Capítulo 2

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Al despertar el capitán, no supo reconocer la habitación donde se encontraba. Estaba desnudo y se sentía aturdido.

Entraron al cuarto dos esclavas, que le proporcionaron una toga de lino.

Una vez vestido, salió rumbo al jardín que se divisaba desde la ventana.

Allí pudo ver a un grupo de unos 50 hombres altos y corpulentos.

Pudo reconocer a algún compañeros de armas y quizá a uno de los gladiadores que había visto en el circo recientemente.

Todos eran hombres jóvenes y fuertes. Unos hacían deporte, otros conversaban o descansaban a la sombra de los árboles.

Alrededor del patio amurallado, se veían puertas que conducían a varios salones similares a aquel en que despertó.

Por la arquitectura del lugar, podía reconocerse que se trataba de un ala de palacio, que se encontraba confinada.

Recorrió el lugar con mirada inquisidora. Se acercó a una de las esclavas que le había proporcionado la toga y preguntó dónde estaba.

Ella no respondió. Hizo un gesto que le indicaba que debía esperar.

A los pocos minutos, el médico palacio se le acercó y le informó que había sido seleccionado para una importante tarea, de la cual le sería informada en su debido momento. Se le dijo que mientras tanto, debía permanecer en este lugar y seguir la rutina del mismo.

Sería despertado muy temprano, con el alba, después del desayuno, tendría que seguir un plan de ejercicios junto con el resto del grupo, luego, un tiempo de descanso, el almuerzo, y una nueva rutina de ejercicios en la tarde, con algunas horas para esparcimiento antes de dormir, al caer el sol.

Así pasó una semana, sin que nadie le pudiese decir a ciencia cierta por que se encontraba en aquel lugar. Al octavo día, el doctor, a quien no había vuelto a ver, le visitó temprano en su habitación.

Le informó que esa noche sería solicitado de forma especial. No se le aclaró bajo qué condiciones, ni para que.

Como a eso de las seis de la tarde, las esclavas entraron en la habitación, le bañaron cuidadosamente, y le proporcionaron ropas algo distintas a las que había vestido durante la semana.

Se puso una especie de bata, con abertura por delante, de tela lujosa, con brocados dorados en los bordes. Esperó algo nervioso hasta que unas horas después, fue llamado, junto con dos hombres más del lugar, para acudir, sin ellos saberlo, a la habitación del emperador.

Al entrar, escudriñó el salón cuidadosamente. Frente a él se encontraban tres extraños bancos de madera, con asientos muy pequeños, inclinados hacía adelante, como si sólo sirviesen para apoyar parte de las nalgas, recostado sobre el respaldar.

Una hermosa esclava nubia, ofreció vino a los tres hombres.

Desconcertados se miraban entre ellos y se preguntaban de que trataba todo aquello. Al cabo de unos minutos, entraron a la habitación un grupo de eunucos que les indicaron como debía sentarse en aquellos insólitos taburetes. Accedieron sin poner ninguna resistencia.

Una vez colocados los hombres en los precarios asientos, los eunucos, con movimientos rápidos y sorpresivos, les agarraron de las manos y los pies, colocándoles fuertes correas que les sujetaban en extraña posición.

Podían verse entre ellos, con las manos fuertemente atadas detrás del respaldar de los bancos y con las piernas muy abiertas, ancladas al suelo con correas de cuero. La pelvis quedaba proyectada hacia delante, debido al diseño de la extraña silla.

Estaban todos realmente aturdidos, cuando por una de las puertas entró un grupo de seis mujeres muy hermosas, completamente desnudas.

Se colocaron frente a ellos y empezaron a bailar una danza muy sugestiva, que dejaba ver los secretos encantos de aquellas hermosas hetairas.

Frente a aquella visión, los tres hombres empezaron a mostrar señales de excitación evidente. Bajo sus túnicas, aún cerradas, se empezaban a notar los bultos de las erecciones en pleno desarrollo.

En un determinado momento, las hetairas se acercaron a los hombres y de forma sugestiva, les abrieron las togas dejándoles desnudos, mostrando sus magníficos falos erectos.

Lentamente, en grupos de dos para cada hombre, las hetairas, acariciaban los cuerpos de los hombres atados, pasaban sus manos por sus torsos, sus rostros, sus penes, sus testículos, e incluso, les acariciaban el ano, el cual quedaba expuesto en aquel peculiar asiento.

