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Una historia de cada día

Una historia de cada día

Este relato tiene dos autores: Kyra y Donnar. A lo largo de varias semanas, hemos ido escribiéndolo alternativamente, ella a un lado del Atlántico, yo al otro. Esperamos que os guste.


«¡Hoy se ha vestido de primavera!. ¡Qué guapa está! ».

Verdaderamente, estaba guapa con su vestido estampado, muy poco por encima de la rodilla –aunque sentada como estaba dejaba al descubierto una discreta porción de sus muslos-.

No tenía mangas, con lo que por primera vez veía sus brazos completamente descubiertos.

El talle ceñido realzaba aún más sus pechos, de los que podía ver unos centímetros por el amplio escote.

La cara era lo más conocido para él, porque era la parte que siempre, aún en el invierno que acababa de terminar, había llevado al descubierto, pero aquel día parecía especialmente radiante y hermosa.

«¿Qué edad tendrá?. No aparenta mucho más de veinte, quizá veintidós… ¡Dios, me está mirando!. ».

Efectivamente, ella parecía haber advertido el escrutinio de que estaba siendo objeto, y había clavado en él los profundos lagos de sus limpios ojos azules, que sostuvo unos segundos en los suyos, y luego bajó nuevamente al libro que tenía en el regazo.

No la conocía de nada.

Al principio, coincidió con ella por casualidad algunos días en la estación del metropolitano.

Luego, anticipaba un poco la salida del trabajo, y la esperaba en el bar a través de cuyo escaparate se divisaba perfectamente la entrada que ella utilizaba, con lo que todos los días viajaba en el mismo vagón.

Le había dirigido miradas distraídas, como en aquella ocasión, pero de seguro que pensaba también que se trataba de uno más de los que utilizaban a diario la línea 1.

Al fin y al cabo, él también veía caras familiares de desconocidos, que día tras día viajaban a la misma hora rumbo a su casa, o a lo que fuera.

No había ninguna razón especial para que se hubiera fijado en él.

«¡Si me decidiera a hablarle! . Y, ¿por qué no?. Finalmente, lo más que puede pasar es que me mande a…».

El tren frenó en la siguiente estación. Una señora mayor dejó el libre el asiento junto a la chica.

«¡Esta es la mía!. Sólo tengo que levantarme, y sentarme a su lado».


Aunque Eunice luchaba por concentrarse en el libro de prueba que tendría que discutir en el taller de literatura al día siguiente, no pudo por menos de regañarse interiormente varias veces por permitirse mirar a aquel hombre que le llamaba tanto la atención.

Se había descubierto mirándolo descaradamente a los ojos varias veces, más por el gusto de hundirse en el mar de luces y terciopelo de sus ojos grises, cuya seguridad la hacia sentir cosquillas en la espalda, que por seguir el consejo de una amiga suya, maestra de Sicología Aplicada cuando habló en una reunión de “observar las reacciones de los demás ante nuestras actitudes inesperadas”.

En aquella ocasión, durante la reunión, le sonó a broma el reto de tomar “actitudes inesperadas” para ver cómo reacciona la otra persona.

Sin embargo el contacto diario con las personas familiarmente desconocidas del metropolitano, la obligó a pensar mucho en eso.

Y lo hizo. ¿Qué es más inesperado que mirar a los ojos cándidamente, abiertamente, a cualquiera en un lugar público?.

La primera vez miró a una mujer mayor. Días después descubrió unos ojos que la exploraban. Y aunque le ponía nerviosa hacerlo, se prometió que al día siguiente miraría precisamente a ese hombre venciendo todo prejuicio.

Todas esas miradas disfrazadas de distracción habían valido la pena.

Pudo apreciar a su gusto y antojo la figura y el porte del chico.

Ya se sabía de memoria el color de su piel, la tersura y el brillo de su pelo, el tamaño de sus manos, sus movimientos felinos al andar, la sombra de su sonrisa.

Sólo su voz hacía falta para que sus sueños tomaran forma definitiva, real.

Y es que, ¿por qué negarlo?. A partir del primer día que lo vio directamente, cada mañana se esmeraba en su arreglo personal, sólo por si se lo topaba. Mirarle ya no era un reto, ni un experimento, era una necesidad.

Hoy se sentía realmente bien consigo misma; además sabía que se veía bien por la forma en que era observada, no solamente por aquel chico de ojos grises, sino por la manera en que el portero de su edificio la había seguido con la mirada después del “buenos días señorita” al salir temprano hacia la oficina.

Durante la mañana había advertido las sonrisas galantes de sus compañeros de trabajo, y hasta en la escuela le habían dirigido más piropos que de costumbre.

Pero a estas horas, rumbo a casa, se sentía mucho mejor por la suerte de haberse encontrado con aquel enigmático chico.

La señora de al lado había intentado iniciar una charla, pero ella declinó suavemente la conversación abriendo el libro.

Claro que la preocupaba la economía del país, pero hoy no, hoy tenía que estudiar.

Cuando la señora se puso de pie para bajar, Eunice dejó de leer, aunque el libro seguía abierto.

Lo puso en su regazo y alzando sus brazos, se pasó los dedos por el cabello y se relajó. De reojo vio de nuevo al chico aquel.

«¿Será casado?. Mmmmm…. Seguramente tendrá novia… ».

Al bajar las manos creyó notar que el chico se levantaba… No pudo evitar hacer un gesto con la boca.

«¿Cómo?… ¿se va?. ¡¡Todavía faltan algunas estaciones!!…. ¡Ay, no!».

