Capítulo 1
Para cualquier aficionado al naturismo, su frase de cabecera será: Septiembre es el mejor mes del año. Y esto es algo que una lega en la materia como yo debería creerse a pies juntillas. Siendo completamente honesta diré que mis experiencias con estas prácticas sociales se pueden contar con los dedos de una mano y aún sobrarían tres. Y con este panorama, no confiar en dicho mantra no es una opción. Sobre todo, cuando a cada paso el empirismo se empeña en darte en la cara con las pruebas irrefutables que demuestran la teoría. Pero no adelantemos acontecimientos.
Mi nombre es Aura y tengo 37 años. Me mudé de la ciudad del Betis a la de los Boquerones hace casi una década, por amor. Y cuando lo hice, quizá lo de estar casada y con dos preciosos bebés a estas alturas quedaba un poco lejos en mis previsiones. Soy un poco regordeta pero proporcionada, con un culo del que mi marido dice que le sientan fenomenal los culottes y un pecho exuberante y bonito que pese a la lactancia se ha caído menos de lo que cabía esperar, ofreciendo un escote precioso con y sin sujetador. Tengo la cara redonda, con unos ojos color miel y unos labios carnosos y adornados con un lunar que seguro ha sido fantasía de muchos. Algo introvertida pero muy simpática y abierta con las pocas amistades que consigo asentar. Cëfiro, que así se llama mi marido, tiene 35 años. Mide entre 1,72 y 1,74 dependiendo de si la pregunta la contesta él o yo. Tiene la barriguita típica de la vida feliz, pero con una espalda ancha y unos hombros definidos. El pelo corto, color castaño y unos ojos verdes enormes que roban toda la atención de su cara.
Corría el verano del año 2013. Un agosto especialmente caluroso y aburrido que invitaba a cualquier actividad que implicara estar en remojo. Afortunadamente, las ofertas en este sentido en la Costa del Sol son numerosas y gratuitas, por lo que no era necesario ni quemar calorías para activar la imaginación. El problema viene cuando la repetición del plan lo convierte en algo tan aburrido que te hace plantearte incluso si no prefieres seguir pasando calor. Fue en la segunda quincena cuando a Cëfiro, entonces novio y a mí nos coincidían las vacaciones. Sin embargo, más por la falta de presupuesto que por la de ideas, elegir un destino fuera de la ciudad se nos antojaba complicado. Por ello, y por las ganas de hacer algo diferente, nos propusimos pasar el día en una playa nudista. Esto, que al principio no fue más que una conversación de la que no esperábamos más que un ratito de risas, se fue convirtiendo, para nuestra sorpresa, en algo tan real y decidido que esa misma noche dejamos el coche cargado para salir bien temprano al día siguiente.
Una vez allí, más que la valentía o el arrojo, es la presión social la que te obliga a dar el paso cuando estás más cerca de la orilla que de las escaleras de camino a casa. Por lo que al final, pones tu mejor cara de póker intentando hacer creer a los demás que para ti eso es lo más habitual del mundo y te desnudas lo más rápido posible para poder sentarte en la toalla. La experiencia en sí no estuvo mal, sobre todo desde el momento en el que terminas de comprender que tú no eres el centro de atención, como no lo serías en mitad de una calle comercial si actuaras como un peatón más. Una vez superado ese miedo empiezas a comprender lo absurdo que es tener complejos y prejuicios y lo bella que es la anatomía humana en todas sus variantes. El sol calentando cada centímetro de tu piel, el aire de levante enfriando las gotas saladas que el mar ha adherido a tu cuerpo tras haber experimentado una de las sensaciones de libertad más intensas que hay. El paraíso en la tierra. Un rato después de haber comido y cuando la sombra bañaba la costa casi por completo, recogimos nuestras cosas y marchamos con la sensación de que había sido una jornada digna de repetir.
