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Venganza I: Cara

Serie: Venganza

Venganza I: Cara

Capítulo I

Me llamo Pedro, tengo 33 años y si les escribo esta carta es tan solo por vengarme de los cuernos que me ha puesto mi cuñado Paco, él es un asiduo lector de esta revista y estoy seguro de que le dolerá todavía más enterarse de sus cuernos de esta forma.

Lo siento por mi querida hermanita, pero sé que él no se sentirá capaz de echarle nada en cara.

Por lo que sé todo empezó este verano, en que mi hermana Isabel (de 28 años) y mi odioso cuñado Paco (de 29) vinieron a pasar un par de semanas de vacaciones al chalet que tenemos en la costa, pues hacia ya varios años que solo nos veíamos de vez en cuando.

Ana, mi bella esposa (de 33 años) me confesó hace poco lo que ocurrió hace ya algunos meses, y que no me había querido contar antes por miedo a que hiciera alguna locura; pero, pensándolo fríamente, creo que lo mejor que puedo hacer es devolverle la jugada de esta manera, contándoles a ustedes, y a él, todo cuanto sé.

Lo primero que he de decir es que Ana tiene un tipo estupendo y que lo cuida muchísimo yendo al gimnasio y haciendo un estricto régimen, para conseguir que sus grandes pechos se mantengan tan firmes y sus nalgas tan prietas como cuando la conocí.

Hasta yo me siento orgulloso cuando voy con ella por la calle y noto cómo la miran otros tipos con deseo.

Por eso no hice ningún caso a los curiosos comentarios que me había hecho alguna que otra vez respecto a que él le tiraba los tejos, cuando coincidíamos con ellos en alguna que otra velada familiar.

Dado el carácter frívolo y bastante desenfadado de mi impertinente cuñado, no le di mayor importancia.

Si bien es cierto que yo solo le había escuchado decirle a mi esposa alguna que otra galantería, más o menos picante, y nunca había sido testigo de los supuestos palmetazos, y hasta pellizcos, que Ana decía que le daba en el trasero, de vez en cuando, cuando nadie les miraba; y que, cosa curiosa, nunca le dejaban señales de ningún tipo a la vista.

La única vez que creí ver algo medio sospechoso fue en una ocasión en que le sorprendí en el jardín de mis suegros, cómodamente apoyado en el marco de la ventana que daba a nuestro dormitorio, fumando un cigarrillo.

Mi cuñado, al verme, me saludó cortésmente y se marchó en otra dirección.

Mas tarde, cuando Ana me comentó que se había pasado gran parte de la mañana probándose antiguos vestidos y bañadores, y que le hacía ilusión comprobar que algunos todavía le estaban bien, caí en la cuenta de que el muy pillo había estado viendo como se desnudaba con todo descaro.

El caso es que durante su estancia yo trabajaba por las mañanas en la ciudad mientras ellos se iban a la playa, junto con otros vecinos, a disfrutar del verano.

A mi hermana sólo le gusta tomar el sol, pasándose horas enteras sobre la toalla; por eso Ana y mi cuñado solían jugar en el agua con los hijos pequeños de nuestros vecinos.

Todo era muy inocente, hasta aquel día, cuando mi esposa notó que él, con la excusa de evitar que ella cogiera la pelota, se tomaba demasiadas libertades.

Al principio solo eran roces, mas o menos pícaros en las partes más protuberantes de su exuberante anatomía.

Pero, cuando pasado un tiempo cogió la suficiente confianza, llego incluso a agarrarle un pecho “por error” en vez del balón.

El descarado de mi cuñado uso ambas manos para abarcar la mayor superficie posible.

Ana se hizo la disimulada, para que los niños no se dieran cuenta de que pasaba algo raro, pero él tomó su postura como una aceptación.

Así que, en la siguiente oportunidad, se “cayo” sobre ella; y ya, sin recato alguno, le apretó y exploró ambos pechos a placer durante un rato, por fuera e incluso por dentro del ajustado bañador que lucia ese día; dedicando una especial atención a sus enormes pitones, cuyo tamaño parecían haberle impresionado.

Logró pues, con sus manoseos, que se le endurecieran rápidamente los sensibles pezones, cuya amplitud y grosor pronto hicieron que se marcarán de una forma realmente espectacular a través del fino tejido.