Sin quererlo, el libro se le había caído de las piernas.

Se inclinó para recogerlo.

Otra mano estaba ahí, con la suya, cogiendo el manual. Levantó la mirada y se topó con el chico, tan cerca de su rostro… sonriendo.

El aroma que despedía aquel hombre la envolvió.

Él se sentó en el lugar vacío junto a ella.

Pero aún tenía el libro en sus manos.

Miró el volumen y luego la miró a ella… sin dejar de sonreír.

Ella se sonrojó. La mirada penetrante de esos ojos y aquella sonrisa traviesa hicieron que su pulso se acelerara. ¿Habría él tomado la clase de Sicología Aplicada?

Eunice extendió la mano en una muda petición.

El rozó con un dedo el centro de su mano haciendo que se estremeciera toda… y se lo dio. Murmurando un “gracias”, ella se apoderó del libro y se aferró a él como si de ello dependiera su control. ¡Solamente la había rozado con su dedo y ya sentía que su vientre hervía!. Luchó por tranquilizarse, porque su mente ya se había puesto en marcha.

¡Qué calor sentía a pesar del conjunto ligero que llevaba puesto!.

Se mojó los labios levemente.

Tomó como escape el mirar por la ventanilla, aunque lo único que veía era el reflejo de los otros pasajeros dentro del vagón, y la gente aglomerada en las estaciones iluminadas cuando paraba el tren.

Ya no podía continuar leyendo teniéndolo tan cerca. Sus manos reposaban sobre el libro en sus piernas.

La falda del vestido se le había subido un poco mostrando más de sus muslos, pero no hizo nada por remediar aquello.

Respiró profundamente.

Sonrió entrecerrando los ojos; recordó las primeras veces que lo miró.

Al principio hacia trampa observándolo mientras él fijaba su atención en la pantalla del vagón o cuando atisbaba por la ventanilla.

Cuando se atrevió a mirarlo directamente notó que él se sorprendió momentáneamente para luego recuperar su aplomo.

Aquello no duró más que unos segundos. Pero todo es bueno para un inicio. Suspiró. ¿Inicio de qué?. Movió la cabeza asombrada de su desfachatez. “¡Qué conveniente eres!“ -se dijo-.

Sintió un movimiento a su lado, y escuchó una voz…

– Eres preciosa. Me gustan tus ojos, tu pelo, tu rostro, pero sobre todo tus manos. Y ese gesto tuyo de peinar tu cabello con los dedos.

Ella giró su rostro poco a poco hasta encontrarse con esos ojos mágicos, profundos, brillantes.

No podía creer que aquello estuviera sucediendo.

La caricia de aquella voz tan plenamente viril llenaba gota a gota sus oídos, su mente, su espacio, su intimidad.

El tiempo, las cosas y aún las personas parecieron detener su curso. De pronto nada existía, sólo ellos dos en el instante precioso del primer encuentro, de la primera posesión en una mirada.

Su corazón latía tan fuerte que hacía que su pecho subiera y bajara en un vaivén tan sensual que hasta ella misma se excitó.

Su aliento entrecortado y cada vez más tibio la hizo entreabrir los labios.

Necesitaba aire. Bajó la mirada tímidamente, con un gozo que pintaba sus mejillas y sus labios con un rubor que la traicionaba.

«¡Dios!… ¡Estoy temblando!. ¡¡Por favor, que esto no sea un sueño…!!».

El no perdía detalle de las reacciones de Eunice. Su presencia se había apoderado de ella, y él lo sabía.

«¿Y si me atreviera?… ¡Qué demonios!».

Lentamente, tomó una de sus manos, esperando en cualquier momento un gesto de rechazo y una airada protesta.

Al hacerlo, rozó levemente con el vello del dorso la parte descubierta de un muslo de la chica, y le pareció ver cómo la suave piel se erizaba por el contacto.

Cuando sintió aquella mano envolviendo la suya, contuvo el aliento. La caricia de él en su pierna, y la ternura con que tomó su mano se adueñaron de sus sentidos.

No se produjo la temida reacción. La chica tenía los ojos bajos, y estaba ligeramente ruborizada.

– Me llamo Jaime, llevo muchos días observándote, y quisiera conocerte.

Y acarició la pequeña mano que aún seguía entre las suyas.

Eunice se mordió los labios. Dominando su emoción, con toda la tranquilidad que pudo, alzó la mirada y le sonrió a Jaime.

No pudo evitar recorrer ese rostro; acariciarlo con su deseo, dibujarlo en su corazón. Suavemente apretó la mano de Jaime y susurró:

-Mi nombre es Eunice. Y me gustaría mucho tener también la oportunidad de conocerte.

Le sonrió. Deseaba que el calor de esas manos no la abandonara. Todavía no.

El advirtió en aquel momento que eran el blanco de muchas miradas.

Sin duda, y a pesar de que ambos hablaban en susurros, en aquel espacio reducido todo el mundo había sido testigo de sus palabras. Inclinándose a su oído, dijo en un tono aún más bajo:

-Ven, salgamos en la próxima parada.

Ella asintió y se dejó llevar por él.

Los planes de estudiar y los trabajos pendientes de entrega le gritaban con voces que ella rehuía.

El la protegía con su cuerpo de los empujones de la gente que se acomodaba para salir también en la siguiente estación.

Sin soltar su mano, la acompañó hasta la puerta más cercana.

Ahora estaban muy cerca, mirándose fijamente a los ojos.