Sin embargo, no fue hasta el inicio del siguiente mes cuando la ocasión se volvió a presentar casi sin esperarla. El primer sábado de septiembre, por tener que cubrir vacaciones, Cëfiro tuvo que comerse una jornada de 13 horas, dejándome sola hasta la noche. No era la primera vez que esto ocurría, arruinando nuestros días de descanso, pero en los tiempos que corren es complicado decir que no.
A mí, que viendo el día tan espectacular que hacía y sin tener nada mejor que hacer, se me hizo cuerpo de playa. Así que desayuné tranquilamente, me preparé un bocadillo para el almuerzo y cargué el coche con un par de sombrillas, una toalla y la mochila. Mi intención inicial era ir a la Axarquía, a la playa donde mi marido pasaba los veranos de crío, pero según los neumáticos consumían asfalto me venía a la mente las recomendaciones que hizo un compañero de la oficina, Gerardo, durante el almuerzo en la sala común. En esas ocasiones en las que se habla de todo y solo prestas atenciones a los que mejor te caen. Así que me dije ¿Por qué no? La primera prueba de la Máxima no tardó en hacer acto de presencia. La explanada donde se aparca, que generalmente está a rebosar, presentaba una escena desoladora. Ni rastro de veraneantes. Ni un coche, ni un turista, ni siquiera un perro extraviado que pasara por allí. Nada. Mejor para mí. Saqué las cosas del maletero, eché el seguro y afronté el sendero que desciende hasta el mar. Según pude ir viendo la arena observé que el único par de sombrillas plantadas exageraban el tamaño de la cala. Literalmente podías ponerte donde quisieras y no estarías cerca de nadie. Segunda prueba.
Cerca de la orilla encontré mi sitio. Extendí la toalla, y sobre ella puse un libro, el mp3 y el bronceador antes de abrir las sombrillas. Sin motivos para el pudor me desnudé y guardé mi ropa en la mochila. Y vestida únicamente con las gafas de sol me tumbé en la arena y cerré los ojos. El silencio se quebraba con el rugir de las olas de un mar que permanecía azul y en calma. Una pequeña brisa acariciaba mi cuerpo, y mi mente se dejó atrapar por el relax más absoluto. Tercer motivo. Suficientes como para hacer mía la ley.
– Bienvenida a mi playa.
El corazón me dio un vuelco, más por lo inesperado de oír otra cosa que no fuera la marea que por haber reconocido la voz. Instintivamente me incorporé hasta sentarme y cubrirme con los brazos antes de girar la cabeza para identificar el origen de aquel parabién. Y allí estaba él, como si el mismísimo David Hume lo hubiera guiado hacia mí para que le agradeciera personalmente el desarrollo de la hipótesis por la cual me encontraba sobre mi toalla. Crucé las piernas y noté como el rubor quemaba mis mejillas. Mi garganta, seca, me impidió siquiera articular un simple hola y todo ello, mezclado con la nula intención de levantarme siquiera a saludar como es debido, me hizo tomar constancia de lo ridícula que me sentía en ese momento. Así que terminó agachándose él para darme dos besos.
– Veo que al final te animaste a conocer mi pequeño Jardín del Edén – dijo con tranquilidad. Como intentando contagiarme su estado.
– Sí… – balbuceé por fin, colocándome las gafas sobre el caballete de la nariz.
¿Qué probabilidades había de que coincidiéramos? Gerardo es de los pocos compañeros de oficina al que puedo considerar amigo. Mi complicidad con él va más allá de lo estrictamente laboral ya que compartimos algunas aficiones y tenemos gustos similares. Es un tipo bonachón, algo más joven que yo, más alto y digamos que no especialmente en forma, pero sin llegar a estar gordo. Tiene el pelo corto del mismo color marrón que su barba y sus ojos. Es bastante guapo, pero sobre todo muy alegre. Sin duda es el prototipo de chico con el que siempre me he relacionado desde mi juventud. Pero con todo, esto era diametralmente distinto a cualquier situación para la que pudiera estar preparada. Firmaría ahora mismo ser romano si viniera Moisés a hacer algún milagro de los suyos. Me sentí más desnuda y vulnerable que nunca.
