Silencio: Hombre penetrando

Me pasó cuando tenía dieciocho años.

No era muy ganador, porque me sentía todavía muy acomplejado por las secuelas de un acné que me había dejado la jeta como la luna, llena de cráteres.

Pero empecé a trabajar en el reparto de soda de mi tío, y las cosas cambiaron.

Mi tío sí era un ganador.

En su casa había grandes peleas por eso, porque mi tía no siempre se tragaba las razones que él daba para sus retrasos.

Un día me presentó a una señora, en su reparto. Era un ama de casa común y corriente, sin arreglar, en medio de las faenas cotidianas del hogar.

El bruto va y le dice:

– Este es mi sobrino Fernando, Totita. A ver si lo sacás de la paja, que ya le falta sólo un grano para recibirse de choclo.

Odié a mi tío intensamente, en ese minuto.

El hecho que me denunciara con una, para mí, desconocida, y la pusiera en mi intimidad como de sopetón, me resultó insoportable.

Pero la mujer ni rió. Me miró, casi seria, fue para la cocina, miró la hora, apagó el fuego y dijo, secamente:

– Dejámelo.

Mi tío me palmeó y se fue. Quedé mirando cómo se alejaba por el pasillo, sin volverse a ver ni hacer comentarios. Todo era de lo más extraño. La señora, en otro tono, más suave, me dijo:

– Vení.

Cerró la puerta detrás mío y, secándose las manos con el delantal, me hizo señas que la siguiera. Estaba muy intimidado y no me moví. No se enojó. Me tomó de la mano, con la suya aún ligeramente húmeda, y me condujo al interior.

Pasamos por un comedor que, como todos los de las familias humildes, representaba lo mejor y más mostrable de la casa. Cuando llegamos a la puerta del dormitorio, me dijo:

– Entrá y esperame.

La obedecí, mientras ella iba al baño, que quedaba en el pasillo. Entré.

Una cama con cobertores bordados ocupaba el centro de la habitación. Un gran ropero, y dos me mesas de luz con sendos veladores, del mismo estilo, completaban el mobiliario.

Sobre las mesas de luz, fotos de niños, que a esa hora estarían en la escuela, y del marido, abrazándola. Otra, ella con el traje de bodas y él de smoking, muy serios los dos. La señora entró a la habitación cuando yo estaba mirando esas fotos.

– No te pienses que hago esto con todo el mundo. Tan puta no soy.

Me dejó cortado. Creo que me vio algo pálido porque no habló más y se empezó a sacar la ropa.

Su delantal de ama de casa habría quedado en el baño. Se bajó la pollera. Empecé a transpirar. Se desabotonó la camisa y se la sacó.

Yo ya había visto minas desnudas porque, cada vez que tenía un mango, iba y me sacaba el gusto con unas viejas que cobraban barato y me la chupaban para que se me parara si estaba muy acobardado, y después se dejaban coger diciéndome:

– Venga con su nona, m’hijito.

Quizá hoy parezca algo crudo evocar esa realidad de mi pasado, pero yo no era el único que iba donde las viejas. Había muchos hombres que iban allí.

Gente del interior, en su mayoría.

Esperaban su turno en silencio y fumando, como concentrados en alguna cosa fundamental, mientras las viejas iban saliendo y llamaban:

– El siguiente…

Cobraban barato y nunca te apuraban. A mí me alcanzaba, pero nunca podía juntar para ir más de una vez al mes. El resto del mes, quedaba mareado de todas las pajas que me hacía.

Esta señora no tendría más de cuarenta años. Sus formas, sin ser espectaculares, eran bastante más tentadoras que las de mis viejas habituales. Aunque a diferencia de ellas, su ropa interior era muy simple, lo que extrajo de ellas me excitó.

Sus tetas, ligeramente caídas, eran bastante grandes y me gustaron mucho, cuando se sacó el corpiño y se las vi.

Cuando se sacó la bombacha, su panza era escasa y firme, y entre sus pendejos aparecían los bordes de una concha que me pareció deseable.

Una vez desnuda, se recostó en la cama, sin hablar. Me empecé a desvestir. Cuando quedé desnudo, fui hacia ella, pero no me miró. Empecé a acariciarte las tetas y se dejó hacer. Cuando bajé la mano y le toqué la concha, ella bajó su mano, siempre sin mirarme, y me tocó los huevos y la pija. Ahí sí me miró y dijo, como si hablara de algo inesperado:

– Se te paró la…

Me gustó esa forma suya de tocarme, de no hablar, de hablar sin decir las cosas crúdamente. Me animé y la besé en la boca. Me dejó hacer y se abrió de piernas. Me le subí encima. Ella misma me agarró la pija y se la metió, la punta nomás.

Cuando sentí que estaba adentro, me animé un poco y empecé a empujar. Ella murmuró algo pero no comprendí qué. Mis movimientos me llevaron rápidamente al límite físico de nuestro contacto. Ya totalmente dentro de ella, sentí que la señora movía las caderas y el vientre, como de forma ondulatorio.

Ese movimiento me dio la sensación de un contacto mayor.

Me animé y le chupé una teta. Como ella se dejaba todo, tomé coraje y empecé a moverme fuerte, como si yo mandará. La mujer empezó a respirar fuerte.

Me sentí muy cómodo, muy hombre. Era la primera vez que tenía en mis brazos una mujer a la que no le pagaba por dejarse. Sentí que sus brazos me oprimían la espalda. Imprimí velocidad a mi movimiento dé penetración y alejamiento.

