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Demasiada cerveza, prejuicios y ataduras sexuales

Sentí enojo, es cierto. Pero…, no podía, no tenía derecho a enojarme, desde el momento que yo mismo había contribuido, y mucho, para que finalmente ocurriera lo que había ocurrido, lo que estaba viendo que había ocurrido.

Además, por encima de la sensación de enojo la sensación que tras ella creció y me abarcó fue de tristeza, de tremenda tristeza, amargura, frustración. A pesar de mi vaticinio (¿de mi esperanza?) y de mi seguridad, se había cumplido sin ningún lugar a dudas lo que Alex me había predicho.

Allí estaban, los dos; frente a mi vista, la claudicación de ella, el acierto de él. Mal que me pese, el acierto de él! Sí, allí, frente a mis ojos, la prueba indubitable, la evidencia, la certeza de que él, él había estado en lo cierto.

Unos días antes, llevados por el calor y un clima de confidencialidades que nunca habíamos tenido, habíamos compartido tres cervezas con Alex en la mesa del club donde nos juntábamos una vez a la semana para unas paleteadas al frontón; normalmente, era una cerveza, esa vez fueron tres.

Sí, mi mujer es putísima, y por eso justamente me gusta… porque no se anda con chiquitas y eso es lo que me encanta, lo que me tiene hechizado…., dijo en un momento Alex.

Qué suerte la tuya, la mía no, nunca pude emputecerla, nunca, y a mí también me gustaría que se abriera más, que deje de lado tanto prejuicio y remilgo e historieta, dije, quejoso y también un poco envidioso de la suerte de mi amigo.

Es una cuestión de llaves, de llaves de acá – dijo Alex, señalándose la cabeza – esa llave que hace que un hombre, en determinado momento, deja de ser hombre y se convierte en El Hombre, El Macho de esa mujer, al mismo tiempo que la mujer deja de ser mujer para convertirse en Mujer, Hembra de ese Macho, monologó Alex, con filosofía etílica.

Sí, supongo que sí…

¿Sabés, Gus?… me gustaría ayudarte, Gus.

¿Y cómo te parece que me podrías ayudar?, le pregunté, cariacontecido, los ojos fijos en la mesa….

Guardó silencio unos instantes…. y luego con voz grave y por momentos disonante ¿demasiada cerveza, ya?), desgranó:

Mirá Gus, a mí me gusta tu mujer, me gusta mucho y me encantaría cogérmela, en una de esas, si me la prestás un rato, que se yo…., me la prestás un rato, me das a tu mujer y yo te devuelvo a la putita que toda mujer esconde en su interior… me encantaría hacerte ese favor!!!

Yo lo miré, agradecido. Sin dudas, demasiada cerveza, ya; y la conversación siguió por esos carriles delirantes. Esa noche y sobre mi mujer estuve especialmente fogoso, buscando, tratando de encontrar esa llave, sin lograrlo. Tres días después, el sábado, a las once de la mañana, Alex tocaba el portero en la puerta de casa.

De más está decir que me sorprendí, no había creído que hablaba en serio. Sin embargo, allí estaba Alex, dos pizzas y un barrilito de cerveza, de esos de cinco litros, autoinvitándose a almorzar con la buena excusa que su mujer había ido de visita a la casa de su respectiva madre. No pude rechazarlo.

Almorzamos, jaraneamos, nos divertimos. El y ella se llevan bien, mutuamente; bueno…. es difícil llevarse mal con Alex, siempre alegre, siempre dispuesto a reír y a hacer reír. Y la cerveza que ayudaba a distender. Debo agregar y en elogio a Alex que en casi ningún momento la conversación derivó hacia temas de sexo, ni siquiera comentarios ni chanzas.

Fatalmente, tras las pizzas y no sé cuánto ya de cerveza y de brindis sin motivos tuve que ir a orinar. A mi vuelta la que fue a la toilette fue ella.

Y en cuanto se cerró la puerta del baño Alex que me dice: borráte, dejame dos horas con ella!!!

¿Eh?, ¿cómo?, intenté resistirme; sí, dame esas dos horas! pep–pero, cómo hago? ¿Qué le digo?, intenté ganar tiempo, pensar. En cuanto vuelva marca el 105 que el teléfono te devuelve la llamada, hace como que es del laburo, algo urgente y borrate, dos horas, nada más. En ese momento hizo su reentrada en la cocina mi mujer. La cerveza mata, comentó, riendo. Si, te mata hinchándote la vejiga, rio con ella Alex mientras él también hacía mutis por el foro en dirección al baño.

No recuerdo qué comentó mi mujer; yo estaba en otra. Un minuto después el ring estridente del teléfono me sobresaltó. Mi mujer hizo ademán de ir a atender pero yo salté de la silla pidiéndole que me dejara a mí. Atendí. Tono. Y Alex que, sin que mi mujer lo pudiera ver, me hacía ademanes que hablara, que inventara la historia. Y la cerveza que me subía. Fui armando la escena a pedir de Alex, mientras él continuaba sus señas, aprobando o desaprobando según lo que yo iba inventando de la supuesta conversación.

Pregunté sobre la gravedad del problema, protesté porque era sábado y finalmente, resignado, acepté ir a ver qué pasaba en esa obra, el accidente.

Ella no dudó ni un sólo instante. Diez minutos después yo salía de mi casa. Alex incluso hizo una pequeña puesta en escena de irse conmigo, de acompañarme; yo le dije que sí, que viniera conmigo, con una última luz de esperanza. Pero Alex completó la obra agregando de inmediato que le daba vergüenza quedarse a solas con mi mujer, que a ella tal vez le resultara incómodo, y todo ello dicho delante de ella que de inmediato reaccionó “Que no, que a mí no me va a molestar, que al contrario, que yo preferiría que te quedes si no se me va a ser aburrida la tarde y que podemos seguir conversando y riendo”. Todo dicho, era lo que Alex necesitaba, se quedó.

Y ahora, dos horas después, allí estaban, los dos, frente a mi vista, mostrando la claudicación de ella, el acierto de él que sin dudas había encontrado la llave.

Entré en casa con sigilo, no quería enterarme pero quería. Me esperanzaba encontrarlos en el living, conversando o jugando a las cartas o algo así.

Me descalcé, para evitar el ruido de mis pasos. Abrí un palmo la puerta de entrada: silencio. Abrí la puerta, no estaban en el living, ni estaban conversando, no los escuchaba conversar. Me adentré en el departamento, no estaban en la cocina, vi la puerta entornada del dormitorio y allí, apenas, me asomé, encontrándolos.

Retrocedí un instante, shoqueado. Los dos estaban cuasi silenciosos, obviamente descansando o mejor dicho, recobrando fuerzas. Y no sé qué es lo que me hizo volver sobre mis pasos y pensar en esa canallada. Venganza, ¿venganza de qué?, enojo, ¿enojo por qué si yo mismo lo había permitido? o la tristeza que comenzaba a embargarme?

En el living tomé la pocket, volví hasta frente la puerta del dormitorio, encuadré la imagen aprovechándome que por la posición de ellos ninguno de los dos podía verme y disparé.

No sólo eso: me tomé mi tiempo para observar con detenimiento, lo mismo que ustedes podrán observar.

A él, morreándole las tetas con sus labios, iniciando nuevamente un camino de estimulación. A ella, suspirando, con placer. Y la puerta de su ano, abierta, completamente abierta, recién tomado por él, que pudo recorrer ese túnel lujurioso que a mí siempre me había estado vedado hasta ese día.

Supongo que esa evidencia fue la que me entristeció.

¿Qué te ha parecido el relato?