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La señorita traviesa

La señorita traviesa

Lo que os voy a contar no lo sabe nadie y, hasta ahora lo había mantenido en secreto.

Desde hace algún tiempo he notado que mis tendencias sexuales se hacían más ambiguas y que navegando en internet, más de una vez me he quedado boquiabierto observando las páginas de travestis y de imponentes transexuales.

Vamos que me excita sobremanera el hecho de ver un tío hecho y derecho jugando a ser mujer, vestido con fina lencería que apenas cubre su polla.

Y como todo se pega, comencé a jugar yo también a convertirme ocasionalmente en mujercita.

Aprovechaba las tardes a solas en casa para rebuscar en el cajón de mi madre y ponerme sus prendas más intimas…

Que si unas braguitas negras, que si un sujetador, que si unos pantis (estos últimos me excitan sobremanera), que si una faldita ajustada. Incluso llegaba a maquillarme. La verdad es que el resultado era impresionante.

Colocado frente al espejo, me imaginaba ser la sumisa criada de algún gallardo macho español, que supiera apreciar lo que una mujercita de verdad podía hacer con su polla.

Estos juegos eróticos nunca pasaron del cuarto de mis padres y siempre acababan en una abundante corrida que procuraba dirigir para evitar manchar la ropa.

El caso es que cierto día estaba en un conocido centro comercial de mi ciudad, cuyo nombre os ahorraré para no hacerles publicidad, y se me ocurrió una idea de lo más alocada.

Si en casa tenía que apañármelas con la ropa interior de mi madre, bastante austera y nada sexy, ¿por qué no aprovecharse del gran surtido que allí me ofrecían?

Dicho y hecho, cogí un pantalón, para disimular, y dirigiéndome a la sección de lencería femenina elegí ,entre el amplio surtido, unas braguitas blancas de encaje que dejaban ver todo su interior, un tanguita negro y unos pantís de color azul.

El solo hecho de cogerlos en la mano me provoco una erección tremenda.

Pase a los probadores y allí, liberado de miradas y nervioso por la excitación, comencé a desnudarme lentamente. Quería saborear cada segundo de mi experiencia como si de un ritual se tratara..

Desnudo ante el espejo, contemplé mi cuerpo, al que no dedicaba muchas horas de gimnasia, pero que se gracias a la depilación y el moreno del verano mantenía un aspecto de lo más apetecible. Mi pene saltó de su prisión como un resorte.

Estaba tan caliente que con solo tocarlo podría haberme corrido allí mismo, pero decidí prolongar el placer.

Primero me probé el tanga negro, que me quedó ajustado como un guante.

Apenas contenía la masa de carne de mis testículos y la tira posterior se clavaba a la rajita de mi culo como si la quisiera atravesar. Yo me pasaba el dedo por el interior de la tira, acariciando con ella mi agujerito más juguetón.

Demasiado apretado para mi gusto.

Entonces me puse las braguitas. Mmm. Delicioso. La verdad es que me quedaban divinas. Ni muy apretadas ni muy sueltas.

Contenían mi polla con asombrosa eficiencia y el tacto del algodón al rozar mi piel me transportaba a otra dimensión.

Además, eran prácticamente transparentes, con lo que los pelitos de mi pelvis, algunos de los cuales sobresalían por los laterales de las bragas, marcaban la zona aun más si cabe.

Finalmente me puse encima los pantis, que se ajustaron perfectamente a lo largo de mis esbeltas piernas. Estaba para comerme a lengüetazos, lentamente y con cuchara.

Hice algunas poses delante del espejo, llevándome el dedo índice a la entrepierna y acariciándome con suavidad, como haría una mujer.

Como era de esperar, al cabo de unos segundos note como se mojaban las braguitas en una abundante expulsión de semen. Lo había puesto perdido.

Tras reponerme del orgasmo pensé en que hacer con aquello. Podía dejarlo allí y olvidarme, pero, ¿y si entraba alguien justo detrás mío y le daba por montar un escándalo?.

También pensé en devolverlo todo a su sitio, pero eso sería aun más evidente.

Así que se me ocurrió la estúpida idea de llevármelo puesto.

Me coloqué de nuevo los pantalones y la camisa y salí a colocar el pantalón que me había servido de excusa a su sitio.

Al andar notaba el tacto de la tela rozando mi pene, que aun mojado, se restregaba sin pudor en el encaje de las braguitas.

El caso es que cuando ya salía por la puerta del establecimiento comenzó a sonar la alarma de la tienda. Mierda.

No se me había ocurrido pensar en las alarmas y allí estaba yo, observado por todo el mundo, parado en medio de la multitud con unas braguitas y unos pantis bajo la ropa.

Quería que la tierra me tragará.

Entonces apareció el pertinente vigilante jurado.

Un tipo de un metro ochenta, con el cuerpo machacado por las horas de gimnasio y con unas gafas de sol estilo Terminator que no hacían presagiar nada bueno.

Me ordenó acompañarle a su despacho y le seguí, bastante acojonado por lo que se podía montar por mi locura.

Mientras subíamos a su despacho por unas escaleras interiores, pude observar el culo de infarto que gastaba el morenazo, ceñido en unos pantalones que parecían dos tallas menores de lo que le correspondía.

“Apóyese en la pared”, me ordenó sin muchos miramientos.

Hice lo que me decía y el abrió mis piernas con un par de patadas. Comenzó a cachearme en profundidad. Pasó sus manos por mis glúteos y por las cartucheras y luego subió hasta el pecho. Tenía unas manos firmes y poderosas.

Como no encontró nada sospechoso, me ordenó desnudarme. Lentamente lo fui haciendo y, cuando cayó el pantalón, miré al techo dispuesto a oír alguna ristra de impertinencias y chistes malos.

