Capítulo 1

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Establo romano I

Para algunos en palacio no era ya un secreto, pero nadie hablaba abiertamente de ello.

El emperador, a sus 65 años, inmensamente poderoso y rapaz, todavía en pleno uso de sus facultades físicas, empezaba apenas a experimentar un insignificante deterioro, propio de su edad.

En verdad se trataba de muy poca cosa, algo de cansancio a alguna hora de la tarde, unas pequeñas líneas en el contorno de los ojos, verdes y atigrados.

Todavía nada que le impidiese lucir con orgullo el manto real sobre su ancha espalda, o que empañase su estampa imponente de hombre.

Pero aquel orgulloso personaje, interpretando estas pequeñas señales del paso del tiempo como el inicio de una vejes indetenible, se sumía en la más profunda de las preocupaciones.

Conociendo la causa de sus tribulaciones, uno de los más poderosos doctores del imperio, un extraño personaje oriental llegado a palacio desde las fronteras más lejanas del reino, le ofreció una fórmula para detener el paso del tiempo.

Se trataba de algo que en otros lugares podría haber sonado inverosímil o grotesco, pero que, en una ciudad degenerada hasta extremos inimaginables, en el mismo centro de todos los vicios del planeta, resultaba no sólo posible sino incluso, divertido.

El emperador debía alimentarse diariamente, al caer la noche, con el semen fresco de hombres jóvenes y fuertes, bebiendo directamente de sus órganos viriles.

No serviría de nada el licor de adolescentes ni de imberbes. Tampoco se lograría el efecto con aquellos otros que prefieren el amor de un hombre al de una mujer.

Para satisfacer su apetito y sus ansías de juventud, su asistente tendría que conseguirle machos jóvenes y fuertes, con no más de 30 años, pero no menos de 25, robustos, sanos y en la plenitud de sus poderes masculinos.

Afortunadamente, la guardia pretoriana y la cuadrilla de gladiadores del Coliseo constituían un verdadero establo para conseguir el codiciado alimento.

Movimientos extraños por partes de la soldadesca, veladas secretas en las habitaciones de su majestad, cuchicheos de los sirvientes, delataban que algo inusual estaba ocurriendo. Sobre todo, la guardia, fiel al gobernante, mantenía un espeso velo sobre aquel secreto a voces.

Aquel joven capitán no podía creer su suerte.

Haber sido invitado a aquel extraordinario festín en palacio no era algo que le ocurría todos los días a alguien de su rango.

Cerca del diván donde estaba reclinado, inmensas bandejas servidas con los más exquisitos manjares deleitaban sus sentidos, mientras dos hermosas esclavas le rodeaban, acercándole comida y bebida hasta los labios, mientras le acariciaban de forma perturbadora e inquietante.

No fue sino después de la segunda copa, cuando sintió que los párpados se le cerraban y que le fallaba el entendimiento.

En pocos minutos, dormía ahíto y descompuesto, perturbadoramente hermoso, con los ensortijados y oscuros cabellos revueltos sobre los almohadones.

Bastó una pequeña señal, un breve sonido detrás de las gruesas cortinas para que las esclavas se levantaran presurosas y abandonaran el salón.

Apareció de la sombras el oscuro doctor acompañado de algunos ayudantes, acercándose al imponente cuerpo que exánime, más allá de sus sentidos, descansaba sobre los cojines.

La visión resultaba arrebatadora sin lugar a dudas. Se trataba de un espléndido ejemplar.

Criado en una granja probablemente bajo los efectos saludables del sol y del trabajo, transpirando salud por cada poro de su cuerpo, aquel capitán, que a la sazón contaría unos 27 años, era un fornido romano, alto, robusto, con hombros amplios y brazos fuertes.

Bajo el breve peplum que cubría su cuerpo se dejaban ver dos piernas sólidas y potentes, cubiertas con un vello oscuro y liso, que al igual que en sus brazos, contrastaba con la piel blanca, algo curtida por el sol y el aire.

La sombra gris de la barba, toscamente rasurada sobre el cuadrado mentón, hacía también contraste con unas facciones armoniosas y viriles, de expresión incluso algo aniñada por lo hermosas y por los labios coloreados que destacaban sobre la piel clara y perfecta.

Con un gesto del galeno, los asistentes reclinaron, no sin dificultad, el cuerpo del durmiente, mientras las manos ávidas del doctor abrían la túnica que le cubría, mostrando poco a poco la imponente desnudez del hombre, recostado y a merced de los ojos inquisidores que le rodeaban.

