Capítulo 1
- Entre la música y el pecado, en la disco
- Doña cristina y el casero
Esa noche yo había decidido ponerme un vestido negro, sencillo, de esos que apenas marcan la figura y que me hacen sentir protegida. Siempre he sido recatada, casi hasta lo exagerado, aunque soy consciente de que los hombres no suelen apartar la vista cuando camino por la calle. Pero yo prefiero ocultarme tras telas largas, como si eso me diera un aire de intocable.
Cuando salí del cuarto, lista para ir a la discoteca, Mario me miró de arriba abajo con una mezcla de paciencia y fastidio.
—¿En serio, Cristina? —dijo, cruzándose de brazos—. Vas a parecer una monja en medio de una fiesta.
Me sonrojé, incómoda.
—No exageres. Se ve bien, ¿no?
Él sonrió con esa picardía que me desarma y negó con la cabeza.
—Se ve bien… pero se ve demasiado bien como para esconderlo. Quiero que esta noche me acompañes de verdad, que no te escondas detrás de la ropa.
Mario abrió mi clóset empezó a mover perchas, a revisar, hasta que sacó una blusa roja que casi nunca me atrevo a usar. Era ajustada, con un escote que dejaba muy poco a la imaginación.
—Esta —dijo con una sonrisa traviesa—. Con el brasier negro que tienes guardado en el cajón. Y la falda corta.
Lo miré con los ojos muy abiertos.
—¿Estás loco? Con eso se me va a ver todo…
Él se acercó, rozando su cuerpo contra el mío, y me susurró al oído:
—Ese es el punto. Quiero que todos te vean y se mueran de ganas… pero que sepan que eres mía.
Tragué saliva, nerviosa. Me llevó hasta el espejo y me puso la prenda entre las manos. El rojo brillaba intenso, como una provocación. Cuando la sostuve contra mi pecho, Mario me bajó un poco la cremallera del vestido negro que llevaba puesto. Sus dedos encontraron el borde de la tela y la deslizaron lentamente, dejándome en ropa interior.
Me miré en el espejo: el encaje negro dibujaba mis curvas y, al probarme la blusa, mis senos parecieron cobrar vida, firmes, desbordando con un “wow” que hasta yo misma no pude negar. Mario sonrió satisfecho y, con una palmada juguetona en mi trasero, sentenció:
—Así, amor. Esta noche vas a encender la discoteca.
Llegada a la disco
El lugar estaba a reventar. La música retumbaba en el pecho y las luces de colores se reflejaban en mi blusa roja, que apenas lograba mantener mi escote bajo control. Mario y yo conseguimos una mesa cerca de la pista y, como siempre, no tardamos en perdernos en risas y tragos.
A medida que el alcohol me soltaba la lengua, me sentía más ligera, más juguetona. Mario aprovechaba cualquier descuido para rozar mi muslo con su mano, para jalarme de la cintura y besarme, o para subir apenas la tela de mi falda y dejar asomar la tanga. Yo me reía nerviosa, pero al mismo tiempo me encantaba provocarlo.
Sabía que no pasaba desapercibida. A mi alrededor había más de una mirada clavada en mí, y en especial noté a un grupo de hombres en una mesa cercana. No eran precisamente modelos, pero no apartaban los ojos de mi escote. Se inclinaban entre ellos, murmuraban, y yo podía sentir cómo me desnudaban con la vista.
Un rato después tuve que atravesar la pista para ir por más tragos. El lugar estaba tan lleno que apenas podía moverme, y entre empujones y cuerpos bailando, avancé despacio con los vasos en la mano.
De regreso, lo sentí. Una mano que apareció de pronto detrás de mí, firme, descarada. No fue un simple roce: me agarró el culo con fuerza, apretando, como si le perteneciera. El contacto me paralizó un segundo, los vasos casi se me derraman, y sentí cómo la sangre me hervía.
El tipo no se molestó en disimular. Su palma grande cubrió una nalga entera, y sus dedos se hundieron lo justo como para dejarme sin aire. Yo seguí caminando, obligada por la marea de gente, pero en ese instante quedamos pegados, mi trasero atrapado contra su mano.
Mi respiración se aceleró. Era imposible no sentir cómo mi tanga apenas servía de barrera, cómo el calor de su piel se transmitía a la mía. Alcancé a girar la cabeza: era uno de los tres hombres de la mesa, mirándome con una sonrisa sucia, disfrutando cada segundo de mi incomodidad.
No dije nada. No podía. Solo avancé como pude, con el corazón desbocado y el cuerpo encendido, dejando atrás al desconocido. Cuando por fin llegué a la mesa, Mario me estaba esperando, sonriendo, sin tener idea de lo que acababa de pasar.