“Vaya, vaya, que tenemos aquí”, sonrió el guarda jurado. “Así que te gusta sentirte como una mujercita , ¿eh?”, dijo mientras pasaba la palma de su mano por mi paquete, mientras con la otra acariciaba mis nalgas.

“Pues hoy has tenido suerte. Lo vas a conseguir. Te ha tocado el lote completo.

“Mientras pronunciaba estas últimas palabras dejó caer sus pantalones al suelo, quedando frente a mi como su mamaita lo trajo al mundo. La imagen era acojonante.

Un cuerpo de marine, entrenado para matar, rematado en una de las pollas más grandes que yo recuerdo haber visto en mi vida.

Naturalmente, no hizo falta que añadiera más.

Me arrodillé unos metros delante de él y arrastrándome como una gatita llegué hasta aquel cipote de ensueño.

Tras acariciarme las mejillas con él en toda su longitud y aspirar su aroma a hombre, lo lamí ligeramente en su extensión y me lo jalé hasta las mismísimas pelotas.

El guarda puso cara de felicidad y con un golpe de cadera me llenó la boca de huevos y pelambrera.

Acto seguido empezó a bombear con las nalgas mientras gemía de placer.

Sentir aquel soberbio ejemplar atravesando mi esófago fue de alucine.

Duro, grande, avasallador, notaba como los músculos de mi cuello se dilataban a su paso. Lo sentía tan adentro, tan jodidamente adentro, que llegué a pensar que su capullo llegaba a mi estomago.

Note como me faltaba el aire y como pude me saqué el ciruelo de entre los dientes. El vigilante puso una mueca de enfado y con el rostro sudoroso, me grito “puta, no te pares ahora o te desmonto aquí mismo”

Yo, con los ojos en lagrimas por el esfuerzo al que me estaba sometiendo, le hice una sugerencia que sabía no rechazaría.

“Vamos a cambiar de juego, cariño”, dije mientras escupía media docena de pelos que el mozo había abandonado en mi boca.

Y acabé la frase dándole la espalda y ofreciéndole una panorámica de mi culo, mientras me bajaba poco a poco los pantis y las braguitas, dejándolas a medio camino de las rodillas.

Le estaba ofreciendo la carne sonrosada del interior de mi ano y comencé a culear pidiendo que me llenara.

El tio se quedó parado un momento y al poco comenzó a untar de saliva el regalo que le ofrecía mientras yo le facilitaba la labor abriendo de par en par mis nalgas.

Chupeteaba mi tercer ojo mientras que con la mano derecha me acariciaba los testículos. Empecé a apreciar como el esfínter se dilataba lentamente. Me abrí aún más de culo y le rogué que me penetrara.

No dijo nada, se limitó a seguir su labor hasta que el agujero estuvo convenientemente lubrificado. Entonces me metió el dedo índice de mano izquierda hasta el nudillo y empezó a encularme como si de una polla se tratara.

Yo estaba desecho de gusto y me derretía patas abajo. Le rogaba que me la metiera ya, que me llenara el culo de leche, que se corriera en mi boca, en mi pecho.

Ardía en deseos de sentir su semen caliente en mi interior, regando mi garganta.

Al poco note como apoyaba la punta de su glande en mi entrada y como pausadamente comenzó a introducir aquel pedazo de carne en mi sediento culo.

Os juro que creí que me iba a reventar. Si encajar semejante polla era ya un ejercicio de malabarismo, aguantar su peso sobre mi lo hacía aun más difícil. Sea como fuere mi chorreante culo engulló con avidez el vergajo de mi policía particular.

“Métemela hasta las pelotas”, exclamé, “quiero que me partas, que me salga por la boca. Hazme tuya”.

El tío se dio por aludido y comenzó a moverse en mi interior, ganando velocidad a cada empujón y mascullando obscenidades.

La cuestión es que tras unos minutos de metesaca, me sacó toda la polla y , dándome la vuelta, empezó a restregármela por la cara.

Acto seguido sonrió me metió un dedo en el culo y encajó su cipote, por segunda vez, entre mis doloridas mandíbulas.

Volví a notar como el inmenso pollón se abría paso en mi interior. Sentí como mi polla comenzaba a lanzar borbotones de semen manchando a mi amante en el pecho mientras seguía tragando su polla hasta el último centímetro.

Entonces el muy cabrón cambió el dedo por la porra reglamentaria que llevaba, lo que me llevó al éxtasis absoluto.

El tacto frío de la goma contrastado con la elevadísima temperatura a que estaban sometiendo a mi culo me volvieron loco.

Noté como los espasmos del orgasmo que estaba experimentando se multiplicaban por dos y el placer que sentí me dejó al borde del desmayo.

Notaba como el pedazo de plástico se restregaba por las paredes del recto en una gloriosa mezcal de placer y dolor.

Entonces le tocó el turno al vigilante, que sacándome la polla de la boca comenzó a embadurnarme la cara con su néctar caliente.

Parecía como si acabaran de estamparme una tarta de merengue en los morros. Restregaba el glande por mis labios y no cesaba de expulsar semen. A duras penas podía tragar lo que conseguía atrapar.

Finalmente terminó.

Tras limpiarle los restos con la lengua, me ordenó vestirme.

“Te lo has ganado”, dijo señalando la ropa interior de mujer que llevaba puesta. “Espero verte más a menudo por aquí. La semana que viene nos llegan los modelos de otoño-invierno.”

Yo le mandé un beso con la mano mientras le guiñaba un ojo, y pensé en las nuevas posibilidades que se abrían ante mi.

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