Capítulo 4

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Apenas hubo terminado de sonar el timbre, el silencio fue sustituido por el estruendo del arrastrar de más de una veintena de sillas y mesas del aula – y de otras aulas –, las voces de júbilo y los pies escapando a toda velocidad por los pasillos. Era viernes, la semana había terminado y no hay nada más prometedor para un adolescente que tener un fin de semana por delante.

Como el resto de mis compañeros, recogí la mochila y salí de clase con la prisa habitual por reunirme con mis amigas. Desde hacía dos años, cuando fui la única en decantarse por la rama de letras, asistíamos a diferentes materias, pero manteníamos la misma amistad de los dos primeros años de instituto.

Las alcancé a la altura de la puerta de salida y me abrazaron con efusividad. Iban comentando lo bueno que estaba uno del C y no les llevé la contraria, aunque a mi entender había chicos más guapos en el instituto.

– Ya sabemos que a ti solo te gustan los universitarios. – Zanjó con sorna Esther.

Le hubiese llevado la contraria, pero hubiese tenido que mentir. En general, encontraba a mis compañeros de instituto algo insulsos y carentes de personalidad. Les veía perdidos en el laberinto irresoluto de la pubertad sin que asomaran la cabeza más que para compartir necedades. Si algo me atraía de ellos era únicamente su físico y tan solo en muy contadas excepciones.

Miguel había sido una de ellas, pero el encanto solo había durado tres semanas a finales de año. El tiempo que había tardado en descubrir que el muchacho de pelo tieso, tez plateada y labios gruesos aún vivía aterrorizado por la confusión de sus hormonas. Le había dejado plantado después de pasar una tarde con él, intentando resistir al frío nocturno del invierno en el banco más oscuro de un parque, sin que fuera capaz de desabrocharme el sujetador.

A partir de ahí, con mayor o menor fortuna, había encontrado la manera de desahogar mis instintos con chicos mayores que yo. No lo había catalogado como un patrón hasta que Esther lo había señalado por primera vez una tarde de inicio de primavera. Mi amiga estaba en lo cierto, era habitual que bucease entre el enjambre de chicos agolpados en los bares por los que solíamos salir como quien coge fruta de un árbol, dejando la verde en la rama.

No me importaba tanto su físico o su simpatía como la manera en que se movían y lo que eran capaces de transmitir cuando se expresaban. Pronto me di cuenta de que sus manos y su voz se habían convertido en un fetiche. No soportaba a los chicos de manos flácidas o descuidadas, como tampoco a los que me hablaban con voces estruendosas y enfáticas, por muy alto que tuvieran que hacerlo para sobreponerse a la atronadora música de los altavoces.

En los primeros meses del año, colonicé los baños de algunos pubs del centro de la ciudad en compañía de estos amantes pasajeros, agradecidos, y en muchas ocasiones desconcertados. Siempre en escrupuloso secreto, excepto para mi amiga Carolina, convertida en confesora dominical y, como pude comprobar poco después, traidora de comienzos de semana.

No me quedó más remedio que revelar mis prácticas a mis cuatro amigas más íntimas una noche que nos quedamos a dormir en casa de Verónica. Si cumplieron o no la promesa de que mi confesión no saldría de allí, lo ignoro, pero apostaría a que no fue así.

Les hablé también de Antonio, el muchacho de mi pueblo con el que me había seguido enredando entre las pacas de la era durante la Navidad y la Semana Santa. Él era una de esas excepciones que confirman la regla, pues tenía mí misma edad, pero se había revelado como un amante esforzado, devoto y obediente. Disfrutaba con sus maneras algo toscas, reverenciales, a pesar de sus callosas manos, propias del trabajo en el campo. Ahora sé que nunca lo tomé tan en serio como él a mí, hasta que pocos años después me traicionó con Susana, mi mejor amiga del pueblo, a buen seguro de estar harto de esperar de mí más de lo que yo podía ofrecer.