Cuando Mario se levantó al baño, ya sabía lo que venía: las miradas de la mesa de al lado se clavaron en mí como dagas. No pasaron ni dos minutos antes de que el más descarado se levantara y se acercara con su copa en la mano.
—Hola, preciosa.
—¿Qué tal? —contesté con frialdad.
—Quería decirte algo… tienes el mejor culo que he tocado en mucho tiempo.
Sentí cómo la sangre me subía de golpe a la cara. Me quedé helada, sin palabras. Él sonrió con satisfacción, bajando un segundo la vista a mi escote antes de mirarme de nuevo.
—Esa pasada entre la gente no fue un accidente, ¿sabes? lo disfruté como no te imaginas.
Apreté el vaso entre las manos. Mi corazón golpeaba fuerte entre la rabia y una sensación que no quería admitir.
—¿Es todo? —le espeté—. Te puedes retirar, mi esposo ya viene.
El tipo soltó una risa baja, se inclinó un poco más y dejó caer la mano sobre el respaldo de mi silla, rozando mis hombros con los nudillos. Fue apenas un segundo, pero suficiente para que mi piel se erizara.
—Tan brava… y tan ardiente —murmuró antes de dar un paso atrás y regresar a su mesa.
Cuando Mario regresó, me tomó de la cara y me besó con cariño, ajeno a todo. Yo me aferré a ese beso con más fuerza de lo normal, tratando de sofocar lo que ardía en mi interior: la mezcla de enojo, adrenalina… y ese calor en la piel que el atrevido había dejado marcado en mí.
Después de varias rondas, fui yo la que no pudo esperar más y tuve que ir al baño.
El pasillo hacia los sanitarios estaba repleto de gente, todos empujándose con el ruido de la música de fondo. Apenas di unos pasos, lo sentí. Una presencia detrás de mí, demasiado cerca. Y entonces ocurrió: una mano descarada, se posó sobre mi culo.
El contacto fue directo, sin rodeos. La palma del tipo me apretó con decisión y, por un instante, quedé atrapada entre su cuerpo y la multitud que no me dejaba moverme. Su pecho rozó mi espalda y su voz baja me llegó al oído:
—Sabía que volverías a pasar por aquí… y sabía que me lo ibas a regalar otra vez.
Me mordí el labio, queriendo reaccionar, pero mis piernas temblaron. Era indignante… y al mismo tiempo un fuego extraño me recorría el cuerpo. Cada paso que daba, él acompañaba el movimiento, restregándose contra mí, como si el pasillo fuera solo suyo y yo su presa.
El pasillo hacia el baño estaba abarrotado, pero yo apenas lo notaba: todavía sentía el calor en mi piel del roce anterior. Caminé rápido, con la intención de refrescarme un poco en el espejo, de recuperar el control.
Cuando entré al baño de mujeres, lo último que esperaba era verlo allí. El mismo tipo. Había seguido mis pasos, y ahora me miraba con esa sonrisa descarada que tanto coraje me daba… y que, sin querer, también me encendía.
—Sabía que vendrías —dijo, cerrando la puerta tras de sí.
Quise protestar, pero mi voz se apagó en la garganta. Me apoyé contra el lavabo, el corazón desbocado. Él se acercó despacio, y con cada paso el cosquilleo en mi cuerpo se hacía más fuerte.
Su mano volvió a mi trasero, esta vez sin disimulos, apretando con fuerza. Sentí cómo mi respiración se cortaba, y lo que debería haber sido rabia se transformó en un deseo irrefrenable. Lo miré directo a los ojos, y en vez de apartarlo, arqueé un poco la cadera hacia su mano.
—Así me gusta… —murmuró, bajando su rostro hasta mi cuello.
El calor subió de golpe, mis manos se aferraron al borde del lavabo y cerré los ojos. No había nadie más allí, solo el eco de la música que llegaba amortiguado desde afuera y mi propia respiración acelerada.
Yo sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba cediendo. Pero en ese momento no me importó.
El baño estaba medio vacío, el zumbido de la música se filtraba amortiguado por la puerta. Apenas alcancé el espejo, la vi reflejada: mi blusa roja, mi falda subida más de lo normal, mis mejillas encendidas. Y entonces lo sentí detrás de mí.
El mismo hombre. Había seguido mis pasos.
No dijo nada al principio, solo apoyó una mano en mi cadera y me presionó contra el lavabo. Su cuerpo, pesado y firme, se pegó al mío con un descaro que me cortó la respiración.
—Sabes que te gustó —susurró al oído.
