Tenía una extraña sensación, como de estar flotando, y todos los nervios de su piel estaban sensibles como nunca.

Hasta la suave brisa de la Estación de la Siembra que entraba por el ventanal, no la sentía como tal; notaba el viento como etéreos dedos que acariciaban su cuerpo, hacían oscilar levemente el vello de su pubis, y ponían en erección sus sensibles pezones.

Podía sentir incluso el aroma de los preciosos aceites con los que había sido ungida su piel, y el ungüento de flores que Un-Ahnma, la suma sacerdotisa, había puesto en sus sienes.

Y la sensación de su índice acariciando la entrada de su vagina, lubricado por el contenido de un pomo extraído de la caja ceremonial de lapislázuli, aún perduraba, como los pequeños espasmos de placer que todavía seguían recorriendo, como un cosquilleo, la totalidad de su sexo, húmedo y turgente.

Luego estaba el humo dulce de las hierbas aromáticas que se quemaban en los pebeteros, y la música, que sonaba amortiguada por la doble celosía, ya que ningunos ojos humanos, salvo los de la Elegida, podían contemplar el Misterio, el acto de amor en el que Ella/El tomaba a una virgen para fecundar la tierra, y asegurar la siguiente cosecha.

Y ella era la virgen, y ésta era la noche gloriosa. Y su cuerpo desnudo sobre el altar, era como oro pulido, brillante a la luz de las velas.

Mientras esperaba anhelante, recordó su vida pasada, hasta aquel instante en que iba a conocer el más alto honor al que una doncella podía aspirar.

Era la cuarta de cinco hermanos. Su padre, Ehn-Mishtar, había sido antes bendecido por la diosa/dios con cuatro hijos varones, que aseguraban que el sustento no faltaría en la casa familiar cuando él y su esposa fueran ancianos. Por ello, su nacimiento había sido acogido con cantos y alegría, que habrían faltado si el padre hubiera sido el único varón del clan.

Y por eso, al décimo día expuso el pequeño cuerpo desnudo ante la asamblea del pueblo, y gritó orgulloso las palabras:

– ¡Alegraos conmigo, porque la diosa/dios me ha concedido esta hembra que será el consuelo de mi vejez!. Y se llamará Lu-Mishtar.

Formó parte de la banda de arrapiezos, tanto hembras como varones, que corrían desnudos, persiguiéndose como cachorrillos en la explanada ante la Casa Comunal, o se bañaban en el río, entre chapoteos y agudos gritos de placer.

Después, su madre cubrió su vientre y la parte alta de sus muslos con el lienzo que era la señal de que había pasado su infancia, y debía prepararse para unirse a un varón, cuidar su casa, y atender a los hijos que Ella/El tuviera a bien concederles.

Pero aún quedaba tiempo después de las tareas domésticas -cada vez más numerosas según pasaban las estaciones- que su madre Poh-Muriah le asignaba.

Al contrario que otras madres, ella no la corregía con duros golpes en el trasero, sino que la reprendía dulcemente y le mostraba como debían hacerse las cosas. Lu se consideraba afortunada, al contar con la dulce paciencia de su madre y el cariño de su padre.

A ella le gustaba especialmente, en aquellas horas, nadar en las límpidas aguas de la charca de los juncos, casi siempre acompañada de su hermano menor, que prefería su compañía a la de la horda de los niños de su edad.

Poco antes del día de su Primera Sangre, ya se bañaba sola, en la otra charca a la que sólo tenían acceso las mujeres, que nadaban o se tendían desnudas al sol sobre la fina arena, aunque los varones tenían permitido mirar desde lo alto de la roca que la cercaba por un lado, del mismo modo que las muchachas podían contemplar a los hombres en la otra charca que les estaba destinada, desde la orilla contraria a aquella en la que éstos se encontraban.

Pero no se mezclaban, porque era tabú que los solteros lo hicieran hasta la fiesta de la Consumación siguiente al día en que cumplieran los diecisiete años.

Y aún podía escuchar como si fuera ahora, los excitados grititos de las hembras de su edad, comentando la largura de los penes o el tamaño de los testículos de los jóvenes desnudos.

Y la mirada de ellos sobre su cuerpo, que casi podía sentir como si tuviera entidad física. Y el extraño anhelo que recorría su vientre, y que se extendía desde su vulva a sus entrañas en aquellas ocasiones.

Y evocaba igual que si fuera ayer como, en la última Fiesta de la Cosecha a la que asistió, hembras y varones, que habían danzado desnudos celebrando el fin de la recogida de los frutos y mieses que les alimentarían durante la Estación del Silencio, se apartaban más allá de la luz de las hogueras, para consumar el rito del amor.

Y como de nuevo los cuerpos enlazados, apenas entrevistos en la penumbra bajo los árboles, y los gemidos que el sonido de los tambores no conseguían ocultar, le producían un vacío en su interior, y una extraña humedad en la vulva, acompañada de ansias que no sabía aún reconocer.

Pero ella no conoció su fiesta de la Cosecha. Porque unos días antes, llegaron hasta la casa de su padre las sacerdotisas del templo, precedidas de las guardianas con sus espadas desnudas, y le dijeron que Ella/El había elegido a Lu para su servicio.