No pude, sin embargo, hablar con ninguna de ellas de Dámaso. Ni siquiera les había mentado su existencia, quizá por miedo a que en mi rostro se pudiera reflejar más de lo que yo misma sospechaba. Me había costado más de lo que hubiese deseado desprenderme de la sensación de sus manos en mi cuerpo y no estaba segura de haberlo conseguido del todo.

La promesa de mi madre no se había cumplido. A pesar de que a final de año mis tíos se habían mudado más cerca de la ciudad, mi tío era un hombre demasiado ocupado y no los habíamos visto desde el verano. Aquello, que en un principio fue causa de desasosiego y un irritante y a la par ansioso deseo, acabó por convertirse en frustración y enojo. Tanto fue así, que sin esa sensación de abandono no creí haber sido capaz de desprenderme de esa irreal sensación de tierra conquistada que había inyectado mi primo en lo más hondo de mí ser.

Ese viernes de finales de primavera me despedí de mis amigas en la puerta del instituto y caminé hasta casa con parsimonia. Solía acompañar a Carolina hasta su casa, de paso hacia la mía, pero busqué una excusa para regresar sola. Mis tíos iban a pasar el fin de semana en la ciudad y temía el momento en el que me encontrase con Dámaso.

Durante los primeros meses que siguieron al verano ensayé en infinidad de ocasiones los reproches que le gritaría a la cara sin importarme quien estuviese delante. Fantaseaba con hacerlo delante de sus padres y verlo enrojecer mientras todos me compadecían. Echar en cara el despotismo de sus manos y sus ojos o el silencio al que me había relegado después de lo ocurrido entre nosotros.

Con el paso del tiempo, esas amargas recriminaciones se fueron diluyendo, quizá por un receloso deseo de hacerlas propias en lugar de ajenas. Temí ahondar en la vergonzante idea que sobrevolaba mi cabeza y por la cual Dámaso no había hecho más que lo que yo le había permitido. Si no hubiese compartido y alentado su mutismo, hubiese sabido a qué atenerme.

A final de año creí haber superado su ausencia, hasta el día en que mi madre me informó de que mis tíos pasarían por la ciudad. Debió ver en mi rostro la desorientación de mis pensamientos, pues me tranquilizó sugiriendo que no tenía por qué ver a Dámaso más de lo necesario. Lo qué no especificó es cuanto consideraba ella necesario.

– Lo a ti te parezca bien, hija. – Fue todo cuanto añadió alimentando a las dudas que corroían mi cabeza.

Llegué a casa sin que el paseo hubiese aclarado ninguno de mis pensamientos. Comí con mis padres sin apenas abrir la boca y me dediqué a ver la televisión, incapaz de continuar con la lectura de “La familia de Pascual Duarte”.

Mi padre había anunciado durante la comida que mis tíos vendrían a tomar café y así fue. Antes de las cinco de la tarde se presentaron en casa, acompañados de mi primo. Los recibí con un nudo en el estómago.

Mi tía alabó lo guapa que me estaba poniendo, como si yo tuviese algún mérito en ello, mientras me daba dos sonoros besos en las mejillas. A continuación, mi tío bromeó sobre mi indumentaria – camiseta desgastada de Nirvana y pantalón vaquero lavado – propia de los bajos fondos, según él, al tiempo que conseguía elogiar mis notas, bien informado por mi padre.

Cuando llegó el momento de saludar a Dámaso me sentí enrojecer y la voz apenas acudió a mi garganta para pronunciar un saludo desvalido. Evité darle los dos besos protocolarios y él hizo lo mismo, pasando directamente al salón detrás de sus padres.

Tomaron asiento y charlaron sin incluirnos a mi primo y a mí en la conversación hasta que, cansada de esa deliberada e incómoda desatención, le recordé a mi madre que había quedado con mis amigas para ir al cine. De inmediato, mi padre sugirió que podría llevarme a Dámaso y mi tío insistió en la idea, pues de lo contrario se iría al hotel a seguir con aquellos estúpidos libros con los que pasaba todo el día perdiendo el tiempo.

