– ¡Joder, Toni!. Somos amigos, pero es que lo que me pides es una «pasada».
– No me parece nada del otro mundo, y además has dicho que no tienes plan para este viernes.
– Tienes razón, no tengo plan. Pero se me ocurren formas mejores de pasar un fin de semana que hacer de «nurse» a una niñata, que además, seguro que es un «callo».
– No es tan niña, que tiene veinticuatro años. Y, ¡hombre!, no es Claudia Schiffer, pero tampoco está tan mal. Además, no tienes que casarte con ella. Ni siquiera follártela. Sólo acompañarnos, para que contigo seamos dos parejas, porque si no, seguro que Ana me deja en ayunas. ¡Y no habrá tantas oportunidades de tener para nosotros solos el chalet de la sierra, porque mis padres vuelven el martes próximo!.
Me parecía una estupidez, además de una «faena» para mí. Pero Toni es mi mejor amigo, «y además, él sabrá lo que se hace -pensé-«. Resulta que Toni había conseguido que Ana accediera a pasar con él el sábado y el domingo en el chalet de sus padres, pero Ana tenía en su casa a una antigua compañera de colegio, a la que había invitado a vivir con ella durante sus vacaciones. En ésa situación, lo normal sería que Ana, «cortada» por mi presencia y la de la otra chica, no quisiera ni oír hablar de sexo. Eso creía yo, al menos.
– Los amigos están para las ocasiones -prosiguió Toni-. No quisiera recordarte que fui yo quién te presentó a Luisa, y sólo quiero que me devuelvas el favor…
«Ahora, chantaje emocional -pensé-. Es verdad, pero lo que no dice es que me la presentó por apartarla de Margarita, porque eran inseparables, y él quería llevársela al «huerto». Y la verdad es que lo pasé muy bien con Luisa mientras duró porque, además de bonita, era muy buena en la cama».
– Vale, -concedí-. Pero me debes una.
«Además, ¡qué diablos!. No me iban a venir nada mal un par de días tomando el sol y bañándome en su piscina».
¤ ¤ ¤
Cuando llegué el viernes a última hora, los encontré tomando una copa en el salón. Toni y Ana estaban en bañador, porque el día había sido caluroso, pero Carmen… Iba vestida con una camiseta inmensa -probablemente a mí mismo me habría resultado enorme, y soy bastante más alto que ella, y mi espalda es mucho más ancha- que le llegaba casi a las rodillas. Unos arrugados pantalones blancos muy holgados, como de pijama, completaban el conjunto. No es que fuera realmente fea -probablemente si hubiera elegido mejor la montura de sus gafas de concha para que no le taparan la mitad de la cara, bien peinada, no con esa cola de caballo, y con un poco de maquillaje, habría resultado hasta atractiva-.
No pude discernir si era esbelta, o entrada en carnes. Sus pechos abultaban apenas la «tienda de campaña» que la cubría por arriba, pero ni siquiera se podía adivinar si eran grandes o pequeños. Lo único que se salvaba un poco de aquel desastre eran sus ojos verdes, aunque los cristales los hacían aparecer saltones.
Luego estaba el contraste: Ana llevaba puesto un sucinto bikini, cuyo sujetador tapaba apenas los pezones de sus pechos redondos, que la prenda mantenía bien altos y juntos. La braguita era del tamaño mínimo necesario para tapar su pubis, pero no dejaba nada por adivinar de sus nalgas redondas y firmes. Tenía una figura espléndida, de suave piel ligeramente tostada por el sol. Y era guapa, con una cara muy sexy. No puede evitar sentir una punzada de envidia y, por qué no decirlo, de deseo, aunque era la pareja de Toni.
Traté de que no se me notara mucho en la cara, y estreché ligeramente la mano -muy bonita y cuidada, por cierto- que me tendió Carmen.
«¿Qué clase de chica es la que hoy en día no te besa siquiera en las mejillas cuando te la presentan? -pensé-«. Y mi fastidio subió varios grados.
Subí a la habitación que me había asignado Toni, y volví a bajar cubierto sólo con un bañador de los de tipo «pantaloncito». Observé que Carmen se paraba a mirarme más de lo que la discreción aconsejaba. Ana era una chica sin complejos, y me dirigió un silbido admirativo sin ningún recato, ante la sonrisa divertida de su pareja.