Un rato mas tarde, cuando Ana notó que una de sus atrevidas e insidiosas manazas, después de introducirse hábilmente bajo su ajustado bañador, para acariciarle el generoso trasero aun más cómodamente, maniobraba para intentar llegar hasta su reducto mas intimo, salió rápidamente del agua, alegando ante los pequeños tener frío.

La pobrecilla paso un enorme apuro al sentir las intensas y elocuentes miradas que todos los hombres dedicaban a su descarada delantera mientras caminaba hacia las toallas.

Si en ese mismo instante mi esposa le hubiera contado lo que le había sucedido a mi hermana Isabel, es casi seguro que la cosa no habría ido a mayores; pero, al callarse, Paco vio vía libre y empezó un acoso constante sobre mi pobre mujer.

Procurando, eso sí, que ni mi hermana ni yo notáramos nada extraño en su conducta.

Capítulo II

No sé exactamente todas las felonías que le hizo pasar, pero sé de algunos sucesos que creo les ilustraran en gran medida sobre su forma de comportarse con mi querida esposa durante los días que estuvieron en nuestra casa.

Al día siguiente se le debió de hacer la boca agua al ver el precioso y reducido bikini que llevaba puesto mi mujer; pero como vio que Ana no se metía en el agua a jugar, por miedo a que se repitieran los ofensivos sucesos de la víspera, se quedó con ellas tomando el sol, al amparo de la sombrilla, esperando ansiosamente una nueva oportunidad.

Esta se le presento cuando mi esposa pidió a Isabel que le echara crema bronceadora por la espalda. Antes de que mi hermana pudiera responder a su petición se ofreció el zorro a ponérsela, con la excusa de que Isabel estaba ya prácticamente dormida; y, como era cierto, tuvo que ceder.

Mi esposa, con mucha intención, le dijo que solo se la pusiera por la espalda; y mi cuñado, susurrándole al oído, le dijo que solo tocaría aquello que estaba a la vista.

Mi mujer, mucho más tranquila, se tumbó boca abajo y le dejó hacer a su antojo.

Paco, arrodillado entre las piernas separadas de Ana, le fue poniendo la crema poco a poco, después de que mi esposa soltara la parte superior del bikini para no mancharla.

Lo cierto es que mi cuñado lo hacía con tanta suavidad que Ana llego incluso a quedarse un poco adormilada sobre la toalla.

Cuando un rato después abrió los ojos noto que las manos de él se paseaban libremente por todo su trasero, amasando alegremente su blanca carne sin el más mínimo recato.

Se disponía a echarle en cara su falta de palabra cuando vio que nuestro avispado cuñado, mientras le había estado poniendo la crema bronceadora por la espalda, le había ido introduciendo poco a poco la fina tela del escueto bikini por su estrecho canal posterior, hasta convertirlo en un reducido tanga que dejaba al aire todo lo que se suponía que debía ocultar.

Con todo lo peor era que también le había ido separando las piernas poco a poco, de tal manera que mi esposa sospechaba que Paco, arrodillado como un sultán entre ellas, le estaba viendo bastante más de lo que debía.

Y sus temores se confirmaron cuando noto una de sus manos jugando con los espesos rizos de su vello púbico, a la vez que separaban un poco mas sus labios íntimos, tirando suavemente de ellos para dar cabida a un trozo mas de tela en su angosto interior.

Ana, muy enfadada, se sentó como pudo en la toalla para tratar de ponerse bien el bikini antes de que se despertara mi hermana, y muy irritada pidió a Paco que le abrochara la parte de arriba, mientras ella intentaba arreglar precipitadamente el desaguisado de abajo.

Y, como no, mi cuñado se hizo el torpe, para que se le cayera el cierre de las manos lo suficiente como para dejar uno de sus gigantescos pezones totalmente al descubierto.

Rápidamente se apresuro a meterlo de nuevo dentro del bikini, usando una de sus manos con gran desenvoltura para toquetearlo a placer mientras lo ponía a cubierto, antes de que Ana se repusiera de la sorpresa y pudiera montar un escándalo por su descaro.