– Le vendrá bien salir un poco, que se pasa el día encerrado en su habitación. – Sentenció.

Miré a mi madre con una súplica aterrorizada colgando de la mirada, que tentó a la suerte buscando la complicidad de mi tía, pero mi tío no dio su brazo a torcer y en unos minutos me encontré maldiciendo mientras me cambiaba de ropa en mi habitación.

Odiaba aquella actitud sumisa y artificial de mi primo delante de sus padres y a punto estuve de decírselo en cuanto nos encontramos a solas en el rellano de la escalera, pero él se me adelantó.

– ¿De verdad tenías planeado ir al cine con tus amigas? – En su tono voz ya no había esa apocada monotonía con la que se dirigía a sus progenitores, ahora era mucho más decidido e inflexible.

– Claro que sí – Mentí. Tan solo había sido una posibilidad que habíamos barajado antes de despedirnos a la salida del instituto. Queríamos ver la última de Tom Cruise y estaban a punto de quitarla del cartel.

– Si quieres puedo ir por mi cuenta – Replicó con desdén, como si no se hubiese tragado la mentira.

Sentí un súbito acceso de arrepentimiento y negué con la cabeza mientras pensaba en cómo se lo iba a presentar a mis amigas. Salimos en silencio del portal y no abrimos la boca hasta que hubimos torcido la esquina.

Tenía un millón de preguntas atravesadas en la garganta, pero agradecí que fuera él quien rompiese el silencio. Preguntó dónde había quedado y cuantas eran mis amigas. También, si siempre quedaba con las mismas chicas o también había chicos en mi vida. Detecté cierto sarcasmo en esto último y exageré la respuesta.

– Muchos más de los que piensas. – Me envaré orgullosa mientras torcíamos en la bocacalle que desembocaba en el parque junto a la avenida.

– Me alegra saber que pones en práctica mis enseñanzas. – Respondió resuelto, ameno, sin dar muestra alguna de haber descubierto mi exceso de vanidad.

No pude evitar ruborizarme con su comentario y le observé de reojo, en su rostro se dibujaba una media sonrisa que me era familiar.

– ¿Te has cambiado las gafas? – Lo había notado nada más verle, pero no siempre es mejor el silencio que evidenciar ser un desastre. Y de paso me servía para cambiar de tema. Él asintió y yo continué mintiendo, tratando de hacer desaparecer el sofoco que nacía en mis mejillas. – No lo había notado.

De nuevo aquella sonrisa de medio lado, evocadora de una suficiencia estomagante y al mismo tiempo magnética. Tragué saliva sin conocer los motivos de mi turbación y me alegré de que todas mis amigas estuviesen esperando en el banco del parque donde solíamos quedar.

Les presenté a Dámaso y me adelanté a proponer la idea de ir al cine como si ese fuera ya el propósito de nuestra cita. Respiré aliviada cuando mis amigas me siguieron el juego sin discrepar. También porque hubieran disimulado la sorpresa por el hecho de que yo tuviese un primo, al menos hasta que llegamos al cine.

No fueron más que cuatro paradas de autobús, tiempo suficiente para que asediaran a Dámaso con un sinfín de preguntas, a cada cual más entrometida. Él contestaba con una ausencia serena que las tenía embelesadas y al mismo tiempo se interesó por ellas y deslizó algunas preguntas sobre mí que me hicieron saltar.

– Y yo que pensaba que las marujas eran ellas. – Gruñí volviendo la mirada hacia la ventana del autobús.

Antes de entrar a la sala de cine anuncié que necesitaba ir al cuarto de baño y el resto de las chicas decidió acompañarme mientras Dámaso custodiaba las palomitas.