Toni propuso cenar en el jardín. Había comprado unos gruesos filetes de buey, para asarlos a la brasa. Encendió con rapidez un buen fuego en la barbacoa, mientras yo me ofrecí a preparar la ensalada en la cocina, y no solo porque se me dé bien, sino que además me estaba encontrando molesto y un tanto violento.
Cenamos charlando amigablemente. Tras un par de copas de buen Rioja, me «solté» un poco, resignado ya a aquella situación. Carmen tenía al menos una bonita voz, y una conversación muy amena. Me sorprendí pendiente de sus palabras, casi como hipnotizado, mientras ella hacía la mayor parte del «gasto». Ana y Toni se hacían carantoñas, como si estuvieran solos.
Terminada la cena, pasamos de nuevo al salón, que se mantenía relativamente fresco gracias al acondicionador de aire. Mi amigo estuvo trasteando con el lector de compactos, y al momento oímos una suave música bailable que parecía proceder de todas partes. El y Ana se enlazaron casi de inmediato, bailando estrechamente abrazados.
Por hacer algo, ofrecí:
– ¿Te apetece una copa, Carmen?.
– No tengo ganas de beber, gracias -me respondió ella-.
Nos quedamos mirando a la otra pareja. En una de sus evoluciones, observé que Toni había deslizado desvergonzadamente la mano por debajo de las braguitas de Ana, y acariciaba sin ningún reparo su culo. Sentí que mi pene crecía debajo del bañador, sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
Carmen se había quedado muy callada, con el rostro rojo como una amapola. Yo me sentía muy violento, sin saber qué hacer o de qué hablar. Ana y Toni parecían haberse olvidado de nosotros, y más que besarse se mordían, mientras una mano del hombre estaba introducida ahora por debajo de una de las copas del sujetador, y acariciaba sin ningún pudor un pecho de Ana, cuyo pezón enhiesto pude ver asomar sobre la tela en un par de ocasiones.
Unos instantes después, desaparecieron abrazados en el interior de la casa, dejándome a solas con la otra chica. Sentí su voz muy queda:
– Ahora sí, creo que me tomaré esa copa…
Serví dos generosas medidas de whisky -con hielo el mío, con agua para Carmen-. Y nuevamente me encontré sentado frente a ella, sin saber de qué hablar. Fue la chica la que rompió el hielo:
– No sé que piensas tú, pero yo tengo la sensación de que estamos de más aquí.
– Yo tampoco entiendo a santo de qué nos han invitado a nosotros. Está claro que Ana y Toni no necesitan a nadie más -repliqué-.
– No quería venir -continuó ella-. Lo que pasa es que me alojo en casa de Ana, y me pareció aún más violento quedarme sola con sus padres. Y a ti, ¿qué te dijeron para convencerte?.
Sé por experiencia que en ciertas ocasiones, lo mejor es la sinceridad. Al menos hasta cierto punto.
– Toni me pidió que viniera porque no querían que te sintieras aislada, una chica sola con una pareja.
– O sea, que estás aquí para entretenerme y que no moleste -su voz, que denotaba enfado, había subido un par de octavas-.
– No hay motivo para que te lo tomes así -respondí-. Yo lo he pasado bien durante la cena -eso era estrictamente verdad-. Y si no fuera por la «escenita» de hace un momento, me encontraría muy a gusto charlando contigo.
– Pero seguramente estarías mejor en otro sitio, o con otra persona más atractiva que yo…
– Yo me encuentro bien con cualquier persona… -Me di cuenta de que aquello podía ser interpretado de otra forma, y quise arreglarlo-. ¿Por qué no nos relajamos, y tratamos de pasar esta velada lo mejor posible?. -La tomé de una mano-. Ven, vamos a bailar.
Ella se dejó llevar renuentemente, pero su cara aún traslucía el enfado. Al enlazarla por la cintura, tuve la sensación de que en realidad era delgada, aunque el ropón aquél no dejaba adivinarlo. Y olía muy bien, no sólo a perfume, que también, sino a su aroma natural, de mujer joven. Ella mantuvo la distancia, y yo no tenía ninguna razón en ese momento para forzarla a otra cosa. La miré fijamente a los ojos, deformados por los cristales de sus inapropiadas gafas:
– ¿Amigos?.
Noté que se relajaba visiblemente.
– Tú no tienes la culpa. Y te estás portando realmente muy bien, dadas las circunstancias.
