Azúcar
Existen cierto tipo de estancias (a lugares, me refiero) que habitan, temporalmente en su mayoría, personas que gozan de ideas liberales, cuya ética es cuestionada por otras que no gozan del mismo sentido de la moral.
Se dice que estas personas pululan por playas, hoteles y campings, sin prenda que les tapen sus vergüenzas, esto es, desnudos (lo explico porque, como yo, puede que haya gente que piense que su desnudo no es cosa vergonzosa).
Me dirigiré ya a la historia que, sin tanta retórica, les explicaré:
Precisamente fue en un camping de los inmorales donde me sucedió, lo que hará para algunos más excitante mi relato, mientras que a otros les dará exactamente igual. Disculpen que me desvíe, ya prosigo: Contaba yo con 17 años, cuando comenzaron mis vacaciones del año 97. Partíamos un uno de agosto y no regresaríamos a casa hasta entrado el mes de septiembre, mes y un poco en el que recorreríamos la costa mediterránea española casi al completo, unas veces por placer, y otras por deber (sí, hasta en vacaciones tenía compromisos mi padre).
La primera parada era en este camping, del cual no remitiré su nombre ni su emplazamiento. Posee mi familia una bonita caravana, alegre por lo distinta y distinta por un suceso acontecido antes de que yo tuviera conciencia de mi propia vida, allá por el 89 o el 90, año en que mis padres a bordo de esta caravana, emprendieran completa la romería del Rocío, en la que no tuvieron más brillante idea que decorar su exterior con cantidad de circulitos de papel charol, de distintos colores y diámetros, repartidos de forma equidistante unos de otros, lo que tuvo que llevar su tiempo (o quizá no).
El caso es que la caravana yace allí todo el año, en el aparcamiento de dicho camping, y cuando llegamos sólo hemos de pedirle a los mozos de mantenimiento que la coloquen en una parcelita libre, la cual nos guste, cerca de la playa, de la piscina, del bar, con sombra…
He de confesar que aquel año, al llegar, la mayoría de las plazas estaban cubiertas, y que nos tuvimos que conformar con una grande pero desolada parcela donde sólo crecía un insignificante almendro. En cambio, y aunque a mis padres no le afectara, fue la mejor posición que podía haber encontrado nunca. Una vez orientado como mi madre quería (que si aquí no porque no sé qué del sol, aquí tampoco que es el sur…), me di cuenta de que la ventana que había junto a mi litera me mostraba otra caravana (algo más antigua que la mía), que en el momento de mi llegada yacía sin habitantes…
El día fue pasando mientras adecentábamos la caravana, pero tras el nimio almuerzo, mi padre me dio libertad para ir a encontrarme a mis antiguos amigos.
Pensé que lo más probable era que estuviesen en la piscina, como todos los años atrás que había venido, pero no era así, habían madurado y ya no les gustaba la piscina (que a mi nunca me había gustado), sino la amplitud y la belleza del mar (que yo siempre había adorado).
Estaban sentados en uno de los extremos de la prolongada playa, junto a las rocas, incluso algunos encima de éstas, como nos solíamos sentar nosotros, haciendo una gran toalla que pudiera abarcarnos a todos en comunidad.
Desde la apartada lejanía puede reconocer a las cuatro chicas de la pandilla que no habían faltado a su cita anual, y, los chicos, tres, que, más calenturientos que nunca e incapaces de defenderse de las acometidas de sus hormonas, hacían por meterle mano a las indefensas féminas, quienes por su lado, se mostraban en toda la exuberancia que sus cuerpos daban de sí, no pudiéndose describir ninguna como inatractiva o desagradable.
Estaban en el apogeo de sus respectivas bellezas, aunque eso sí con estilos distintos. Se podía distinguir así a Noemí, mi favorita, una vallisoletana de mi edad, quien lucía unos senos preciosos, pero no abultados, con unas formas como de limón partido… Bah, no llegaría a describir ni la mitad de su belleza aunque escribiera todo un libro sobre ellos, así que sigamos:
Su entrepierna se veía marcada por la moda de la depilación meticulosa, formando su vello la mitad de un triángulo acutángulo con el piquito orientado hacia su perfecto ombligo situado geométricamente donde debía de estar en un físico perfecto. Un cuerpo para no decir palabra.
