Día de muertos
Capítulo I
El aire que entraba por la ventana del automóvil era como una mano invisible que peinaba con sus yemas el oscuro cabello de Laura.
Ella miraba hacia el Lago de Pátzcuaro.
Su boca hacía una pequeña mueca que no era propiamente una sonrisa, sino una semilla de ésta.
Sus ojos estaban entrecerrados, procurando que sus largas pestañas protegieran un poco el globo ocular.
Por alguna causa el viento extrañamente frío era más molesto que agradable, y sin embargo, cerrar la ventanilla era un acto que ella no estaba dispuesta a hacer.
Jorge, al volante, tenía las cejas fruncidas, tal como si varias cosas le molestaran a la vez pero se encontrara ante la indecisión de por cuál de ellas repelar primero.
En definitiva no se trataba de Laurita, le hija de ambos, la cual tenía sus genialidades al momento de dar problemas, pues esta yacía en el asiento trasero del coche profundamente dormida.
Al salir de casa, cuando Jorge le dijo, «Apúrate mijita que se nos hace tarde para el Día de Muertos», se preguntó las razones por las cuáles tendría que darse prisa para asistir.
Bien podría esperar a que Laurita se vistiera a su ritmo, que dejara de ver el programa de televisión que la entretenía, que se tomara un refresco que había comenzado a beber. Sacando cuentas, recapacitaba en que vivían en la ciudad de Uruapan, por lo tanto estaban como a cuarenta minutos de Pátzcuaro, cuarenta que se hacían sesenta por la alta afluencia de coches que coincidían en las festividades del Día de Muertos, ochenta si se demoraban más y coincidían con quienes salían de trabajar a las seis de la tarde, o cien minutos si, como de costumbre, algún borracho se hubiese estrellado ya en alguna parte del tramo carretero.
Pero en el fondo no había prisa. Jorge ni siquiera era Michoacano, por lo tanto veía las festividades del día 2 de Noviembre con ojos de turista.
Tampoco tenía ningún difunto al cual rezarle.
Año con año iban a Pátzcuaro, atravesaban el lago en las lanchas, llegaban a la isla de Janitzio, que se encuentra en lo que años atrás era el centro del lago, y veían todo el jolgorio de la fiesta de muertos, pero tantas visitas ya habían hecho de aquel paseo algo visto para él.
A punto estaba de decirle a Laurita que mejor se tomara su tiempo, pero ella, con inusual agilidad, dejó de ver el televisor y, colocándose el abriguito que le había tendido su madre sobre la cama, dijo entusiasta: «Vámonos, ya quiero ver a los muertos» .
Esta celebración de Día de Muertos vuelve deseable tener un muerto al cual rendirle homenaje, una abuela está bien, algún primo lejano que sólo se le recuerde por lo desafortunado que pudo ser su muerte, la muerte está bien siempre que no se acerque demasiado.
Un camión iba obstruyendo el paso, y el torrente de autos y las curvas del camino hacían imposible rebasarle.
Por fin encontró, aunque con poca convicción, un motivo sobre el cual sembrar sus quejas. Le dijo a Laura:
– Por amor, no te despegues de mí un segundo. Siempre ocurre lo mismo en esta fecha, llegamos, nos metemos entre la gente y en medio de la fiesta te nos pierdes. No sé de ti, es como si fueras muy lejos y luego volvieras. A veces pienso que viajas al mundo de los muertos y por una suerte extraña te devuelven, pues siempre te recupero fría, muy fría.
– Esta fecha siempre es fría…
Jorge no insiste, las cosas han de ser, y han de ser a su tiempo. Laura si es de Michoacán, y si tiene un muerto.
Capítulo II
Estaban en una habitación. La habitación tenía dos camas, una puesta enfrente de la otra. Cada uno de ellos estaba sentado en una cama distinta.
Nunca habían estado solos en un cuarto de hotel, ni en ningún otro, aunque en sueños tal vez ya hubiesen hecho de todo.
Cada uno de ellos extendía sus piernas hacia la otra cama, como si quisieran inventar un puente levadizo entre cama y cama cuyo centro fuesen las plantas de sus pies que se abrazaban sin brazos.
Si los pies encierran todos los puntos de digitopuntura, y en ellos se representan la totalidad de órganos vitales, a esos instantes ellos estaban ya penetrándose.
Los pies de él eran más grandes que los de ella, pero los de ella eran más suaves.
Al poner las plantas de los pies al contacto del otro, ofrendaban desnuda su historia personal, su andar.
En la India, es un privilegio mirar siquiera las plantas de los pies de los gurús, pues en ellas se concentra toda su energía, en ese cuarto, en cambio, los pies establecían su propio diálogo, que no era el mismo que sostenían las cabezas.
– ¿Cómo te fue?
– Bien, mis obras se han vendido mejor que nunca este año. La Casa del Turista me ha hecho un involuntario y gran favor al incluir en su cartel de este año una de mis figurillas. Es curioso que la muerte, atemporal como es, se haya puesto de moda.
– ¿Cómo fue que conseguiste ese contacto con ellos?
– En realidad ellos vinieron a mí, y supongo que les impresionó la mística que imprimo a mis esculturas. Cuando ellos llegaron a mi taller y preguntaron por una catrina representativa les contesté que yo no hacía catrinas, sino desnudo femenino. La tipa me miró extrañada, pues de hecho tenía en mis manos una cabecilla de calavera, y estaba esculpiendo el pico de su tabique nasal, así que aclaré: «Dígame usted, ¿Habrá mujer más desnuda que una calavera? No sólo no tiene ropa, sino que carne tampoco.»
– Eres un cabronzuelo. ¿Y qué cara puso la chica?
– No entendió nada, créeme. Y es la delegada de cultura. Seguro llegó a su casa y se tentó el rostro y descubrió que debajo de su piel y su carne vive un bonito esqueleto.