Se arrimó más a mí, pasando en torno a mi cuello la mano que antes mantenía en mi hombro. Y ahora, pude sentir contra mí dos pechos duros, y un vientre plano. Y, sin poder evitarlo, sentí que mi pene reaccionaba ante su proximidad.
– ¿Me permites una pregunta indiscreta? -le dije-.
Y ante su falta de reacción, continué:
– ¿Por qué te escondes detrás de esas gafas, y esas ropas deformantes?. ¿Y por qué hablas de ti misma siempre como si fueras horrorosa?. Tengo la impresión de que detrás de toda ésa fachada hay una mujer muy atractiva.
Estaba ruborizada hasta la raíz del pelo. No contestó, sino que se limitó a mirarme muy fijamente.
Paré de bailar, y me separé ligeramente de ella. Pasé las manos tras de su cabeza, y deshice el lazo que sujetaba su pelo en la nuca. Una cascada de sedoso pelo castaño cayó sobre sus hombros, realzando el óvalo de su rostro. Después de titubear unos instantes, retiré sus horrendas gafas. Tal y como había imaginado, sin ellas resultaba francamente guapa. No como una modelo de portada de revista, sino como una chica normal, muy agradable de ver. Y sus ojos, que seguían mirándome muy fijos, eran como dos esmeraldas engastadas en su rostro de piel blanca como de alabastro, con muy pocas pecas pequeñas, que le daban un aire travieso.
– Supongo que ya te lo habrán dicho, pero eres muy bonita -y era totalmente sincero-.
Ella escondió el rostro en mi hombro y, acercándose de nuevo a mí, reanudó el baile:
– No hace falta que trates de halagarme. Yo me veo en el espejo todos los días, y sé que no es cierto, pero de todas formas, gracias. Porque no, nadie me lo había dicho nunca.
– ¿Has dado pie alguna vez a que alguien te lo diga? -pregunté-.
– Nadie se ha fijado jamás en mí. Y tú tampoco lo habrías hecho, si no fuera porque estamos los dos solos -respondió con voz ligeramente quebrada-.
– Te equivocas -rebatí-. Cuando te vi esta tarde pensé que podías resultar hermosa, sólo con que tú misma te convencieras de que lo eres.
Solté su mano, y pasé los dos brazos en torno a su cintura, apretándola contra mi cuerpo. Mi verga reaccionó de nuevo, alargándose contra su vientre. Ella debió advertirlo, e hizo un intento de retirarse, pero no se lo permití. Finalmente, pasó sus dos brazos en torno a mi cuello, y su mejilla quedó contra la mía. Pude percibir ahora el aroma natural de su pelo, que me cosquilleaba la cara. Sin poder contenerme, besé el lóbulo del oído que tenía al alcance de mis labios. Noté que se estremecía ante el contacto, pero no se apartó. Tentativamente, dejé resbalar una de mis manos desde su cintura, y acaricié muy despacio la parte superior de sus nalgas, que noté firmes bajo mi mano. Oí su voz temblorosa:
– No, por favor, no sigas. Yo…
Pero tampoco se retiró. Y su cuerpo se estremecía, quise pensar que de deseo.
Me decidí a dar un paso más. Deslicé mi mano por debajo de la camiseta, y acaricié la suavidad de su espalda. Noté que temblaba al contacto de mis dedos en su columna vertebral, Su respiración era agitada, revelando su creciente excitación. Encontré su sujetador, y lo desabroché, a lo que ella reaccionó con un respingo, no sé si de sorpresa o de rechazo. Ahora no había ningún obstáculo para que mi mano se deslizara por la totalidad de esa piel cuyo tacto era una caricia en la mía.
Encontré la maravilla de un pecho firme, y apenas rocé su costado con la yema de mi dedo índice, consiguiendo con ello que, ahora sí, se apartara de mí intensamente ruborizada. Sin embargo, sus labios entreabiertos dejaban escapar suaves jadeos excitados.
– ¡Déjame, por favor!. No tienes por qué sentirte obligado a hacer esto -dijo entrecortadamente-.
– ¿Tan difícil te resulta aceptar que simplemente te deseo, que el contacto de tu piel me excita, y que te encuentro bonita, por más que tú te empeñes en lo contrario?.