La otra mano de él agarró el asidero, para tratar de contrarrestar los vaivenes del vagón en las curvas.

En uno de ellos, Eunice fue proyectada hacia él, con lo que la proximidad fue ahora abrazo.

Y tomó conciencia de la suave y dulce presión de sus pechos, de su vientre y de sus muslos, aunque sus sentidos estaban concentrados con mayor intensidad en la vista, y en el tacto de los dedos de ella en los suyos.

Con aquel movimiento ella se vio de pronto envuelta en la seguridad y la firmeza de aquel cuerpo.

Una descarga en la espalda que culminó en su bajo vientre la hizo temblar.

Por un momento quiso alargar la mano para acariciar el pecho de Jaime que amortiguaba las sacudidas, pero se contuvo.

No podía dejar de deleitarse en el calor que provocaba su cuerpo pegado al de él; y el movimiento natural de la tracción del vagón, hacía que aquel roce fuera una excitación constante; sus pezones se habían endurecido al frotarse contra su pecho, y deseaba ardientemente entrelazarse con sus piernas, amoldar su cuerpo palpitante al del hombre.

Aspiraba con placer su aliento, y el otro corazón sonaba en su pecho… ¿o sería su propio corazón?.

El jugueteo nervioso de sus dedos acariciaba constantemente la mano de Jaime. ¿Por qué rayos se había comprometido a trabajar aquella noche?. ¿Por qué?. ¿Por qué?.

El tren se detuvo y se abrieron las puertas. Se separaron muy despacio, como lamentando tener que abandonar el contacto de sus cuerpos, y salieron al exterior. Pero las manos seguían unidas.

Parados en el andén, ajenos al trasiego de los otros viajeros en torno suyo, sólo se miraban. Por fin, ella pareció volver en sí con un suspiro:

– Es ya muy tarde…

– ¿Tienes que irte?.

– Sí. -Y recordó con pesar la promesa de ayuda que hiciera anteriormente-. Ya lo había aplazado varias veces, no podía hacerlo una vez más. Miró a Jaime tratando de reflejar en sus ojos azules todo el deseo que sentía por él y su enorme pesar por tener que irse así, ahora.

Sólo entonces reparó él en que aquella era la estación donde ella descendía todos los días.

– ¿Podré verte después?.

– Mañana…

Ella extrajo de su bolso una pequeña tarjeta, en la que apuntó un número de teléfono.

Luego, la cartulina quedó atrapada entre las manos de nuevo unidas. Por fin, ella se fue alejando, moviendo las caderas cadenciosamente.

Eunice sabía que Jaime la observaba ahora, y con aquel caminar quería decirle cómo la había puesto, y todo lo que deseaba hacer con él.

Antes de tomar el pasillo de salida, se volvió haciendo que el revuelo de su cabello negro le diera a su gesto, un toque de coquetería, aliento y deseo.

Se gozó en la vista de aquella figura masculina… y desapareció.


Al llegar al departamento, tuvo que relajarse tomando una ducha.

Dándose un suave masaje en el cuello y brazos procuraba tranquilizarse.

Sus dos amigas ya la esperaban en el estudio y todo parecía indicar que la condena del trabajo se cumpliría.

Pero lo que Eunice quería dejar para después, su cuerpo lo revivía cálidamente, con espasmos que la sacudían haciéndola gemir.

Se estremeció y acarició su boca con la yema de sus dedos.

En su mente retumbaba un nombre «Jaime… Jaime…. Jaime…» y en su excitación, el recuerdo del abrazo y el aroma de aquel hombre.

Sus amigas se extrañaron de la actitud reservada de Eunice, usualmente jovial y festiva. Sólo una vez su curiosidad tuvo respuesta:

-¿Esperas a alguien? -le preguntó Raquel sacándola de su ensimismamiento. Eunice hizo un movimiento ambiguo con la cabeza. No podía evitar mirar el teléfono tantas veces. Raquel volvió a la carga:

– Pero… ¿todo está bien?.

– Mejor que nunca. –Y les sonrió ampliamente. Ninguna de las tres dijo nada más. Se aplicaron con esmero en terminar el trabajo pendiente.

Horas después cuando sus amigas se retiraron, Eunice pudo dar rienda suelta a sus emociones.

Fue a su dormitorio y se desnudó para ponerse la pijama.

Pasó junto al espejo y el hechizo de la pasión que Jaime despertara en ella la atrapó en su propia contemplación.

El cabello negro contrastaba con su piel, con sus ojos, con su boca enrojecida por el deseo.

Tomó con sus manos el nacimiento de sus pechos firmes, redondos, suaves…

Los recorrió en círculos hasta sus pezones endurecidos.

No eran sus manos, eran las de Jaime; podía jurarlo. Dejó sus senos para seguir el recorrido, paso el dorso de sus manos por la cintura estrecha… hasta juntarlas abiertas en su vientre.

Se volvió ligeramente para ver sus nalgas redondas y firmes.

Examinó sus piernas torneadas y volvió a mirarse de frente. Inconscientemente había entreabierto la boca y la punta de su lengua recorría sus labios.

Miró satisfecha el reflejo de su pubis depilado casi totalmente.

Paseó sus dedos rodeándolo y se agitó. Como una visión vio deleitarse a Jaime en su cuerpo, saboreándolo, mordiéndolo… besándolo.

La tibia humedad en su vulva y la respiración agitada que hacia balancear su pecho, eran la respuesta a la evocación del aroma de ese hombre que había conseguido con una mirada, con un toque, trastornar sus sentidos.