– ¿Me dejas sentarme contigo? – dijo mientras extendía su toalla junto a la mía.
– Sí… Hola… Joder – algo es algo. Pensé.
– Qué frase más bien construida – dijo burlándose.
Reí nerviosa mientras mantenía mis piernas cruzadas, pese a que era una postura realmente incómoda, no entraba dentro de mis planes inmediatos paliar aquello. Él, sentado en su toalla, cumplía con el protocolo de vaciar una gran bolsa de playa. Llevaba una camiseta de tirantas, típica del verano, la cual sacó por encima de su cabeza cruzando sus brazos sobre sus caderas y tirando hacia arriba, dejándola echa un gurruño sobre la toalla.
– Cuéntame, ¿cómo es que te has dejado caer por aquí y sola? –me dijo mientras se acomodaba.
Al ser mi única alternativa echar a correr sin mirar atrás decidí intentar relajarme y conversar como un ser humano adulto y en sus cabales.
– He venido porque el mes pasado estuve con Cëfiro en otra playa nudista y nos gustó tanto la experiencia que quedamos en repetir. Hoy la verdad es que ha sido un poco a traición porque se marchó esta mañana temprano para echar una jornada maratoniana en el trabajo y me he venido yo de ermitaña total.
– Ya te veo que has cogido en seguida la mecánica de este tipo de sitios – sonrió.
– Sí… Bueno – volví a sonrojarme.
– Si te hago sentir incómoda dímelo y me voy allí al final que es donde me pongo normalmente. Me ha hecho gracia verte e igual e invadido demasiado tu intimidad.
– No te preocupes. Es que no soy muy amiga de este tipo de emociones, pero ya se me pasa.
– ¿De verdad? – preguntó levándose las manos al nudo que sujetaba sus bermudas.
– Palabrita – dije riéndome.
En ese momento deshizo la atadura del pantalón y lo dejó caer como caen los edificios con nitroglicerina. No sabía si mirar o no. No sabía si debía hacerlo. No quería parecer descarada, pero me resultaba muy difícil no fijarme, así que aproveché la protección de mis gafas de sol para hacerlo con cierto disimulo.
No supe valorar en ese momento si su pene era grande o pequeño, porque se encontraba completamente relajado. Tenía el vello cuidado, signo de su afición por el naturismo, aunque no iba completamente depilado. Me llamó la atención su glande, que semi descubierto mostraba un color cobrizo por la exposición al sol. La verdad es que, sin poder entrar en comparaciones con una amplia base de datos, no hubiera dicho que lo tuviera feo. No pude reprimir una ligera sensación de culpabilidad y una pizca de excitación que me nacía en la columna vertebral y recorría todo mi cuerpo. Para comprender lo disparatado de la situación diré que no era habitual acudir en pelotas a la oficina.
Tomó su bronceador y se echó en las manos antes de comenzar a embadurnar su cuerpo empezando por la cara y continuando por sus brazos y su pecho. No sabría explicar por qué seguí mirando, si por inercia o por hipnosis. O quizá por puro morbo y curiosidad. La realidad es que no dejé de hacerlo.
– Deberías empezar a prestarte un poco de atención a ti misma – dijo intercalando su mirada entre mis ojos y la crema solar y sin dejar de lado su cometido.
– Lo siento – respondí casi tartamudeando y tratando de sujetar torpemente el bote de plástico.
– No pasa nada. Pero como te quemes vas a desear haber invertido el tiempo de otra manera – apostilló divertido.
Finalmente había sido muy poco discreta. Era de esperar. En una situación así es difícil controlar hasta el latido del corazón que resuena fuerte en tus oídos. Pero tras haberle dado permiso para quedarse, aún sin saber por qué, debía actuar con normalidad. Puse crema sobre mis hombros y mi pecho para extenderla con las manos. De reojo pude ver como acariciaba sus genitales que reaccionaban al contraste del frío y el calor del protector en sus manos, al igual que mis pezones. Mi abdomen y mis piernas fueron el siguiente objetivo. Comencé a sentir mucho calor y un ligero cosquilleo entre mis muslos. No sé si por la coyuntura, las vistas o el tiempo. O quizá una mezcla de todo eso.
