Un italiano perdido en la costa busca saciar su hambre aunque sea con una barra de pan

Me gustaba aquél olor  a pimentón dulce, a laurel, a ajos, a hierbabuena.

Los fines de semana nos quedábamos en la tienda porque mis padres se iban de viaje al pueblo, me gustaba que se fueran.

Las personas que venían estaban viciados por las costumbres de atención y su buen tacto y yo no quería despacharlos sin que se fueran pensando que allí no faltaban los Yebra.

Un día, vísperas de San Juan, la tienda se abarrotó de gente, sobre todo chiquillería que compraba coca colas, fantas, golosinas… eran muchos y no estaba dispuesta a que faltara nada o mi padre lo notaría enseguida llevándome una buena regañina.

Entre gritos de los chicos y chicas, me daba toda la prisa que podía para no impacientarles por temor a que me empezaran a romper los estantes donde mi madre colocaba en perfecta armonía montañas de cajitas de todos los colores que contenían azafrán, comino o tomate seco.

Entre tanto barullo, se oyó una voz, en un meloso y sonoro italiano, preguntándome si tenía «ron negrita y mucho hielo»…»mucho hielo señorina, mucho hielo para mi»… «¿tiene usted?».

Esa voz, tan melódica volvió todo del revés en un momento. Ya no me importó lo que hicieran los chicos, ni sus voces o sus prisas… sólo tenía oídos para este chico de acento italiano, pero tan rubio, de piel tan blanquísima que parecía bajado de la mismísima Escocia hacía unos minutos.

Le atendí sin retirar mi mirada de aquellos ojos risueños, cariñosos, guasones, moviéndome como una autómata al sonido de su eco.

Me pagó el importe de la compra y se fue dejando una estela, embriaguez en mi corazón alterado, por tan peculiar belleza. ¡Que hombre tan guapo! No tendrá más de 35 años.

Tal vez algunos más. No sabría con exactitud su edad, su atuendo era muy juvenil haciendo juego con una voz que me recordaba al “loco de la colina” en sus mejores momentos… ya sabes, voz de matices, sinuosa, lujuriosa, haciendo hincapié en cada sílaba, recreándose en los tiempos y frecuencias inevitables y directos a tu corazón.

El resto de la tarde transcurrió igual, mucha gente con bolsas camino de la playa, chucherías y mucho hielo para pasarlo bomba. Sentía cansancio, las piernas embotadas de tantas horas de estar de pie y sudada.

Tenía la sensación de que olía a esa mezcla tan humana y peculiar de una tarde de verano rodeada de mucha gente. Es inevitable supongo oler mal en estos momentos.

Estaba absorta, con un pie en la ducha que me iba a dar, con otro recogiendo a toda prisa todos los cuchillos, la madera de cortar el pollo, cerrando las cubiteras y reponiendo el agua de las bolsas de hielo cuando entró el italiano  por la puerta.

Descaradamente me lo quedé mirando al tiempo que le pregunté qué deseaba. «Señorina, por favore, barras de pan, ¿le resta alguna barra de pan?», preguntó con ese acento.. ¡Ay dios, qué acento tan lindo!. En la tienda no me quedaba ninguna barra, pero, previniendo por si me animaba a irme a la playa con los amigos, había metido en el congelador de casa, muy de mañana, dos barras, lo que tendría de sobra si compartía con aquel señor una.

Mientras iba cerrando la caja le comenté que tenía en casa, que si me acompañaba le daría con mucho gusto una. Dijo que si, que esperaría sin problemas.

Cerré las persianas de la tienda, y nos fuimos dos calles más abajo que estaba la casa de mis padres.

Abrí la puerta y pensé que lo mejor sería que esperara fuera, en la calle, mientras las ponía en una bolsa y se las daba.

Pero él no debió de entender mi preocupación por el qué dirá mi vecina ni entendió de costumbres o modas porque pasó detrás mía al interior de la casa sin esperar comentario alguno de mi parte.

Encendí la luz y con un gesto le señalé el sillón donde podía sentarse a esperar un momento, sólo un momento, comenté, mientras iba camino de la cocina y tomaba la barra de pan.

Me estaba poniendo muy temblona, casi que me estaba sintiendo demasiado nerviosa.

La situación había que controlarla. Salí de la cocina  y el pan fue directo al suelo.

Allí estaba él, encima del sillón, totalmente desnudo, excitado, viéndome llegar. Mi reacción fue la de acercarme cogiendo su pantalón, pidiéndole que se lo pusiera y se marchara, al tiempo que deseaba ese miembro fuerte, viril que me estaba provocando.

No podía quitarle la vista de encima y eso me irritaba. Vamos, ¡¡vístase.¡¡. Grité. Se levantó con parsimonia, se acercó a mi y cogió la camisa, pero en vez de ponérsela la puso cuidadosamente encima de una silla girando para tomarme en un abrazo sin tiempo a protestar.

Su boca se juntó con la mía, me mordió en los labios, las orejas, el cuello. Al principio mis manos intentaron disuadirle para que me dejara, pero mi pecho excitado, y la saliva de mi boca decían todo lo contrario.

Me dejé llevar. Se dio cuenta rápidamente porque sin pararse un segundo en abrazos, mordiscos suaves y caricias, me desabrochó el vestido verde manzana que llevaba puesto tirándolo contra el suelo, a la vez que me subía sobre su cintura con una mano y con la otra tiraba de mis bragas, que sin llegar a quitármelas ya me la había metido hasta dentro con tanta destreza que chillé de placer.

Me estuvo cabalgando una y otra vez, cada vez más fuerte, jadeante, al tiempo que me decía frases en un italiano provocante y lujurioso dándome el estómago fuertes dolores de placer y ansias.

Cuando creí que había llegado él a un orgasmo por los gritos de placer que daba, me bajó al suelo dejándome abierta totalmente de piernas encima del sillón.

Se agachó besándome toda, comiéndome toda a besos, mordiscos de placer de forma que su lengua ya formaba parte de todo mi pecho al que absorbía con verdadero ímpetu e interés.

Bajó al cabo de un tiempo hacia mi monte de venus, primero, después a mis labios, boca de fuego, lava a punto de estallar, que bebió sin pudor mordiendo una y otra vez cada protuberancia, cada labio, cada recoveco.

Su lengua la sentía dentro de mí una y otra vez a la vez que su nariz me frotaba mi clítoris insaciable.

Levantó la cara, me miró con éxtasis la expresión de la mía y sintiendo a la vez que veía que estaba a punto de llegar al punto más álgido donde la locura, pasión y miedo a tanto placer se mezclan sin esfuerzo, me dio media vuelta y tomándome el trasero entre sus manos me la metió hasta sentir mercurio, por sus anillos, sobre mi anillo infernal, de forma unívoca en un sentimiento mutuo de tanto placer que perdí el conocimiento.

Cuando me desperté, abierta toda de piernas en el sofá, sudada y mordida por toda mi piel, sentí que era otra persona distinta a la que se había levantada aquella mañana queriendo aprender de negocios sin acritudes.

Me levanté con esfuerzo y al pasar por el espejo de la consola del mueble del comedor pude comprobar como mis pezones aún se mantenía erguidos, desafiantes, mirando al techo, doloridos, pero felices, casi sintiendo sus labios que quemaban, sus dientes que acariciaban.

Al pensarlo noté como un fluido viscoso bajaba por entre mis piernas.

Estaba claro que había disfrutado bastante.

Me preparé un buen baño con agua muy caliente y muchas sales…

Mi dulce italiano. ¿Dónde estas?.