Capítulo 1
- Aceptando las necesidades de mi novia III
- Aceptando las necesidades de mi novia II
- Aceptando las necesidades de mi novia I
- Aceptando las necesidades de mi novia IV – Final
Primero que nada, quiero arrancar contándoles que todos tenemos necesidades en esta vida.
Algunos quizás necesitan tener algo de diversión, jugar a los videojuegos o al fútbol tal vez, algo que les despeje la mente del trajín diario.
Otros quizás necesiten tener la seguridad en cada cosa que hacen o dicen, tal vez por no mostrarse o sentirse débiles ante los demás.
Otros tienen necesidades económicas, puede ser porque necesiten el dinero para vivir o subsistir, o quizás quieran al dinero como a nada más en esta vida, aunque tengan mucho… quieren más.
Hay quienes sienten que necesitan al alcohol o a las drogas en su vida, ya que sienten que sino… no son nada o no son nadie…
Y también están quienes necesitan una buena pija, de buen tamaño y bien dura… pero no solamente eso… sino que también necesitan un buen macho que la sepa usar… que las coja como si no hubiese un mañana, y que las haga sentir realmente putas en la cama… sus putas…
Esta es la historia de una pareja joven, que se conocían hacía apenas unos años, y se llevaban realmente bien en todos los aspectos de su vida.
O al menos en casi todos los aspectos… ya que pronto saldrán a la luz unas cuestiones que, como se dice vulgarmente, sacudirán el árbol de tal manera, que ellos tendrán que ver si solo se dejan caer del árbol como una fruta madura, o si deciden aferrarse más fuerte a las ramas del árbol de la vida, para así poder seguir transitando su camino juntos, y de la mano, a cada paso que den.
Los dejo con el relato en primera persona, de quien tuvo que deconstruirse, para poder sacar la relación adelante con la mujer de su vida… el gran amor de su vida.
Una serie de hechos fortuitos pusieron luz sobre una situación oscura que mi novia Debora mantenía oculta. Algo así como una doble vida.
Mi novia era maestra jardinera. Dulce, amorosa, le encantaban los chicos y era de esas personas solidarias que ayudan al otro sin esperar nada a cambio y sin especulaciones. Físicamente era una rubiecita de facciones exquisitas y cuerpo menudo pero muy bien formado. Una cola bárbara y unos pechos medianos y bien paraditos.
El jardín de infantes donde trabajaban quedaba en Caballito, una ciudad hermosa de la capital federal, en buenos Aires, sobre una calle tranquila y poco ruidosa. La pasaba a buscar los lunes y jueves e íbamos al cine, o a lo que fuera.
Yo, por otra parte, me desempeñaba en el departamento comercial de una empresa de productos de consumo masivo. Cada producto tenía su propia página web y el encargado de supervisarlas y mantener el feedback con el diseñador era mi amigo y compañero de oficina Rodrigo.
Rodrigo vivía online y conectado con Martín, el diseñador y programador freelance que hacía todas las páginas, un chico de unos 28 años, amable y educado, que visitaba la oficina una o dos veces por mes para cobrar y charlar cuestiones de las páginas que requerían más que unas simples instrucciones por mensaje.
Aquel jueves mi amigo Rodrigo debía llevarle unos dvd cargados de información a Martín, a su casa, pero en el último momento le había surgido un problema familiar y no iba a poder cumplir. Me ofrecí a llevar yo. Por un lado, porque Martín vivía en Caballito y debía ir allí de todos modos para ir a buscar a mi novia; y por otro, porque así salía del trabajo casi una media jornada.
Cuando llegué a lo de Martín festejé de mi buena fortuna: el diseñador web vivía pegado a una vieja panadería en ruinas de la esquina. La misma esquina a la que también estaba pegado, pero del otro lado, sobre la otra calle, el jardín de infantes donde trabajaba mi novia. Me alegré. Ni tendría que caminar para pasar a buscarla.
Martín bajó a abrirme y sonriendo al reconocerme.
—Hola —me saludó. Y su expresión exageró histriónicamente una duda—. ¿Tu nombre eraaa…?
—Danilo —dije, y pasé.
Me llevó a su departamento, en el contrafrente del segundo piso. Fuimos directamente a una habitación que era de hecho su estudio. Dos computadoras de mesa, una notebook y montones de DVD y libros de programación. Metió sin más en una de las PC el primer DVD que le llevé.