Por fin parecía haber terminado y aproveché que se tumbaba boca abajo para hacer yo lo mismo, acomodando mi cabeza entre mis brazos y agradeciendo al cielo la pausa que me regalaba el nuevo escenario. O no.
– ¿Qué pasa, que no piensas ponerme crema en la espalda?
Tragué saliva, como intentando prolongar un estado ficticio de inconsciencia en el que no había oído nada ni tenía por qué haberlo hecho. Y tras tres segundos, comprobé que su mirada apuntaba al extremo opuesto de la playa, justo en dirección contraria a la mía.
– Ya veo que no te importa que el lunes me duela hasta el roce del aire acondicionado. – dijo simulando estar apenado.
– Vale. – contesté simulando estar contrariada por la petición. Llegados a este punto, qué más daba.
Volví a asegurarme de que seguía mirando hacia el otro lado antes de incorporarme y me senté de lado, en el filo de su toalla, casi apoyada con la cadera y ayudándome de mi mano izquierda para mantener el equilibrio. Lo bueno de aquello es que era como una especie de concesión para poder recrearme sin límites y sin disimulos. Lo malo es que no estaba segura de si debiera permanecer allí durante mucho más tiempo. Pero allí estaba.
Un fino camino de crema, desde uno de sus hombros hasta el otro, hizo las veces de límite moral. Y supongo que deformarlo con la punta de mis dedos era la confirmación de que había decidido atravesarlo con todas sus consecuencias. Su tacto era suave y cálido y el aceite de la loción facilitaba el avance a través del recorrido sinuoso que mi mano había iniciado por los márgenes de su columna vertebral. Me afané en extender por toda su espalda aquel ungüento. Desde su nuca hasta los riñones. Su culo, redondo y firme tenía un color dorado característico del naturismo, y la totalidad de su cuerpo libre de marcas le daba un puntito más de sensualidad al conjunto.
– ¿Seguro que no sería más fácil que usaras las dos manos? – propuso con tono preocupado.
Supongo que se me notaba que empezaba a dolerme todo y que aquella postura no era la más práctica, al menos no para lo que andaba haciendo. No contesté, para variar. Pero acepté el consejo y me incorporé para arrodillarme, sentándome sobre mis talones. No obstante, de no haber estado casi completamente solos o de haber tenido él la cabeza orientada hacia el otro lado, no hubiera alterado mi pose. Hasta ese momento no había notado lo acalorada que estaba, o quizá mi subconsciente lo había achacado al sol y a la temperatura ambiente para restarle importancia. Proyecté el peso de mi cuerpo en ambas manos y las apoyé sobre sus hombros, dejándome caer. Aquello era más parecido a dar un masaje que a untar loción para evitar una quemadura. Su boca dejó escapar una respiración profunda y yo me animé a apretar un poco.
Puse más crema y la yema de mis diez dedos comenzaron a realizar una coreografía contemporánea sobre su piel. Hice y deshice el camino varias veces, volviendo a incidir desde su cuello hasta el final de la espalda. Pasé por sus clavículas y por sus brazos hasta el codo antes de volver al punto de partida. Ante la falta de algún tipo de señal de incomodidad por su parte, o algún gesto de disgusto, me aventuré a ir un poco más allá. Me dejé caer por su costado hasta tocar la toalla, masajeando su cintura y el principio de sus caderas. Estrujé de nuevo el bote, esta vez sobre el inicio de sus glúteos. Lo hice como excusa para continuar con mi tarea y para descubrir hasta donde llegaba mi camino. Mis manos se adaptaron a su curvatura y me recreé en sus hoyuelos de Venus antes de volver a bajar un milímetro más de donde lo había dejado. Su respiración, completamente audible, parecía tranquila y profunda. De nuevo nada me hacía indicar que me estuviera adentrando en terreno prohibido, así que con más decisión que valentía, posé mis manos por completo sobre su culo.
