Tras combatir en el campo de batalla, no hay nada mejor que pasar una velada con sus doncellas.

Se ha escrito mucho sobre la docilidad, la obediencia y la disposición de las antiguas damas en aquellos reinos del pasado.

Eran tiempos de caballeros leales a sus reyes, dispuestos a perder la vida por él y sus ideales.

Mas cuando llegaban a palacio todo lo que deseaban eran los favores de su amada, de su esposa, o en su defecto los de alguna doncella.

La historia que paso a relatarles acaeció en aquellos tiempos, justo después de una de aquellas sangrientas batallas, que le habían hecho estar más de tres meses lejos de lo que más le gustaba, las faldas de una mujer.

Las puertas del castillo se abrieron a su llegada, y como de costumbre nada más llegar fue atendido por la matrona.

Una mujer mayor, pasados los cuarenta y que sabía de los gustos de su señor, y conocedora de que no haría excepción con ella sino satisficiera sus deseos, por eso se había encargado durante todo este tiempo de adiestrar a tres jovencitas para ello.

Ya en una ocasión recibió en sus bondadosas nalgas el castigo por un trabajo mal hecho.

Un par de semanas sin poder sentarse, la hicieron tan buena en sus enseñanzas que ni el castigo que recibió en su día, podía ser igual que el impuesto por ella a sus discípulas.

«Buenas tardes mi señor, que os complacería a vuestro regreso», el caballero comenzó a despojarse de su armadura, dejando una parte de ella a cada paso que daba.

La matrona detrás de él cual sirvienta fiel era, iba recogiéndolas, en espera de la respuesta.

«Conocéis de sobra mis gustos, pero si esta vez realmente no me colmas de satisfacción, tú y solo tú serás la responsable de mí ira.».

La matrona levantó la cabeza, y miró fijamente a su señor, no sabía cuál era el grado de pasión, de agrado hacía su sexo el que esperaba, y un escalofrío recorrió toda su espina dorsal.

«En unos minutos estarán en el salón principal, mi señor.»

A los pocos minutos, y no sin antes haberlas aleccionado bien de lo que tendrían por castigo su mal comportamiento, la matrona y tres doncellas se presentaban en el salón principal.

«Mi señor, aquí le dejo a las elegidas, si no ordena nada mas me retiraré hasta nuevo aviso». Las tres chicas estaban en fila justo detrás de la matrona.

Las tres con la misma indumentaria, blusa blanca con encajes, faldón ancho, medias finas de color blanco, y una cara de temor a los desconocido, que era una imagen digna de recordar.

«Quiero que te quedes y seas participe del espectáculo, sé de sobra que no lo conseguirán».

La matrona retrocedió para cerrar las puertas y condujo a las doncellas al centro del salón.

«Decirme vuestros nombres bellas doncellas», la primera de ellas se identificó, «Anabel, mi señor», la segunda, «Stephania, mi señor», y por último la tercera, «Josephin, mi señor».

Se notaba en el aire un cierto aroma de tensión.

«Anabel, llevo mucho tiempo sin ver las curvas de una mujer, demasiado tiempo soñando con poseer los encantos de una de ellas, pero no quiero precipitarme, y que todo acabe en unos minutos.

Mi deseo es deleitar mi vista mientras le haces el amor a Stephania».

Anabel se giró sobre sí misma y comenzó a desnudar a Stephania, mientras besaba sus labios, mientras sus lenguas revoltosas de la juventud de sus cuerpos chocaban entre sí.

Las blusas cayeron deslizándose por sus sedosas pieles, sus pechos a la luz del fuego de la chimenea eran un paisaje inolvidable.

La belleza de aquellas mujeres desbordaba por cada poro de su piel.

Anabel estaba de rodillas ante Stephania, con el faldón de esta a sus pies, la larga cabellera rubia rozaba su espalda, mientras se retorcía de placer con el jugueteo de la lengua de Anabel en sus partes más ocultas.