No respondió. Tenía los ojos bajos, y estaba intentando abrocharse a su espalda el sujetador. Pero le resultaba difícil, porque sus dedos se enredaban en los pliegues de su enorme camiseta. Me puse tras ella, admirando la parte de su espalda que había quedado al descubierto, que conocía mi tacto, pero no mi vista, y cogí sus manos. Con mi boca cerca de su oído, susurré:
– Puedo ayudarte a abrocharlo. O puedo quitártelo totalmente, que es lo que estoy deseando. Puedo despedirme de ti hasta mañana e irme a mi habitación. O puedo besar tu cuello, tu espalda, disfrutar del contacto de tu piel en mis labios, abrazarte y decirte que eres hermosa, que quiero hacerte mía…
Pero yo ya me había decidido por una de las posibilidades. Y pasé mis manos por sus costados, tomando sus pechos en ellas por debajo de la prenda, sorprendiéndome por la dureza de sus pezones, que eran como dos moras maduras entre mis dedos, en el centro de la seda de sus senos. Ella puso sus manos sobre las mías, con la tela entre ambas, pero no intentó apartarlas.
Mis labios recorrieron su cuello, besaron el hueco de detrás de su oído, y atraparon el lóbulo de su oreja. Y me sentía verdaderamente excitado, como no recordaba haberlo estado nunca. He tenido bastantes mujeres, pero en todos los casos había la complicidad de saber que ellas querían lo mismo que yo. Aquello era totalmente nuevo para mí. A la excitación que me producía la proximidad de su cuerpo se unía el placer de sentir que previsiblemente yo era el primero en disfrutar de aquella maravillosa flor oculta entre espinas, que podía abrir sus pétalos por primera vez sólo para mí.
Subí la camiseta hasta su cuello, y cubrí su espalda de pequeños besos. Su piel era muy suave, tal y como habían anticipado mis manos. Las suyas estaban ahora sobre su vientre; temblaba como si tuviera fiebre, y podía oír su respiración entrecortada.
Pensé en la posibilidad de que Toni o Ana nos interrumpieran, dando al traste con el principio de calentura de la chica. Y, como el que convoca a un espíritu con el pensamiento, pude ver aparecer a Toni, vestido solo con su bañador, en el fondo del pasillo. Me hizo un gesto de complicidad y pasó a la cocina, de la que salió con una botella y dos vasos.
Carmen no se había dado cuenta, pero sí advirtió la presencia de Ana, que entró unos segundos después en el salón, envuelta en una sábana a modo de túnica. Antes de que pudiera decir algo, la chica se bajó apresuradamente la camiseta, y huyó como alma que lleva el diablo a su dormitorio.
– ¿Qué estabas haciendo? -preguntó Ana con voz de enfado-.
– Esperando el autobús, ¡no te jode!. -No pude evitar la grosería, en mi estado de frustración-.
– ¡Escúchame! -y su voz seguía trasluciendo ira-. Carmen no es la clase de chica a la que te puedes follar y después olvidarte. Ella es… especial. No es para un macho caliente como tú, que lo hace con la primera que se le pone a tiro, sea bonita o fea.
Ya estábamos de nuevo con el tema de su aspecto. ¿Pero es que nadie se había tomado la molestia de ver más allá de sus gafotas o su ropa desaliñada?. Además, ¿qué hacía una chica medio desnuda, que acababa de joder con Toni después de hacer toda una escenita delante de nosotros, dándome a mí lecciones de ningún tipo?.
– ¡Oye, rica! -respondí-. Carmen es ya mayorcita para tomar sus propias decisiones. Y tú no sabes una mierda acerca de mis intenciones, o de lo que ella desea o deja de desear. Así es que, ¡no me sermonees, ni te erijas en guardiana de la virtud de tu amiga!. ¡Vete a la habitación con Toni, a follar, que es a lo que has venido, y deja a los demás que vivan su vida!.
No pude esquivar la bofetada, que me cogió de lleno una mejilla. No quedaba más que dar media vuelta, ponerme ropa más apropiada para salir a la calle, recoger mis cosas y marcharme. Y eso fue lo que hice. Ya tendría tiempo de hablar con Toni sobre aquello.
Pero, mientras conducía de vuelta a casa, sentía la añoranza de Carmen, aunque acababa de conocerla.
Y el tema no mejoró al día siguiente, porque me sorprendía a cada paso pensando en ella.