Todo mientras danzaban entorno a ellos, mostrándoles los senos, abriendo con sus dedos sus vaginas, para mostrárselas en lúbrico gesto.

A una señal, tres de las seis bailarinas, se colocaron frente a los hombres contoneando sus caderas, acercando sus vulvas, abiertas y lubricadas, a los falos erectos. La tensión sexual llenaba el ambiente de forma arrebatadora.

Mientras esto ocurría, las otras tres mujeres, tomando cintas en sus manos, procedieron a vendar los ojos de los hombres, que, extasiados y excitados, pudieron usar su vista sólo para una última mirada a la hermosas mujeres que abriendo las piernas se acercaba para acoplarse con sus penes.

El capitán, privado de la vista, sintió como su grueso pene entraba en la vagina de la bailarina que tenía frente a sí.

Una mujer rubia, de unos 20 años, con unas caderas anchas que servían de soporte a una grupa jugosa y perfecta. Su excitación era realmente fuerte.

Escuchaba su propia respiración acelerada como la de un potro en carrera, y podía escuchar también los sonidos guturales de placer de los otros dos hombres, sentados a su lado en aquella extraordinaria situación.

No podía entender nada, tampoco le interesaba, simplemente se dejó llevar por el placer y decidió no pensar. Empezó entonces la cabalgada de los tres garañones, quienes jadeaban amarrados a sus taburetes, presa de placeres voluptuosos.

Al entrar el emperador a la habitación donde estaban sus tres sementales, la visión lo dejó arrebatado.

Desnudo bajo su túnica, sintió como su real verga se erectaba frente a la visión de aquellos tres hermosos hombres vendados, cabalgados por tres expertas y jóvenes hetairas.

Lentamente, sin hacer ningún ruido se acercó al grupo, a cada una de las tres parejas, y de forma leve, les acarició voluptuosamente por sitios prohibidos.

Primero al rubio gladiador, de pecho lampiño y abultados músculos que jadeaba con una delgada morena nubia encaramada en el regazo.

Su grueso pene, cubierto de pelos amarillos que casi resultaban invisibles sobre la clara piel, se hundía hasta las bolas, una y otra vez, en la morena vulva de la esclava, totalmente depilada.

Se acercó a la segunda pareja, se arrodilló colocándose entre las abiertas piernas del hombre y contempló de cerca la escena.

El pene largo y delgado de un moreno y barbado joven, desaparecía y volvía a aparecer, entrando en el cuerpo de una hermosa mujer blanca, entrada en carnes, de pelo rojizo.

Luego, se acercó al capitán y lo vio derretirse de placer entre los brazos de la joven blanca, de cabellos rubios, que le cabalgaba frenéticamente, ella misma estremecida por el placer que le causaba tener dentro de sus cuerpo los magníficos genitales de aquel hermoso ejemplar de macho.

Sin duda alguna, todos eran extraordinariamente hermosos.

Al cabo de unos minutos, los sonidos que emitían aquellos tres hombres delataban que la escena estaba próxima a llegar a su final.

Con una orden gestual, dada por uno de los eunucos, las esclavas disminuyeron la intensidad de la cabalgada para retrasar algo la inminente explosión de los tres hombres.

El emperador se acercó a la primera pareja, al gladiador rubio, se agachó y se colocó entre las piernas cubiertas de sudor del joven, a punto de alcanzar el orgasmo.

Fue entonces cuando la esclava, de un solo tirón se levantó, desacoplándose del hombre y dejando libre su erección inmensa y colorada, a punto de estallar.

El gladiador, al sentir que la esclava le abandonaba, intentó protestar, pero inmediatamente sintió como su pene era atrapado por unas manos que le acariciaban con intensidad.

Pensó, privado de la vista como estaba, que se trataba de la misma esclava. Sin embargo, las manos que le acariciaban las partes pudendas eran grandes, aunque muy suaves.

Minutos después sintió como su pene era absorbido por una boca, que empezaba a succionarle, proporcionándole una extraordinaria mamada.

No estaba aquel confundido ser para hacerse pregunta alguna. Al sentir su pene cubierto por los suaves pliegues de una boca, adelantó las caderas para gozar hasta el final.