Tan solo un par de noches después, mi cuñado aprovechó que Ana estaba sola en la cocina, preparando una cena rápida, y entró para “ayudarla”.

Desde donde estaban nos podían ver a mí hermana y a mí por la amplia ventana tan perfectamente como nosotros veíamos sus cabezas, mientras tomábamos unas copas en el patio trasero.

Supongo que ese fue el motivo por el que mi esposa no acertó a reaccionar cuando él, tras situarse taimadamente a su espalda, empezó a levantarle la amplia camisola que llevaba puesta, pues debido al excesivo calor ellas solían vestir de una manera bastante informal para andar por casa, mientras le susurraba al oído que solo quería ver si llevaba algo debajo.

Ana, cohibida, le rogó que se estuviera quieto, pues no veía otra forma de evitar que sus manos siguieran ascendiendo por sus muslos sin montar un escándalo.

Mi cuñado, sin dejar de acariciar sus piernas de forma cada vez mas intensa, le dijo que sólo se portaría bien si le daba una prenda intima a cambio “como recuerdo”.

Ana, turbada no solo por la insólita situación sino por sentir como presionaba contra su mullido trasero un rígido aparato de proporciones descomunales, le contestó por lo bajo que eso no era posible, ya que no llevaba puesto el sujetador.

Paco, abrazándola por detrás, le sopesó descaradamente las magnificas ubres, por encima del vestido, abarcando con sus manos todo cuanto podía; y así, mientras le endurecía ambos pezones a base de pequeños pellizcos, le murmuro “que no necesitaba para nada chismes de esos”.

Antes de que mi mujer se diera cuenta de lo que se proponía hacer mi cuñado este se arrodilló tras de ella; y, metiendo las dos manos bajo el vestido, le cogió las finas tiras de las braguitas, y se las bajó de un seco tirón, guardándoselas en un bolsillo a continuación.

El muy truhán no solo contempló a sus anchas aquellos preciosos territorios, sino que incluso oso darle unos pequeños besitos en el trasero, sepultando la nariz en su estrecho canal, para lamer en profundidad su oscura grieta, antes de dejarla ir a nuestro encuentro.

Mi esposa, en cuanto pudo librarse de su insidiosa lengua, salió disparada al patio, ya sin las bragas, para decirnos que la cena ya estaba lista, aunque ambos sabían que no era cierto.

Paco la siguió poco después, con la malsana intención de aprovecharse aun mas de la incomoda situación en que se encontraba mi mujer por su culpa.

En cuanto nos sentamos en la pequeña mesa del patio este metió su brazo bajo el amplio mantel, y no cejó en sus insidiosas caricias hasta que consiguió introducir una de sus osadas manos entre los apretados muslos de Ana, para acariciarle la indefensa abertura a placer; metiendo, incluso, uno de sus gruesos dedos bien a fondo dentro de su acogedora intimidad, para masturbarla aun mas cómodamente, mientras conversaba conmigo de frivolidades, con toda la desfachatez del mundo; y, mi mujer, la pobrecilla, mientras tanto, disimulaba como podía que estaba alcanzando el orgasmo, debido a sus hábiles caricias.

Después, cuando Ana por fin se corrió en sus manos, en silencio y con mucho disimulo, el muy golfo se chupo los dedos, mirándola directamente a los ojos, mientras decía que toda la cena estaba “exquisita”, y que estaba deseando repetirla cuanto antes.

Viendo que mi mujer callaba, para no armar ningún escándalo, él siguió acosándola día tras día, cada vez que tenía la menor oportunidad de hacerlo; arrinconándola, siempre que se quedaban solos, en cualquier esquina de nuestra casa, para poder meterle mano impunemente, mientras ahogaba sus tímidas protestas con rudos y ansiosos besos.

De nada servia que ella se pusiera camisas o sujetador, pues a él no le importaba lo mas mínimo tener que destrozarle algún broche, cierre, o botón, con tal de poder disfrutar de sus grandes senos desnudos, por los que parecía sentir obsesión.

Ana tuvo que disimular durante el resto de las vacaciones los múltiples chupetones y moratones que afloraban continuamente en sus lindas colinas; cuyos irritados pezones demostraban, bien a las claras, lo mucho que a él le gustaba mordérselos, siempre que podía.

