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Y estallaron las estrellas…

Me llamo Hilda R., tengo 34 años y desde que terminé mis estudios secundarios mis padres decidieron casarme con un anciano ricachón del pueblo en que vivíamos.

La boda, claro está, complació a todo el mundo, menos a mi persona.

A través de los siguientes doce años, mientras que me desarrollaba como mujer, adquirí la frigidez total en mis relaciones sexuales.

Principalmente porque mi marido me lo hacía mediante un manual de posiciones sexuales que se suponía milenario y procedente del Oriente.

Me cogía dos veces a la semana, al principio, pasados los años, apenas una o dos veces al mes y cada vez con él era un suplicio.

No sólo por su avanzada edad, en que había que pararle el pene a fuerza de besos y mamadas; sino que encima de eso, había que adaptar el cuerpo desnudo a todas las posiciones ridículas que venían en el maldito libro.

Claro está que mi marido no tenía la menor consideración por mis necesidades sexuales.

Para él yo era solamente un objeto trigueño, bonito, de buenas nalgas y grandes tetas en el cual podía descargar su libido sexual enfermo, mediante aquellas posiciones detestables.

Y creo que todo hubiese seguido de la misma manera por otros doce años si la suerte y la casualidad no me muestran que el camino que había llevado todo aquel tiempo, era falso y equivocado… por completo.

Nos encontrábamos de vacaciones en la playa. Aquel año decidimos, en lugar de rentar una cabaña apartada, alojarnos en un hotel de categoría en el balneario que escogimos.

Como era de esperarse, mi marido sintió los deseos de hacerme suya la misma tarde en que llegamos al hotel.

Y como era de esperarse, me desnudó colocándome en sus extrañas posiciones, con su pene flácido, casi sin vida, trepado en mis caderas y tratando de clavármela sin resultados positivos.

Yo aceptaba, allí en el lecho, sus avances y posiciones con la mente puesta en la playa cercana, el sol, la risa de los bañistas… todo lo que pudiera apartarme de la detestable escena por la que me veía forzada a pasar.

Finalmente mi marido, que estaba a mis espaldas en una de sus posiciones más extrañas, logró soltar su leche aguada sobre mis muslos y se quedó dormido casi al momento.

Yo estaba echando chispas.

Mi cuerpo ardía de la fiebre del deseo. Me levanté de la cama acercándome al espejo de cuerpo entero, en que segundos antes viera mi figura desnuda y el cuerpo en forma de macarrón de mi esposo.

Mis senos altos, llenos y blancos, se movían lentos y tentadores.

Me los copé en las manos, moviéndolos al compás del fresco que entraba por la abierta ventana… viendo como los duros pezones se crecían y engordaban hasta convertirse en pelotitas de carne oscura y tierna.

Deslicé una de mis manos por el vientre, siguiendo la comba de mi feminidad hasta que los dedos quedaron prendidos en los vellos púbicos, abundantes y espesos que formaban una masa de lujuria animal entre mis muslos.

De allí deslicé dos dedos hasta la entrada de mi vulva y, apartando los protuberantes labios, comencé a introducirlos en mi gruta. Mis dedos se movían en un torbellino de calor y burbujas mientras que me pajeaba…

Mis ojos rodaban en las órbitas, contemplando mis senos que saltaban, me gustaba el juego de mis carnes, quizás un poquitín gorda, pero con curvas perfectas para mi edad.

¡Oh, carajo; necesito una verga!… –

¿Sería posible que toda mi lujuria se consumiera a través de la masturbación, sin saber nada del verdadero placer de un macho con una riquísima verga chorreando leche?… No podía más…

Así desnuda, disfrutando de la brisa del atardecer que penetraba por el balcón, salí al mismo.

Me senté en una de las sillas de extensión, desnuda, caliente y triste, contemplando mi alrededor, viendo cómo las nubes pasaban sobre mi cabeza y cómo llegaba el anochecer; mis ojos estaban nublados por mis lágrimas, me sentía triste y sola…

Y entonces lo vi… Me quedé helada, sin embargo, ya era muy tarde para modificar mi posición.

Y de pronto me acordé que estábamos en uno de los pisos inferiores del hotel, y que sobre nuestro balcón estaba otro y otro… pero sobre todo, en el piso de arriba, me contemplaba un hombre con ojos encendidos por la pasión.

Calculé que tendría unos 30 años, apuesto, musculoso y sobre todo… con un tremendo bulto entre sus muslos. Los dos nos mirábamos desnudos, sin saber qué hacer.

Cubrir mi desnudez hubiera sido ridículo… él lo comprendió así, y me indicó que subiera a su departamento… Sus labios se separaron y con los dedos y el gesto me dijo el número… era el 307…

Era una fuerza superior a mí, una fuerza que me hizo colocarme un bikini negro que había comprado para la ocasión; un bikini en el cual mis senos apenas quedaban ocultos por el breve tejido y que se enterraba en mi rajita y nalgas, como una segunda piel.

Me detuve una vez más ante el espejo.

Sonreí coqueta, mi cuerpo aún estaba a plenitud, seguía siendo una mujer llamativa, interesante y de magníficas formas. No tenía nada de qué avergonzarme; y así me lo demostró mi vecino del piso superior.

Estábamos en la cama. En realidad muy pocas palabras se habían cruzado entre los dos.

Me esperaba con la puerta abierta y sus brazos rodearon mi cintura en cuanto entré, a la vez que cerraba la puerta a mis espaldas.

Sus manos recorrieron mis costados al tiempo que su lengua jugaba con la mía. Sentí que los labios de mi papaya se me hinchaban, que los líquidos brotaban de ella como el rocío en una flor mañanera, inexperta.