A sus pies, el emperador, con las manos acariciándole las bolas, le mamaba la verga con fuerza y decisión. Los pequeños gemidos entrecortados de hombres, y el movimiento que le imprimía a sus caderas, a pesar de estar atado de brazos y piernas, indicaban que estaba próximo a eyacular.

Las bolas rubias pegadas a la base del palo, los pelos del pubis erizados y el grueso y enrojecido pene del gladiador, con el glande totalmente afuera, era tragado, succionado con fuerza, por la boca del emperador, cuya mirada lucía extraviada, y cuya expresión expresaba hambre, en más de un sentido.

Mientras tanto, los otro dos hombres, habían sentido la disminución de frecuencia de sus jinetas, y trataban de adivinar por los sonidos que ocurría con el gladiador.

Un intenso grito y unos suspiros entrecortados, indicaban que el emperador estaba por recibir su preciado alimento.

Efectivamente, con las manos aferradas a los cojones y con el hinchado glande atrapado entre los labios, el emperador sintió la primera eyaculación del joven, quien se retorcía en el asiento, mientras experimentaba una extraordinario orgasmo que empezó en sus testículos, llegó a su glande, y se regó después por todo su cuerpo.

A sus pies, el emperador mamaba sin perder ni gota, con los ojos abiertos y la mirada en trance, fija en los hermosos genitales de los cuales bebía satisfecho.

Mamó por varios minutos, hasta que el pene del joven perdió rigidez. Lo sacó entonces de su boca, levantándose en el acto.

El joven gladiador estaba exhausto, pero era evidente por su expresión, a pesar de la venda, que había disfrutado la experiencia.

Rápidamente, la hetaira de la segunda pareja, la que cabalgaba al joven moreno, de barba negra y cerrada , aceleró el ritmo de sus caderas. Era cosa de minutos ya que sentía que su montura estaba por eyacular.

De un solo movimiento de piernas se levantó, dejando libre la imponente erección. El emperador se abalanzó sobre ese falo húmedo, peludo, hermoso. Apenas llegó a tiempo para recibir en su boca una copiosa cantidad de semen muy espeso, de sabor un tanto acre, pero delicioso.

Mamó el emperador de su segundo semental de la noche, deleitándose del sabor y la espesa textura. Lamió los testículos del joven uno por uno, su pubis, hasta dejarlo totalmente limpio.

Le tocaba el turno al capitán. Este se encontraba a punto de acabar, pero a pesar de su excitación, trataba de descifrar por los sonidos que era lo que ocurría a su alrededor.

Se acercó el emperador y dio orden a la esclava de levantarse.

Al hacerlo, dejó la joven salir de su cuerpo, con un suspiro, el grueso falo que hasta hacía unos minutos le torturaba de placer.

Bien habría querido aquella joven seguir su cabalgada y dejar al hermoso animal que tenía entre sus piernas, eyacularle adentro, llenarla de semen, preñarla incluso. Pero sabía su papel, estaba entrenada.

El emperador se acercó al cuerpo del capitán que se ofrecía lubrico, para concluir el festín de la noche. Ocurrió entonces algo inusitado.

El capitán, con fuerte voz, pidió que le quitasen la venda. Entre excitado y aterrorizado, aquel hombre, atado, con vendas en los ojos, clamaba por su visión, amarrado, tenso, con las piernas abiertas y el pene erguido, húmedo y enrojecido por la cabalgada.

Las esclavas se miraron entre sí, los eunucos miraban al emperador expectantes. Con una expresión de su mano, el emperador dio la orden de retirar la venda.

El capitán, al abrir los ojos, no podía dar crédito a lo que veía.

El augusto emperador de Roma, frente a él, majestuoso, hermoso, fuerte e imponente le hacía señas con la mano de permanecer en silencio, para no ser delatado a los otros dos jóvenes, quienes aún vendados, permanecía en la sala.

El respeto y la admiración que el capitán sentía por su emperador le impidieron hablar. Miraba estupefacto a su alrededor, los cuerpos exánimes de sus dos compañeros, abiertos, con los penes flácidos entre las fuertes piernas.

Miró al emperador, tratando de comprender. Por la sorpresa, su pene había perdido algo de erección. Se le veía suculento, húmedo, con el pubis empatucado de flujos femeninos, descansando gordo, sobre los peludos testículos.