Dado que mi mujer casi nunca usa pantalones no tenia grandes impedimentos a la hora de introducir sus largos dedos en su intimidad, e incluso en su trasero, para masturbarla violentamente, mientras la besaba con pasión, hasta arrancarle algún apagado suspiro o gemido de placer, como justificante de sus continuos y traidores ataques.

Capítulo III

Un día Paco vio el cielo abierto cuando tuvo que llevarla hasta el supermercado, pues ni mi esposa ni la suya, tienen todavía el carnet de conducir.

Como además, mi hermana se encontraba algo indispuesta, debido a que le acababa de llegar el periodo, se fueron solos en mi coche a hacer la compra, para alegría de mi cuñado.

En cuanto estuvieron solos en la carretera, Paco empezó a acariciarle las piernas, introduciendo la mano bajo su vestido todo lo que podía, para intentar meter sus largos dedos dentro de la braguita, como de costumbre.

Ella le rogó que se detuviera, y él le pidió el sujetador, como pago, “para tener el conjunto a juego”.

Ana al final tuvo que acceder, como mal menor, cuando los hábiles dedos de mi cuñado rebasaron sus ultimas defensas, alcanzando sus rizos mas íntimos por un lateral de la fina prenda.

Paco estacionó en la cuneta, y nada mas detener el coche le soltó velozmente todos los botones del vestido, ansioso por apoderarse de todos los tesoros que este ocultaba.

Luego, mientras ella se quitaba el sujetador, él empezó a acariciarle salvajemente los pechos, y a chuparle, y morderle, los sabrosos pezones, hasta conseguir endurecérselos.

Mi esposa se dio cuenta de que Paco se estaba excitando demasiado, y le suplicó que parara, “no les fuera a ver alguien”.

Y este ni corto ni perezoso, le hizo poner la mano sobre su descomunal paquete, para “demostrarle” que, con semejante excitación, no podía conducir; y, que si ella lo “calmaba” ahora, él seria un chico formal el resto del día.

Mi mujer tuvo que llorarle y suplicarle para que no la poseyera allí mismo; y si lo logro fue solo a cambio de usar su boca como sustituto.

Aunque ella sabia que era un chantaje rastrero y odioso al final cedió, pues veía que no le quedaba otro remedio si quería salir indemne de aquella sucia y vil trampa.

Fue luego, al dejar al descubierto su monstruoso miembro, cuando se dio cuenta de que no fanfarroneaba lo más mínimo cuando presumía de su enorme tamaño y grosor. Como pudo se lo fue metiendo poco a poco dentro de la boquita, hasta hacerle una espectacular mamada; en parte por que, desde que le enseñe, son su especialidad, y en parte para evitar que le quedaran ganas de continuar “jugando”.

Él mientras tanto disfrutaba horrores jugueteando de nuevo con sus senos desnudos, pellizcándole los enormes pezones sin ninguna consideración, hasta conseguir que se pusieran tan rígidos como deseaba.

También le apretaba el trasero rudamente por encima del liviano vestido hasta que decidió levantárselo para que sus largas manos bucearan mas cómodamente bajo las braguitas, en busca de la entrada de su orificio mas estrecho, para explorarlo bien a fondo, profundizando todo lo posible en su interior, para humillar aun mas a mi mujer.

Al final, cuando mi cuñado finalmente eyaculo, Ana se tuvo que tragar todo el semen, aun a riesgo de atragantarse con el manantial inagotable que salía de su enorme fuente.

Luego, encima, tuvo que limpiarle a fondo, con la lengua, todo el chisme, antes de que le soltara, por fin, la cabeza y la dejara vestirse; eso sí, sin el sujetador que él se quedo.

Paco cumplió su palabra y cuando terminaron de vestirse los dos se fueron directamente al supermercado, sin ningún otro “incidente” digno de mención por el camino.

Pero mi esposa reconoce que paso un apuro enorme al ver como todo el mundo se fijaba en ella, dado que el liviano vestido que llevaba Ana aquel día era semitrasparente, y se le veían claramente los pálidos pechos, con sus oscuros pezones resaltando de una forma realmente indecorosa; haciendo que todos los hombres la miraran con sucio deseo, y las mujeres con cierta envidia y rencor.