No habíamos hecho más que dar dos pasos cuando todas a la vez comenzaron a recriminarme que no les hubiese dicho que tenía un primo ni que iba a venir este fin de semana. Un segundo más tarde, reían comentando lo mono, simpático y divertido que era Dámaso.

– ¿Divertido? – Le pregunté a Esther abriendo mucho los ojos. Ni mono, ni simpático, pero si algo no le definía era la palabra divertido.

– Vale, quizá me haya pasado. – Admitió ella sin darle importancia con un gracioso gesto de su mano derecha. – Pero guapo sí que es.

Bufé y me metí a orinar en una de las cabinas sin dejar de escuchar las alabanzas de mis amigas ante la novedad que les había presentado. Esta situación ya la había vivido en el pueblo, pero seguía sin verle la gracia.

Hubiese preferido sentarme en el extremo contrario en el que se sentó Dámaso, pero mis amigas insistieron en que debía sentarme a su lado. A buen seguro se morían de ganas por cambiar mi sitio con el suyo, pero ninguna se atrevió a hacerlo.

Dámaso no dijo nada y ocupamos los asientos poco antes de que empezaran los tráilers. La sala no estaba llena y habíamos escogido la última fila.

– ¿Tom Cruise es tu tipo? – Susurró mi primo con una sonrisa antes de meterse varias palomitas en la boca.

– Yo no tengo tipo. – Refunfuñé.

– Sí que lo tiene. – Murmuró Carolina a mi lado, que había escuchado la pregunta. La fulminé con la mirada, pero la sala estaba tan oscura que dudo que pudiese ver la ira reflejada en mis ojos.

– ¿Ah sí? – Susurró Dámaso un poco más alto en un tono divertido. – ¿Y cuál es ese tipo?

– Los chicos mayores. – Se apresuró a contestar Carolina. Y después añadió con timidez. – El mismo tipo que nos gusta a todas.

– Por favor… – Bufé sin creer lo que escuchaba. – ¿Os podéis callar ya, que va a empezar la película?

– Qué interesante. – Murmuró Dámaso escondiendo una sonrisa en la que apenas se le veían los dientes níveos en la oscuridad.

La película comenzó enseguida y guardamos silencio. Me costó concentrarme en lo que estaba viendo y me removí en el asiento sin encontrar una postura cómoda hasta que hube acabado el cubo de palomitas que compartía con Carolina.

Mi amiga me preguntó si estaba bien y susurró que hacía frío en la sala, sin embargo, una gota de sudor me caía por la espalda y me ahuequé la camiseta estirando del cuello. Coloqué la mano sobre el reposabrazos que tenía a mi izquierda y me topé con la mano de Dámaso. La aparté a toda velocidad y sentí su mirada clavada en mí. No quise mirar y traté de condensar mi atención en la pantalla sin conseguirlo.

Dámaso alargó el brazo y buscó mi mano, apoyada en mi muslo izquierdo. A punto estuve de dar un respingo, pero me contuve por no alertar a mis amigas. Entrelazó sus dedos con los míos sin que yo opusiera resistencia. El tacto de su mano era cálido, sus dedos huesudos me resultaron demasiado familiares y contuve el aliento cuando arrastró mi mano con sigilo hasta su entrepierna.

Con su ayuda, palpé el bulto que ocultaba su bragueta cambiando de postura en el asiento, en un intento de ocultar la posición de mi mano. Dámaso tapó la unión de nuestras manos sobre su paquete con la sudadera que había llevado y se había quitado previamente, como si lo tuviese planeado desde un principio. La sola idea me resultó aberrante y al mismo tiempo provocó que entre mis piernas naciera un anhelo que no lograba explicar.

Incapaz de rebelarme al deseo, acaricié la dureza que colmaba el pantalón de mi primo. Me relamí pensando en lo que allí guardaba y con lo que tantas veces había soñado sin quererlo. Un atisbo de cólera inflamó mi pecho, pero él pareció notarlo a través del vínculo de nuestras extremidades y apretó con fuerza, acariciando toda la extensión de su sexo con la palma de mi mano.