Laura le dio una leve patadita al pie izquierdo de Lázaro, quien se enderezó con agilidad inusitada y mediante un zarpazo rápido le tomó del tobillo, procediendo a tocarle con suavidad, abrazando su patada, sintiendo entre sus manos la fragilidad y fortaleza de aquel pie exquisito, Laura tenía miedo de gozar, Lázaro no pensaba en nada y, acercando aquel enérgico pie a su boca, comenzó a provocar que los dedos se abrieran lentamente para proceder a morderlos lentamente, restregando la lengua en las horquillas que se forman entre dedo y dedo, con una chupada tan breve y vehemente que pareciera que los dedos de Laura hubiesen sido mojados en leche de cabra para luego ser mamados por un cachorro de León parcialmente destetado. El mensaje era claro, el cuerpo era bello y sin bagajes, y el placer que siente también. Mientras lamía le decía:
-No te enceles. Bien sabes que entre todas las michoacanas no hay una que tenga esqueleto más bello que el tuyo.
A cada chupada, mordida, lamida, Laura sentía como un escalofrío recorría sus huesos. Si Lázaro fuese caníbal, probablemente ella no le negaría un buen trozo de su ser, aunque afortunadamente no lo era, y su labor se limitaba a sentir con sus manos y su boca la resistencia y el soporte que aquellos huesos brindaban.
Lázaro pensaba que las mujeres de Michoacán eran herederas de una tradición mortuoria que no hacía otra cosa que rendir culto a la belleza del sistema óseo. Para él, el mundo estaba equivocado en su apreciación de la belleza, pues la medían partiendo de los aspectos más externos del cuerpo, el cutis, el color de los ojos, la dimensión de las carnes, todo ello siempre tan efímero. Sin embargo, las michoacanas estaban hechas a prueba de esa frivolidad. Su cara, dentro de su redondez, exhibe una delta que concluye con la barbilla, la nariz es pequeña y afilada como un aguijón, pues apenas cubre el huesito picudo que la sustenta, los pómulos son carnosos pero deben mucho de su belleza a que están fijos en un cráneo muy bien proporcionado, redondo en su parte superior, mientras que los ojos son bellos porque bellas son las cavidades que los alojan. Ver un rostro que lleve en sus venas sangre tarasca2, es ver un rostro armonioso que no niega su humanidad y su mortalidad, con la belleza desbordante que da esa inquietud en la mirada, con sus cejas fuertes, enérgicas, propias del espíritu combativo de esta tierra, y al igual que ésta, pleno de riqueza.
La mujer de Michoacán carece de una cintura muy estrecha, sus nalgas no son alzadas y respingonas como lo dicta la moda, en cambio su tronco es macizo, sus pechos son grandes y sus caderas son amplias, a tal forma que la figura es deliciosamente femenina, a la vez que denota fortaleza.
Lázaro pensaba que el esqueleto de las michoacanas era especial. Fuerte, capaz de sostener un cuerpo tan íntegro. De hecho, Laura le había llamado mucho la atención desde la primera vez que la vio porque, según él creía, ella poseía el esqueleto más bello del mundo. Esa vez le tocó verla de espaldas, ella caminaba moviendo su cuerpo con una gracia y una velocidad inusual para una mujer con esos tacones que llevaba encima. Sobre sus tobillos se sujetaba un cintillo que no sólo daba volumen a sus chamorros, sino que dejaba ver la exquisita forma del talón, justo como una copa de champagne invertida. La manera de andar de Laura despedía garbo, pues su espalda permanecía erguida, sin asomo de cansancio, como si el cuerpo no tuviese peso. Su cabello era corto y permitía que uno tomara nota de la forma de su cabeza, es decir, de su cráneo. Si bien aquella manera de moverse y aquel cráneo ya le habían robado parte del aliento, al verla voltear y conocer su cara, el robo del aliento fue total. Sus pestañas eran largas, sus cejas enérgicas, su nariz pequeña, sus mejillas deliciosas y sus dientes discretos, ocultos dentro de unos labios finos. Sus pechos eran generosamente michoacanos, grandes, erguidos, vivos y exuberantes. Lázaro imaginó que seguramente en vez de pezones tendrían en su cima una mariposa monarca, al igual que el pubis tendría una multitud de ellas en vez de vellos.
Laura lo encontró muy atractivo. Era alto, con un esqueleto bien fuerte también. Un artista del sistema óseo cuida a detalle cada elemento de su andar, de esta manera, Lázaro tenía muy estudiada la forma de conducirse, con una elegancia casi cósmica. Era el paso de un bailarín. Sus maneras de pensar eran extrañas, pues sentía gran fascinación por la muerte, de hecho, no había una mejor profesión para él que la de escultor de catrinas.
– La muerte no existe en realidad.- decía Lázaro a Laura- Si lo vez bien, cada segundo muere al instante mismo en que se manifiesta. En teoría, ese segundo se extingue para siempre, pero no es así. Ese segundo existía antes de llegar, y permanece luego de que se marcha. Nosotros operamos igual, nacemos y en teoría empezamos a extinguirnos, pero nunca nos iremos, si somos lo suficientemente mágicos para estar aquí ahora, quiere decir que hemos estado desde el principio de los tiempos, pues si no hubiésemos existido de antes y repentinamente apareciéramos en este inmenso orden de cosas, la cuarteadura que se haría sería tremenda, sería una herida por la cual se desangraría el universo, sería Dios tapándose con un dedo un agujero en la yugular. Suena tentador hacer tanto desorden, ser la causa de la muerte de Dios, pero hasta eso sería fútil, seríamos la muerte del Creador pero el esperma que da origen a un nuevo caos, es decir, Dios resucitado en otra forma. Nada nace y nada muere. Por eso en Michoacán se rinde culto al muerto, que en realidad es culto a la capacidad de recordar, homenaje a la existencia compartida, un agradecimiento a quienes nos dieron parte de sí, un trozo de su intención.
Laura le escuchaba fascinada por aquella forma de hablar, tomando detalle del movimiento de aquellos labios. Algún movimiento del cuerpo de él le invitó a que dejara aquella cama distante en que se encontraba y pasara a sentarse a horcajadas sobre sus piernas.
