Capítulo 1
Vivo en una colonia al norte, tranquila, donde cada quien se mete en su rollo. Casas separadas por patios grandes, bardas altas, y vecinos que nomás saludan por compromiso. Y justo eso fue lo que lo hizo posible.
A unas cinco casas de la mía vive Patricia, una señora de 47 años, madre soltera. Tiene dos hijos adolescentes y una rutina que siempre parecía muy bien cuidada. Es de esas mujeres que no salen con maquillaje, que andan en pants, en shorts viejos… pero que, por más simple que se vista, se nota que está buenísima.
Cintura delgada, caderas generosas, piel morena clara. Y una mirada cabrona, de esas que no se te olvidan.
Nos saludábamos desde hacía tiempo. Pero un jueves por la tarde, me cayó un mensaje por WhatsApp:
—¿Estás ocupado?
—No, ¿qué onda?
—¿Puedes ayudarme con unas cosas del patio? Los chavos están en entrenamiento y no tengo quien me eche la mano.
No soy pendejo. Sabía que algo traía entre líneas. Me puse una camiseta, agarré mis tenis y me fui directo.
Me abrió la puerta con una blusita blanca y unos shorts de mezclilla que parecía que le habían pintado con aerosol. No traía brasier. Se le notaban los pezones apenas con el airecito del ventilador.
—Pásale —me dijo con una sonrisa medio nerviosa.
Fuimos al patio, me pidió mover unas macetas, ayudarle con unos fierros y trastes. Nada complicado.
Después de un rato, me ofreció una cerveza. Nos sentamos en la sombra. Y de pronto, sin que lo esperara, me suelta:
—¿Sabes qué es lo que más extraño?
—¿Qué?
—Que me agarren. Que me besen. Que me cojan rico.
Y se me quedó viendo con los ojos entrecerrados.
La neta, ya me tenía bien prendido desde que la vi. Así que no dije nada. Me acerqué y le planté un beso como si ya lo hubiéramos practicado cien veces. Me respondió con una mordida suave, y ahí supe que se acabaron las formalidades.
Me agarró de la mano, me metió a la casa. Cerró con seguro. En la sala, la blusa voló. Tenía unas chichis grandes, suaves, con el pezón moreno bien paradito. La tomé por la cintura, la levanté y la puse sentada en la barra de la cocina.
—Quítame el short —me dijo, con voz bajita.
Lo hice despacito. La tanga estaba empapada. Se la hice a un lado y me la metí a la boca. Le metí lengua como si llevara años sin saborear algo así.
Se vino rápido. Se sacudía, me agarraba del pelo, y se mordía los labios. Luego se bajó de la barra, se puso encima de mí en el sillón y me empezó a cabalgar. Me decía cosas sucias, me apretaba con las piernas.
—Así, verga… así quería desde hace semanas…
Terminamos empapados, ella con la cabeza sobre mi pecho y una sonrisa de cabrona satisfecha.
Desde entonces, cada que me llega un “¿Estás ocupado?”, ya sé que me toca servicio… en el mejor sentido