Se metió desnuda entre las sábanas y ese roce la excitó aún más… «Jaime, Jaime… si estas sábanas que me envuelven fueran tu cuerpo rodeándome, acariciándome, poseyéndome…. Hmmm…

Si pudieras sentir mis manos aferrándose a tu piel tal como se pasean ahora por esta tela, acariciándote hasta hacerte explotar como un volcán en mis entrañas…. oh, J-Jaime…». La electricidad del orgasmo la sacudió tantas veces como en su fantasía fue poseída por él…. hasta que el sueño la rindió.

A la mañana siguiente tuvo que tomar un taxi para llegar a la Academia. Aún así, llegó tarde al taller de literatura.

Estuvo ausente. Todo lo que había estudiado y lo que había preparado para aquel día, se había quedado en un asiento del vagón del metropolitano. ¡Y quién sabe dónde andaría a esas horas!.

Terminó la clase como pudo y volvió al departamento. Su cabello negro se extendió por el almohadón cuando se tendió en el sofá.

Tenía los ojos cerrados, las mejillas coloreadas y las manos entrelazadas sobre su vientre.

Rememoró la noche anterior y las fantasías de su ardiente entrega. La cara le ardía, pero era necesario enfrentarse al cúmulo de sensaciones y pensamientos que él le provocaba.

Sin embargo no la había llamado todavía.

«¿Es una locura desearte tanto Jaime?. ¡Si supieras lo que significa para mí estar contigo!. ¿Me has olvidado, mi dulce niño?» -pensó suspirando-. Miró el teléfono que se obstinaba en callar. Volvió a cerrar los ojos. Todo podía pasar.


Había tomado el teléfono muchas veces, y otras tantas lo había dejado de nuevo.

Ella había dicho “mañana”, pero le dolía la urgencia de volver a escuchar su voz, de verla, de estrechar otra vez aquellas manos entre las suyas… y llevarlas a los labios esta vez.

Y aún le parecía sentir sobre su pecho la dulce presión de la turgencia de sus senos.

Y su cintura en el antebrazo. Y rememoraba el balanceo de sus caderas al alejarse, su pelo ondeando al volverse, y la última mirada que le dedicó… Guardaba la tarjeta solo porque era suya, porque había estado en contacto con ella, pero no la necesitaba: ya sabía el número de memoria.

Durmió poco. Su mente recreaba una y otra vez el encuentro, su abrazo, y la implícita promesa de aquellos ojos clavados en los suyos, de la otra mano abandonada entre sus dedos…

Y, cuando al fin le venció el sueño, su mente se pobló de imágenes de su adorable rostro, de sus ojos, pero no curiosamente de su cuerpo, aunque en aquella quimera de su subconsciente podía sentir cada centímetro de su piel desnuda en contacto con la suya propia.

Notaba muy viva, como si fuera realidad, la textura de sus párpados, sus mejillas y sus labios en la yema de sus dedos, con que los había acariciado largamente en su ensoñación.

Y, ya muy cerca del despertar, sus bocas unidas, mientras las manos de ambos recorrían suavemente el otro cuerpo.

Como si hubiera sido realidad, podía sentir aún crecer sus pezones entre los dedos, la suavidad de su vientre de seda en las palmas, la humedad de su sexo henchido de deseo…

Y al despertar entre las sábanas mojadas, aún buscó a su lado el cuerpo que le había poseído, así lo sentía. Pero la cama estaba vacía.

Aquella mañana fue a la oficina aunque era sábado, sólo por ocupar el tiempo.

Pronto hubo de desistir de hacer nada. La papelera estaba llena de hojas arrancadas de su bloc de notas, y en todas ellas había escrito lo mismo:

Eunice.

Eunice.

Eunice.

Había estado marcando aquel número en el teléfono, primero cada quince minutos, luego cada cinco, y finalmente de forma casi continua.

Pero sólo escuchaba los tonos de llamada, y el eco de su propia respiración entrecortada.

Mucho antes del mediodía se le hizo insoportable el encierro, y salió a pasear sin rumbo.

¡El condenado reloj parecía parado!. Una eternidad después, sus pasos le habían llevado –no del todo inconscientemente- a las cercanías de la estación donde ella había descendido. Desde la primera cabina que encontró, marcó el número. Sólo una señal de llamada esta vez. Y, ¡por fin!, su voz:

-Hola?– Ella deseaba que fuera él.. ¡Lo había invocado tanto con su deseo!

– Soy Jaime, Eunice.

El fascinante embrujo de su voz la envolvió. No supo qué decir a pesar de que había ensayado muchas veces la escena. Sólo atinó a ponerse de pie.

Hubo un largo silencio. ¡Era tanto lo que quería decirle!. Pero no encontraba palabras…

– Tengo que verte ahora. No soporto ni un momento más estar alejado de ti.

Fue mágico darse cuenta de que ambos tenían la ansiedad de volverse a ver… y quizá de algo más. El corazón le latía alocadamente.

– Y yo no he dejado de pensar en ti, Jaime…. – Una mezcla de sensualidad y calma tiñeron su voz-. Dime cómo hacemos para encontrarnos…

– Estoy muy cerca de la estación del metropolitano donde te bajas todos los días, y supongo que debes vivir por los alrededores. ¿Dónde puedo recogerte?.

Tuvo ganas de gritar. Sólo los separaba un pequeño parque.