Las otras, en la que no me entretendré mucho más, eran: Tamara, una valenciana con unos ojos preciosos, emplazados por desgracia en una cara y un cuerpo no tan agraciados (pero que suplía con un aguzado fantástico sentido del humor, por otra parte, no demasiado inteligente), Luna, también valenciana, pero justo al contrario, intelecto de cero para todo y diez en cuerpo (si bien no lo cambiaría ni después de una ruda sesión de tortura por el de Noemí, pues sus pechos eran de esos clasificables, quizá, en tallas especiales) y Elke, una holandesa la cual hacía mucho que se había despojado de su virginidad, poseyendo el mayor promedio de veces hecho el amor a gente recién conocida, achacándole el problema, en un mal castellano, al libertinaje sexual que recorría su país.
Entre los niños contaban, todos con la misma descripción, (puercos, salidos y borrachos) Joel, catalán, Lolo, cordobés, David, valenciano y, una excepción que confirmaba la regla Carles, también catalán, de quien más tarde si viene al caso hablaré.
Y allí estaba yo, desnudo, impúdico, no se imaginen que excitado ni erecto, sino como se sale normalmente de fin de semana, con frac si hace falta, totalmente relajado. Al fin y al cabo yo no tenía ninguna expectativa que cubrir, pues ya salía con una chica en mi Málaga natal. Su nombre era Carmen y cinco años después a sus oídos nunca a llegado esto.
Me acerqué con descaro, nadie se había percatado de mi presencia, así que estire mi toalla ayudado por la brisa marina y me quede de pie, contemplando el mar. Cuando escuché que los ánimos se habían calmado en las profundidades hablé:
¿Todo bien en vuestros planetas, chicos?
Tanto como en el tuyo, cabrón – me espetó Joel, de mi misma envergadura, saltando sobre mí y haciéndome caer.
Cuando me zafé fui saludando una por una a las chicas, y a Carles, y por último a los otros dos chicos restantes. Me entretuve un poco más en Noemí, y de manera ladina, en su busto, para luego acabar tumbándome en mi toalla y preparándome para pasar una tarde llena de alusiones a juegos eróticos, bromas pesadas y baños locos. Cuando el sol se puso en el horizonte, quedamos en el parque del camping y nos fuimos a arreglarnos. Cual fue mi sorpresa cuando Noemí comenzó a caminar a mi lado.
¿A dónde vas, guapa?
A mi casa – dijo, refiriéndose a su caravana que asombrosamente resultó ser la que se contemplaba desde mi ventana.
Tras algunos devaneos infantiles ella se introdujo en su caravana y me despidió. Yo me introduje en la mía, tras gritar que me marchaba al bar a comer algo, ya que mis padres no estaban, cosa que resultó ser verdad y de la que me enteré leyendo esta nota:
<<Hemos salido a cenar al pueblo, volveremos tarde>>
Bastante concreta, por cierto.
Me alegré y me dispuse a observar la ventana de la caravana de Noemí, desde la mía, o mejor dicho desde el resquicio que había entre la pared y la persiana que eché para pasar desapercibido mientras le espiaba. La tenue luz de una maldispuesta farola, me permitía ver lo que allí ocurría
Quiso el destino que su cama estuviese también tras aquella ventana, y pude ver, desde la sobriedad de la noche, como la chica se tumbaba sobre la cama a juguetear con su perrito, totalmente desnuda
Creyéndose segura por el silencio de la noche, abrió la ventana y resopló debido al calor que hacía, luego, tras mirar en todas direcciones, sacó una de las pantorrilla por la ventana y comenzó a dirigir sus manos a su entrepierna. Yo sentí una terrible erección, la primera en aquel camping, que, debido a los juegos que se irían perfilando directa o indirectamente a través de aquella escena, no sería la última…