Suspiré y sentí los ojos de Carolina clavados en mí. Imploré para que no bajase la vista y, con un sutil retraimiento de mi mano, traté de hacerle saber a Dámaso que podían vernos. No pareció importarle lo más mínimo, al contrario, sobó su paquete con más determinación y se ayudó de la otra mano para desabrochar los botones de sus pantalones vaqueros mientras mi amiga volvía a fijar la vista en la pantalla.

La tela ligera y suave de sus calzoncillos me permitía sentir con más claridad el grosor de su miembro, que sobresalía por encima de la goma de su ropa interior, alcanzando el abdomen. Rocé su prepucio con las yemas de los dedos y me relamí de nuevo. A mi memoria acudieron imágenes y olores del pasado verano. Creí recuperar el sabor de su sexo en el paladar, en lo que tan solo era un anhelo provocado por alguna artimaña de mi cerebro.

Dámaso trató de dirigir mi mano sobre su entrepierna, pero le ofrecí tanta resistencia como pude con la intención de seguir acariciando su prepucio. Adoraba el tacto aterciopelado de esa parte de su sexo, tanto como él adoraba que las yemas de mis dedos lo mimasen. La prueba fue que gané la batalla y aflojó la presión sobre mi mano.

La película seguía su curso, pero desde hacía un rato ya no escuchaba los diálogos. Permanecía atenta al penumbroso entorno, alerta ante un posible movimiento de Carolina o un suspiro de más de Dámaso. Me vi envuelta en una nube sensorial que acotaba a mis sentidos al espacio más íntimo. Un hormigueo había cobrado forma en el espacio que iba desde mi pecho hasta mis muslos y entre mis piernas empezaba a percibir una humedad creciente.

Me esforcé por detener el incipiente e instintivo balanceo que ya intuía en mis caderas y me concentré tan solo en la lujuriosa energía que recorría mi brazo, conectado a mi primo a través de su sexo, como si este fuese el interruptor que activara mi placer. La saliva acudía a mi garganta en imparables oleadas y un hilo irresoluto de sudor me recorría la espina dorsal.

Sentí que me faltaba el aire e inspiré hondo, atrayendo la mirada de Dámaso. Busqué sus ojos con los míos y los intuí brillantes, lúcidos y divertidos. Estaba disfrutando con aquello tanto o más que yo y eso inflamó mi propio gozo. Un inexplicable hilo de cólera me hizo vibrar en el asiento y quise retirar mi mano de su entrepierna, pero sus dedos hicieron presa sobre los míos con una energía inquebrantable.

Con el pánico pintado en las mejillas ardientes, negué con la cabeza. Fue un gesto ínfimo, casi imperceptible, pero respiré aliviada cuando sentí como su mano aflojaba la presión. Retiré el brazo con excesiva rapidez, lanzando su sudadera por los aires en un alarde de insólita torpeza.

Con la boca abierta la seguí por los aires hasta que la vi caer sobre el respaldo del asiento delantero. Por fortuna, no había nadie allí sentado.

– ¿Qué hacéis? – Preguntó Carolina con los ojos como platos, su mirada clavada en mi rostro arrebolado.

– Nada. – Respondí con un sonido gutural, demasiado alto. Carraspeé en un intento de que mi voz acudiera de nuevo a mi garganta y alguien chistó pidiendo silencio.

– Tenía calor. – Se me adelantó Dámaso en susurro, con una sonrisa amplia y divertida en los labios. Nunca le había visto sonreír de esa manera tan falsa, pero Carolina rio y se dio por convencida con la explicación.

Solté el aire que había guardado en mis pulmones cuando mi amiga volvió a concentrarse en la película. Vislumbré de un rápido vistazo como Dámaso se abrochaba la bragueta, poniendo fin al juego, y sentí un apremiante deseo de detenerle. Algo que florecía en mi pecho me pedía más de aquello que él me daba. Sin embargo, una repentina e inmisericorde ira asoló ese campo florido, dejando tras de sí poco más que angustia.