– ¿Por qué mejor no nos vemos en mi departamento?. La dirección es… Cruzando el parque que tienes frente a ti, tardarás sólo unos minutos en llegar. Te espero. Colgó el auricular con las manos temblando. Recorrió el departamento procurando que todo estuviera en orden. Y lo estaba, pero era tal su nerviosismo que movía y volvía a mover las cosas. ¡Él estaría ahí en unos minutos nada más!. Se asomó unos segundos a la ventana por si lo veía venir, pero las copas de los árboles le impedían la visión; apoyó las manos en el alfeizar cerrando los ojos. Necesitaba de todo su control para no besarlo en cuanto lo viera. En sus 21 años era la primera vez que se veía tan ansiosa. Su ex, al que había cortado apenas un par de meses antes, nunca logró ponerla así, ni siquiera cuando se conocieron. Era muy grande el magnetismo que Jaime ejercía sobre ella.

Casi corriendo, recorrió la distancia que le separaba de la dirección que ella le había dado.

Subió de dos en dos las escaleras, para luego quedarse unos instantes mirando la puerta.

El corazón le latía desbocado, pero no sólo por el ejercicio físico, sino por la anticipación de lo que estaba seguro vendría a continuación.

Sentía verdadera ansia de verla de nuevo, pero al mismo tiempo, su dedo parecía paralizado sobre el botón del timbre. Por fin, con un profundo suspiro, apretó el pulsador.

El sonido del timbre la hizo brincar. Llegó a la puerta en un santiamén. Temblaba toda. Recargó su frente en la puerta unos segundos.

Él estaba ahí apenas a unos centímetros… Acarició la puerta levemente. Se pasó la mano por el cabello, aspiró y abrió.

Lo primero que vio fue el pecho de Jaime. Traía una camisa blanca. Un pantalón de tonalidad verde contenía sus piernas fuertes como columnas.

Sus ojos azules buscaron la magia de los de él.

Toparse con esa mirada, oler su colonia, presentir la agitación que los envolvía a los dos… la hizo quedarse quieta. Notó que él la miraba de arriba abajo y se sonrojó.

Le sonrió. Se hizo a un lado para que él pasara, y cerró la puerta lentamente.

Al darse vuelta se dio cuenta que él estaba justo detrás de ella y con el movimiento había quedado casi pegada a su pecho.

Sus ojos la envolvían en una cálida atmósfera… sus labios estaban tan deliciosamente cerca, si se ponía de puntitas quizá… pero ella no tuvo que hacer nada.

Cuando ella se volvió, aquellos adorables labios quedaron apenas a unos pocos centímetros de los suyos.

Había pensado decir muchas cosas en aquel momento, pero no había palabras, sólo sensaciones.

La luz que irradiaban aquellos ojos prendidos en los suyos. La visión de su boca entreabierta, promesa de caricias.

El aroma del cuerpo femenino tan próximo. La intensa sensación de intimidad. La dolorosa necesidad de entregarse por entero, de expresarle su amor y su deseo.

Sus manos se dirigieron lentamente a la cintura de Eunice, atrayéndola contra su cuerpo, hasta repetir el milagro de su abrazo, ahora no forzado por nada externo, sino plenamente consentido y consciente.

Pero esta vez, los brazos de ella se enlazaron a su cuello.

Durante unos segundos, aún pudo contener su pasión para deleitarse con el suave soplo de su aliento en su propia boca.

Luego los labios se encontraron por fin, primero apenas como un roce, más tarde hambrientos, con la urgencia de todas las horas desperdiciadas, de todos los días perdidos, vacíos, en que se había limitado a desearla a distancia, sin atreverse a hablarla.

Después pasó sus manos bajo la blusa suelta, y acarició largamente su espalda, aquella piel que sólo había conocido en sueños, y que ahora era real, suave y sedosa en las yemas de sus dedos, para luego dirigirse a sus costados, y rozar levemente sus pechos, sueltos bajo la tela.

Ella se abandonó en sus brazos. Abismarse en sus hermosos ojos, beber su aliento en el fugaz preludio del beso tan esperado fue una explosión en sus sentidos.

¡Con qué placer saboreaba la tibieza y el terciopelo de su boca, de la que tanta sed tenía!.

Apretó su cuerpo al de él para gozar de la exquisita sensación de esas manos cálidas en su espalda.

El recorrido lento y delicioso de esos dedos sobre su piel, le erizaban el alma en el ir y venir del calor de sus cuerpos tan juntos.

Sin dejar de besarlo y en un arranque de ternura le acarició suavemente las mejillas, pasó sus dedos cerca de las bocas unidas, siguió a las sienes y sus manos se perdieron en el cabello de Jaime. ¡Tantos días deseándolo!.

¡Tantas horas de ensoñación y ardiente deseo!. Y ahora… ¡por fin!. Quería con toda su alma entregarse a él, deseaba colmarlo del cariño que guardaba en su corazón desbordante de amor y ternura, y de esa pasión que solamente él podía saciar… deseaba saberlo suyo. La caricia cerca de sus pechos la hizo gemir delicadamente y pegarse a él como una gatita mimosa.

Sus manos ahora se atrevieron a posarse en aquellos senos firmes como frutas en sazón, y acarició sus pezones duros y enhiestos con los dedos pulgares.

Separó sus labios de aquellos otros que le habían enloquecido, pero sólo para recorrer la suavidad de su cuello.

Muy despacio, bajó uno de los tirantes de su blusa para permitir a su vista primero, y a su boca después, disfrutar de la redondez de su hombro descubierto y del inicio de sus pechos.