La señora ponía una cara rara, mientras me la cogía.

Parecía como que era una mueca que yo nunca había visto. Claro, las putas que frecuentaba no eran multiorgásmicas, al menos no en mis brazos.

La mujer acababa, silenciosa y reiteradamente. Sólo las contorsiones de su rostro traducían el instante que vivía, el. placer que sentía.

Su jadeo era apenas audible, y provenía más del esfuerzo y la dificultad respiratoria que otra cosa.

El verdadero ritmo de su gozo lo marcaba la cara, que se movía mucho, mientras su cuerpo se dejaba arrastrar por la furia creciente de la cogida que yo le estaba, pegando.

Un amigo me había contado que él se la sacaba, a la novia, en el momento de acabar. Para fingir una experiencia que no tenía, quise hacer lo mismo. Al sacársela, ella gritó de dolor, lo que no me impidió eyacular sobre todo su cuerpo, con tal fuerza que hasta le bañé la cara de leche.

– Estúpido – dijo la mujer, secándose.

Me sentí muy tonto, con mi pija que se iba achicando y la mujer que @ limpiaba con un gesto de desagrado.

– Además, me hiciste doler, sacándomela así. Tarado. Cuando se es pijudo, hay que tener cuidado cuando se sale de la mujer.

Sus recriminaciones, de pronto, me supieron a miel. Me acababa de decir pijudo. No me importó que estuviera enojada. la empecé a besar con pasión, con autoridad. Ella, sorprendida, me miraba. Se me volvió a parar con el sólo contacto con su piel, húmeda dé mi leche. Le tomé las tetas. Ella me vio la pija parada y abrió grandes los ojos.

-¿Otra vez? dijo, como si no la pudiera creer.

Orgulloso, la besé con fuerza, retorciéndole las tetas. Medio un bife. Me dolió y quedé tocándome la cara. Miró la hora.

– No tengo tiempo- dijo.

Creí que me iba a poner a llorar. No sé si por mi cara o porqué, pero ella se agachó y me empezó a mamar la pija. Nunca me la habían chupado después de un polvo. la tenía sensible y su lengua me produjo mucho más placer que cualquier cosa que recordara.

Me lamía las bolas, me chupaba la pija, me mordía el tronco. Se estaba excitando. Me di cuenta y le dije:

-¿Seguro que no tenés tiempo?

Sonrió, creo que por primera vez, como si la hubiera sorprendido en falta. Se volvió a recostar y abrió las piernas. Esta vez, yo se la puse sin que me guiara, ya conocía el camino. Y de entrada empecé a movérmela como quería. Su rostro empezó a transformarse de inmediato. Empezó a acabar enseguida.

Había visto, en una foto, cómo un hombre le levantaba las piernas a una mina, para cogérsela. Traté de hacer lo mismo y ella se dejó. Sentí que la penetración era cada vez más profunda y eso me calentó más.

Empecé a empujar para adelante con desesperación, manteniéndole las piernas levantadas. Ahí, ella no aguantó más y empezó a gritar de placer. Sus manos me soltaron y empezó a acariciarse el pelo a ella. misma.

Se chupaba los labios con frenesí, sin parar de gritar, fuerte, alto, agudo, como si se la estuvieran cogiendo y le gustara, que era lo que en realidad estaba, pasando. Me sentí un gigante.

De pronto, su cuerpo se arqueó, como si se le cortara la respiración y lanzó un grito tremendos y se aflojó completamente, Se la saqué despacio, precaución inútil porque la señora estaba toda blandita.

– Doña Tota, ¿está bien? – pregunté, tontamente.

No me contestó, porque parecía haber quedado en un estado en que era incapaz de decir nada. Pero me hizo que sí, con la cabeza.

Esperé un rato. No había acabado y estaba recaliente. Pero me sentía feliz porque lo que había logrado con esa mujer era como del tamaño de una montaña. Cuando se repuso un poco y vio que yo todavía estaba con la pija dura, me dio un beso en la boca. Era el primero que me daba ella. Le metí la lengua y pronto sentí que la suya también me buscaba. Se volvió a excitar y me pidió:

– Cogeme, mi macho. Cogeme, por favor, varón.

Se la puse con violencia, pero su cuerpo ya estaba listo para cualquier cosa y no me, dolió ni a ella tampoco. Esta vez empezó a gritar desde el vamos. Y a decirme bestialidades:

– Cogeme toda…. rompeme la concha…, metémela hasta los huevos …. garchame entera.

Y todo eso entrecortado por ayes de felicidad. Esa mujer estaba en el séptimo cielo, y se sentía. Le levanté otra vez las piernas, aún más que antes, poniéndomelas sobre los hombros. Y ahí sí que le pegué todos los pijazos que quise, hasta el fondo, de la concha. Ya sentía que era el fondo de ella, y no el límite de mi pija. Quería ir más allá del fondo, y ella se dejaba, totalmente regalada.

Acabé cuando ella se volvía a arquear, y seguí dándole hasta que se le aflojó el cuerpo, después de que pegara un grito más fuerte todavía que el otro.

Cuando me bajé de esa cama, ya no era el mismo. la señora, me invitó a almorzar, me regaló una camisa de¡ marido, y me hizo jurarle que volvería. Cumplí. Durante seis meses, de lunes a viernes, fue el mismo show.