Quise protestar, pero cuando su mano subió hasta mi pecho y liberó uno de mis senos del escote, un gemido me traicionó. El aire frío me erizó la piel, y sus dedos, rudos, apretaron con fuerza el pezón duro. Sentí mi propia humedad responder al instante.
Me giró contra el espejo y nuestras bocas se encontraron en un beso voraz. Su lengua invadió la mía mientras su otra mano levantaba mi falda, lenta, saboreando mi temblor. Cuando apartó la tela de mi tanga, su roce me arrancó un jadeo ahogado.
El frío del lavabo bajo mis manos, el calor de su cuerpo detrás de mí, el peligro de que alguien entrara… todo se mezclaba y me incendiaba. Yo sabía que podía decir “no”. Sabía que podía apartarlo. Pero no lo hice.
Al contrario, arqueé la cadera hacia atrás, buscando más. Su gruñido me recorrió la espalda como un latigazo, y en ese instante dejé de pensar en Mario, en la gente afuera, en todo. Solo quedaba yo, su mano en mi cuerpo y el deseo ardiendo sin freno.
Su respiración golpeaba contra mi cuello, áspera, urgente. Con un tirón, bajó la tanga hasta mis muslos y la dejó colgando. Yo me aferraba al borde del lavabo, los nudillos blancos, mientras sentía la dureza de su miembro rozando mis nalgas, resbalando contra mi piel húmeda.
—Dios… estás lista para mí —gruñó.
Y sin más preámbulos me penetró de golpe. Un grito escapó de mi garganta, ahogado entre el choque del placer y el ardor de aquella invasión. El espejo frente a mí temblaba con cada embestida, reflejando mi boca abierta, mis pechos libres y bamboleantes, y sus manos apretadas en mis caderas como garras.
El ritmo era brutal, sin tregua, y cada estocada me arrancaba gemidos que intentaba contener mordiéndome el labio. Mi frente chocaba contra el espejo, empañándolo con mi aliento, mientras su pecho se pegaba a mi espalda y su voz rasposa me escupía palabras sucias al oído.
—Eres mía ahora… mírate… qué puta más deliciosa.
Sus palabras me estremecían, lejos de ofenderme, me hundían más en el abismo del deseo. Mis caderas respondían solas, empujando hacia atrás, buscándolo, queriendo más. Sentía cómo me llenaba hasta el fondo, cómo su cuerpo me dominaba por completo.
De repente, me tiró del cabello hacia atrás, arqueando mi espalda. Yo gemí fuerte, ya sin miedo de que me escucharan afuera. Estaba perdida. Entregada. Cada embestida me hacía olvidar quién era, dónde estaba, solo quedaba esa sensación deliciosa de estar poseída en el lugar prohibido.
El clímax me golpeó con violencia, una oleada de espasmos que me recorrió desde el vientre hasta los muslos, haciéndome temblar en sus brazos. Apenas tuve tiempo de recuperar el aire cuando él salió de mí, me giró y empujó contra sus caderas.
Su miembro, duro y brillante, quedó a la altura de mi boca. Lo tomé entre mis labios sin dudar, saboreando mi propio deseo en su piel. Mis movimientos eran rápidos, desesperados, hambrientos. Él gemía, sujetándome por el cabello, marcando el ritmo mientras yo lo tragaba cada vez más profundo.
Con un rugido gutural, descargó en mi garganta. El calor espeso me llenó, y tragué todo, sin apartar la vista de sus ojos encendidos. Me sentí usada, dominada… pero viva, peligrosamente viva.
Me incorporé temblando, acomodando la blusa y subiendo la tanga con manos torpes. En el espejo, mis labios hinchados y mi pelo revuelto contaban la historia que no debía salir de ese baño.
Respiré hondo, sonreí apenas… y regresé a la mesa, donde Mario me esperaba, ajeno a todo lo que había ocurrido, mientras en mi interior el recuerdo ardía como un secreto imposible de apagar.
—Te ves más hermosa que nunca… ¿qué hiciste en el baño, eh?
Ella se limitó a reír, pegando su cuerpo aún más al de él, dejando que el perfume de su marido borrara el olor del desconocido. Pero en el fondo, en cada roce, en cada beso que Mario le daba, Cristina sentía todavía las manos ásperas en su piel, la voz ruda en su oído y el peso del secreto que ardía en su interior.
Esa noche, ya en la intimidad de su casa, Mario la tuvo entre sus brazos con la pasión de siempre, sin saber que Cristina llevaba escondido un recuerdo que jamás confesaría, un recuerdo que la haría mojarse cada vez que lo evocara.
Y así, entre gemidos y besos con su marido, Cristina cerró los ojos… y en la oscuridad revivió el baño, el espejo empañado y la brutalidad que la había marcado para siempre.
El secreto sería suyo, solo suyo.