Y por fin, deslizó la prenda hacia arriba a lo largo de los brazos de Eunice, levantados para permitírselo. La vista de la semidesnudez de la muchacha ponía un nudo en su garganta, mezcla de dicha y ternura infinitas, que se sobreponía a la pasión que le dominaba.

Sentirse casi desnuda entre sus brazos la subyugó. Con Jaime ardía en un fuego abrasador nunca antes experimentado.

Comprobó que era la primera vez que sentía con toda plenitud.

Lo que había soñado no se comparaba con esta palpitante realidad. Gozaba cada caricia intensamente, no podía contener la aceleración de su pulso, por entre sus labios abiertos escapaba su aliento.

Como una llamarada sintió crecer en su pecho el anhelo de tocarlo también, de abarcar con sus manos su cuerpo.

Sintió entonces que las otras manos, ansiosas, tiraban de la camisa a su espalda, intentando abrirse camino ellas también hasta su piel, por lo que se la quitó rápidamente. Y ahora sí, el abrazo en que se fundieron nuevamente los dejó por fin en contacto, piel contra piel, corazones desbocados que latían al unísono, bocas nuevamente unidas entre las que se mezclaban sus alientos entrecortados, manos ávidas que recorrían el otro cuerpo.

Fue fascinante recargar sus senos hinchados en la firmeza del pecho de Jaime. Suspiró, profundamente excitada. Sintió su calor, su suavidad, el cosquilleo de esa piel que le regalaba cobijo y dulzura.

Correspondió ardientemente al beso de Jaime. La humedad de su boca y la pasión con que él la besaba la enloquecían. Mordió sus labios suavemente mientras se movía ligeramente sobre su pecho. Sus manos se deslizaron sobre la espalda de él haciendo fuerza por apretarse más, por sentirse más cerca. ¡Trastornante deleite el de sus pechos desnudos, el de sus piernas rozándose una y otra vez!.

Después de unos segundos, Eunice posó sus manos en el pecho de Jaime apartándolo ligeramente.

La expresión de sorpresa en el rostro de él la hizo sonreír. Le tomó de la mano y le encaminó a la alcoba que estaba a media luz; antes de entrar se detuvo, giró y le miró a los ojos.

Delicadamente y con un tenue roce delineó la boca de Jaime. La enardecía la mirada penetrante de él. Muy despacio tomó las manos de Jaime y envolvió su cuerpo con los brazos de él… para luego volverse a hundir con fruición en su boca.

Los labios tuvieron que separarse para tomar aliento, pero no así los cuerpos. Ahora fue él quien condujo suavemente a Eunice hasta los pies de la cama, y cubrió de besos cuello, hombros y pechos, para después atrapar sus pezones, y recorrerlos con la punta de su lengua.

Luego descendió, rozando apenas su terso vientre, y posándose al fin en su ombligo, que el pantalón corto dejaba al descubierto.

Y desanduvo el camino, vientre, senos, hombros y cuello, hasta llegar nuevamente a su húmeda boca.

Pero ahora sólo se recreó un instante en ella.

Apartándose ligeramente, se desnudó por completo, y permitió por un momento que la mujer contemplara su deseo, hecho virilidad erguida, para después arrodillarse y oprimir la cabeza contra su regazo.

El gesto de Jaime la enterneció, y acarició su pelo. La impetuosidad de la excitación la hacía temblar, y su desnudez le prendía la sangre. Sus besos habían dejado una senda electrizante en su piel.

Percibía su aliento caliente en las piernas, sus manos rodear sus caderas y muslos. Sintió un leve tirón en su short, Jaime la estaba despojando suavemente de él. Eunice se tendió en la cama y levantó las caderas para facilitarle las cosas.

Él le retiró la prenda y ella se agitó al darse cuenta que ahora le miraba la entrepierna. Las pequeñas bragas blancas apenas cubrían su sexo, tan húmedo ahora por su contacto.

Él deslizó un dedo por el ligero encaje que sujetaba la prenda a su cadera y rozó su pubis con deleite. Eunice alzó la cabeza y vio el rostro enrojecido de Jaime, sus labios hinchados y entreabiertos y gimió:

– ¡Oh J-Jaime… Jaime… mi amor!. –Su voz enronquecida por la pasión resonó en la habitación.

– Te quiero, mi preciosa Eunice. Nunca en mi vida había conocido algo así. Jamás una mujer me hizo sentir amado y deseado como tú lo has hecho…

Cubrió de tiernos besos la cara externa de sus muslos, mientras su dedo seguía explorando la maravillosa suavidad de su monte de venus, y se atrevía después a hollar la flor de sus pliegues íntimos.

A pesar de la indudable disposición de Eunice, sentía como suyo el pudor que mantenía juntos los muslos de la mujer.

Tardó mucho en decidirse a deslizar suavemente las braguitas por sus caderas.

Otra vez, ella colaboró elevando su cuerpo hasta que, por fin, pudo contemplar en su totalidad la maravilla del cuerpo femenino desnudo.

Las oleadas de calor que se sucedían hasta culminar en su sexo la tenían fuera de si. Oír decir a Jaime que la quería le atravesó el corazón y la llenó de una dulzura indescriptible.

Eran tantas las ansias de sentir su cuerpo junto al suyo, así desnudos como estaban ahora, que Eunice se incorporó y tomando a Jaime de las manos lo atrajo a ella.

Jaime se recostó sobre un costado y ella se acurrucó en su pecho, besándoselo.