Dámaso clavó su mirada en mi cuerpo tenso, rígido, como si formase parte de la incómoda butaca donde estaba sentada, pero no le hice el menor caso. Ignoré sus ojos, así como aquella media sonrisa que tanto éxito tenía entre mis amigas, tratando de poner calma en la confusa ebullición que hervía en mi interior.

La película terminó y salí atropellando a mis amigas con la excusa de ir al cuarto de baño. Corrí escalera abajo y, una vez hube alcanzado el aseo, entré en la primera cabina libre que encontré. Respiré hondo procurando calmar el hálito agitado de mis labios. Me observé las manos y resistí la tentación de oler mis dedos de la mano izquierda. Quise convencerme de que no tenía sentido, pero el deseo era titánico y no pude contenerme.

Y allí estaba ese aroma almizclado, a cuero y madera. Tan solo un leve rastro, apenas perceptible, que hizo vibrar mi entrepierna. ¿Qué me ocurría? Me negué a responder a la pregunta, bajé mis pantalones y mis bragas y estreché entre los dedos la yema húmeda que crecía sobre mi vulva. Exhalé un hondo suspiro y me dejé atrapar por las mieles del placer.

Con la espalda apoyada contra la pared y la ropa interior en las rodillas, froté mi clítoris con furia. Una envolvente oscuridad se cernía sobre mí, como si aún no hubiese abandonado la sala de cine. En mi cabeza su sucedían sin cesar los vívidos recuerdos de mi primo en el maizal, su sexo enhiesto, su respiración entrecortada, la tersura de su falo, el color de sus mejillas, el salobre sabor de su esperma. Una caótica sucesión de imágenes que se mezclaban con lo ocurrido minutos antes.

No pude abstraerme de la suavidad de su prepucio y la dureza de su miembro. Descubrí con alarma que el temor a que nos hubiesen sorprendido azuzaba mi creciente excitación. Y de pronto me sobrevino un orgasmo apresurado y abundante que me obligó a doblar el cuerpo hacia delante al tiempo que boqueaba ahogando un hondo gemido.

Con los ojos aún cerrados, tratando de extirpar el gozo de mis dedos, liberé mi vulva y se desveló mi entorno. Las cuatro estrechas paredes de delgado conglomerado azul, la taza blanca del inodoro de dudosa higiene, el suelo de baldosas moteadas a prueba de manchas, todo ello adquirió una dolorosa dimensión real que se tradujo en angustia.

– ¿Raquel? – La voz de Carolina me sacó de mi ensimismamiento y me subí las bragas y los pantalones a toda velocidad – ¿Te encuentras bien?

– Sí. – Respondí algo acelerada. Mi voz me sonó ajena, algo lejana. – Ya salgo.

Me atusé el pelo antes de salir, Carolina estaba junto a los lavamanos.

– ¿Estás bien? – Su cara era de preocupación.

– Me estaba meando mucho, tía. – Respondí sacando una sonrisa de algún lugar inesperado.

La expresión de mi amiga se suavizó y, mientras me lavaba las manos, comentó algo sobre la película que yo no había advertido. Le di la razón y salimos al encuentro de los demás.

El resto de mis amigas charlaba mientras Dámaso ojeaba una revista publicitaria, algo sobre los estrenos de los próximos meses. Levantó la mirada cuando llegamos y esbozó esa media sonrisa tan característica y que, descubrí aturdida, odiaba y adoraba a partes iguales. No se dirigió a mí hasta que nos hubieron servido las hamburguesas después de haber entrado en una conocida franquicia.

– ¿Te has lavado las manos? – Preguntó divertido desde el otro lado de la mesa con un tono demasiado bajo para que las demás lo escucharan, enfrascadas como estaban en dilucidar si Tom Cruise era más guapo que Brad Pitt.