¤ ¤ ¤
Cuando me encontré el lunes con Toni en la cafetería de siempre, se dirigió a mí muy en su estilo:
– ¡Hostias, tío!. ¡Vaya papeleta que me dejaste!. Ana se metió en la habitación con Carmen después de que te fueras, y yo me quedé con las ganas. Y al día siguiente, Carmen callada como una muerta, y Ana que no me dejaba ni tocarla. Y las dos, cuchicheando, como si yo no existiera. ¡Eso no se le hace a un amigo!.
«No, si la culpa ahora va a ser mía -pensé-«.
Y estuve a punto de decirle que él me había puesto en aquella situación. Y que le dijera al putón de Ana que se metiera la lengua donde le cupiese, y que no se entrometiera en la vida de los demás. Y que dejara ya de joder a Carmen que, no sólo no necesitaba de la protección de nadie, sino que al contrario, precisaba desesperadamente volar sola. Pero no le dije nada de esto, porque a pesar de todo aún valoraba su amistad, y quería una cosa de él:
– Lo siento, tío. Es que Ana me interrumpió cuando tenía a Carmen «a punto». Y luego, se puso a darme lecciones de moralidad…
– Por cierto -respondió él-. ¿Qué cojones has visto en Carmen?. Porque, ¡mira que es fea la pobre!. ¿O es que estabas caliente con Ana, y te daba igual cualquiera, con tal de follar?.
Me costó aún más esfuerzo que con su pareja contenerme para no darle un par de hostias. Pero seguía necesitando algo. Sin responderle, le pregunté:
– ¿Tienes el teléfono de la casa de los padres de Ana?. Es que quisiera llamar para disculparme con las chicas por mi huída del otro día…
– ¿Y yo qué? -preguntó él-. ¿No vas a excusarte conmigo por haberme jodido el fin de semana?.
Pero no había enfado en su voz. Toni es así.
– Lo siento, colega -respondí-. Me dejé llevar por la mala leche.
Afortunadamente, en ése momento me estaba dominando bastante bien, y no le dije lo que pensaba de verdad.
– ¡Vale!, -concedió él-. Toma nota. El teléfono es el xxxxxxxxx.
– ¿Y la dirección?.
Me dio las señas, no sin dirigirme una mirada especulativa.
¤ ¤ ¤
A los tres tonos de llamada, respondió una voz masculina, de hombre ya mayor:
– Diga….
– Perdone, creo que se aloja con ustedes Carmen, la amiga de Ana, y quisiera hablar con ella, si no es molestia. Soy Jaime.
– Un momento.
Mientras esperaba, pensé en la suerte de que no hubiera atendido Ana la llamada. Porque, a la más mínima, la habría mandado a tomar por culo, y… Otra vez, conseguí invocar al personaje en el que estaba pensando. Sentí la voz de Ana al otro lado del hilo, casi gritando:
– ¿Que coño quieres ahora de Carmen?. ¿No te parece bastante lo que le hiciste el otro día?.
Tragué saliva y conté hasta veinte antes de responder educadamente:
– No he pedido hablar contigo, sino con ella. Así es que te ruego, por favor, que le pases el teléfono.
Pude oír perfectamente, aunque lejana, la voz de Carmen:
– ¿Quién es?. Me ha dicho tu padre que tenía una llamada…
Ana no debió encontrar excusa para no entregarle el auricular, así es que inmediatamente oí su voz a través de la línea:
– Diga…
– ¡Hola Carmen!. Soy Jaime.
Larga pausa.
– Hola. ¡Qué sorpresa!. Después de que el otro día te marcharas sin decir ni adiós, creí que no volvería a saber nada de ti…
– Pues te equivocas -respondí-. Te pido disculpas por haberme despedido «a la francesa». Y si lo hice fue solamente porque no quise, después de la escena con Ana, complicar más las cosas.
– ¿Qué escena con Ana? -preguntó ella extrañada-.
– Ya. Veo que no te lo contó. Bueno, pues ese es un motivo más para que nos veamos y hablemos tranquilamente.
– ¿Y los otros motivos? -preguntó ella-.
– El simple placer de mirarte, estar juntos y volver a oír tu voz.
Nueva pausa.
– Ahora no hay ninguna razón que te obligue a estar conmigo…
– Te equivocas otra vez -repliqué rápidamente-. Tengo mil razones. Me gustas mucho. Eres preciosa, lo quieras o no. Me sentí muy bien a tu lado. ¿Quieres más?.
– Yo, es que…
Corté rápidamente su titubeo.
