Patricia

Llegó un momento, imagino que como a muchos otros que hayan frecuentado los «chats» de internet, en que las conversaciones habituales comenzaban a resultarme demasiado aburridas.

A mí al menos me ocurrió, así que decidí divertirme un poco simulando personalidades inventadas.

Me decidía por un determinado personaje y mantenía la lógica del mismo hasta en los detalles más insignificantes, lo cual le daba mucha credibilidad.

Eso me obligaba a desarrollar la improvisación y acababa por construir unos personajes psicológicamente muy completos y de los que me sentía muy satisfecha.

Por el camino iban quedando estudiantes, amas de casa, esposas infieles, intelectuales, ejecutivas…

En todos los casos terminaba las conversaciones con la sensación de que mi interlocutor se había «tragado» literalmente el personaje, y eso me daba una cierta sensación de satisfacción personal.

Hubo una temporada en que me dio por insistir más en uno de mis personajes: Patricia, la esposa insatisfecha. Era una personalidad fácil, porque quienes hablaban conmigo, invariablemente buscaban entablar una conversación con contenido sexual.

Enganchaba rápido ese tipo de mujer que buscaba una relación casual, sin compromiso, que le permitiera liberarse de la rutina doméstica.

Siempre cortaba cuando la conversación se dirigía hacia el terreno de lo concreto, cuando me pedían una cita, el número de teléfono, la dirección de correo electrónico, pero segura de que había conseguido mi objetivo: convencer a mi interlocutor y, no sólo convencer, sino también asegurarme que excitaba su deseo, y eso tan sólo utilizando la palabra.

La palabra escrita.

En una de aquellas conversaciones di con un hombre maduro que me preguntó por mis fantasías sexuales.

No era la primera vez que me hacían una pregunta así. escribí escuetamente y casi sin pensarlo: «que me paguen por follar».

Cuando lo vi escrito me pareció una exageración, pero ya me estaba acostumbrando a escribir ese tipo de cosas. «Pues eso lo tienes fácil», fue la respuesta.

A partir de ahí, me sentí presa de la curiosidad, hasta que conseguí sacarle la información de algunos hoteles y locales de alterne donde, aparentemente sin compromiso, una mujer cualquiera, una mujer casada y con buena apariencia, como yo, podía entrar y buscar una relación casual por dinero.

Los nombres y las direcciones daban vueltas en mi cabeza sin que me los pudiera quitar de encima.

Al día siguiente, la curiosidad guió mis pasos por los alrededores de uno de aquellos locales, sólo por comprobar la realidad de su existencia.

Allí estaba, existía de verdad. Sin apenas poder contener la emoción, me aposté en una cafetería cercana a última hora de la tarde para comprobar el tipo de gente que entraba.

Nada hacía suponer que aquellas mujeres que entraban y salían fueran prostitutas.

Aunque, en realidad, si mi información era cierta, no lo eran. Si hacía caso de lo que me había dicho aquel hombre, la mayoría eran mujeres normales, como yo, que practicaban la prostitución para mejorar sus ingresos.

A partir de entonces, siguieron unos días de enorme ansiedad. No podía evitar estar todo el día inquieta, alterada. Saltaba a la menor provocación.

Mi marido empezaba a preguntarme por mi estado de ánimo, preocupado por verme tan nerviosa.

Me pasaba todo el día dándole vueltas a lo mismo.

Sencillamente no me lo quitaba de la cabeza. Me decía a mí misma que no había nada malo en acercarme a alguno de aquellos locales, o alguna de las cafeterías de hoteles donde sabía que se reunían prostitutas de lujo, sólo por ver el ambiente.

Aún no había tenido tiempo de pararme a pensar qué es lo que había detrás de aquella curiosidad desmedida.

En más de una ocasión llegué hasta la puerta de alguno de los hoteles pero no me atrevía a ir más allá del vestíbulo. La emoción era tan fuerte que no conseguía mantener la mínima calma necesaria para llegar hasta la cafetería y pedir un simple café.

Luego me encerraba en el servicio y me masturbaba con violencia para conseguir calmar mi ansiedad. Volvía a casa con una sensación de derrota y culpabilidad que me hacía sentir aún peor.