Entrelazó sus piernas con las de él y su mano acarició el pecho y el vientre de Jaime, sus dedos rozaron levemente su ingle y se siguió a sus piernas, que acarició con la mano abierta. Con su brazo libre, Jaime la estrechó a él.

Su masculinidad se apretó contra el vientre de Eunice haciéndola gemir. Alzó la cara enrojecida por la pasión y se topó con la mirada encendida de Jaime.

Lo contempló unos instantes para luego rozar su mejilla con la de él y buscó su boca. Se sumergió en la dulzura de su humedad.

Rodaron ligeramente sobre la cama y él recargó parcialmente su peso en ella.

Sus enormes manos abarcaban sus pechos, sus bocas devorándose imponían un ritmo cadencioso.

Sus respiraciones y gemidos llenaban el ambiente de un erotismo candente.

Las manos de Eunice iban de las nalgas firmes de Jaime a su vientre, envolviéndolo en una danza sensual.

Sentía palpitar entre ellos dos la dureza de él.

Percibió un movimiento y se dio cuenta que Jaime descendía sobre su cuerpo.

Los labios de él dejaban un sendero luminoso en su piel, como el sol acaricia una playa desierta. Jaime se deslizó hasta quedar a la altura de su sexo.

Ella sabía que había llegado el momento precioso de abandonarse completa y totalmente a él. Le miró desbordante de amor invitándolo a seguir.

El rostro querido le contempló con una expresión… había en él dicha, ternura, entrega y un intenso amor, reflejo del inmenso cariño y la pasión que le embargaba.

Por fin, ella cerró los ojos, y separó las piernas, entregándose totalmente. Y sus labios ahora pudieron recorrer sin estorbos la suave cara interior de sus muslos, sus ingles, y se posaron después en su feminidad.

La volvió loca sentir la respiración y los besos de Jaime en su sexo. Se estremecía una y otra vez dominada por el placer.

Y sin pretenderlo, sus caderas empezaron a moverse hacia la cara de él. Eunice se acariciaba los pechos y oprimía sus pezones, su espalda se arqueaba al ritmo de los movimientos de Jaime. Un cosquilleo semejante a una descarga eléctrica empezó a crecer en su interior.

Sus caricias, el contacto de su vientre en el miembro, la sensación de aquellas manos recorriendo sus nalgas, pero sobre todo sentir la vulva húmeda en su muslo, le habían llevado al paroxismo de la excitación.

Sentía oleadas de goce irradiando desde los genitales por todo su cuerpo, y sólo el inmenso deseo de proporcionarle el placer que ansiaba ella, aún con más anhelo que su propia satisfacción, le impedía introducirse en su interior, fundir los dos sexos en uno solo y sentir al fin la suavidad del interior de su vientre, que ansiaba como el más maravilloso don que ella podía hacerle.

Acarició con la lengua el rosado interior de la abertura que había separado con sus dedos, y luego atrapó levemente entre sus labios la pequeña perla escondida hasta ese momento.

Percibía los movimientos espasmódicos de Eunice, y podía oír los leves gemidos que escapaban de su boca.

Subió las manos hasta sus senos, y acarició los pezones henchidos; sintió sus dedos enredarse nuevamente en su pelo, y en sus labios los estremecimientos de su sexo en el inicio de un orgasmo.

Se acostó de nuevo junto a ella, y besó el nacimiento de su pelo en las sienes. La obligó suavemente a ponerse de espaldas a él, tendida de costado.

Luego descubrió con la palma de la mano su nuca apartando la cascada de seda de su pelo, y se deleitó con la suavidad de la otra piel, con el tacto de su espalda en la boca, y finalmente, con el de sus nalgas.

Todavía temblaba a merced de la increíble sensación de la lengua y los labios de Jaime en su sexo.

Aquello era morir de pasión y volver a nacer en las llamas de sus caricias y sus besos.

Al tenerlo después detrás suyo, su presencia, su aroma y sus labios se adueñaron de sus sentidos, entrecerró los ojos y arqueó la espalda empujando sus nalgas contra la mano de Jaime.

Su vientre hervía y palpitaba pidiendo con su humedad y su calor ser poseído. No podía más.

Se volvió lentamente y quedaron frente a frente. Lo empujó suavemente por el hombro hasta que él quedó boca arriba en la cama.

Ella subió un poco y su boca quedó a la altura de sus mejillas.

Apoyó el codo a un lado de la cabeza de Jaime; tomó el lóbulo de su oreja con los labios y con calma premeditada lo acarició con la lengua, lo sorbió golosamente. Le gustó sentir la respiración de Jaime entre su pelo y su cuello.

Él le pasó las manos por la espalda, y el ligero roce de sus pechos, el sudor y el calor de sus cuerpos hacía de aquello un deleite supremo.

Bajó su boca al cuello de él y con besos húmedos lo recorrió una y otra vez hasta llegar a su barbilla.

Su mano libre acarició las tetillas del pecho masculino, para luego descender traviesa hasta el vientre de Jaime.

Sus ojos no se apartaban de aquel rostro mientras lo besaba a pequeños intervalos. La otra mano iba de su cabello a sus párpados y mejillas. Con la cara interior de uno de sus muslos acariciaba la pierna de él.

Sin dejar de observar el rostro de su amado, abrió su mano y con extremada delicadeza pasó sus dedos por las ingles de Jaime.

Él entrecerró los ojos. Eunice comenzó un masaje con sus dedos pulgar e índice evitando deliberadamente tocar el miembro erecto. Bajaba y subía rozándolo apenas con la yema de sus dedos.