– No voy a aceptar una negativa. Tengo tu dirección, y voy a estar esperándote abajo dentro de media hora. Y, si no te importa, deja en casa a Ana, que no la necesitamos para nada.
– ¿Media hora?. Déjame un poco más de tiempo… ¿Te parece a las ocho?.
– A las ocho en punto -concedí-. Un beso.
Y colgué, sin darle tiempo a responder. Advertí con sorpresa que se me había pasado la ira que me había producido el entrometimiento de la otra chica, y ahora sólo sentía una expectante alegría.
¤ ¤ ¤
A las ocho menos cuarto estaba ante la puerta. Había salido con mucha anticipación, no fuera que el tráfico me retrasara. Y no quería de ninguna manera llegar tarde. Por fin, unos minutos antes de la hora, apareció Carmen. Me quedé sin habla.
Su pelo lacio era ahora una melena algo más corta de lo que recordaba, claramente producto de la habilidad de un estilista, peinada en grandes ondas que enmarcaban sus delicados rasgos. No llevaba gafas, y había en sus mejillas y labios una nota de color, que casaba perfectamente con sus facciones. Y sus ojos verdes… sin la deformación de los cristales se veían chispeantes y llenos de vida.
Vestía una falda ajustada, hasta un poco más arriba de la rodilla, y una especie de camiseta con tirantes, –nada semejante a la que yo conocía- ajustada perfectamente a su espléndido torso, adornada con bordados en el escote, y que resaltaba sus preciosos hombros, y dejaba ver el inicio de la hendidura entre sus senos.
Tal y como mis manos habían anticipado, tenía unos pechos altos y firmes, de tamaño mediano, que parecían querer escapar de la opresión de la prenda que los cubría. Su estrecha cintura dejaba paso a unas caderas muy bien formadas, no exageradamente amplias. Bajo la falda, un bonito par de piernas, que terminaban en unas elegantes sandalias blancas, con unos tacones de altura media.
Una preciosidad de mujer.
Ella había enrojecido ligeramente ante mi mirada admirativa. Sentí la boca seca, y no me salían las palabras… Finalmente, fue ella la que habló:
– Yo… Estuve pensando mucho en lo que me dijiste, y me di cuenta de que nunca me había preocupado de mi aspecto. Y ayer salí de compras, y fui a la peluquería, sólo por ver si tú podías tener razón. También me he comprado otras gafas, aunque ahora llevo lentes de contacto…
Yo seguía sin poder hablar.
– No te gusto, ¿es eso? -dijo ella volviendo a su inseguridad-.
– Todo lo contrario -conseguí decir al fin-. Eres aún más bonita de lo que había imaginado.
– Lo dices para que me sienta bien…
– Lo digo porque es verdad. Y si no te basta con mi opinión, puedes darte cuenta de cómo te miran los demás -efectivamente, dos muchachos más o menos de mi edad que pasaban por la acera, la estaban comiendo con los ojos-.
Ella se ruborizó aún más al advertirlo.
Al fin, conseguí salir de mi parálisis. Me acerqué a ella, y la besé suavemente en los labios. Ella me dejó hacer con los ojos cerrados. Luego, la empujé suavemente hacia mi coche. Una vez sentados, la miré fijamente a los ojos:
– Como el otro día, hay varias alternativas. Puedo invitarte a una copa, haciendo tiempo para ir a cenar a un sitio que conozco, donde las miradas de los demás hombres me van a poner muy celoso. O puedo llevarte a mi casa, donde serán mis ojos los únicos que te admiren. Puedo estar hablando contigo toda la noche, sin cansarme de oír tu preciosa voz. O puedo acariciarte, conocer tus besos, perderme en la suavidad de tu piel, y hacerte el amor, que es lo que estoy deseando desde la otra noche.
Ella no dijo nada, lo cual era para mí la mejor de las respuestas.
¤ ¤ ¤
Más tarde, desnudos ambos en mi dormitorio, la obligué a contemplarse de pie ante el espejo, mientras mis manos recorrían todo su cuerpo. Y, curiosamente, me parecía que eran sus pechos, su vientre y sus muslos los que acariciaban mis dedos, y no al contrario.
Después, tendidos frente a frente en mi cama, estuve besándola largo rato, nuestros dos cuerpos íntimamente en contacto, mis manos acariciando su espalda y sus nalgas, hasta que ella perdió su rigidez inicial, abandonándose por completo. Como la vez anterior, sentía su respiración entrecortada junto a mi boca, en los momentos en los que nuestros dos alientos dejaban de mezclarse entre los labios unidos.