Como premio al discurso, tomó la cabeza de Lázaro y la acercó lo suficiente para que él pudiera sentir el embrujo de su aliento, y él, sintiendo la tibieza de aquel acto femenino de exhalar, percibía el sutil aroma a cerezas que despedía el labial que Laura llevaba puesto, olor que no era puro, sino mezcla del perfume del cosmético y del aliento de ella, quien abriendo los labios decía la palabra bésame sin sonido alguno, y él, atendiendo al llamado del abismo, acercaba su propia boca para hacerla chocar con los labios de Laura. Nunca en su vida había besado Lázaro una boca que besara con tal hambre, al contacto todo se disolvía, todo él era boca y se alojaba en la de ella, que absorbía con algo más que sus pulmones, pues no sólo era como una aspiradora pulmonar, sino que aspiraba con el alma cualquier vestigio de amor que encontrase, luego, la lengua de ella se adentraba en las fauces de él, como devolviéndole todos los besos que hubiese dado en la vida, compartiéndoselos a él, y luego exigírselos de vuelta. La boca de Laura, a pesar de no abrirse demasiado, parecía querer tragar entera la cabeza de Lázaro, mientras que la lengua hacía su tarea de libarle la miel previamente depositada en el corazón. Al besarse el tiempo dejaba de existir, dejaba de existir la muerte porque la vida dejaba de tener importancia, era un segundo cero, era el vacío que todo lo llena. Al separarse, el sabor de la saliva mezclada embriagaba a cada uno de los amantes, quienes descansaban uno cerca del otro, quedando de nuevo demasiado cerca, lo suficiente para invitarse de nuevo a besar y atraerse.
No sentían prisa por dejar de besarse para pasar a la posesión del cuerpo, pues los besos ya eran, de por sí, una posesión absoluta. Lázaro comenzaba luego a tomarle de los brazos, recorriéndolos a todo lo largo, tocando los músculos, pero también los huesos. Luego alzaba la mano de Laura para verla de cerca, maravillándose de su movimiento, de su perfección, e hipnotizado por su belleza comenzaba a morder aquella mano mientras que Laura permanecía atenta a su inmolación. Se miraban a los ojos y ella bajaba la vista discretamente, como avisando a Lázaro de la presencia de sus pechos, que sin duda merecían amor. Lázaro dejaba entonces de abrazarla para colocar sus manos sobre los senos amplios y humanamente densos que Laura portaba con orgullo. Luego de tentar su textura, pasaba revista de cada botón de la blusa de ella para abrirle el pecho como si detrás de la tela fuese a verse, con claridad, el enorme corazón de tambor que vibraba en un redoble festivo. Bajo la blusa estaba un sostén con un encaje nada accidental. Lázaro recorrió con sus dedos la forma que el blanquísimo bordado ofrecía, tal como si le interesara más el arte textil del sostén que la piel de los senos de Laura. Lo cierto es que ese titubeo sólo avisaba de la dedicación con que serían tocados los poros de la piel. Los dedos se deslizaron hasta el broche del sujetador y lo abrió, liberando aquellos pechos salvajes. El pezón era grande, color marrón, aun dormido pero atento. La boca de Lázaro cayó presa del magnetismo y el calor de aquellas montañas, las cuales sujetaba parcialmente con sus manos, para sentir su volumen, su suavidad, y para colocar los pezones entre sus dientes y sentir en la lengua cómo adquirían filo. El sabor de aquellas tetas era sin duda el de la leche eterna, la luz.
Si había que bajar las manos hasta las caderas de Laura, el camino más hermoso sería sin duda su espina dorsal. Vértebra a vértebra bajaron los dedos de Lázaro, como si recorrieran la escalera externa de un templo, hasta que por fin estuvieron tocando aquellas caderas generosas, que al contacto con aquellas manos se comprimieron hacia delante, como buscando una penetración invisible, restregando los sexos aun envueltos en sendos pantalones.
El magreo se tornó cada vez más violento. El sexo comenzó a invadir cada movimiento. Se separaron sólo los segundos necesarios para quitarse los pantalones, así, sin mucho trámite. Ambos se miraron el cuerpo. Ella, con un sexo pequeño para la amplitud de sus caderas, escasamente poblado de vello. Él, con una erección esquizofrénica en ese pene que francamente rebasaba aquello que Laura había imaginado como más pequeño pero más blanco, menos ancho pero más idílico, y eso sí, la abundante pelambrera que rodeaba el sexo de Lázaro era algo que ella nunca imaginaría de un caballero con cabello tan corto como el de Lázaro. Él colocó la punta de aquel miembro en la entrada de aquel templo divino y comenzó a jugar ahí, bebiendo con sed el jugo de ansia que ahí se fabricaba. Cuando ella se sintió lista, comenzó a dejarse clavar por aquel falo enhiesto, sintiéndose llenar el cuerpo entero de un calor poderoso. Abiertas las piernas estaba abierta el alma, atrapado el falo estaba preso el corazón.
Se entregaron durante horas al juego de amarse. Laura tendida de espaldas sobre el colchón, con sus piernas abiertas en compás, mientras Lauro la penetraba con una furia que ofrendaba su violenta energía, violencia que no era crueldad al ser exorcizada por un trabajo de manos que realizaba con devoción. Las caderas barrenando con fuerza pero las manos haciendo del cuerpo de ella una linda escultura, misma que culminó con un tacto suave sobre el rostro de ella, como si los dedos de él la formasen al tocarla, como si cada músculo facial se creara a su contacto.
Ese sería su secreto, la penetración unida a la elaboración artística del propio cuerpo. Eran de arcilla, y se moldeaban, y con sus alientos atrapaban el soplo de Dios, y a cada beso se daban una vida que merecían.
Capítulo III
Era la víspera de Navidad. Laura y Lázaro habían ido, por puro placer, al Parque Nacional de Uruapan. Es inútil decir que ya se ha ido a ahí como pretexto para no acudir de nuevo. Las plantas aparecen inmóviles si uno es tan irreverente como para verlas sin vida. Tienen vida. Cada una de ellas es un individuo. Al igual que nosotros, ellas cambian día con día. Tienen un nombre. Entre ellas se conocen. Son una comunidad fortísima de seres que lo menos que brindan es oxígeno, pues quien entra en este parque sentirá que hay una mano invisible que te toma de la barbilla, a la vez que un soplo vegetal se infiltra por tu nariz, invadiéndote con su perfume. Las hojas de más de cinco metros de largo terminan por imponerse, aunque al buen espectador le parecerá igualmente maravillosa la diminuta hoja del musgo que se hospeda entre las comisuras de los adoquines que conforman los pasillos del parque. El agua fluye como si estuviesen al descubierto las venas de la tierra, y tanta vegetación da la sensación de caminar entre la matriz del mundo. Sería recomendable que nunca cayese semen en esta tierra, pues su fertilidad es tal que pudiese nacer una planta humana. Lázaro atrajo a Laura hacia sí, y luego de plantarle un beso en esas mejillas que tanto quería, le dijo:
– Si un día muero, trae mis cenizas y espárcelas en este parque…
– No me digas eso. Tú no vas a morirte.