La pobrecilla tuvo que hacer las compras deprisa y corriendo para acabar cuanto antes de sufrir su acoso visual y poder regresar a casa.

Capítulo IV

Una noche que habíamos salido los cuatro a cenar a la ciudad coincidimos, supongo que por casualidad, con dos viejos amigos de mi cuñado, de la época en que este hizo la mili; y, como no, les invitamos a que nos acompañaran ambos a tomar unas copas, para celebrar adecuadamente el reencuentro de los antiguos camaradas.

Como habíamos estado en el teatro antes de cenar, tanto Ana como Isabel iban de lo mas arregladas y llamativas, con unos preciosos vestidos de fiesta que dejaban toda la espalda descubierta, y que realzaban de una manera espectacular sus magníficos cuerpos.

Destacaba sobre todo la firme delantera de mi mujer que, aprisionada dentro de unas copas sin tirantes, de esas que llaman palabra de honor, desafiaba tranquilamente la ley de la gravedad, a pesar de su espectacular volumen, amenazando con escaparse de su débil encierro a cada paso que daba. Eran tan seductores sus trajes que hacían que la ávida mirada de todos los hombres, y muy especialmente la de los amigos de mi cuñado, se centraran en ellas todo el tiempo, terminando de desnudarlas con la mirada.

Fuimos a una sala de fiestas muy de moda donde, al tercer brindis, me di cuenta de que estaba bastante mareado, pues no había parado de beber desde la comida.

Así que preferí quedarme sentado mientras los demás bailaban, para no dar la nota; recuerdo, eso sí, como detalle anecdótico, que vi, con el rabillo del ojo, como uno de los amigos de mi cuñado introducía la larga mano, con mucho disimulo, por la generosa apertura lateral del vestido de mi hermana, para acariciarle a fondo su intimidad, cómodamente, cobijado por el amplio mantel, aprovechando que Paco bailaba pieza tras pieza con mi esposa, y que el otro amigo estaba perdido por alguna parte de la sala.

Aunque Isabel había aceptado la inusitada osadía del tipo muy alegremente, separando sus piernas en lo posible para facilitarle al zorro aun mas la entrada a su reducto privado, aproveche un rato que nos quedamos solos los dos y le pregunte si quería que hiciera algo al respecto.

Ella, entre risas, me dijo que no hacia falta, que se había quedado con sus bragas, como premio a su estupendo trabajo manual, y que no la volvería a molestar.

Lo que yo no he sabido hasta hace poco es que mi cuñado, viendo el gran interés que demostraban sus dos viejos amigos por el espectacular cuerpazo de mi esposa, decidió hacerles un regalo muy intimo y especial; y, hablando en privado con ellos, antes de ir a la sala de fiestas, se la ofreció en bandeja, como si fuera algo de su propiedad, para que ambos pudieran disfrutar de la increíble oportunidad que se les presentaba esa velada.

Así, aprovechando que yo necesitaba hablar a solas con mi hermana de ciertos temas familiares de índole privada, se llevo a Ana en el automóvil de uno de ellos, hasta la sala de fiestas, con la excusa de que mi mujer conocía el camino hasta allí, y ellos no.

Durante el trayecto, amenazándola al oído con mil atrocidades e infamias, logro que accediera a quedarse con los soberbios pechos al aire, para que los dos pudieran verlos, e incluso tocarlos, cuanto les apeteciera. Para ello primero la obligo a sentarse sobre su regazo en el medio del vehículo, ocupando de esta forma el hueco entre los dos asientos delanteros, dejando así su espectacular delantera a escasos centímetros de sus rostros.

Después, en cuanto consiguió que mi abochornada esposa al fin estirase los brazos para agarrarse a los asientos delanteros, metió sus manos bajo sus axilas y, de un simple tirón, dejo al descubierto sus firmes globos. Provocando así gritos de asombro y admiración.

