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La doctora principiante

La doctora principiante

Mi tercera semana de prácticas en el hospital San Lázaro. Me estaba yendo bien, fui una alumna regular, más que todo porque se me dificulta aprender de memoria ciertos términos y procedimientos, pero en general había cursado mi carrera de medicina con todas las de la ley. En esos pocos días había estado ayudando a algunos doctores que atendían en la sala de urgencias y únicamente me había enfrentado sola a una señora y una niña que presentaban fractura en el tobillo la primera y un golpe leve en la cabeza la segunda.

Ese día era un jueves, lo recuerdo claramente, y lo recuerdo porque tenía mucha hambre, no había desayunado bien, los jueves en mi casa no hacen desayuno, es una especie de sacrificio familiar tradicional o algo así. El doctor Arrázola me indicó un cubículo y me dio instrucciones para que inyectara a un paciente. Corrí las cortinas cafés y en la camilla estaba sentado un joven de abundante cabello castaño y ojos negros, estaba mirando hacia el piso. Entré y le saludé, él me devolvió el saludo con una breve sonrisa. Tenía una alergia y la inyección la haría desvanecerse. Su cara, con facciones de niña, era hermosa. Le pregunté qué había comido, qué creía él que le había ocasionado la alergia, como una rutina, y él, con sus largas manos me decía que no sabía, que sólo quería quitarse los diminutos puntos rojos del cuerpo. Debía tener unos dieciocho años, no era mucho menor que yo. Le dije que se bajara los pantalones para aplicarle el antialérgico, corrí las cortinas para aislarlo completamente del exterior, saqué la jeringa de la bolsa, extraía el líquido del pequeño frasco y recordaba las lecciones aprendidas. Todo de espaldas a él, preparando las cosas en la mesita que estaba al lado de la camilla. Cuando me di vueltas lo vi con los pantalones azules hasta las rodillas, de pie, y mirándome un poco avergonzado y como sin saber qué hacer.

Tenía un pene lindísimo, blanco, con la cabeza roja, largo, gordo, sin prepucio. Podía ver detrás de su miembro, sus bolas sin vellos, sus piernas delgadas. Sentí un temblor cálido en todo mi cuerpo, ¡qué bueno era ser doctor! Fue en una fracción de segundo, y enseguida me di cuenta de que él no lo había hecho adrede, lo supe por su cara, que en realidad fui yo quien le había dicho que se bajara los pantalones, entonces tenía que manejar la situación como toda una profesional y calmarme, no emocionarme ante ese espectáculo para mis ojos. Lo tomé del brazo y lo dirigí hacia la camilla, le dije que se acostara mientras le veía las nalgas blancas y firmes. Cuando se hubo acostado, apoyé mis brazos y el codo en su culito y me dispuse a ponerle la inyección. Me demoré un poco para seguir disfrutando de su desnudez, para seguir acariciando esas nalgas bien formadas.

Sé que este comportamiento no fue muy ético o profesional, pero me dije a mí misma que el muchacho me había gustado desde que lo vi y que además las cosas se dieron de tal forma que se me despertó el deseo, que era humano, y yo soy humana y, por supuesto, débil. Él siempre permaneció con un gesto apenado, sonrojado y esperando mis órdenes; eso me gustó… tener un hombre tan bello y con un pene tan deseable a mi disposición y avergonzado. Fue el primer paciente lindo que vi desnudo.

Luego, casi seis días después, me pidieron que acompañara al doctor Mendieta en los pisos superiores del hospital. Me tocaba cuidar pacientes en sus habitaciones y entablar relaciones más duraderas con ellos. Esto siempre me ha gustado más, siempre he dicho que en el ejercicio de la medicina es esencial el lado humano, las relaciones con los pacientes y el contacto directo, que lo demás viene por añadidura, por regla. Mi primer paciente, mi primer cuarto… nunca lo olvidaré… nunca.