De los pliegues de lino blanco apareció el pecho, cubierto de oscuro vello en perfecta simetría sobre los pectorales musculosos, coronados con dos pezones rozados grandes como monedas, los brazos fuertes como robles, las axilas de vello negrísimo, más abajo se vio el plano abdomen, también cubierto de vellos que descendían en línea recta rumbo a un pubis frondoso, de pelos fuertes y negros que asomaba entre la tela.

Con mano rapaz, el doctor aparto el pedazo de tela que aún cubría los genitales del joven soldado, contemplándolo con ojos lúbricos, ahora si completamente desnudo y a merced de sus manos exploradoras.

Dispuesto a disfrutar del momento, el doctor acercó la cara para ver mejor aquel perfecto pedazo de masculinidad que se le ofrecía.

Sobre una mata de pelos tan oscura y tupida que no dejaba ver la piel, descansaba un magnífico falo sin circuncidar, de proporciones perfectas, grueso, no muy largo ni tampoco pequeño, de piel blanca como la del resto del cuerpo, con el prepucio levemente retraído mostrando entre sus pliegues la punta del glande, de color rosado intenso.

Unos pelos largos rodeaban la base misma del pene rodeándolo con gracia.

Se veía imponente, deliciosamente reclinado sobre los testículos gordos y masculinos, también cubiertos de oscuro pelo.

En definitiva, se trataba de una hermosa verga de macho humano, digna de su dueño.

La tensión sexual se podía percibir en el aire. Los asistentes contenían la respiración y miraban, con erecciones evidentes bajo sus túnicas y con ojos nublados de deseo, al hermoso soldado, dormido y expuesto a las manipulaciones del galeno.

El doctor, dio instrucciones de que separaran un poco las piernas del joven. Acercó su mano y le acarició suavemente los vellos del pecho, el vientre, el rostro, las piernas.

Después, evidentemente excitado, pero con mirada aguda y profesional, tomo el pene entre sus manos y lo sopesó, le acarició los testículos, primero pasando las manos sobre ellos y tomándolos en su mano como si fuesen una bolsa de monedas de oro y luego tomando con delicadeza cada uno por separado, rodeándolos con las puntas de los dedos.

Metió los dedos entre los pelos del pubis, agarrando un poco entre los dedos y jalándolos, como si comprobase su resistencia.

Colocó sus dedos debajo de los testículos y presionó allí donde estos se unen al ano.

Finalmente, volvió a tomar el pene entre sus manos, rodeándolo por completo con los dedos. Acercó aún más el rostro, y lo contempló con expresión de joyero.

Retrajo la piel del prepucio y acercó el glande, rozado y algo húmedo a su nariz, aspirando intensamente varias veces, percibiendo, estudiando el olor de la intimidad del joven.

Con todas aquellas manipulaciones, la verga del soldado empezaba a crecer de forma evidente.

El soldado, aun profundamente dormido y con una expresión algo risueña que delataba placer, soñaba a lo mejor con las esclavas que le acariciaban hacía unos minutos, durante la comida.

El galeno contemplaba el falo de joven crecer, erguirse y engrosarse, entre sus manos que le acariciaban, hasta alcanzar la proporción de una espléndida erección, fuerte y robusta, con el brillante y ahora rojo glande totalmente afuera, las venas marcadas, los pelos erizados, y las gruesas bolas pegadas al tronco.

Del meato, empezó a aparecer, como una perla, una gota de líquido cristalino y algo espeso, que pronto se regó por todo el glande, como resultado de las caricias del galeno, quien masturbaba al joven de forma lenta y lujuriosa.

Con las dos manos dedicadas a aquella faena, el doctor le acariciaba el ahora muy húmedo glande, el pubis, el tronco del pene, su base, los testículos, mientras la respiración del joven se volvía turbulenta y entrecortada.

Así lo hizo, con evidente placer por algún tiempo.

A los pocos minutos, aquellas manos expertas lograron su objetivo.

En medio de dulces convulsiones, sin haber despertado del pesado sueño en que la sumiese la potente droga que le suministraron en el vino, el soldado llegó al clímax, eyaculando con fuerza, gruesos chorros de semen, uno tras otro, seis veces, cayendo sobre su abdomen, sobre su pubis, sobre las manos del médico, quien detuvo el movimiento para no perturbar el momento del joven.

El doctor, una vez pasado el momento, se levantó. Con expresión aguda, se llevó la mano hasta la boca, y con la punta de la lengua probó uno de los goterones de semen que allí había caído.

Con mirada vidriada, y una expresión indefinible en el rostro, se dio la vuelta y emprendió la retirada mientras decía: “si sirve…, báñenlo, vístanlo y llévenlo a su habitación. ¡Ah!, y avísenme cuando despierte”.

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