Por descontado que las primeras manos que se apoderaron de su delantera fueron las de mi avispado cuñado, pero pronto dejo de estrujar sus senos para que sus ansiosos amigos empezaran a acariciarlos a conciencia. Así lo hicieron durante buena parte del recorrido, disfrutando sobre todo con sus enormes pezones como dos niños con un juguete nuevo; no se privaron ni tan siquiera del gran placer de saborearlos, turnándose como podían el volante para poder besarlos, chuparlos, y hasta mordisquearlos, con relativa comodidad.

Paco, mientras tanto, aprovechando que mi dócil esposa había tenido que separar bastante sus atractivas piernas para acoplarse en el lugar indicado, había introducido las dos manos por las larguisimas aberturas laterales del vestido de Ana, para explorar a conciencia los ocultos tesoros de su intimidad, que tan bien estaba empezando a conocer.

Avaricioso como era no se conformo con el generoso espacio que le dejaban las breves braguitas para maniobrar; así que para profundizar mejor despojo a Ana de las mismas, rasgándoselas de un seco y firme tirón. Dándoselas después a uno de sus amigos, como si fueran un precioso botín de guerra que valía la pena conservar.

De nada le valió a mi pobre esposa los ruegos y las suplicas, pues mi cuñado aprovecho la estupenda oportunidad que tenia para conocer aun mas a fondo los sensibles orificios de mi mujer.

Hay que reconocer que el bandido es también generoso y, cuando considero que sus amigos habían disfrutado lo bastante con los sufridos senos de Ana, le subió el vestido lo mas arriba posible, para que también compartieran con él sus intimidades.

Ana me confeso después que no había sentido jamas sus sagrados orificios tan acosados, llenos de manos que trataban de hacerse sitio, ahondando cada vez mas en su interior.

La pobre, que tampoco es de piedra, termino por alcanzar un doloroso orgasmo, cuando alguno de esos ansiosos dedos pulso los resortes adecuados de su húmedo interior.

Ellos, considerando sus apagados gemidos de placer como si fueran una aceptación de su infamia, maniobraron con mayor ímpetu si cabe, hasta lograr introducir tal cantidad de dedos en sus sensibles agujeritos que mi sufrida esposa jamas habría sospechado que estos los pudieran albergar, hurgando en unas profundidades desconocidas hasta la fecha.

Los desalmados centraron buena parte de sus esfuerzos en hurgar a conciencia en su prácticamente inmaculado orificio posterior, dado que yo solo había podido perforarlo en un par de ocasiones y su virginal estrechez les atraía como si fuera un reto a batir.

No pararon de abusar de ella por todas partes hasta que llegaron al parking, donde la pobrecilla se tuvo que arreglar el vestido a toda prisa y corriendo para que los demás no nos diéramos cuenta de que había pasado algo extraño en el vehículo.

Después, mientras mi esposa bailaba, tuvo que soportar que se turnaran entre los tres, para aprovecharse de ella. Cada pieza de baile era una mera excusa para magrearla, por todas partes, en alguna apartada esquina de la pista, ocultos entre la multitud.

Ana se tuvo que acostumbrar a que sus parejas bailaran con la cabeza inclinada sobre su generoso escote, pues así el afortunado de turno podía saborear sus pezones con cierta intimidad, solo con liberar el jugoso fresón escogido de su fútil encierro.

Además la pobre apenas podía mover los pies mientras bailaba pues ellos, aprovechando las holgadas aberturas laterales del vestido, no dejaban ningún agujero libre de dedos.

Como colofón final tuvo que acceder a hacerles una mamada, a los dos vividores a la vez, en el cuarto de baño de los hombres, para que estos accedieran a marcharse sin contarle a nadie lo que allí había sucedido.

Como el aseo era muy pequeño mi odioso cuñado se tuvo que quedar fuera, como mero guardián.

Conformándose, pues, con oír los ahogados jadeos que emitían sus soeces amigos, mientras mi mujer, arrodillada a sus pies, con el vestido enroscado en el ombligo, les demostraba que sin lugar a dudas es una de las cosas que mejor sabe hacer.

Ellos se lo agradecieron después, a su manera, haciéndola gozar a continuación, con sus soeces caricias a cuatro manos sobre su bello cuerpo desnudo, mientras besuqueaban lo poco que escapaba de sus dedos.

Hasta que al final, como no, ella también se corrió en sus manos, antes de salir, toda abochornada, de aquel sucio infierno.