El olor de sus cuerpos inundaba el salón, el sonido de sus gemidos de placer, era música para los oídos de alguien que comenzaba a sentir como su fuego interno clamaba por salir a fuera.

Con un gesto llamó acercarse a Josephin, inclinándola ante él, y haciendo que comenzase a funcionar con su dulce boca el bastión que anclaba entre sus piernas.

Primero lento, con besos y caricias, luego con ritmo desde la punta hasta el final, entera, de golpe.

Parecía que no era la primera vez que lo hacía, pero así era, porque ambas, las tres hasta ese momento eran vírgenes.

El grado de excitación era tan alto que incluso la matrona disimuladamente en una esquina, comenzó a acariciarse sus partes, deslizando sus dedos entre su boca probando el sabor de su cuerpo.

Stephania había llegado sin duda alguna al clímax, el gran señor se encaminaba a ello, por eso hizo a Josephin levantarse indicándola que levantara el faldón a Anabel, que dejó sus encantos a la vista, un fogoso y ardiente culo que clamaba guerra, gritando a voz en grito ser poseído.

El señor se puso justo detrás de ella, mientras Anabel continuaba haciendo morir de placer a Stephania, y sin espera alguna clavó su bastión en el paraíso inexplorado de aquella doncella, que por primera vez sentía como un fuego el suyo, podía ser apagado por otro fuego, el de su señor. Josephin, comenzó a acariciar el torso del hombre, a besarlo en la boca, mientras este embestía cual caballo desbocado, en busca de la explosión total.

Fueron segundos, minutos, el tiempo no existía, solo la pasión y el deseo.

El hombre estalló de placer, y Anabel cayó al suelo, al igual que Stephania, mientras la matrona y Josephin contemplaban la escena.

Dos palmadas sonoras de la matrona bastaron para que las chicas se retiraron del salón, para que estas, puestas en pie se retiraron a toda prisa.

«Mi señor hemos satisfecho todos tus deseos».

El caballero sentado en su silla, cuál trono fuese suyo, sonrío y asintió.

«Si, lo habéis logrado sin queja alguna por mi parte, pero antes de que te retires he de decirte dos cosas.

La primera es que estaba seguro y deseaba azotar tú frondoso trasero, la segunda es que Stephania vaya después de la cena a mis aposentos», y con un gesto de mano la indico que podía retirarse.

La matrona se acercó dando cinco pasos al frente, «mi señor, Stephania estará a la hora indicada por vos en sus aposentos», e inclinándose sobre si, levanto su faldón dejando su culo a la vista de su señor, «mi señor, si es su voluntad azotar este culo que le pertenece porque así lo ha soñado en sus días de batalla, o porque simplemente desea hacerlo aun sin culpa de merecimiento, será un placer recibir sus descargas hasta que el color del mismo cambie por el que se merece».

El señor se levantó y cogiendo una vara de olivo, se dispuso a imponer el castigo que traía en mente desde que llegó al castillo.

La matrona sabía lo que le esperaba, no lo deseaba, pero la duda de si era una prueba de lealtad, de sumisión, o de lo que fuese la había llevado a tomar esa posición.

Estaba pensado en él porque su señor deseaba castigar sus partes traseras, y no otra cosa más placentera, cuando de repente al aire silbó, un segundo después la marca de la vara en su culo, anticipada por el grito de dolor.

Uno tras otro fueron cayendo los latigazos en sus carnes, las lágrimas habían saltado de sus ojos, y de repente el castigo ceso.

«¿He apagado el fuego que lleva dentro? acaso se cree que no la he visto mientras se tocaba en la esquina del salón.

Ese es el motivo por el cual la castigo, y en lugar de Stephania prefiero que sea usted primero la que vaya a mis aposentos.

Estoy seguro de que no olvidara esta noche, porque habrá de todo para usted».

La matrona se incorpora, dejando caer su faldón sobre sus calientes nalgas, y se retira asintiendo que asistirá a la cita.

Ya por los pasillos del castillo sabe que esa noche será castigada, pero que también será llenada y colmada de placer, aunque esa es otra historia.