– Ojalá te pidiesen opinión a ti al momento que decidan mi fin. Escúchame. Si un día muero, quisiera que me trajeras aquí en cenizas y me esparcieras en este maravilloso parque. Este parque simboliza todo aquello en lo que yo creo. Yo no creo en la muerte, sólo en la vida, y aquí hasta la muerte tiene rostro de vida. ¿Ves ese cauce de agua? Nunca se detiene. Reverbera de manera incesante, como un orgasmo de la naturaleza, el tiempo no se detiene en este cauce, el movimiento es perpetuo, como el de nuestra alma. ¿Ves esas plantas? Nunca más estarán igual, ya sea que mañana tengan una flor de menos, o una flor de más, habrá cambiado. Su reflejo en el agua nunca será igual porque el cauce siempre brotará en forma diferente. ¿Qué más da que nazca como hombre o como planta?
Laura no dijo nada. Se adentraron al parque para llegar hasta donde está un venero que se llama La Rodilla del Diablo. Desde luego cualquier chiquillo de los que ahí abundan te contaran la supuesta leyenda de por qué se llama así. Lázaro les dice a los niños que no quiere escuchar esa historia, prefiere darle una moneda al niño con tal de que la calle. El niño insiste. Lázaro le da otra moneda para que se marche. Desde luego la forma que recibe ese nombre data desde mucho tiempo atrás, antes de la llegada a México de los españoles, antes incluso de las tribus Tarascas. De ahí que a Lázaro le resulte aberrante que la leyenda indique que las aguas se habían secado porque el diablo lo impedía, que llegó un sacerdote y echó agua bendita ahí y la rodilla del demonio se quebró, dando paso al agua. El sacerdote héroe, quitándole la mística al agua, el diablo doblegándose a unas cuantas gotas de agua bendita.
Salieron de ahí y fueron a comer un poco de nieve de pasta, todo ello para hacer tiempo. En el restaurante les ofrecen cupatitzio, que es el agua del río del mismo nombre, cuyo mito es que, quien la bebe nunca deja Uruapan. Laura y Lázaro alzan sus copas cristalinas y brindan con esa agua mágica que los meseros ofrecen con toda solemnidad, aclarando que no se trata de un agua cualquiera, sino esa agua que les pertenece, esa que encierra el espíritu de su pueblo, esa que siendo de ellos, comparten con todos. Estaban invitados a una posada, pero no querían llegar tan temprano. Tampoco había tiempo para ir a ningún lugar. Eran los encargados de cooperar con las velas, mismas que deberían de cargar los supuestos peregrinos.
Se subieron al auto con la idea de vagar de un lado a otro de la ciudad, disfrutando del calorcillo del interior del automóvil, escuchando música que les gusta y platicando. Evitaban al máximo las calles del centro. El tráfico vehicular de la ciudad de Uruapan es horrible. Las calles son muy angostas, algunas de ellas tienen la particularidad de tener sentidos encontrados, los cuales no están debidamente señalados. Los vigilantes de tránsito nunca son vistos, nunca están cerca, nunca infraccionan, y a costo de este beneficio de vivir sin ley, se padece una anarquía total por parte de los conductores. Los señalamientos nunca se obedecen, acaso los semáforos sean atendidos de vez en cuando, pero los letreros de alto en las esquinas es como si no existiesen, y ni se diga los letreros de «Ceda el paso a un auto», pues nunca se respeta.
La gente de Uruapan tiene una apreciación distorsionada acerca del tráfico, pues atribuyen que el mal tráfico se debe a que la ciudad se infesta cada vez más de gente que proviene de pueblos de la llamada tierra caliente, entiéndase Nueva Italia, Apatzingán o Tepalcatepec, tierras que sufren todo el año de un calor insoportable, ideales para el cultivo de la marihuana, con todo lo que ello conlleva, entre otras cosas, que la vida es muy poco apreciada por allá, donde frecuentemente se matan unos a otros por altercados simples de vialidad, porque alguien piropea a una muchacha, porque alguien siente que le miraron feo, todas esas nimiedades son razones para matar allá. Mucha gente usa armas, por lo mismo que se dedican al narcotráfico. Hay dinero, lo que despierta aun más la avaricia y la sensación de poder. Las mujeres son bellas, una rara mezcla de sangre Tarasca con sangre francesa e italiana, aunque enamorarse ahí sea bastante mortal. Por eso, al momento en que gente de esas tierras se va a vivir a Uruapan en el afán de buscar un sitio más tranquilo para vivir, ignoran que llevan la violencia consigo, y así, el narco que «huye» a Uruapan para vivir más en paz, es el primero que rompe esa paz cuando se siente agredido, cosa que además sucede muy frecuentemente, pues no duda en reclamar a balazos cualquier ofensa.
No todos los que habitan en tierra caliente son narcos, aunque si tienden mucho a las riñas. La gente de Uruapan cree teorías muy simplistas, tales como que en Uruapan hay pura gente honesta dedicada al cultivo del aguacate, mientras que en Apatzingán hay pura gente mala y violenta que se dedica al narcotráfico. Buenos y malos, así de simple.
La mala fama la gana la gente de tierra caliente mediante su participación en eventos aislados pero de brutalidad singular.
En su paseo, Laura y Lázaro decidieron circular por la calle Emilio Carranza, que atraviesa parte de la ciudad y llega justo a la plaza central de la ciudad. Ahí, las hileras de coches son frecuentes, en parte porque transitan muchos camiones de transporte colectivo que entorpecen la vialidad. Esa calle, aunque lenta, tiene preferencia por considerarse una calle principal, así, las callecillas que la atraviesan tienen alto en las esquinas. Sin embargo, esto es un pacto a voces que existe entre los conductores, pues ninguna de esas calles en las cuales los conductores deben hacer alto tienen un señalamiento que así lo ordene. Esto propicia que los vehículos que intentan sumarse a la calle Emilio Carranza, tengan que lidiar con los coches que ya van en dicha calle. Las maneras de entrar al cauce de esta avenida son dos, pidiendo permiso a los conductores que ya transitan por esa vía o, meterse a la fuerza, aprovechando que el conductor de la vía principal se atonte. Sobra decir que la gente con nula cultura siempre elegirá la segunda porque les permite no sólo entrar a la vía que desean, sino que de paso demuestran que son más listos que el otro conductor, además de que consumen una mínima ración de violencia diaria, degustándola como un caramelo.