Su nombre, Federico, un chiquillo de 16 años, añitos, pues aunque desde que lo vi trató de hacerse el maduro, supe que era un niño en todos los sentidos. Su madre y su padre, en la habitación 307, me daban instrucciones y me imploraban que lo cuidase bien, que era su único hijo y que lo amaban con el alma. Cuando se fueron le hice unas cuantas preguntas de rigor al ‘nene’ y él, con una prepotencia chistosísima, me respondía mirándome fijamente a los ojos, claro que, cuando yo bajaba la mirada para apuntar datos en la libreta o algo, me encontraba con su mirada inquieta en mis senos. No me molestaba pero tampoco me agradaba, era como lidiar con otro ‘don Juan’ más, de menos edad y en otras condiciones. Me sentía como en un cuento de Cortázar.

Él estaba muy tranquilo, no tenía dolor alguno, su problema era que se le había subido un poco de lugar uno de los testículos luego de una patada que le dieron peleando, según me dijo el doctor Mendieta. Después de ordenar un poco la habitación y terminar con la libreta, me senté a su lado y le pregunté como había sido lo del testículo. Me respondió, sentado en la cama, columpiando sus zapatos deportivos, que había peleado porque un chico le había cometido una falta fortísima jugando fútbol, que él se levantó y le colocó un izquierdazo en el pómulo al sucio jugador y que éste le lanzó una patada baja que lo había dejado tendido en el piso por varios minutos. Le hervían los ojos jóvenes cuando relataba la historia, le dije que tenía que ser más calmado para evitar esta clase de peligros para su integridad física, nos reímos un poco y le advertí, bromeando, que un golpe más fuerte lo hubiera dejado impotente o con problemas para tener hijos; él levantó el pecho y me dijo que nunca le pasaría eso, que él era todo un hombrazo y que todo le funcionaba bien. Lo dejé hablando solo mientras sacaba la bata del closet, se la arrojé en la cama, le dije que se la pusiera sin nada debajo. Me miró dudando y me anticipé a decirle que la operación sería mañana y que teníamos que trabajar rápido. Se fue al baño mirándome de reojo y con desconfianza, me sonreí para mí porque el pobre no se imaginaba lo que le venía.

Salió al poco rato con las manos atrás para tapar la abertura de la bata y de un salto se sentó en la cama. Saqué la bandeja de instrumentos y los coloqué en la mesita. Le dije que tenía que rasurarlo y le señalé el lugar. Abrió los ojos y luego, como dándose cuenta que no podía permitirse hacerse el tímido por su temple de machito, puso una cara de desinterés y me dijo que él podía rasurarse solo. Le di a entender que no con la cabeza y me acerqué con la cuchilla, le pedí que se acostara y lo hizo titubeando. Le subí la bata hasta el pecho y vi su pene bastante desarrollado para un niñito de su edad, sus pocos vellos en la zona y sus bolitas encogidas. Sus ojos querían cerrarse de la vergüenza y me miraba con timidez. La cabeza de su pene era como un hongo, me gustó de inmediato y aunque después me lo reproché, se lo toqué dizque para acomodarlo. No tenía dudas, la carrera de médica era para mí, que rico era poder ver a un nene machito con ínfulas de maduro, ahí desnudo, con su pene encogido y que podía tocar como me diera la gana.

Empecé a rasurarlo debajo del vientre y cada vez que le agarraba el miembro para moverlo de un lado a otro, en realidad sin razón alguna, su cuerpo producía un leve temblor, que traducía para mí algo de excitación, como era normal. Yo simplemente disfrutaba del momento, excitada algo también. Debo decir que me demoré más tiempo del necesario jugando con su sexo y las zonas aledañas. Al terminar, se lo acaricié suavemente y le dije que podía cubrir su penesito, sólo para molestarlo; eso lo disgustó y despertó nuevamente su hombría. Se cubrió y empezó a decir que no era ningún penesito, que era bien grande y poderoso y no sé qué cosas más. Me retó alegando que nunca había visto algo así. Me di vueltas y le lancé una sonrisita, salí del cuarto y le dije que nos veríamos mañana.