—Son seis discos —dijo con cierta preocupación—. Esto va a tardar un rato, tengo que revisar archivo por archivo…
—Sí, ya sé —me apresuré a tranquilizarlo—. Por eso Rodrigo me mandó tan temprano. Me dijo que te tengo que esperar un par de horas.
Martín tomó un cuaderno y una birome y los puso al lado del teclado. El silencio de la tarde sólo era interrumpido por el rumor de la máquina y unos lejanos llantos de bebé.
—¿Quieres algo fresco? En la cocina hay Coca o agua…
—Ah, gracias… Estoy muerto de sed…
—La segunda puerta —me indicó.
La cocina estaba cerrada. Cuando abrí la puerta, el sonido de los llantos se transformó en algo ruidoso y molesto. Una voz de mujer procuraba calmar al bebé. Reí para mis adentros. El contrafrente del edificio daba al contrafrente del jardín de mi novia. Demoré unos segundos en servirme la Coca para ver si en algún momento escuchaba la voz de Debora. No tuve suerte pero volví extrañamente contento al estudio de Martín.
—¡Qué quilombo hacen los pendejos ésos! —dije riendo.
—Son del jardín de acá a la vuelta —me aclaró—. Te rompe las bolas al principio pero después te acostumbras…
Martín revisaba los archivos y anotaba cosas críticas en su cuaderno. Iba a decirle que ya sabía, que mi novia trabaja allí, cuando me ganó de mano:
—Igual, ya se corta —Miró su reloj—. En cinco minutos los ponen a dormir la siesta y empieza el show.
Martín me miró con expresión de inequívoca picardía. Yo me quedé en silencio y una alarma se prendió en mi interior. No me atreví a decir nada pero mi rostro debía ser muy elocuente.
—Mientras los pendejos duermen las maestras se ponen un charlar. Creo que mientras almuerzan… O por ahí se ponen a tomar sol, no sé. De acá no se ve qué hacen… pero se escucha todo lo que dicen.
Martín puteó de pronto contra algún archivo y volvió a anotar sobre el papel con un resoplo de frustración.
—Pero ¿cómo mostrar? ¿Qué quieres decir con show?
Mi preocupación habría sido evidente si Martín hubiera sabido que mi propia novia trabajaba allí. Pero solo lo tomó como ansiedad.
—Se cuentan las aventuras del fin de semana… Bah, de mitad de semana, en realidad…
Tosí secamente. Me había atragantado con aquellas palabras.
— ¿Qué aventuras? No entiendo…
—¡Aventuras, hombre! —me dijo como si yo fuese un marciano—. Las trampas de la semana se las cuentan en el almuerzo… Como hacemos nosotros.
Sentí que mis piernas perdían firmeza y un ligero calor invadió mi cuerpo: Debora salía todos los miércoles a la noche con sus amigas y una o dos veces más por semana no nos veíamos porque siempre tenía algo que hacer.
Desde su indiferente ignorancia, Martín me indicó:
—En cinco minutos vas a ver de lo que te estoy hablando… Hoy es jueves, el mejor día… Las trolas zafaron ayer de los novios y hoy se cuentan cómo se las garchó alguno nuevo…
—Pe… ¿Qué…? ¿Cómo…? —Sacudí mi cabeza con incredulidad. Mi novia no podía ser una de las que él hablaba. Yo la conocía bien. Era imposible—. ¿Cómo sabés que va a pasar eso?
Martín me miró con una simpleza tal que hizo que me sintiera un tonto.
—Porque es jueves.
Ya se habían acallado los llantos de los últimos chicos y un silencio premonitorio reptaba en la tarde primaveral.
—Y si no salen? —Yo me refería a qué pasaba si las chicas no salían al patio. Si se quedaron adentro.
—Si el día está lindo como hoy, salen. Los únicos días muertos son los de lluvia o mucho frío.
Inmediatamente se escuchó un rumor de voces femeninas y alguna silla acomodándose, y en menos de un minuto estaban todas hablando animadamente, tal cual lo había adelantado Martín. Reconocí sin dificultad la voz de Debora y automáticamente mi estómago se petrificó. Temía que dijera algo inapropiado, o que mi cómplice en el fisgoneo se destapara conque «ésa que habla es la más puta de todas». Nada de esto sucedió. De hecho, por un buen momento la cosa estuvo muy aburrida. Hablaron de los chiquitos, de ropa, y hasta el novio de una de ellas.