Luego la tendí boca arriba, y besé su cuello, sus hombros y el nacimiento de su pecho, deteniéndome en sus senos, cuyos pezones como bayas en sazón pude al fin saborear. La piel de seda de su vientre plano mimó ahora mis labios, que por fin se dirigieron a la suavidad de sus muslos, que ella mantenía juntos, con un último resto de pudor.
No intenté forzarla. Habría otras veces, en las que mi lengua recorrería sus pliegues íntimos, haciéndola suspirar y contraer las caderas en los estertores de orgasmos que serían más de la mitad de mi placer. Pero todavía no era tiempo.
Mi mano entre sus muslos verificó la humedad de su excitación. Y mi pene se dirigió a la entrada de su abertura, mientras nuestras miradas seguían hablando por nosotros. Y aunque mi verga acariciaba más que asaltaba la dulce cavidad, pude advertir un ligero gesto de dolor en su cara, en el momento en que tropezó con el pequeño obstáculo que me confirmó que, efectivamente, me estaba entregando lo que nunca nadie antes había gozado.
Suavemente, sin profundizar más, me ayudé con la mano para acariciar la entrada de su vagina con lentos movimientos circulares de mi erección. Unos segundos después, fue ella la que, sujetándome fuertemente por las nalgas, y elevando sus caderas, obligó a penetrar en su seno la totalidad de mi miembro.
Me moví con mucha suavidad, para intentar que el placer se sobrepusiera al dolor. Y debí conseguirlo, porque, a no tardar mucho, sus piernas se abrazaron a mi cintura haciendo aún más estrecha la unión de nuestros sexos. Y todo su cuerpo se vio sacudido por las oleadas de placer de su primer orgasmo.
¤ ¤ ¤
Efectivamente, ha habido otras noches, y un despertar con su cabello extendido en la almohada, mientras yo la contemplaba sin cansarme de admirarla.
Y Carmen parece otra. No es que haya adquirido de repente la confianza en sí misma que no tenía; eso llevará aún su tiempo. Pero ahora se sabe admirada y deseada, y yo le he enseñado a aceptar que es una mujer muy bella, en contra de lo que ella pensaba hasta hace muy poco.
Ahora se desnuda impaciente ante mí, y mis ojos ya conocen la maravilla de feminidad que hay entre sus muslos. Y mi lengua ha probado la suavidad de sus pliegues más íntimos, y la dureza del botoncito de su clítoris.
Mis manos han gozado de la textura de su piel en todas las partes de su maravilloso cuerpo. Pero sigo sin cansarme de verla y tocarla. Y sigo sin verme saciado, por más veces que me introduzca dentro de ella. Y aún no me acostumbro al gozo de Carmen estremeciéndose entre mis brazos en orgasmos más intensos cuanto mayor es nuestra intimidad y nuestro conocimiento mutuo.
Pero ahora tiene que volver a su casa, lejos de la ciudad donde vivo.
Y otra vez, hay varias alternativas. Puedo dejarla marchar, y resignarme a añorar su presencia durante los larguísimos días que mediarán entre nuestros esporádicos encuentros. Puedo incluso tratar de olvidarla, pero no me siento capaz de ello. O puedo pedirle que venga a vivir conmigo, que es lo que verdaderamente deseo…
¤ ¤ ¤
¡Ah!. Ayer me di el gustazo de decirle a Ana que es lo que yo considero como más apropiado para que se lo meta por el coño, cuando me llamó para echarme otro sermón sobre el daño que, según ella, le estoy haciendo a su amiga.
Carmen dice que no le haga ni caso. Que está un poco celosa, porque estaba acostumbrada a ser ella el centro de atención, y ahora ya no es así cuando están juntas. Y que puede que incluso quiera «ligar» conmigo, porque empieza a estar un poco cansada de Toni. Eso cree.
No sé que hacer.
De nuevo, como siempre, hay varias opciones. Puedo tratar de llamar a Toni, y excusarme por mis palabras, porque la arpía de Ana seguro que le ha contado nuestra charla, posiblemente corregida y aumentada. O puedo mandarle de una buena vez a tomar por saco si me dice algo al respecto, que es lo que estoy deseando…
Porque cada vez estoy más hasta los cojones de ellos, y cada día me parecen él más capullo, y ella más bruja…