Capítulo V

Desde esa velada, y hasta el día fatídico, mi esposa no se separó de mí, ni de mi hermana mas que lo justo e imprescindible para que no sospecháramos que pasaba algo raro.

Mi cuñado, como ya supondrán, seguía aprovechándose de la pobre Ana a menudo, pero no tan a fondo como él deseaba; hasta que un día, al final de sus vacaciones, mi hermana me acompaño a la ciudad a hacer unas compras de última hora en los grandes almacenes y Paco se quedó solo con ella en casa, no recuerdo con qué excusa.

Cuando mi querida esposa salió de ducharse a media mañana, como tiene por costumbre en verano cuando no va a la playa, encontró sobre la cama de nuestro dormitorio un gran paquete envuelto para regalo y un mensaje que decía “Póntelo”.

Era un picardías, de lo más atrevido y sugerente, que yo le había ayudado a escoger a Paco unos días antes en un afamado shep shop, pensando que era para mi hermana.

Mi cuñado le prometió, a través de la puerta, que sólo quería ver como le quedaba la ropa, y que no le pondría ni un solo dedo encima; y ella, como no, le creyó.

Paco la esperaba sentado en el sofá del salón, con una copa de licor en la mano y música suave de fondo, e hizo que mi mujer le hiciera un pequeño pase de lencería, vestida de esa guisa.

Hizo que Ana se insinuara cada vez mas, acariciándose el cuerpo, hasta lograr que hiciera un tímido strip-tease, quedándose al final tan sólo con el diminuto tanga por toda vestimenta, que apenas le cubría una mínima parte del espeso vello púbico, mientras dejaba sus hermosos pechos, y su firme trasero, totalmente descubiertos y a la vista.

Luego le hizo adoptar diversas posturas eróticas, imitando a las chicas de las revistas pornográficas para hombres, y después la dejo marchar a nuestro dormitorio.

Mi mujer pensó aliviada que todo había acabado, por fin, pero no.

Cuando Ana ya se estaba acabando de vestir de nuevo él la volvió a llamar; y, con todo el descaro del mundo, le mostró en la televisión del salón el vídeo que había grabado hacia tan solo unos momentos, con nuestra propia cámara de vídeo, desde uno de los ángulos del salón, dejándola bien escondida todo el rato, mientras ella lucía su adorable cuerpo para el traidor de mi cuñado.

El resto vino rodado, mi abatida mujer se dejo chantajear y Paco la llevo mansamente a nuestra alcoba, donde después de desnudarla hizo con ella todo cuanto quiso durante el resto del día, sin detener la orgía ni tan siquiera para comer. Sin importarle lo mucho que Ana gritara de dolor o placer, pues no había nadie cerca para oírla.

Y aun le tendría que dar las gracias a mi cuñado porque, aunque la hizo suya en todas las posturas imaginables, usando incluso alimentos y variados objetos del mobiliario para llenar sus oquedades, humillándola cuanto le fue posible, se contentó con eyacular entre sus adorables pechos, en su boca, o en su ano, y no me la dejo embarazada.

Aunque debido al gran tamaño, y grosor, del miembro de mi cuñado, ella tuvo que fingir que se le había adelantado el periodo, y así poder descansar unos días del escozor que tenía por ambos orificios.

Sobre todo por detrás, donde le hizo hasta sangre; pues, como ya les he dicho, era casi virgen de ese orificio, antes de que el se lo desgarrara del modo más salvaje en uno de sus furiosos acoplamientos.

No contento con ello le metió de todo hay dentro, procurando que nunca estuviera vacío un sitio tan delicado.

Capítulo VI

Estos son los cuernos que me ha puesto mi cuñado, pero lo que él no sabe es que los luce desde mucho antes que yo.

Para ser exacto yo tenía en aquella época 21 años y mi hermana pequeña acababa de cumplir hacía muy poco los 16.

Ella aun no quería decirle a mis padres que hacía unos meses que estaba saliendo con un chico llamado Paco, con el que finalmente se casaría.

Aquella noche yo regresé bastante tarde a casa, después de haber intentado, sin éxito, conseguir algo de la que era por aquel entonces mi novia.