Lázaro conducía el coche por Emilio Carranza. Una camioneta negra, de procedencia norteamericana, sin placas, vidrios polarizados, con música a volumen considerable, estaba en una esquina, pretendiéndose infiltrar sobre esa misma calle. Lázaro iba detrás de un camión de esos que transportan valores. El camión se adelanta en forma brusca cerca de la esquina, abriendo un hueco entre el coche de Lázaro y él. La camioneta aprovecha el titubeo de Lázaro y acelera, adentrándose de la manera más vil, confiado en que el conductor del auto compacto no acelerará por temor a pegarle a aquel camionetón. Lázaro piensa que no tiene caso enfadarse por este conductor con tan escasa conciencia de la armonía universal y lo deja meterse sin hacer reclamo alguno. Detrás de Lázaro va una camioneta igualmente negra, con vidrios polarizados, sin placas y con un flamante claxon que suena como una trompeta que emite la célebre tonadita que todo mexicano interpreta como «Chingas a tu madre», y al ver que al auto de adelante se le han metido en forma criminal, no duda en hacer sonar su claxon, extendiendo su mensaje sobre el conductor de la camioneta recién incorporada a la avenida.
Al escucharse la tonadita, la camioneta que va delante de Lázaro frena en seco. De ella se baja un sujeto moreno, con rasgos indígenas, de cuyo cuello penden ostentosas cadenas de oro, bajo de estatura, de complexión física insignificante, su mirada es afiebrada y de ella emana mucho mal. Se para frente al auto de Lázaro y le reclama, pues cree que fue éste quien le maldijo su madre. Lázaro ni siquiera le hace caso porque estima que no tiene objeto discutir con gente así, y en un error de estrategia omite también aclararle que no fue él quien le hizo sonar el claxón. El sujeto le da un manotazo al coche de Lázaro, quien, a efecto de hacerle entender que no fue él quien le dedicó el bocinazo, oprime el inofensivo claxon de su automóvil, el cual, a pesar de que no sonaba con la célebre tonadita, tiene el poder de sobresaltar al enano visceral, quien a su vez no entiende el mensaje de «entiende, yo no fui, fue otro», sino que se siente doblemente agredido, y en consecuencia saca de la parte trasera de su cinto una pistola y sin más preámbulo, descarga tres disparos sobre Lázaro, uno de los cuales da en la frente.
En un ataque de lucidez, el violento sujeto se da cuenta que no puede estar más perdido, pues acaba de asesinar un hombre ante la vista de todos y no le es posible huir pues está en un embotellamiento. Comienza a escapar a pie, dejando dentro de la camioneta a su acompañante, a todas luces prostituta. Corre en dirección equivocada, pues uno de los policías que está a salvo dentro del camión que transporta valores, descarga su rifle en el rijoso. Le tira a los pies, pero tiene mala puntería y le destroza el abdomen.
Dos muertos a causa de un claxonazo. ¡Viva México Cabrones!
Tanto patriotismo, tanta valentía, dejan a Laura sin su amor. La posada se queda sin velas, pues éstas son prendidas alrededor de un cuerpo que yace sobre un coche con la cara muerta mirando su copiloto, con una mano sobre el volante y otra que intenta tomar con sus dedos un rostro, sin lograrlo.
Capítulo IV
A ambos lados de la carretera ya se advierte toda la festividad que encierra el día de muertos. A las orillas, alguna gente avanza a pié, rumbo a Pátzcuaro, o en dirección de algún panteón en el cual se tengan enterrados los difuntos. Unas mujeres marchan en fila, cargan dentro de sus rebozos, como si fuesen niños perdidos, racimos de flor de cempasúchil. El amarillo destello de las flores contrasta con sus ropas, que hoy no son tan coloridas como siempre, pero tampoco son negras. Sólo quien ve en la muerte una enemiga se viste de negro frente a ella. Hace viento. Las velas que un niño lleva encendidas permanecen de esta manera, sosteniendo una flama de fuerza inexplicable. Muchos de los que avanzan a orillas del camino parecen flotar, y nadie se atreve a detenerse para revisar si son vivos o muertos. Esta noche la población crece con la visita de los que están de nuevo.
El follaje del campo se ve asaltado por lucecillas de fuego que, ya solas, o aisladas, revelan que hay alguien con una pena por no olvidar, o con una fiesta por recordar. Los grillos son el violín perfecto en este concierto nocturno.
Jorge equivoca la entrada a Pátzcuaro y se ve obligado a atravesar el pueblo. Pierde una hora en acomodarse cerca del muelle de donde salen las lanchas en dirección de la isla de Janitzio. La gente carga flores, velas, pan. Los muertos gustan de que les lleven aquello que en vida tanto adoraban, para poder probarlo, al menos aquella noche, sintiéndose de nuevo vivos.
Muchos de los asistentes no comprenden el significado de la muerte, para ellos es un atractivo turístico, la visión de ritos supersticiosos, costumbres sorprendentemente primitivas que subsisten. Incluso cerca de los muelles está, absolutamente fuera de lugar, un mimo de esos que se hacen pasar por estatuas y que sólo articularán un movimiento si les extiendes una moneda en un sombrero que previamente tiran en el suelo.
En los muelles todo es comercio. Hace frío. Un frío que cala hasta los huesos. La luna es, como siempre en esta noche, llena. Jorge y Laura se esfuerzan por abrigar bien a Laurita, pues ya saben que una vez que suban a la lancha hará un frío aun mayor al que ya sienten. Suben a una lancha que se llama «Lupita» y se encaminan a la isla de Janitzio.
