Cuando tenía más o menos 40 años conocí a Rebeca, una chica que entonces tenía 27 años. Fue secretaria en la firma en la que trabajaba entonces y a través de largas jornadas de trabajo y convivencia fue generándose un vínculo que fue creciendo con el tiempo.

Ella era preciosa: rubia, ojos verdes, un cuerpo atlético y con bellas curvas. Un bombón. Además tenía una gran personalidad y un carisma atrapante.

Las tardes de sexo furtivo en mi oficina evolucionaron a largas charlas nocturnas, que derivaron en una relación formal que oficializamos a los meses. Un tiempo después, lo usual: ella se mudó a mi departamento y luego de un tiempo, decidimos que era tiempo de casarnos. Para ese momento yo tenía 42 años, había decidido emprender por mí cuenta y me había ido muy bien. Ella con 29 años ya estaba afianzada en el área en la que siempre quiso trabajar y nuestro futuro se veía próspero.

¿Cuál era el problema? Al poco tiempo de habernos comprometido, la tentación tocó a mi puerta. La casa que había comprado para que viviéramos juntos y en la cual empezábamos a forjar nuestra vida familiar quedaba cerca del colegio en el que su hermana menor —Lía— cursaba el último año.

Lía acababa de cumplir 18 años y cumplía la «regla» de que la hermana menor siempre está mejor que la mayor. Su rostro angelical, adornado por unos ojos azules y una cabellera rubia ondulada; camuflaba el cuerpo infernal lleno de curvas que me hacían delirar. Eso sumado a unos tatuajes en los brazos que la hacían ver aún más sensual.

Varias veces ella fue a casa a utilizar la piscina, ya que coló expliqué, le quedaba cerca al salir del colegio. Tener a una hermosa adolescente en bikini constantemente cerca puede ser un arma letal, más aún para un hombre como yo, que —modestia aparte— a pesar de empezar a transitar el camino de los cuarentas, me esforzaba para mantener un físico atractivo.

No pasó mucho tiempo para que las visitas de Lía dejen de ser para usar la piscina y empiecen a ser para revolcarse conmigo mientras su hermana aún trabajaba.

Duramos meses con esa dinámica. Incluso cuando ella comenzó a estudiar para el ingreso a la universidad, encontrábamos tiempo para escabullirnos. Pero luego de un tiempo, traté de reencausar la situación y con el pesar de mi consciencia a cuestas, logré convencerla de que a pesar de lo lindo que habíamos vivido; debíamos dejar de hacerlo. Ella aceptó, entendiendo que la proximidad de mi boda con su hermana significaba para mi un peso extra que ya no podía soportar.

Llegó el día de la boda, mientras mi mujer se preparaba en un cuarto del hotel de campo en el cual celebraríamos la unión, en otro yo aguardaba ya prolijamente vestido.

Cuando tocaron a mi puerta, pensé que sería algún amigo o familiar. Ver a Lía en un impactante y escotado vestido rojo me sorprendió.

Sin mediar palabras, entró y cerró la puerta. Luego me dijo que quería darme algo especial, algo que cierre lo que había pasado entre nosotros.

Titubeé alguna respuesta que no recuerdo, la verdad que no sé qué salió de mi boca porque para entonces, el vestido rojo ya estaba en el suelo, las tetas de mi joven cuñada estaban al descubierto y una diminuta tanga también roja era el único vestigio de ropa que le quedaba.

Volteó sensualmente y se sacó la tanga. Sus enormes y redondas nalgas me volvieron a hipnotizar una vez más. Pero había algo más, un brillante plug anal se notaba en medio de sus cachetes. Intenté mantener la compostura —por un par de segundos— a pesar de ya reconocerme vencido.

Me abalancé sobre ella y la empecé a besar, a tocar, a sentir una última vez su carne moldeada por mis manos. Sus gemidos me hacían delirar. Por un momento me olvidé de todo. La boda, la familia, la decencia, mi cordura y mi consciencia; preso por el encanto de una zorra a la cual le importaba más una última función antes que el futuro de su hermana.

Se arrodilló y me empezó a mamar la verga con una pasión desenfrenada. Mis 19 centímetros parecían poco para tanta hambre de sexo que emanaban sus movimientos.

Cuando la puse en la cama, le abrí las piernas y la empecé a saborear; me di cuenta que quizás no estaba tan seguro de si quería casarme, si quería familia e hijos. Cuando se la metí, sentía que quería sentir esto todos los días de mi vida.

Su apretada vagina húmeda y caliente, sus gemidos de placer me volvían loco. La ahorcaba y nalgueaba como sabía que le gustaba, le jalaba del pelo como tantas veces lo había hecho; pero esta vez con más fuerza y determinación que nunca, con un ímpetu solamente justificado por el saber que era una despedida.

Cuando me dijo que la quería por el culo, no dudé y retiré el plug de su ano, que pasaba sus últimos instantes se virginidad.

Con paciencia y saliva se la fui metiendo de a poco en el culito, hasta que entró entera. Me movía lento, haciendo que se ajuste a mi miembro duro y lleno de deseo.

Ella mordía la almohada y apretaba las sábanas con sus manos, yo empujaba y empujaba, hundiéndome más y más en su estrecha cavidad.

Cuando sentí que el lugar estaba abierto, empecé a aumentar la fuerza y velocidad de mis movimientos.

«Rompeme el culo, más fuerte. Dale, dale, dale», retumban basta hoy en mi cabeza sus palabras. Yo estaba perdido en el éxtasis.

Sometía el ano de mi cuñadita mientras mi futura esposa se preparaba para el que sería el día más feliz de su vida. No puedo negar que eso pasaba por mi cabeza y en lugar de culpa, me daba morbo. Me encantaba la situación, me sentía poderoso.

Ella ya había tenido un par de orgasmos por lo que solamente mi clímax faltaba. Traté de contenerlo lo más que pude, no quería que ese momento jamás termine. Una parte de mi rogaba por que alguien nos descubra y me obligue a cancelar todo, a llevarme a Lía conmigo y a nunca más verme con Rebeca.

Todo eso se esfumó ni bien descargué mi semen dentro de su culo, ya abierto y rojo de tanta fricción.

Al rato y ya con ella vistiéndose a las apuradas, ambos nos dimos cuenta de la gravedad de lo ocurrido. Pero ya estaba hecho.

Ella me miró, un poco arrepentida pero también con ojos de una mujer finalmente saciada, me pidió disculpas y juró que sería la última vez. Tomó sus cosas y se fue.

Yo volví a vestirme, como la primera vez, no tardé mucho.

Me senté al borde de la cama y pensé en lo que hice. No me quedaba otra que aceptar lo que pasó y seguir.

Rebeca y yo estamos felizmente casados hace 10 años. Lía conoció a un médico extranjero y hace poco se comprometieron. Eso sí, cuando llegó la invitación a su boda, ella me escribió un mensaje privado que decía: «Imagino que recibiré el mismo regalo de bodas».