Una chica muy casta que solo me dejaba tocarle los pechos mientras la besaba, y eso solo si estaba de buenas ese día.

Dejándome, como ya supondrán, bastante más excitado de lo que era conveniente.

Al pasar frente al dormitorio de mi hermana pequeña, camino de mi habitación, vi que debido al calor (era casi el verano y en mi tierra hace mucho calor por esas fechas) ella tenía revuelta la cama; y, gracias a la abundante luz de la luna llena que entraba por su ventana abierta, se veía su pálido trasero respingón, totalmente desnudo bajo el corto y liviano camisón de verano, que se le había subido hasta más arriba del ombligo.

No me pude contener y me acerqué despacio para contemplar mejor el bello panorama, con la tranquilidad de que Isabel es famosa entre nosotros por su sueño pesado.

Con mucho cuidado le quité una de las tirantas y le baje poco a poco el camisón, hasta dejar a la vista un precioso pecho de adolescente, con un suculento pezón muy oscuro y puntiagudo que resaltaba encantadoramente sobre la pálida colina que adornaba.

Aproveché que mi hermana se había girado un poco durante mis maniobras para ver su oscura intimidad, ya densamente poblada, y la rosada rajita que lo partía en dos.

Excitado por la inusual situación no quise contentarme solo con mirar su cuerpo, y empecé a acariciar todo lo que veía, con mucha suavidad y ternura.

Al principio centre mis censurables manejos en su deseable pezón, rozándolo con la punta de mis dedos hasta que este se puso duro como una piedra entre mis manos.

Luego, animado por mi triunfo, empecé a explorar su incipiente bosquecillo, hasta lograr que mis dedos se deslizaran alegremente por su virginal y cálida intimidad.

Mas tarde, cuando empecé a chupar uno de sus pezones, y note en mis labios que ella tenía el pulso muy acelerado, fue cuando me di cuenta de que Isabel estaba despierta.

Traté de huir precipitadamente a mi cuarto antes de que mi hermana empezara a chillar; pero, lejos de irritarse, Isabel apretó los muslos sobre la mano que aun permanecía hurgando sobre su conejito, y me susurró que no parase.

Me debí de volver loco, pues me desnude en cuatro manotazos y me acosté junto a ella, sin dejar de masturbarla dulcemente, mientras la volvía a besar en los pechos y la boca.

Estábamos tan encendidos los dos, prodigándonos miles de besos y caricias cada vez más intensos y apasionados, que antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo, ya la estaba poseyendo, penetrando fogosamente en su acogedora intimidad.

Por fortuna a mi hermana no sólo no le dolió, sino que casi ni sangró, a pesar de la violencia de nuestro primer encuentro, que acabo con un intenso orgasmo doble, por lo que al día siguiente pudo disimular las manchas de la sabana sin grandes problemas.

Ese verano no pasó ni una noche sin que yo fuera a hurtadillas a su cuarto, o ella viniera al mío, y probamos todas las posturas que conocía, o inventaba sobre la marcha.

La viciosa Isabel disfrutaba, sobre todo, cuando le daba frenéticamente por detrás, y me corría dentro de su prieto trasero respingón, sin temor a posibles embarazos.

A ella no le gustaba chupar mi miembro, pero se daba mucha maña en usar las manos, como me demostraba en el cine o en la playa cada vez que nos quedábamos solos.

Con esa edad lo que hacíamos era algo tan deliciosamente prohibido que no podíamos dejar pasar ninguna oportunidad de acariciarnos cuando estábamos a solas, compitiendo a ver cual de los dos era mas audaz e imaginativo.

Al final me vine a trabajar a Barcelona, y no repetimos jamás las locuras juveniles de ese verano, pero ambos nos reíamos mucho de Paco; al que mi pícara hermanita no tuvo ninguna dificultad en convencer de que era virgen “por todos lados” (como le gusta a él presumir cuando Isabel no esta) debido al grosor de su enorme miembro, y al dañó que le hizo la primera vez que la poseyó, como un animal, por ambas partes.

Y esta es mi venganza, el que mi cuñado Paco sepa que los cuernos que yo llevo por su culpa no son nada comparados con los que lleva él desde hace muchos años gracias a mí.

Continúa la serie Venganza II: Cruz >>

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