pero no sabía qué hacer. Optó por preguntar a don Fabio, el médico del pueblo. Cuando a la tarde bajó al pueblo se pasó por la consulta del médico.

  • Buenas tardes don Fabio, como usted ya sabe, mi padre, ya es mayor y temo no saber atenderle si un día enferma. Por ejemplo, si tiene mucha fiebre ¿qué habría de hacer?
  • Pues lo primero es intentar bajar la fiebre, con paños húmedos, con un buen baño o con unas friegas de alcohol.

Isabella le siguió preguntando más cosas, pero más para disimular que para saber. Tenía que hacer bajar la fiebre de ese hombre, de lo contrario se consumiría. Ya llevaba tres días medio inconsciente e inconsciente, no había comido nada y estaba muy débil. Le dijo a su padre que subía a cuidar el ganado y con un buen trozo de queso, un poco de chorizo, pan y la bota de vino, se subió con los animales.

Al llegar Ángel deliraba y rezaba oraciones inconexas, Isabella no entendía nada, solo que su cuerpo ardía cuando miraba a ese hombre. Isabela nunca había besado, acariciado o sido acariciada por nadie. Ella solo conocía a los animales, los había visto copular, pero ella no sabía nada del tema.

Trajo un cubo de agua de la fuente y con unas viejas sábanas hizo unos trapos. Había pasado por la farmacia y comprado un bote de alcohol. Lentamente con cuidado, fue despojando a Ángel de sus ropas, esos músculos marcados le hacían arder por dentro. Soltó los botones de su pantalón y lo bajó sacándolo finalmente por sus pies. Ante ella solo quedaba Ángel cubierto por unos blancos calzoncillos que marcaban su flácido miembro. No se atrevía a quitarle los calzoncillos, pero recordó que el médico le había dicho que en los testículos es donde los hombres regulan su temperatura corporal y si estos estaban frescos, el cuerpo estaría fresco.

Isabella bajó lentamente esa prenda y ante ella apareció un miembro flácido y arrugado, para nada era lo que ella se había imaginado, al saber de la dureza de los miembros de los perros y los carneros. Recogió de la cesta un trozo de sábana y lo puso sobre la frente de Ángel, extendió sobre su torso otro trozo de húmeda tela y por fin, con otro trozo de tela bien mojado, cubrió sus genitales. Acarició la polla flácida del hombre y un temblor recorrió su cuerpo. Salió a tomar un poco de aire y a respirar profundo, algo en ella bullía y su sexo ahora estaba húmedo, sensación que nunca había tenido. Ese ligero picor le gustaba y si apretaba sus piernas lo sentía con mayor intensidad.

¿Qué me está pasando? se preguntaba, nunca había tenido ese sentir en su cuerpo.

Volvió a la estancia y abrió el ventanuco que en ella había, el aire estaba muy cargado. Tocó de nuevo a Ángel y notó que ahora estaba con menos calor, los apósitos estaban funcionando. Se acordó de las friegas de alcohol y fue a buscar el bote. Sabía que en los órganos sexuales no debía de usarlo, pero tenía todo el resto de ese magnífico cuerpo, para sus manos.

Empezó acariciando su cuello a la vez que extendía el líquido, bajo por su pecho apretándolo y notando su dureza, notando como esos músculos se marcaban al paso de su mano y como su sexo, que cada vez estaba más mojado. Acarició sin prisa su vientre y el comienzo del pubis, observando como esa cosita había crecido y ya tenía un tamaño importante, cada vez se parecía más a los sexos que había visto en los animales. Le dio la vuelta acariciando su espalda totalmente musculada y su culo, ahí en su culo se recreó. Un culo duro, muy duro, de las veces que Ángel salía a correr. Un culo redondo donde sus manos no se cansaban de acariciar. Ella ahora ya era un mar, sus bragas a duras penas podían contener la humedad de su sexo. Bajó por las piernas y lo volvió a dar la vuelta. Ahora sí, ante ella aparecieron los veinticinco centímetros de polla totalmente dura, marcando unas poderosas venas. Isabella abrió los ojos y volvió a lubricar. Por primera vez tenía ante sí una polla, y vaya polla.

Lentamente acercó su mano a esa polla que la llamaba y la atraía poderosamente, la asió con fuerza, comprobando que no la podía abarcar entera. Notó su calor y como palpitaba entre sus dedos. La miraba hipnotizada, no sabía que hacer, pero sentirla le producía un gran placer. Lentamente empezó a subir y bajar su mano por ese duro sexo, que cada vez estaba más duro y más caliente. Seguía hipnótica, el movimiento de su propia mano y veía como unas ligeras gotas aparecían en la punta de esa polla. La curiosidad le pudo y acercó su boca al capullo, sacando la lengua recogió en ella el maná y lo saboreo. Le gustó su sabor salado y siguió chupando, rodeando ese capullo con su lengua. Ahora a la vez que movía esa polla, introducía lo poco que podía en su boca. Le gustaba sentir esa dureza y ese temblor entre sus dedos. Su sexo era apretado cada vez con más intensidad por sus piernas y.… sin saber qué le pasaba un tremendo placer inundó su cuerpo explotando dentro de ella y llevándola a un éxtasis jamás experimentado. Su cuerpo quedó después relajado, lo que la obligó a tumbarse al lado de ese hombre, que ya se había enfriado un poco. mientras la luz desaparecía, fue viendo como esa polla volvía a su estado anterior. Lentamente se fue quedando dormida, mientras revivía la experiencia pasada.

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