Encontró la argolla que sostenía el sostén y tiró de ella dejándome los pechos desnudos. De inmediato se aparto para contemplarlos. La vena que corría al costado de su frente se hinchó repleta de sangre y de un sólo tirón se despojó de su trusa, quedando con la verga de fuera.

Me quedé contemplando aquel inmenso tolete. Su forma ganchuda, me excitó, como si el extenso tronco fuera incapaz de controlar el peso de la cabezota roja, bulbosa y chorreante.

Más abajo, los enormes cojones se alargaban casi hasta medio muslo, repletos de los pelitos negros más largos e hirsutos que jamás hubiera visto. Todo el conjunto era tan maravilloso, que casi pierdo las fuerzas y me desmayo allí mismo.

Pero él por su parte me estaba sometiendo a la misma inspección; y sus ojos brillaban como si fueran de fuego líquido, contemplándome el parche oscuro de mi sexo.

Me abrí de muslos un poco para que viera mi concha, el clítoris que se elevaba desafiante en el rosado pedestal de mis tejidos íntimos.

La contemplación de nuestros cuerpos desnudos duró un largo minuto, hasta que, tomándome por una mano, me arrastró a la cama de su habitación…

Desde que caímos en ella, uno al lado del otro, me di cuenta de que aquel hombre era lo que había esperado todos aquellos años… y que mi sueño se estaba convirtiendo en realidad.

Me volvió hacia él, de forma que quedamos rostro a rostro y lado a lado. Su verga encajada entre mis muslos, un poco más abajo de la vulva, rozando con su descomunal cabezota mis pétalos vaginales y el clítoris que lanzaba estallidos eléctricos por toda mi carne.

Sus labios descendieron por mis labios, siguieron por el cuello, por los senos, trazando la curva de mis tetas con su saliva.

Hasta que llegó a los pezones y comenzó a mamarlos uno a uno, deteniéndose largo rato en las puntas, chupándolas para después tragarse todo el globo oscuro del pezón, mamándolo desesperadamente. Nunca me habían mamado las tetas de aquella forma.

Yo me estremecía a su lado, pegándole el vientre al enorme falo, sintiendo el ardiente calor de la verga, enterrada entre mis muslos, mientras que él seguía depositando una lluvia de besos y chupones en mis tetas desnudas que se derramaban sobre su rostro.

Una de sus manos se deslizó por mi espalda hasta que llegó a mis nalgas… y allí completo el inmenso placer que sentía al separarme las cachas introduciendo los dedos en mi culo.

¡Estaba viniéndome… viniéndome a chorros!…

Nunca pensé que pudiera venirme, y mucho menos de aquella forma. Uno de sus dedos en mi ano, moviéndose acompasadamente, entrando y saliendo, mientras que su verga chorreaba leche pastosa sobre la labia de mi concha.

Y para finalizar, sus labios mordiendo mis tetas, chupándome los pezones… Aquello era demasiado para resistirlo y me vine sin cesar, por lo menos cuatro veces consecutivas.

El asqueroso de mi marido jamás me había hecho algo remotamente parecido, así que para mí todo lo que estaba sucediendo era nuevo. Pero allí no paraban sus caricias. Yo estaba desesperada porque me la metiera.

Quería su verga enterrada en mi gruta, entrándome en un bombeo espasmódico; quería sentirlo frotándome las paredes de la vagina con aquel trozo de dura y sabrosa carne caliente. Sin embargo, él no parecía dispuesto todavía a llegar a ese punto… todo lo contrario.

Se fue deslizando hacia abajo, reptando por mi vientre, sus labios seguían depositando besos encendidos y ensalivados en mi piel, se detuvo en el ombligo acariciándolo con la lengua.

Di un gritito de profundo placer, un grito que me nació del fondo de mi alma, mientras que mis manos buscaban su cabeza y trataba de enterrar su cara en mi vientre.

Él sonrió y continuó bajando.

¡Oh, ya sentía el calor de su aliento sobre mis vellos púbicos!.. Sentía como estos se movían al compás de su respiración, al calor de su ardor interno.

Mis muslos temblaban y se abrían de lado a lado ofreciéndole mi vulva abierta y empapada en leche; sí, mi rajita rodeada de vellos oscuros, mi cavidad profunda y densa, de tejidos rojos y rosados.

¡Ven… ven!… -, pedí.

Estaba temblando por completo, todo mi cuerpo estremecido de convulsiones como si tuviera fiebre alta. Sin embargo, cuando esperaba que sus labios se posaran en mi vagina, y que me metiera la lengua y me la mamara, lo que hizo fue meterse entre mis muslos abiertos.

Los colocó en sus hombros y al momento sentí que explotaban todas las estrellas del universo, cuando su fierro desgarró mi cuerpo, penetró rampante hasta lo más profundo del canal de mi vagina y comenzó a moverse en acompasados bombeos que mi amante completaba inclinado sobre mis tetas y mamándolas alternativamente.

Me abracé a su cuerpo con piernas y brazos, adaptando mis caderas por primera vez en la vida a otro ritmo, más vibrante y más contundente…

Mis labios en los suyos, trasmitiéndole los jadeos que escapaban de mis pulmones ensordecidos por el ruido de mi sangre que me estallaba en las arterias…

Hasta que al fin lo sentí que se ponía rígido, inmóvil, para después, empujar con todas sus fuerzas.

Como si quisiera traspasarme de lado a lado al tiempo que los chorros de su quemante leche burbujeaban en mis ovarios… fue… único.

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