Llevábamos al menos una hora tomando el sol desnudos, tendidos en la arena blanca en aquella cala preciosa medio oculta y solitaria que el gerente del hotel nos había recomendado.

Una pequeña brisa hace flotar las mangas de mi fino vestido veraniego colgado de la sombrilla.

El calor es extremadamente agobiante.

Me incorporo. Mi suave piel quema al tacto, con los pechos algo pesados por el calor y los pezones ligeramente quemados.

Huelo a perfume, crema solar y sudor.

Me levanto y después de recorrer con la mirada el perfecto cuerpo de mi chico, camino hacia la orilla en silencio, para no despertarle.

El agua esta deliciosamente templada.

Recojo al líquido azul en el hueco de mis manos y me la echo por el pelo rizado, desde donde baja por mi espalda, por mi vientre y por mi sexo, deslizándose por mis labios vaginales.

Voy sumergiéndome poco a poco en las cristalinas aguas.

Estoy completamente húmeda, completamente mojada.

En un ataque de felicidad y bienestar no puedo evitar lanzar un grito a mi amante que duerme aún plácidamente.

Se estira, inconsciente del calor con la toalla azul marina cubriéndole su duro culo de gimnasio. Se levanta y viene hacia mí con la cara todavía inexpresiva por el sueño.

Se mete en el agua. Nadamos juntos, me sostiene en sus brazos y me hace cosquillas en la oreja con la lengua.

No deja de tocarme continuamente todo el cuerpo, cosa que me empieza a poner cachonda.

Una pareja camina por la playa. Nos habían visto antes, mirando nuestros cuerpos desnudos mientras dormíamos enroscados en la arena y ahora entrelazados en el agua.

Son franceses y hablan con voz muy alta.

Seguramente son clientes del mismo hotel que nosotros. Creen que nosotros también somos franceses, lo que finjo con facilidad y empieza una conversación.

Mario y yo seguimos entrelazados, mi cadera reposa contra su rodilla; tiene un pie apoyado en una pequeña roca.

Desde la orilla, los franceses con unos bañadores que dejan poco a la imaginación nos sugieren adónde ir en la ciudad, que restaurantes son los mejores.

No entendemos casi nada de lo que dicen debido a la creciente excitación que va creciendo en mi pareja y en mí, pero asentimos y sonreímos a modo de respuesta.

Mario me aprieta un pecho bajo el agua y me roza el pezón delicadamente con la yema de los dedos.

Yo le agarro su verga, rodeándola con la mano, bajando la piel por la vara para dejar al descubierto todo su glande del tamaño de una bellota.

Tiene una gran erección.

Mis pezones también se han endurecido.

Su mano baja hasta mi dulce coño.

Con el dedo índice inicia una serie de caricias circulares en torno a mi clítoris. Tengo que morderme el labio inferior para reprimir mis gemidos.

Otro dedo más atrevido penetre entre mi tesoro, hundiéndose entre mis piernas.

Continuamos el simulacro de conversación con la pareja extranjera, aunque yo ya no puedo articular más de 3 palabras seguidas con sentido.

Al juguetón dedo se le une un segundo.

Mi respiración se acelera más cuando me alza disimuladamente y su miembro duro como un obelisco empieza a penetrarme.

Siento como avanza cada centímetro de esa bendita carne en mí, haciéndome ver las estrellas del placer que siento.

A esas alturas nuestras caras nos deberían delatar, pero parece que la pareja de la orilla no se da cuenta de nada, y siguen conversando.

Sus arremetidas son largas y lentas, haciéndome sufrir con tal dulce tormento.

Mientras juega conmigo a su antojo, me susurra al oído obscenidades sobre mi cuerpo, lo caliente que le pongo y lo mucho que desearía follarse a la francesita.

Mi primer orgasmo llega bruscamente, una corriente eléctrica que recorre toda mi columna bajando hasta mi sexo.

No he podido evitar que mis jadeos escapasen de mi garganta compartiéndolos con toda la playa.

La pareja, al fin, parece que si se ha dado cuenta de lo que sucede porque se sonríen de forma cómplice y nos miran con curiosidad y morbo.

Siento una terrible vergüenza y a la vez me excita que nuestros queridos mirones estén fantaseando con lo que hacemos, o con lo que nos harían si pudieran.

A pesar de todo seguimos fingiendo.

Ahora tomo yo la iniciativa, y empiezo a subir y bajar mis caderas de forma elíptica cada vez más rápido aprovechando el ritmo de las olas.

Es ahora Mario quien empieza a gemir, las tornas han cambiado y le hago sufrir porque no podrá durar mucho más.

Antes de que nos demos cuenta hemos quedado con los franchutes para cenar esta noche y se alejan discretamente por donde han venido.

Ahora que nadie nos observa, empiezo un movimiento giratorio y vibrante con la pelvis, con un ímpetu impropio de mí, de manera que flotó mi clítoris contra la base de sus testículos cada vez que bajo.

Las arremetidas se vuelven violentas.

Mis pechos golpean una y otra vez la superficie del agua y él me los agarra con desesperación desde atrás con sus manos.

Entonces es cuando sucedió, su cuerpo se puso rígido, su verga palpita y crece aún más segundos antes de descargar su savia en mi rugiendo como un león en celo.

Eso me hace llegar a mi fantástico segundo orgasmo, incluso más intenso que el primero.

Abro la boca poniendo los ojos en blanco, arqueando la espalda, pero a diferencia de mi chico ningún sonido escapa de mi boca.

Recuperamos el aire de forma lenta y paulatina, parecemos dos peces que hubieran sacado del mar contra su voluntad.

Me giro hacia él, nos sonreímos y besamos tiernamente.

Mientras nos dirigimos a las toallas, no paro de pensar en los juegos que me aguardan durante la ducha en el hotel, y porque no, la prometedora cena de esta noche.

La playa.