—Me voy a seguir con el laburo —dijo Martín abandonando la cocina donde fuimos a escuchar a las chicas—. A veces pasa. Vos avisame si la charla se pone caliente.
Por dentro yo rogaba que eso no sucediera nunca. Abrigaba la esperanza de que todo fuese solo un producto de la mente exagerada de Martín, que en verdad fuera nada más que una chica la que contara cosas, o que lo que ventilaran no fuese tan grosero como se anunciaba.
Pero no. Unos momentos después la conversación giró bruscamente de tema.
—Al final ¿cómo te fue con el del gimnasio…? ¿Cómo se llamaba…?
Respire aliviado. Debora no iba a ningún gimnasio.
—Lucas —dijo una. Y agregado con exagerado entusiasmo—: ¡Espectacular! —Un par de chicas rieron y fue extrañísimo reconocer a mi novia en una de esas carcajadas—. Me dio vueltas como una hora hasta que al final me arrinconó contra una pared y me comió la boca. Después me llevó a un cuartito y me dio con todo.
Le llovieron una docena de preguntas. Más risas. Exclamaciones. Para hacerla corta, a la niña le habían dado para que tenga, y ya habían arreglado para verse al otro día. La chica en cuestión tenía un novio que la estaba esperando en otro lado y quien luego se quejaría de su llegada tarde. Me pregunté cuánto más se quejaría si supiera que, además de tarde, su novia también llegaba cogida. Luego otra de las chicas comentó sus hazañas de la noche anterior en una discoteca gay y casi enseguida tomó la posta mi novia.
Yo quedé azorado, confundido, histérico, al borde del infarto. Estaba escuchando la voz de mi dulce e inocente novia contar cómo el día anterior me había inventado que iría a pasar la noche a lo de una prima cuando en realidad se había juntado con unas amigas y habían ido a bailar y ver si levantaban algo para esa noche. No daba crédito a mis oídos. Me sentí, de hecho, más fascinado por la revelación que furioso.
—Fuimos a la Diosa—comentó Debora—. Al principio medio embole, pero después una de las chicas se puso a hablar con unos brasileros y pintó una onda buenísima.
—¡Te dije que me avisaras, che! —la palmada de Martín sobre mi hombro casi me mata del susto. Martín se dio cuenta y se echó a reír.
—Disculpame —le dije—. No me di cuenta.
—Sí, todo bien, ya sé. Pasa… Es como que te abstraes…
Se acercó a la ventana para escuchar mejor. Mi novia seguía con su relación.
—Uno de los negros me empezó a mirar «mal» [con intensidad] y sonreír, y empezó a hablarme. A los cinco minutos estábamos matándonos en los reservados.
—¿Es la más puta? —pregunté con temor.
-No. La más puta es una que se llama Karina. Pero ésta viene con una historia nueva todos los días… Encima tiene novio. Bah, creo que todas tienen novio.
—Sí —le confirme casi automáticamente. No tanto por lo que había escuchado sino porque yo las conocía de haberlas cruzado muchas veces y porque Debo me contaba sobre ellas. Sonreí para mí. La tal Karina era, de todas, la que parecía más boluda.
Las risas y la histeria provocada por el brasilero y mi novia en el reservado del boliche me sacaron de mis pensamientos. Casi todas las preguntas apuntaban a si era verdad lo del tamaño de los negros.
—No sé todos los negros —dijo mi amorcito—. Pero a éste lo manoteé en el reservado y la tenía enorme. —Más risas y muestras de admiración—. Y después en el hotel… ahhh… No les puedo contar todo lo que tenía, jajaja.
No aguanté un segundo más y me fui al baño. Tuve súbitas ganas de orinar. De lavarme la cara. De no estar allí. De que aquello no sucedió. Pero cuando me costó sacar la pija del pantalón me di cuenta también que estaba al palo. Tuve bronca de que no me diera bronca. Mi novia había pasado la noche con un brasilero pijudo y estaba contándoselo a todo el mundo, y en vez de un ataque de furia estaba excitado. ¿Estaría yo enloqueciendo?