– No se te da nada mal. Tanto que te quejas de tener que redactar, quizá tu horizonte laboral esté más cerca de lo que crees – dijo con tono burlón. Lo que le valió para ganarse un pellizco.
Hacía barridas hacia abajo, extendiendo bien la protección y apretando para comprobar su tacto y su firmeza. Estaba como se suele decir, bien puesto. Suave y caliente. Con el nuevo territorio descubierto me tomé la licencia de incluirlo en mi itinerario personal, así que sin ningún obstáculo ni duda volví a iniciar el masaje desde su nuca hasta el nacimiento de sus muslos. Era evidente que la escena hacía rato que era más placentera que necesaria, pero aquello era algo que no parecía importarnos demasiado a ninguno de los dos.
Retrasé mi posición sobre la toalla y volví a poner crema, pero esta vez sobre mis manos. No me detuve, y más parecido a una fisioterapeuta que a otra cosa, sujeté la corva de su pierna izquierda, tomándola como punto de partida. Mis manos abrazaban la parte posterior de sus muslos y subían y bajaban en un movimiento lo suficientemente brusco como para agitar todo su cuerpo. Bajé por el lateral de su rodilla hasta llegar a sus tobillos a través del gemelo. El cambio de extremidad fue la excusa perfecta para dos cosas. La primera, mi nueva ubicación. Me situé frente a él desde abajo, arrodillada sobre el final de su toalla. Desde ahí pude recrearme en toda su verticalidad, teniendo otro punto de vista. La segunda, iniciar el camino por la parte derecha. Apoyé su empeine sobre mi muslo e incorporándome, casi a cuatro patas, le dispensé el mismo trato a su pierna que el que había recibido su compañera.
Sin embargo, para mí era diferente. Desde donde estaba tenía una visión general que me permitía descubrir nuevos detalles. Hasta ese momento no había reparado en un pequeño avión de papel que tenía tatuado en el costado derecho y que servía perfectamente de representación icónica de lo que andaba haciendo mi mente en aquel momento. Además, sus testículos se presentaban ante mí, escondidos tímidamente entre sus piernas.
Sujeté su glúteo con ambas manos, con algo más de intensidad de lo que hasta ahora había sido la norma. Rocé con mi meñique la separación de ambos y volví a bajar por la parte anterior de su rodilla de camino al pie. Y así, poco a poco, casi como si no quisiera que se diera cuenta, fui separando sus piernas para que mis dedos pudieran deslizarse con más soltura y facilidad. Respiré hondo y despejé mi mente. Ya habría tiempo de torturarla cuando el botón del play de la vida volviera a estar accionado. La cara interna de sus muslos, al igual que la de los míos, demandaba ahora toda mi atención, así que me subí a horcajadas sobre su cintura para que nuestro calor y nuestra humedad se entrelazaran, volviéndose indistinguibles. Apoyé ambas manos sobre su espalda y escalé hasta sus hombros, estirándome innecesariamente hacia delante como excusa para acariciar su piel con mi pecho. Note mis pezones tan duros que me dolían, mientras se deslizaban sobre el aceite como un patinador sobre el hielo. La temperatura subió, más aún, acompañada de un suspiro pasado de decibelios que se escapó de su boca. Comenzó a mover la cadera de manera casi imperceptible, pero con la suficiente efectividad como para hacer más que evidentes mis caricias. Enterrando en la toalla su excitación.
– ¿Te apetece darte la vuelta? – le pregunté susurrándole al oído.
Y anticipándome a su respuesta me incorporé un poco para darle libertad de movimientos.