El lago de Pátzcuaro ya no es igual a lo que era antes. Hoy es preferible verlo de noche, así, el espejo de las aguas reflejará vagamente el cielo, mientras que ese horizonte acuático sólo se verá truncado por los lirios que, en la penumbra, asemejan a la mítica Medusa que nada al ras del agua, con su cabellera de serpientes agitándose. De día, uno advierte que el lago se está secando, que no falta mucho para que ese lago ya no sea lago, que pronto será un círculo enorme de fango, apestoso por tanto lirio que nunca es cortado, y más aun por los estragos que la plaga humana ha dejado en sus aguas. De día, advertirías que no hay más peses de colores que las bolsas flotantes de papas fritas, que eso que creíste era un pescado blanco era una toalla sanitaria, advertirás que el agua es color café, color lodo, que el fondo no se verá limpio. De día te darán tristeza todos aquellos niños que compran redes para pescar, pues de inmediato vendrá a la mente la pregunta ¿Para qué pescarías en esta agua cualquier cosa? ¿Realmente devorarías el objeto de tu pesca?. Por eso, es mejor venir de noche y ver el lago disfrazado de oscuridad. De noche todavía impone terror, de noche todavía sientes ese canto silencioso que te llama a morir ahí, de noche el humilde lanchero se convierte en Karonte, se convierte en la efigie que habrá de transportarte desde el mundo de los vivos al mundo de los muertos, de noche la lancha es una barca mística que te lleva al más allá.
Luego de un rato, divisas la sede del más allá. Es la isla de Janitzio que también conviene verla de noche. De día es una isla sin mucha gracia, ves casas que se parecen a cualquier casa, sin magia. De noche, su reflejo sobre las aguas la hace ver más luminosa. La noche de muertos esta isla resplandece como ninguna otra noche, es como la flama de una inmensa vela que duerme bajo el lago. Lo que de día son calles estrechas, accidentadas, callejones, la noche de muertos se convierten en partes encantadas de un laberinto festivo compuesto de escaleras que conducen hacia ningún sitio, casas que son ajenas, veredas que conducen a la noche, atajos con destino a la vejez, áreas de juego que vuelven niño a quien entra en ellas, mientras que de día la escalera principal es una tortuosa subida repleta de comercios, la noche de muertos se convierte en puertas dimensionales que conducen al corazón de las tradiciones, los títeres que cuelgan en los escaparates parecen moverse solos, las máscaras son espejos donde uno reconoce sus defectos y virtudes, las colchas que ahí venden son partes de las naturalezas con las cuales uno se cubre de la muerte y no del frío, los manteles bordados hacen de cualquier comida un banquete mientras que las flautas que ahí venden transforman la voz al lenguaje universal de los pájaros. Las mujeres que te invitan a pasar a su mesa son como madres silvestres que te dan en cada platillo su calor, si pudieras te sentarías en la mesa de todas ellas.
Jorge, Laura y Laurita llegan a la isla. Traen hambre pero no quieren comer en las primeras cenadurías, quieren ir a uno que ya conocen, situado a la mitad de la subida a la cima de la isla, pues además de que sirven comida muy sabrosa tienen una vista que da al lago. Desde luego, durante el camino van probando antojitos, primero unas gorditas de harina hechas con nata, luego unos buñuelos bañados en jarabe de piloncillo, luego un puñado de charales con chile, y para Laurita sólo con limón.
Una vez en la fonda piden como siempre, sendas órdenes de pescado blanco frito, mismo que llega muy rápido, lo bañan con limón, su sabor es exquisito. Al igual que siempre, Jorge se pregunta si esos peces los sacan de este lago, cosa que cree improbable, pero se calla la pregunta por temor a que le contesten que así es, pues no le agrada la idea de comer peces provenientes de un lugar que le parece muy sucio. Las tortillas hechas con maíz azul saben deliciosas, mientras que el queso que le ponen a las quesadillas sólo lo come ahí. Los frijoles son negros, saben muy bien. Jorge toma un par de cervezas, Laura sólo una, y Laurita una agua de arroz.
La fonda, al igual que casi todas las fondas, tiene su propio altar de muertos. Laura se siente conmovida por una mujer que está tendida al pié del altar. Lleva trenzas que caen a la altura de sus pechos. Viste en color blanco, y entre sus trenzas el bordado de flores hace una forma semejante al umbral de una catedral. Frente a sus pechos ella sostiene una vela y aguarda. Laura comprende que la mujer está en el altar porque es viuda, y si algo de esta tierra echa de menos su difunto esposo sin duda será el sabor de aquellos labios. El bordado es en realidad una puerta enteramente abierta que invita al espíritu del marido a volver a casa, y ella es esa casa, su interior está iluminado, la vela lo guía.
Los altares son muchos y muy variados, repletos de flores de cempasúchil y claveles, con velas encendidas, panes, fruta, platillos más elaborados como mole, pescado blanco frito, frijoles. En ellos hay retratos, generalmente de santos, o vírgenes, o el Cristo, en fin, de gente que en teoría no muere nunca, y muy aisladamente hay fotos de seres queridos, esposos, madres, hijos pequeños. No se les ahuyenta, se les quiere aquí.
Da la media noche. Es día de muertos. Surcan el cielo multitud de fuegos artificiales que iluminan aún más la isla de Janitzio, reflejándose maravillosamente en el espejo del lago, lugar en el que han de extinguirse. Suena la música, que los muertos no crean que la vida es mala después de su partida, eso les hará sentir mejor, que vean que hay fiesta, que hay comida abundante, que hay danza, risa, que la vida sigue, que siempre seguirá.
Jorge acepta de mala gana ir a ver las danzas. Sin embargo van.
Capítulo V
Cuando llegaron los tres al área de los bailables, esto en una pequeña explanada, no había música, sino un sujeto que anunciaba, a través de una bocina y un amplificador, la presencia de aquello que él llamaba, «distinguidas autoridades». Era el alcalde de un municipio acompañado de otro con el mismo cargo. La gente no se emocionó mucho, tal vez porque pensaban que la fiesta era para los muertos y no para políticos, que además, morirían justo como toda la gente, sin distinción del puesto político que ocupan. La rechifla se hizo general cuando el insulso de la bocina dedicó a éstos dos personajes la danza que seguía, que era la del ofrecimiento del pan.