– Con jabón. – Repliqué con fingida dulzura, como si le respondiese a mi padre, a pesar de haber captado el sentido que escondían sus palabras.

Él sonrió y se dirigió a Victoria para pedirle la mostaza. Mi amiga se la ofreció solícita y la conversación giró de manera sorprendente hacia algún suceso ocurrido en el instituto y del que yo no estaba al tanto.

Apenas abrí la boca en toda la cena. Sin embargo, Dámaso se mostró encantador con todas mis amigas, ofreciendo consejos y respuestas como si por unos pocos años de diferencia tuviese el don de la sabiduría absoluta. Mis amigas parecían embelesadas, pero a mí su actitud me resultaba cada vez más irritante.

Poco antes de las doce dejamos el restaurante y, para mi sorpresa, Dámaso se despidió de nosotras con la excusa de que su hotel estaba en la otra dirección. Me sobrevine a una inicial decepción aparentando indiferencia, pero supe que sus ojos habían descubierto esta desilusión pasajera y no pude evitar ruborizarme con enojo.

Apremié a mis amigas para que nos marchásemos, pero ellas dilataron el momento haciendo prometer a Dámaso que al día siguiente vendría con nosotras a tomar algo. De nuevo se activó en mi cabeza esa alerta que me incitaba a escapar a la carrera.

– Venga, dejadle ya en paz. Si quiere venir que venga y sino pues nada. – Grité con excesiva furia.

Mis amigas me miraron sorprendidas y luego se echaron a reír, pero conseguí mi objetivo y le dejaron marchar, después de darle dos besos cada una.

– ¿Pero a ti que te pasa? – Me preguntó Victoria cuando se hubo alejado mi primo.

– Nada. – Contesté con seriedad. – Solo es que estoy cansada.

– ¿Y cómo es que nunca nos habías dicho que tenías un primo tan guapo? – Continuó Carolina.

– Seguro que sí os lo había dicho, pero no os acordáis. – Repliqué a la defensiva. – Además, no es tan guapo.

– Sí que es mono. – Intervino Esther. – Aunque es un poco mayor para mí.

– Eso lo dices porque no te ha tirado los trastos. – Bromeó Carolina.

– Ni a ti – Se apresuró a aclarar Esther, algo picada.

– A ver si me los ha tirado a mí. – Dijo Victoria riendo.

– No os los has tirado a ninguna. – Salté exasperada. – Él es así, un jodido encanto para todas las chicas.

– Bueno, Ra, solo estábamos bromeando. – Habló conciliadora Carolina. – Aunque hay que reconocer que es un chico guapo y simpático. Además, es tu primo, este nos lo puedes dejar a nosotras.

Bufé mientras las demás reían y emprendíamos el camino de vuelta a casa caminando para no tener que esperar al autobús nocturno. Por fortuna, Dámaso no volvió a aparecer en las conversaciones, sin embargo, de mi cabeza no desaparecía lo ocurrido en el cine.

Esa noche me costó conciliar el sueño. Durante un tiempo había deseado volver a encontrarme con mi primo a solas, pero cuando ya me había convencido de que lo ocurrido entre nosotros no había formado parte más que de un juego, Dámaso había reaparecido para reanudarlo. Muchas veces me había repetido ante el espejo que no volvería a estar a solas con él, tantas, que me lo había creído. ¿Y ahora qué? No encontraba la respuesta. Temía que Dámaso volviese a aparecer al día siguiente. Deseaba no volver a verlo y al mismo tiempo anhelaba su contacto. Ambas sensaciones me conducían a un mismo punto de desasosiego del que no lograba deshacerme.

El sueño me alcanzó bien entrada la noche, por fortuna no tenía que madrugar al día siguiente.

Me desperté tarde y pasé la mañana ocupada con los deberes del instituto. Este era mi último año y la presión por sacar buena nota y preparar la selectividad era mayor cada día. Era buena estudiante, pero a costa de esfuerzo y de una rutina que yo misma me imponía.