A través de su piel sentía las palpitaciones de Jaime. Así continuó algunos minutos.

Deseaba hacerlo gozar intensamente. Él la tenía cogida de los costados, apretando sus pechos, recorriéndolos con su dedo pulgar, mientras sus bocas se comían.

Eran presos de una corriente de pasión que los arrastraba febrilmente. Eso no podía seguir así, algo tenía que pasar.

– D-déjame apresarte en mi vientre, amor… -gimió Eunice sin dejar de rodear su miembro-. Tómame.

La condujo suavemente, hasta que quedó a horcajadas sobre su cuerpo. Era consciente de que Eunice –como él mismo- estaban excitados hasta el paroxismo, pero aún quiso prolongar más la exquisita agonía del preludio, antes de que los dos cuerpos se fundieran en uno sólo.

Puso una mano bajo el trasero de ella, para ayudarla a mantener las rodillas flexionadas, acariciando al tiempo con un dedo el sensible espacio entre el ano y la vulva, y se ayudó de la otra para rozar levemente con su falo el otro sexo lubricado por el deseo.

La sensación de su glande recorriendo la suave hendidura, introduciéndose apenas de vez en cuando en la abertura de su vagina para luego continuar con su recorrido, separar los pliegues, y tocar levemente el pequeño botoncito -ahora casi un pene en miniatura- le llenaba de sensaciones indescriptibles.

Ella estaba completamente derretida en sus manos, esas caricias la hicieron mover frenéticamente la cabeza de un lado a otro, su cabello negro se pegaba a su rostro sudoroso, desencajado por el enorme placer que Jaime le daba.

Pero aún más eran causa de su gozo la visión de las mejillas enrojecidas de ella, de los hermosos pechos que se movían al compás de sus estremecimientos, la sensación de sus dedos pellizcando las tetillas masculinas, y sobre todo, el inmenso amor que le inspiraba.

Por fin, permitió a Eunice tumbarse sobre su cuerpo, y ambos se abrazaron estrechamente, mientras de nuevo las bocas se unían en un beso ansioso; su miembro se introdujo totalmente en su interior, y los movimientos acompasados de ambos incrementaron en deliciosas oleadas el placer de los dos sexos fundidos.

Eso era lo que más había deseado: abarcar con la calidez y humedad de su vientre el pene de Jaime. Él llenó con su dureza la cavidad ardiente de su cuerpo y la hizo enloquecer con el ritmo de su penetración.

En cada embestida, contraía los músculos de la vagina para apretar y succionar el miembro de su amor. De su boca entreabierta escapaban gemidos y jadeos. Con sus piernas enlazadas empujaba a Jaime contra si, sus manos ceñían las nalgas del hombre. Aquello se prolongó hasta que no pudieron más.

Poco después, apenas reconoció como suyos los gemidos roncos que acompañaron a los primeros estremecimientos de su eyaculación.

Más tarde, volvió a tener conciencia de la caricia de sus pezones, de sus manos engarfiadas en la espalda femenina, las nalgas contraídas bajo los dedos de ella, la dulce presión de la vagina abrazando su falo aún convulso, la boca que mordía sus labios hinchados, y los gritos, casi sollozos de dicha, provocados por el orgasmo de Eunice.

Su cuerpo se fue relajando paulatinamente en los brazos de él. Jaime la miraba con ternura; ella se apretó a él en un abrazo de amor y deseo inacabable. Sus ojos se encontraron, volvieron a besarse y dominados por la pasión, iniciaron de nuevo el candente camino de la posesión. Pero esta vez….


El chirrido de las ruedas al frenar le sacó de su ensimismamiento. Hubo de parpadear varias veces para convencerse de que seguía en el tren, que Eunice «¿cual sería su verdadero nombre?» estaba todavía sentada frente a él, y que todo aquello había sido producto de su mente calenturienta.

En aquel momento la chica se puso en pie, y el libro que llevaba en sus piernas cayó al suelo. Se agachó a recogerlo, sin advertir que ella había hecho lo mismo.

Cuando alzó la vista, sus caras estaban muy juntas, y aquellos maravillosos ojos azules le miraban fijamente. Su aroma de mujer le envolvió, provocando de nuevo las sensaciones de su ensueño, que revivió como si hubiera sido cierto.

Le entregó el libro. Pero al hacerlo, acarició con un dedo la palma de la mano de ella, estremeciéndose por el contacto de aquella piel suave, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

Ella entreabrió los labios mostrando una ligera turbación. ¿A dónde había ido su valentía por propiciar un encuentro?.

Posó su mirada unos segundos en los preciosos ojos de él. Le agradeció en un murmullo sin poder disimular su sonrojo; se dio la vuelta y se acercó a las puertas. Percibió con sumo agrado su presencia detrás de ella. «¿Cómo se llamará?». El movimiento de la gente los acercó aún más.

Eso era terriblemente excitante. Entonces, sintió que otra mano tomaba la suya acariciando al paso uno de sus muslos, y se estremeció de pies a cabeza por el contacto. ¡Era él!. Se quedó quieta un instante.

Al notar una ligera opresión en sus dedos, correspondió estrechándolo también.

Las puertas se abrieron y con las manos aún entrelazadas salieron al andén.

Él la llevó a un sitió menos transitado y sin decir nada la miró directamente a los ojos.

Ella sonrió apenas.

El tibio contacto de sus manos y la proximidad de su cuerpo, la hizo desear con toda el alma que él no la dejara ir.

Todavía no…

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