Las muchachas comenzaron a bailar con sus atuendos blancos con bordados hermosos. Las muchachas mismas eran bellas, con ojos grandes, vivos, con su boca carnosa y su nariz un poco redonda. Ataviadas con collares de flores irradiaban vitalidad concentrada. Las bailarinas hacían su mejor esfuerzo para que su danza estuviese perfecta, y por ello se movían llenas de gracia; sin embargo, los dos políticos parecían más interesados en platicar entre ellos que en admirar la danza. Jorge pensó que los dos eran unos hijos de puta por no valorar este baile. En la antigüedad, pensaba, estas danzas de ofrecimiento de pan, flores, vino, satisfacían la sed de homenaje de los Dioses, y la ironía era que estos homenajes divinos, pan, flores y vino, no parecieran satisfacer ni siquiera un poco a este par de cerdos.
«Demos un aplauso a nuestras distinguidas autoridades que se tienen que retirar», dijo el de la bocina. La gente ahora sí aplaudió. A continuación seguía la Danza de los Viejitos.
La danza de los viejitos es una de las más populares en el estado de Michoacán. Los bailarines (aunque no siempre son hombres los bailarines, el atuendo es de hombre) se hallaban vestidos con sus pantalones de manta al estilo tarasco, con sus camisas de mismo material con algunos bordados de gran colorido. Sus cabezas estaban cubiertas con un sombrero de paja del cual penden listones de colores estridentes. Sus rostros estaban sustituidos por máscaras de madera que representan la cara de ancianos, caras de color rosa, con bocas que muestran uno o dos dientes, dejando en claro que del resto están desdentados, con cejas pobladas pero blancas, con ojillos de viejo que se ríe de los años, de la vida, de la muerte, con amplias arrugas al extremo de sus ojos, a veces con alguna verruga en la mejilla, o en las barbillas que comúnmente están saltadas hacia delante. Sus manos, con las cuales sostienen un pequeño bastoncillo, o bien los pies, enfundados en unos huaraches de corte purépecha, son las únicas pistas de que los danzantes son jóvenes y no viejos, pues se advierte que las manos y los pies son tersas y no arrugadas, por lo demás, el baile consiste en múltiples saltitos y, desde luego, caminar encorvados y asemejar lo más posible los movimientos de un anciano de noventa años o más.
Jorge se echa en hombros a Laurita, quien de otra manera no verá ni siquiera una parte del espectáculo. La multitud se agolpa alrededor de los danzantes, es día de muertos y por ende hay mucha gente, no puede ni andarse, y lo mismo sucede en las danzas, un remolino de gente rodea la pista y hay que luchar si se quiere tener un pequeño lugar desde donde se pueda ver bien. Laura de una u otra manera se separa de Jorge en pos de gozar de un mejor ángulo de visión.
Empieza la danza y los viejillos empiezan a saltar en formas que parecen caprichosas pero no lo son. Brinco a brinco hacen ademanes que revelan su vejez, tuercen sus cabezas con gran curiosidad, danzan doblegados por un gran peso invisible que los hace jorobarse, cojean de cansancio luego de tantos años, bailan en el filo del pasado y se ríen de él. Todos los danzantes bailan muy bien, pero Laura sólo mira a uno. No puede dejar de verle. Lo ve como si el danzante hiciera sus movimientos en cámara lenta, a cada movimiento que da, el viejo corta un tajo de música, hasta que de pronto ya no parece escucharse ninguna melodía, reina sólo el silencio entre Laura y el viejo, quien parece mirarla fijamente, sonriéndole luego de tantos años de vagar. A Laura las arrugas de aquel viejo le parecen conmovedoras, mientras que el corazón de sus ojos parecen compadecerse de su dolor. Salto a salto el viejo va inundando a Laura de ternura, tal cual si fuese un flautista que al toque de sus notas le arrancara a ella la voluntad y le hace rendirse. En medio del hechizo, Laura no se ha dado cuenta que la danza ha terminado y sin embargo ella sigue con sus ojos al viejo, quien avanza, cansado, ora un paso, ora otro, para luego voltear hacia atrás para asegurarse que ella viene detrás, y cada vez que revira le sonríe con la más amable de las sonrisas. El viejo va dando de bastonazos en el suelo inerte de Janitzio y ahí donde él clava su bastón van naciendo flores. El perfume va embriagando el corazón de Laura, quien ya no es dueña de sí misma y sólo piensa en el momento en que pueda alcanzar a aquel viejecillo para poder tenderle su brazo para que se apoye en ella y menguar así esa fatiga que dobla su espalda de manera tan dramática. Y así, van avanzando por entre los callejones. La gente empezó por no ver al viejo y sin embargo ahora están tan unidos la joven y el viejo que ambos son ya invisibles. La vida transcurre al margen de ellos, quienes parecen estar inmersos en un baile de espíritus, en un baile de sombras, en un baile de flamas vueltas a encender.
El viejecillo bajito revira en una esquina oscura y repentinamente Laura ya no le ve. Siente una soledad tan abrumadora que le brotan lágrimas al instante. No hay ruido alguno, todo es noche. Apura el paso para doblar la esquina y ver qué ha sido de aquel abuelo interior, corre, llega a la esquina, pira al otro lado. La ropa es la misma, el mismo pantalón y la misma camisa con los mismos bordados, es el mismo sombrero con los mismos listones cayendo de su copa, incluso la mascara es la misma, a diferencia de que de aquellos ojillos arrugados emana un brillo profundo que la seduce. El anciano no está encorvado, por el contrario, ha enderezado su espina dorsal y ha adquirido un porte elegante, sus hombros que segundos antes imploraban un apoyo, ahora se yerguen alzados como montañas, ofreciendo un apoyo infinito. Está parado justo a la vuelta de la esquina, frente a Laura, quien está a escasos treinta centímetros de él, respirando su olor, que es una mezcla de flores e incienso. El anciano es más alto que ella. Laura siente que está frente a un gigante, ante el espíritu de la longevidad.
El anciano extiende una de sus manos y toma a Laura del tronco, guiándola hacia su cuerpo, hasta que los pechos de ésta le oprimen el tórax. El viejo eleva el rostro al cielo como si agradeciera la tibieza de aquella carne, como si la hubiese esperado durante siglos. El anciano sacude la cabeza de placer, y lo hace al ritmo de los latidos cada vez más intensos del corazón de Laura, quien siente una emoción cálida que llena sus manos de deseo. Con estas manos comienza a tocar el cuerpo del viejo y siente que debajo de aquellas prendas de manta se guarda un físico impresionante, unas piernas fuertes que se coronan por un par de nalgas muy duras, mientras que el pecho es tan plano que se siente en necesidad de pegar su oreja a aquel pecho para escuchar los latidos del corazón que ahí habita, pero lo único que escucha es el eco de sus propios latidos.
