Me enorgullece ser la mujer buscada por todo hombre que quiere realizar aquellas fantasías más ocultas que, todos tenemos pero, que por no ser comunes en su realización avergüenza tenerlas y, una vez realizadas, de llegar a ser conocidas, exilian a sus partícipes a la vereda opuesta del común de las personas, marginándolos socialmente como extraños o anormales.
No siempre fui quien soy, nunca imaginé llegar a serlo, sin embargo, vuelta atrás la mirada, nunca pude ser otra, el haberlo asumido, aceptarme tal cual soy, sin que ello menoscabe mi dignidad, es hoy a mis treinta y dos años, la causa de mi orgullo.
Todos me conocen por Ishtar, naturalmente no es mi nombre civil ni social, pero dicho por cualesquiera, sé que no debo preocuparme de afectar mis relaciones en el círculo social, en el cual por mi profesión de abogado, debo desenvolverme.
Fui educada como toda joven de clase económica acomodada, y en lo que ello importa, respetuosa en su actuar de normas y principios morales socialmente aceptados como correctos, moral que en principio señala que la actividad sexual exige como condición sin la cual no, el matrimonio o, a lo menos, una relación estable que necesariamente debe conducir a él.
El placer como una realidad independiente de vínculos emocionales era propia de los varones, una mujer podía tener, como de hecho siempre tuve, conciencia de la diferencia, pero tal conciencia sólo era cultural, podía conocerse la existencia del placer puro, pero toda nuestra conducta siempre estaba condicionada a un patrón diferente limitado a la obtención de placer sexual en el matrimonio y, siempre accesorio al rol de madre y función procreativa que la sociedad impuso a la mujer.
Mi aceptación del goce independiente de la afectividad y sin involucrarla, se produjo en mis primeros noviazgos. Naturalmente a la edad que estos comenzaron, diecinueve años, mis eventuales pretendientes sólo deseaban, como es muy natural e esa edad, experimentar el goce sexual, las caricias íntimas, los besos prolongados, la admiración de la desnudez, el perfume de un cuerpo excitado, la posesión de otro, el sentimiento de pertenencia, etc.; todo ello experimente en estas juveniles relaciones.
No debe asombraros que lo haya hecho, también nuestros patrones de conducta indicaban que el sentimiento justificaba algunas licencias y, mientras dichas licencias se mantuviesen ocultas, socialmente no existía perjuicio. Todo se reducía a un viejo aforismo; «vicios privados, virtudes públicas».
Pues bien, en el lapso que transcurrieron dichas experiencias y, a medida que las experimentaba, fue haciéndose evidente en mí que, en verdad gozaba y sentía placer, en estricto sentido físico, esto es mi cuerpo gozaba, cuanto mayor era el goce que experimentaba quien compartía mi cama; el placer se encontraba ligado en mí con el placer otorgado por mi ser a mi compañero, me satisfacía físicamente aun cuando no existiese contacto corporal alguno, el mirar a mi acompañante de determinado modo, el vestirme de determinada forma, el mostrarme como se me solicitaba, desencadenaba mí deleite.
Esto llevó a que siempre estuviese dispuesta a hacer lo que se me solicitasen, si me querían vestida de un determinado modo, colegiala, enfermera, azafata, prostituta, lo hacía; si me pedían que hablase soezmente, lo hacía, si me pedían que hiciésemos el amor en determinadas poses, también lo hacía.
Mi regocijo era esencialmente psicológico, mis sensaciones estaban determinadas indisolublemente al hecho de hacer gozar al otro y sentirme el objeto necesario para producir tal goce, en verdad, mi propio placer era una circunstancia accesoria, una consecuencia no evitada, sólo consentida, pero sin duda no buscada, al provocar el deleite sexual ajeno, mi satisfacción resultaba así proporcional a la provocada.
Mi mayor placer explotaba, y se produce aún, al sentirme convertida en un objeto, pero no un objeto de deseo simplemente, sino un objeto de uso, sentirme una cosa como cualesquiera otra, útil para provocar placer, un objeto desechable, que puede ser tomado y utilizado al total antojo de otros, sin voluntad propia, determinada en mis conductas por una voluntad ajena y para su propio provecho, poder ser usada, exhibida, vendida o regalada, una cosa sólo distinta de las restantes por su finalidad; otorgar placer.
Mi físico, poco importa.
¿Cómo soy?
Nada fuera de lo normal, nada dice mi físico del placer que puedo llegar a proporcionar, mido 1,70 metros descalza, mi piel es blanca, mi pelo castaño, liso y cae hasta bajo mis hombros, delgada sin ser flaca y mis formas, sin ser exuberantes, son proporcionadas entre sí formando un conjunto armónico que sé, me hace deseable.
Mis senos, sin ser un sueño, no desmerecen, regular en su tamaño, blancos, firmes y redondos, resultan coronados en sus cimas por aureolas pequeñas y rosadas que son cunas de un diminuto pezón.
Mi culo es firme y parado, al verlo se figura conformado por dos tersas nalgas pulposas que asemejan estar sobrepuestas sobre mis largas piernas de muslos firmes y musculosos, sin dejar de ser femeninos.
Todo mi cuerpo es un conjunto perfecto, pero normal en sus medidas de 91-62-93, muy bien conservado pese a mi edad y once años de uso.
No me considero una meretriz, sin embargo para las mujeres que me han conocido en su perjuicio, las palabras puta, mujerzuela, perra, buscona, prostituta, ramera, golfa y zorra, no son suficientes para calificarme, son pronunciadas por ellas con marcado reproche, sin imaginar siquiera que para mí son un elogio.