La mirada voraz del emperador sobre sus genitales le hizo entender. Era verdad aquello que alguna vez había oído hablar, pero que no daba como cierto.

El emperador se acercó a él lentamente, con la mirada fija en su anatomía, en sus partes, en su rostro arrebolado y hermoso. El silencio reinaba en la sala. Adelantó una de sus manos y tomo los testículos del capitán entre sus dedos.

El gesto del emperador no era atemorizante, era más bien hambriento. La majestad que aquel ser transmitía invitaron al joven capitán a relajarse.

Las manos del emperador masajeaban sus bolas, con parsimonia, acariciaban su pubis, sus piernas, su pecho, su pene. Con las puntas de los dedos, el emperador empezó a hacerle cosquillas en el glande.

Con aquellos manejos, el falo recobró su fortaleza y se irguió entre las piernas del joven.

Bastó que el emperador le mirase directamente a los ojos, para que el capitán se entregase dócilmente. Tal era su poder.

El capitán nunca antes había sentido atracción por un hombre.

Pero el que tenía enfrente no era uno cualquiera. Era el emperador de Roma, el mismo Cesar. Impulsó las caderas hacía adelante, ofreciendo sus genitales.

El emperador dejó entrever una sonrisa de satisfacción. Se sentó entre las piernas del joven, tomo el pene entre sus manos, y lo llevó a su boca con gesto goloso.

Saboreo lentamente el glande, lleno de fluidos de hombre y de mujer. Metió su lengua por el pequeño orificio, tratando de extraer todo el sabor que pudiese. Con las manos, acariciaba perturbadoramente los testículos del joven, los pelos de las bolas, los pelos del pubis, el ano, el abdomen, todo sin separar su boca hambrienta del imponente falo, del jugoso glande.

Con la miraba turbia, el capitán miraba aquel espectáculo y se dejaba hacer, sintiendo en sus testículos como el semen empezaba a hervir nuevamente. Se entregó a la caricia, a aquella boca augusta. Sintió como uno de los dedos del emperador se introducía en su ano.

Primero fue algo doloroso, pero a los pocos minutos, una vez que relajó el esfínter, el dolor paso.

Asombrado, sintió como un intenso ramalazo de placer le recorría el cuerpo por la espina dorsal.

Algo estaban masajeando en su ano que le proporcionaba un inmenso placer. La erección entre sus piernas era impresionante.

El capitán no recordaba haberse visto el pene de esas dimensiones nunca antes. Sintió entonces como sus testículos se contraían y como el glande, a punto de estallar, se hinchaba aún más dentro de la boca del emperador.

La fuerte sensación provocada por el dedo que, desde adentro de su culo, masajeaba inclemente su próstata, unida a la fuerte succión, y a la fricción intensa que la lengua y los labios del emperador ejercía sobre su glande, lo llevaron a el más intenso orgasmo que recordara en su vida. Su mirada se nubló, sus piernas perdieron tensión, de su boca salió un suspiro fuerte, como un estertor.

El emperador, en trance de placer, emitía sonidos guturales con la garganta, sonidos de hombre en celo, de perro en celo, mientras sentía como los gruesos chorros de semen llenaban su boca copiosamente.

No lo tragó de una vez, quería sentirlo, saborearlo, extraer de aquella verga no solo el semen, sino la vida, el placer, la juventud de aquel cuerpo que se le ofrecía.

Al terminar, lo dejó escapar de su boca, aún en estado de erección. El emperador se levantó augusto, recuperando la compostura. Sin despedirse, sin ni siquiera mirar atrás, abandonó la habitación.

Al salir el emperador, los eunucos quitaron las vendas a los dos compañeros del capitán y liberaron al grupo de las amarras.

Los tres hombres se miraron entre ellos, desnudos, con los penes flácidos y húmedos. Los dos primeros, eran lógicamente ajenos a mucho de lo que había sucedido en aquella habitación. Se felicitaban entre ellos por el magnífico momento que creían haber vivido en manos de las hetaira.

El capitán, sin embargo, estaba mudo, aún sin salir de su impresión, pensando como evolucionaría aquella extraña experiencia que le estaba tocando vivir.

Fin de la segunda parte.

Continúa la serie