El día de la operación se había levantado un paro general en el hospital, sólo funcionaba regularmente la sala de urgencias. Siempre pasaba en estos hospitales públicos. Los trabajadores pedían la cancelación de cuatro meses de sueldo que adeudaba el distrito. Así que subí a la 307, saludé a los padres de Federico, muy amables los señores, y lo saludé, él me devolvió un gesto prepotente que me causó gracia. Les expliqué lo que sucedía, aunque ya estaban enterados por el doctor y la preocupación era más que todo por el plazo en que se resolvería el problema de los pagos. Afortunadamente para los pobres pacientes, a los cuatro días los titulares escribían la buena nueva de los dineros cancelados a los médicos del único hospital público de la ciudad. Ese día el doctor Mendieta me confirmó la operación del joven dentro de veinticuatro horas, así que subí a la habitación, los padres entendieron y se fueron a sus casas prometiéndole al nene volver para el momento de la cirugía.

Lo miré y él me lanzó un piropo, ya nos teníamos algo más de confianza el uno al otro, le dije que no se pasara, que yo era una doctora y él un paciente y además menor. Y aunque no era absolutamente necesario, le pedí que se desnudara, que tenía que rasurarlo otra vez; se negó, que estaba ya rasurado y que así estaba bien. Entonces levanté las cejas y me entendió. Se alzó el mismo la bata y pude ver su pene nuevamente, me sorprendió otra vez, ¿cómo un muchachito de 16 podía tener semejante cosota tan linda? Esta vez se lo agarré con toda la mano como si lo fuera a masturbar y procedí a rasurar los pocos vellos apenas salientes que estaban a su alrededor. Me miraba y yo le sostenía la mirada de vez en cuando. De repente, mientras se lo movía en mi mano izquierda de un lado a otro, lo sentí crecer poco a poco, y en tres segundos estuvo su pene completamente erecto, ¡qué grande y qué divino era!, la cabeza rojita quería estallar y sentía sus latidos. No lo miré mientras crecía, pero cuando creí que lo tenía todo tieso, levanté los ojos y vi con delicia su carita de pena que escapa la mirada de mí.

Volví a mi trabajo y sin mirarlo le pregunté que si con sólo tocárselo se excitaba, él me respondió ahogado un tímido sí. Le dije que eso estaba bien, que sus novías habían de disfrutar mucho y ahorrarse trabajo, eso le causó una leve sonrisa a Federico en los labios. De maldad y caliente comencé a movérselo de arriba abajo, le pregunté que si le gustaba, me respondió afirmativamente con la cabeza. Ya se había ido todo lo machito que había en él, estaba a mis deseos postrado. La verdad, Ricardo, mi novio, erecto lo tenía más pequeño que el del ‘nene’, en realidad era un pene grande y hermosísimo el que estaba masturbando entre mi mano. Dejé de rasurarlo y seguí bajando y subiendo con la izquierda. Nos mirábamos a los ojos, él tenía los labios entreabiertos y el gesto suplicante. Le dije, aunque no sé si me haya creído, que lo estaba masturbando porque teníamos que saber, antes de la operación, si su eyaculación era normal. Asintió con la cabeza y se echó hacia atrás en la cama, se relajó y lo disfrutó tanto como yo. Me mordía de ganas de tenerlo dentro de mí, pero sabía que era muy arriesgado y que cualquiera podía tocar la puerta en cualquier momento y me demoraría mucho incorporándome.

Aumenté el ritmo del movimiento y de repente el miembro de Federico se infló gordísimo en mi mano y estalló todo su semen caliente en mis dedos y en las sábanas. Acerqué la cara a su sexo y le limpié los residuos con la boca, siempre me había encantado el sabor del semen, lo arropé al desarrollado pene con mis labios y con la lengua le quité el semen de la cabeza. Sólo vi que arqueó el cuerpo hacia arriba cuando se vino, y que cerró los ojitos de placer. Luego hizo un gemido cuando se lo chupé. Me miró agradecido, fui al baño, me lavé las manos, traje una toalla húmeda y limpié el semen de las sábanas. No lo vi más, al día siguiente me asignaron otra habitación, pero estaba más, mucho más convencida de que quería ser doctora.

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