21 jul 2022 a las 1:21 a.m.

Sara volvía a casa, su familia la esperaba. Giró la esquina, miró asombrada y quedó petrificada. Un ave de fuego, en la cima de aquel gran edificio, la miraba fijamente.

Sintió un último y roto latido que le recordó algo demasiado familiar. Empezó a preocuparse ya que no quería volver tarde.

No pudo dar ni un solo paso atrás. El tiempo se desvanecía frente a su inmóvil mirada.

Sus amigos pasaron junto a ella. No pudo decir nada. Sentía como se convertía en un intenso, etéreo fuego en el interior del corazón de todos los que pasaban.

El ave de fuego descendió lentamente, dejando una estela de brasas que no herían, sino que acariciaban.

Sara sintió cómo cada chispa se deslizaba sobre su piel como un susurro antiguo,

una voz que le hablaba desde lo más profundo de su memoria.

Y entonces lo comprendió:

no era el miedo lo que la había detenido, era el olvido.

El olvido de su propio fuego, de su respiración encendida, del placer de sentirse viva.

El ave la miró con ojos de sol y, en silencio, le devolvió el pulso.

Su cuerpo recordó lo que era danzar con el aire, ser llama y no ceniza, vibrar al ritmo de algo más grande, más eterno.

Así, en medio de la noche que ya se rendía al amanecer,

Sara volvió a sentir —no solo con la piel, sino con el alma— el placer olvidado de su existencia

Entonces lo comprendió todo, a través de cada una de sus miradas.