Espera unos segundos pero la pija no se me bajaba. No podía orinar y además la ansiedad me estaba matando. Apreté el botón del depósito para justificar mi visita al baño y me apresuré a volver a la cocina.
—¿Sigue?
—Mira… —me sonoro Martín—. ¡Parece que el negro se la garchó como un hijo de puta!
El relato de mi novia ya tenía lugar en un hotel. No se cansaba de repetir lo asombroso del tamaño y lo bien que usaba su instrumento y lo mucho que la llenaba esa pija y…
—Hacía rato que no me comía algo tan grande —concluyó para sus amigas—. Y la verdad, se nota…
Yo seguía de sorpresa en sorpresa. ¿»Hacía rato»? ¿Cuánto haría que la buenita de Debora se comportara como una puta en celo? Tuve que preguntarlo.
—Ésta que habla… ¿Hace mucho que…? —no sabía cómo seguir la frase. Me hubiera gustado decir: «¿Hace mucho que esta hija de re mil putas me mete los cuernos?» Pero dije—: ¿Hace mucho que cuenta estas cosas…?
—No sé —me respondió Martín, sorprendido por mi pregunta—. Desde siempre, creo… Qué sé yo, no me fijé…
Mi novia ahora comparaba la pija del negro con la de otros amantes. Era más grande que la del que se había levantado el miércoles anterior. Y más que el de uno aparentemente famoso de un mes atrás. También se la había cogido mejor que el profesor de salsa. Eso despertó sorpresa en el grupo de amigas y estupor en mí.
—¿Mejor que Emiliano? —preguntó incrédula Karina.
Emiliano era el profesor de salsa. Ella iba a sus clases para aprender, relajarse y divertirse. Yo siempre había estado de acuerdo en que vaya. De hecho, la pasaba a buscar todos los lunes a la noche. Me sentí un poco indignado y sorpresivamente excitado. ¿Cada vez que salía de las clases y me abrazaba enamorada estaría recién cogida? Yo conocía al profesor. Lo había visto muchísimos lunes durante más de un año y en un par de cumpleaños de compañeras de baile de Debo. El tal Emiliano era un actor de primera línea. Seductor, ganador, mujeriego y desfachatado.
— ¿Quién es ese Emiliano? —pregunté a Martín haciéndome el boludo.
-Nariz. Uno que se la garcha todos los lunes. Hizo cada cosa con ese chabón…
—Las conoces a estas minas?
-Si. No… Bah, vi a algunas en la puerta del jardín, pero no ubico quién es quién…
Respire aliviado. Aunque en ese momento me asaltó una preocupación: ¿Y si un día Martín me viera con Debora a la salida del jardín? Otra cosa que me sorprendió aún más que todo: A pesar de lo que estaba escuchando de boca de mi propia novia, ni siquiera había pasado por mi mente la posibilidad de dejarla. ¿Entonces qué iba a hacer, yo? ¿Simular que no sabía nada? Sonaba imposible. La noticia era demasiado fuerte para suponer que mi relación con Debora fuera a seguir como si nada.
Mi novia terminó de contar cómo se la había garchado el negro y comentó que habían intercambiado teléfonos para repetir la cogida. El problema, aparentemente, era que el negro se regresó para Brasil en diez días.
—¡Uy! —dijo una—. No vas a poder cogértelo mucho, entonces…
—¡Qué no! ¡Estos diez días los vamos a aprovechar como locos!
—¿Pero y tu novio?
—Algo le voy a inventar. No puedo perderme la pija del negro por los dos minutos que me da Dani.
Enrojecí en silencio y agradecí a mis padres que me dieran un nombre que, abreviado, se podía confundir con Daniel. Por otro lado, si bien lo de los dos minutos era exagerado, yo sabía que la frase guardaba algo de verdad.
—En el fondo —bromeó ella en una carcajada— él debería entender que yo no puedo perderme esto… y debería permitírmelo…
Interiormente le di la razón. ¿Pero y Emiliano? ¿Y los machos que se levantaba todas las semanas? ¿Con ellos también debería entender? Supe entonces, en ese preciso momento, que mi lugar con ella, mi lugar en la pareja, mi lugar en el mundo, cambiaría radicalmente.
Continuará…