Aún recordaba las manos de la mujer que le hizo abrirse de piernas y separó los labios de su sexo con los dedos, para asegurarse de que en su interior seguía intacta la pequeña membrana que la hacía digna de la Hembra/Varón.

Sintió de nuevo la pena de la separación, aunque se suponía que era una ocasión alegre. Y rememoró como, poco a poco, fue olvidando el rostro de su padre, con su poblada barba que empezaba a ser más blanca que negra, y las dulces facciones de su madre.

Se había introducido insensiblemente en la rutina de la Casa de las Novicias en el templo. Al principio, echó de menos la falta del lienzo que cubría su pubis, porque las aprendizas debían ir completamente desnudas todo el tiempo, salvo los días de la sangre, en que les estaba permitido cubrirse.

Y aunque la desnudez no le era ajena, sí lo era la incesante visión de los sexos de sus compañeras, que mostraban de continuo cuando adoptaban determinadas posturas, de la misma forma que ella sin duda exponía el suyo cuando se tendía sobre los almohadones, en las horas de descanso.

Recordó su primer baño en la alberca del patio, acompañada de otras jóvenes. Y la extrañeza que sintió al ver por primera vez la cabeza de una de ellas entre las piernas de otra compañera, que se debatía en irreprimibles espasmos, mientras de sus labios surgían entrecortados gritos de placer.

Y su iniciación por la sacerdotisa-tutora, cuando ella le preguntó inocentemente sobre el particular. Todavía podía sentir sobre su piel los expertos dedos que arrancaban de su cuerpo dulces estremecimientos, y la lengua golosa que recorrió su vulva, deteniéndose en el botoncito hinchado de su clítoris, y las intensas convulsiones de su primer orgasmo.

Luego, sus propios dedos introducidos en la vagina de su maestra, y sus labios atrapando los pliegues de la vulva de la otra mujer, tal y como ella le había enseñado y, por fin, su lengua explorando la abertura del otro cuerpo femenino, mientras su mentora explotaba en un clímax que ella hizo durar con sus caricias.

También las advertencias de que ella podía satisfacerse con sus propias manos, o unirse a otras compañeras dando y recibiendo placer, pero nunca, por nada, debería permitir que se rompiera el himen que sólo Ella/El podía traspasar.

Aquella noche, cuando llegó la hora de dormir, contempló de otra forma diferente el cuerpo de la compañera tendida cerca de ella en los cojines.

Y sintió la irreprimible necesidad de saborear la hendidura entre sus piernas abiertas. Recordó aún la suavidad de la piel sonrosada en su lengua, y como las manos de la otra chica apretaron su cabeza contra los sedosos rizos de su pubis, mientras suspiraba en los estertores de un orgasmo.

Y luego, como ella fue gozada por varias bocas de mujer, mientras infinidad de manos recorrían su cuerpo, o pellizcaban ansiosas sus pezones endurecidos, y la sensación de un dedo impaciente introduciéndose en su ano, incrementando hasta el paroxismo las convulsiones de placer que irradiaban desde su sexo y recorrían todo su cuerpo…

Ahora tenía dieciocho años, y estaba dispuesta para la Entrega.

Un suave roce de sedas le anunció que no estaba sola. Sus labios, en una melodiosa cantinela comenzaron a recitar la invocación que había aprendido:

– ¡Oh tú, que eres Madre y Padre de las Tierras Altas!.

– ¡Salve a la divina Hembra/Varón!.

– La/El que nos protege de nuestros enemigos y nos consuela en las horas de dolor.

– La/El que trae la lluvia que bendice nuestros campos, y colma nuestros graneros.

– Soy tu sierva.

– Aquí estoy expuesta ante ti.

– Mi sexo está anhelante de sentirte en su interior.

– Siémbrame con tu simiente.

– ¡Tómame, y que se cumpla una vez más el Ciclo de la Vida!.

Como disponía el ritual, llevó sus manos unidas a la frente, y encogió las piernas, abriéndolas al máximo para que Ella/El pudiera contemplar su sexo anhelante.

En la penumbra de la habitación, distinguió una figura cubierta por una capa, y coronada por una máscara de oro que tenía el borde de los ojos exageradamente pintados de negro, como las mujeres, pero lucía una barba esquemática que atestiguaba que, al mismo tiempo, era hombre.

La capa se retiró, y bajo ella había dos pechos femeninos pero, de entre las sombras que velaban su pubis, surgía un falo de un tamaño superior a cualquiera de los que ella había visto.

La verga se acercó su sexo, y se introdujo lentamente en su interior, sin que sintiera el dolor que sabía que acompañaba a la primera penetración.

Luego empezó a moverse muy despacio dentro de ella, provocándole sensaciones que nunca había conocido.

Sus caderas se estremecieron violentamente, mientras cada centímetro de la piel de su vagina enviaba hacia su vientre sacudidas de intenso gozo.

Ella/El incrementó paulatinamente el ritmo de sus embestidas.

Lu-Misthar gritó inconteniblemente, todos sus sentidos concentrados en los espasmos de su sexo, que latía en increíbles oleadas de placer.

Lejos, los cuernos de las sacerdotisas anunciaron que, una vez más, la consumación había tenido lugar.

Y, que al día siguiente, sobre la tierra fecundada, podría sembrarse la simiente de una futura cosecha.