Se giró, poniéndose bocarriba y ajustando la mochila para acomodar su cabeza. Yo, frente a él, aguardando el fin de la maniobra para poder sentarme sobre sus muslos, dejando las rodillas sobre la toalla. Sus ojos se perdieron en mis pechos. Mis pezones, completamente erizados, invitaban envidiosos a recibir algún tipo de atención. Y tanto se distrajo con ellos que no reparó en la humedad de su abdomen fruto de su calentón. Sin embargo, yo sí lo hice. Repasé con la vista toda la longitud de su tronco, hasta llegar al frenillo y a la hinchazón del glande. Le lancé miradas traviesas para comprobar si era consciente de lo que estaba haciendo, como una niña mala que espera algún tipo de reprimenda tras haber hecho algo malo. Me mordí el labio inferior y, clavando mis ojos en los suyos para no perder detalle de sus gestos, abracé su erección con ambas manos.
De su boca se escapó un resoplido, y una descarga le obligó a arquear la columna. Sonreí, complacida por haber acertado su reacción. Comencé a masturbarlo con un suave movimiento de vaivén. Procurando que el recorrido de cada venida fuera lo más amplio posible. Cubriendo casi la totalidad de su falo con los dedos en la subida y destapándolo por completo hasta apoyarme en la base de su pelvis en la bajada. Cruzó sus brazos por detrás de la cabeza, abandonándose al devenir e intentando no perder detalle de mi cuerpo y de lo que le hacía. Una gotita transparente volvió a aflorar, amenazando con resbalar hacia abajo. Con la yema de mi dedo índice intenté recogerla, estirándola en un fino hilo cristalino que se alargaba hasta límites sorprendentes y extendiéndola desde su origen hasta donde alcanzaba. Mientras que con la otra mano no dejaba de masturbarlo.
Durante un instante demasiado corto y que ambos hubiéramos hecho infinito continué regalándole mis caricias. Según variaba el ritmo mis pechos botaban con más o menos ánimo y sus suspiros crecían en frecuencia. Hasta que de pronto, me detuve. Pude identificar la impotencia en su mirada mientras lo soltaba y, levantándome, me alejé de él más de lo que hubiera deseado.
Cogí mi toalla y la estiré a los pies de la suya, construyendo una prolongación vertical en la que estar a salvo de la arena para tumbarme bocabajo sobre ella. Lo miré fijamente, recreándome en su sufrimiento y le torturé de impaciencia antes de iniciar una escalada apoyándome en sus rodillas, hasta situar mi cabeza a la altura de su pelvis. Tan cerca que de seguro podía sentir mi aliento y mi respiración en su piel. Su estado de excitación provocó que su erección sufriera pequeños espasmos, ansiosa por adelantar el tiempo hasta el punto exacto. El punto exacto en el que mis labios la rozaron y liberaron un gemido que salió de lo más profundo de su dueño. La sujeté con mi mano izquierda para mantenerla enhiesta antes de que mis labios comenzaran a cubrir su glande. La humedad y el calor de mi saliva le hicieron perder la cabeza.
Mi lengua recorría cada protuberancia y cada recoveco de su rigidez. Gerardo miró hacia abajo. Miró con la atención suficiente como para no perder detalle. Miró hasta cruzarse con mi mirada. Mis ojos se clavaron en los suyos mientras me afanaba en lamerle, chuparle, comerle y engullirle. El interior de mi boca se convirtió en un refugio ideal del que no querría escapar. Pero lo inevitable llega, y siempre antes de lo deseado.
Acompañé mi felación masturbándolo a la vez. El movimiento de su cadera evidenciaba que el punto de no retorno estaba cerca. Lo noté, pero igualmente me lo hizo saber estirando un brazo y sujetándome del pelo. No me detuve. Al igual que no dejé de mirarle mientras un orgasmo intenso como pocos le hizo explotar en mi garganta. Una, dos, tres, cuatro. Perdí la cuenta de cuantas descargas liberaron toda la tensión que tenía acumulada desde hacía rato. Demasiadas para contenerlas en mi boca. El semen se me escapaba a borbotones de entre mis labios, resbalando por su tronco hasta manchar mi mano. Me levanté cuando todo estuvo en calma otra vez y me alejé hasta meterme en el mar, donde el agua cubrió mi cuerpo.