Por fin decidí que no podía seguir así por más tiempo. Me lo tomé como un ejercicio de interpretación llevado a sus últimas consecuencias.

Elegí un conjunto elegante pero que a la vez resultara sugerente.

Falda, por supuesto, y tacones. Elegí también con cuidado la ropa interior, no tanto porque esperara tener que enseñarla, sino porque me hacía sentir una emoción especial ir vestida para la ocasión, hasta en los detalles más íntimos.

Era una forma de entrar en la piel del personaje que iba a interpretar. Me perfumé con «blue» de Bulgari, mi perfume favorito, y justo cuando iba a salir de casa llegó mi marido que me preguntó a dónde iba tan guapa y oliendo tan bien. Supongo que le diría que había quedado con alguna amiga, no me acuerdo. Salí de casa a trompicones.

Me deje caer por la cafetería de uno de aquellos hoteles. Entré con aire distraído.

No paraba de decirme a mí misma que podía ser una cliente cualquiera que estaba alojada en el hotel, pero no podía evitar sentir un nudo en el estómago cuando me acodé solitaria en la barra de la cafetería.

Crucé las piernas dejando a la vista unos espléndidos muslos brillantes de lycra, mientras balanceaba con el empeine uno de mis zapatos de tacón. Aquel era definitivamente un lugar de alterne.

Había al menos tres o cuatro mujeres solas, que, al igual que yo, iban elegantemente vestidas, y que miraban con gesto ausente en cualquier dirección… Creo que no he estado más nerviosa y a la vez más excitada en toda mi vida.

No pasó mucho tiempo antes de que se me acercara un hombre que me preguntó si podía invitarme a una copa. ¿Por qué no?, no había nada malo en aceptar una copa de un extraño, además, puesto que no era capaz de articular palabra, me hubiera resultado imposible negarme.

Era un hombre de mediana edad, bien vestido, de buena apariencia, con algunas canas que le daban un aire interesante y que además tenía una conversación agradable.

Casi imperceptiblemente, como distraído, me rozaba el muslo con el dorso de la mano con la que sujetaba el vaso. Era una ingenua estrategia de acercamiento que, sin embargo, tuvo éxito, puesto que fui incapaz de retirarle la mano en lo que parecía un roce involuntario, y cuando el roce se convirtió en una caricia constante, era ya demasiado tarde para echarse atrás.

Con la segunda copa, la penumbra del local, la música y la conversación a media voz, me fui dejando envolver y me di cuenta de que había asumido ya una personalidad en la que no cabía hacerse la estrecha.

Tenía que llegar el momento fatal en que me invitara a su habitación y empecé a pensar la manera de salir airosa de aquel trance.

Pero sabía que había llegado ya demasiado lejos para negarme a lo evidente.

No recuerdo ni como fue, sólo sé que me sorprendí a mi misma acompañando a aquel desconocido por el vestíbulo del hotel.

No pude ni quise evitar acostarme con él, esa es la verdad.

Fue algo sencillo y relativamente rápido.

Casi agradable. Él pareció quedar satisfecho y yo salí de su habitación con cuarenta mil pesetas más en el bolso y una sensación de paz interior y satisfacción física como no he sentido en toda mi vida.

Seguía excitada, sexualmente muy excitada, quiero decir.

Hubo más ocasiones, no todas tan sencillas como aquella primera vez, pero nunca desagradables.

Aprendí a ejercitarme en variadas «gimnasias» sexuales que me fueron proporcionando una habilidad en la cama de la que yo era la primera sorprendida.

Sólo cuando coincidía en más de una ocasión con el mismo hombre llegaba a darle mi número de teléfono, de forma que conseguí hacerme con una «cartera de clientes» que me permitió centrarse sólo en aquellos con quienes tenía una relación más sencilla y agradable y que, a la vez, me proporcionaban mayores ingresos.

Creo que nunca llegué a perder el aspecto de ama de casa agradable y bien arreglada.

Y eso fue precisamente lo que supongo que me hizo tener tanto éxito y mantener un nivel de trabajo estable y llevadero.