El viejo comienza a tocar el cuerpo de Laura con la vehemencia que un viejo aprovecharía el cuerpo de una colegiala. El cuerpo de ella se excita al contacto de aquellos dedos. Hacía mucho que no se sentía tocada tan profundamente. El viejo le levanta el suéter, le quita el sostén y le acaricia los pechos con ansia, de ahí se va a la espalda, tocando un arpa en sus costillas. No siente frío Laura, sino calor. El viejo le levanta la falda y de un jalón rompe a Laura la braga, y sujetando la prenda rota, la deposita debajo del hongo de su sombrero, como si se tratara de un trofeo personal. Laura sigue tocando aquel cuerpo y tienta sobre la blanca manta la presencia de un miembro muy hinchado. Desata los cordeles del pantalón tarasco y emerge una enorme pieza cuya visión casi la hace sufrir un orgasmo. La toma en sus manos y la acaricia con suavidad, sintiendo la forma, la tersura de la piel, percibiendo un latido sostenido, el deseo de moverse y un inmenso ardor. Siguen parados. El gigante toma a Laura de la cintura y con la otra mano le eleva una de sus piernas, abriéndola. Luego, con la mano que alzó la pierna, se las ingenia para sostener con el antebrazo el peso de aquel hermoso muslo, para bajar más la mano y colocar la punta de su pene justo en la entrada de su vulva, para luego jugar un poco con los labios de aquel sexo, invitando e invitándose. Laura, erguida en un solo pie y sujeta al cuerpo de él con su otra pierna, comenzó a mover de un lado a otro su cadera, pidiendo la penetración completa. El viejo hizo un arillo con sus dedos a lo ancho de su verga y, lentamente, comenzó a adentrarse en aquel universo caliente que era el cuerpo de Laura, hasta que no la hubo penetrado completamente comenzó a moverse en forma rítmica y poderosa. Ya que Laura estaba bien clavada en aquel aguijón, fue innecesario que el viejo sujetara su pene con la mano, así que soltó su instrumento y tomó con la mano la nalga de Laura, conduciéndola de arriba abajo a su empalamiento, el cual fue cada vez más vigoroso. Laura quería besar en la boca al viejo, pero en cuanto ella extendió la mano para quitarle la careta, éste se lo impidió, y por el contrario, la volteó de cara a la pared y de espaldas a él, y comenzó a penetrarla en esa posición, con tanta furia que ella comenzó a gemir de manera primitiva. De momento, la intensidad de las embestidas era tan intensa que fue necesario que el viejo sujetara las caderas de Laura para no errar el camino. Ya que el ritmo fue constante y el placer creciente, el anciano alzó sus manos para tocar aquella parte de ésta mujer que más le importaba, su rostro. Con sus manos recorrió cada músculo de aquella cara, y sin dejar de penetrar con fuerza dibujaba en sus manos aquel rostro, para no olvidarlo nunca. Laura comenzó a morder con suavidad aquellos dedos. El corazón le resultaba tan grande que no pudo evitar llorar. El viejo sujetó de nueva cuenta las caderas y comenzó a regarse dentro de ella.
Laura, con el rostro pegado al muro, vio caer a lado suyo la máscara de viejo. Sintió cómo el danzante besaba cada hueso de su columna. La humedad no sólo era de la saliva que regaba en sus besos, sino que también lloraba. Al instante ya no sintió más besos, ni más manos. Sintió sólo una cercanía.
– No puedes venir siempre.- Le dijo el danzante.
– Si a ti te dejan volver en esta noche yo veré cómo venir hacia ti.
– No comprendes. Mientras deseo volver a tenerte no puedo aprender a morir, y mientras más deseas mi vida, que es muerte, menos vives. Recuerda que el río nunca avanza hacia atrás, y sólo cuando se estanca se detiene, pero cuando se estanca se pudre irremediablemente.
– No soporto que no estés. Créeme, intento vivir feliz, pero no me resulta fácil. ¿Algún día podré besarte?
– No sé si te gustaría.
– No me digas eso, vamos, bésame.
– Voltéate y hazlo, desde aquella noche no puedo tomar ningún tipo de iniciativa.
Laura se volteó y tuvo frente a sí la presencia de Lázaro, acercó su boca para transmitirle su aliento, pero a cambio no obtuvo ninguno. Ofreció su perfume, pero a cambio no recibió aroma alguno. Sus labios se juntaron como antes, pero esta vez su lengua no fue capaz de libar nada. Ante tales circunstancias optó por sólo dar y no pedir. Aquel beso fue extraño. Pleno pero extraño. Las veces anteriores no habían llegado a tanto, habían hecho el amor pero ella no le había visto el rostro sin máscara, ahora en cambio se besaban, pero él tenía los ojos cerrados.
– Mírame… – Ordenó ella.
Lázaro abrió sus ojos y en ellos no había nada. Ambos lloraron.
Lázaro le hizo prometer, como las veces anteriores, que no volvería.
Ella, al igual que las veces anteriores, se lo promete.
Capítulo VI
Jorge la encontró comiéndose un buñuelo.
– Siempre pasa esto. Venimos y te pierdes. Estaba muy preocupado. Dame buñuelito, anda. – Laura le dio un mordisco de buñuelo y luego le obsequió un beso breve y tierno, tan tierno para darle seguridad a su corazón, y tan breve para tomar nota de la tibieza de los labios de aquellos labios. Jorge la abrazó con el brazo libre, pues con el otro cargaba a Laurita, que hacía un rato se había dormido.
Tomaron el automóvil y emprendieron el regreso. Jorge ciertamente la amaba y era lo suficientemente ecuánime para entender que hay cosas contra las cuales no se puede luchar, pero su interior es fuerte y su corazón paciente. Laurita dormía en el asiento de atrás. Laura cayó dormida en el sillón del copiloto. Jorge extiende su brazo para quitarle el cabello del rostro, ella por vez primera no se irrita al sentir una mano ajena en la cara. La quiere mucho. Sin embargo lo intenta. Le hace prometer que el año entrante no vendrán a Pátzcuaro a la fiesta de muertos.
Ella se lo promete.