Al despertar había temido que mi madre me anunciase que mi primo me iba a acompañar para comer, pero respiré con alivio cuando se marcharon sin referirse a él. Me pregunté dónde comería y con quien y casi conseguí engañarme respondiéndome que no me importaba.

A mi tío le iban a dar un premio de alguna asociación de empresarios y la ceremonia iba acompañada de comida, cena y velada. Mis padres los iban a acompañar durante todo el día, así que cuando tuve algo de hambre descongelé una pizza y me di por satisfecha.

Hablé con Carolina a media tarde y quedamos en vernos a las nueve de la noche para salir a tomar algo por el centro de la ciudad. Todas teníamos tareas que estudiar y no podíamos quedar antes. Me interrogó acerca de mi primo y, tras dudar unos segundos, me preguntó si me importaría que intentara liarse con él esa noche. No sé si notó mi azorado titubeó cuando negué con un hilo de voz.

– Quizá haya llegado el momento de saber que les encuentras a los chicos mayores. – Confesó Carolina procurando que en su voz hubiera más mofa que sinceridad, cuando en realidad era lo contrario.

Le dije que tendría que pelear por el con Esther y Victoria, pero a tenor de sus palabras las dos le habían dado vía libre, afirmando que a ellas no les interesaba.

No supe que creer hasta que me encontré con ellas en el mismo banco del parque del día anterior. Las tres venían con una minifalda a cada cual más corta y camisetas ajustadas que realzaban sus figuras. Carolina, además, llevaba unas botas altas de tacón que estilizaban sus piernas, como si aquello le hiciese falta. Era la más alta de las tres, casi tanto como Dámaso. Siempre me había parecido la más guapa de nosotras, con aquellos labios plenos y sus ojos grandes, oscuros. La melena pajiza, ondulada, le caía sobre los hombros como la seda. Caminaba erguida, consciente del poder que su físico provocaba con cuantos se encontraba. A su lado, el resto desaparecíamos como engullidas por un poderoso campo magnético.

Aun así, Esther y Victoria tenían sus encantos. La primera tenía un atractivo ordinario y natural, el de las personas que se saben a salvo dentro de la media. Además, era poseedora de un busto imponente, bien proporcionado, que se empeñaba en ocultar, excepto aquel día. Victoria, por su parte, tenía un rostro dulce y aniñado que contrastaba con un cuerpo de mujer madura. Desde que tuvo la menstruación por primera vez sus caderas se ensancharon como si la naturaleza la hubiera elegido para ser la madre de toda una manada.

En cuanto me vieron me preguntaron por mi primo y parecieron tan decepcionadas cuando les informé de que no sabía nada de él que sentí lástima por ellas. No pude, sin embargo, dejar de sonreír hasta que Carolina habló.

– ¿Vamos al Kubo? – Era uno de los bares a los que siempre íbamos. – Le dije a tu primo que estaríamos allí.

Por supuesto, todas estuvieron de acuerdo. No quisieron perder el tiempo en cenar algo y compartimos unas bolsas de gusanitos y patatas fritas por el camino. Me alegré de haber comido tarde.

Durante el trayecto hablamos de todo y de nada, interrumpiéndonos las unas a las otras, entre risas y bromas. Agradecí el regreso a la normalidad y hasta me permití el lujo de mofarme de su vestuario. Me olvidé de mi primo, al que no creí que volvería a ver ese fin de semana.

La noche era clara cuando llegamos a la zona de bares donde solíamos acudir. Las luces coloridas y chillonas de los locales nos atraían como a las moscas. Un grupo de jóvenes de nuestra edad aulló en nuestra dirección desde la otra acera y reímos la gracia con una mezcla de vergüenza y vanidad. Alcanzamos nuestro objetivo sedientas de una noche de indolente diversión, ignorantes de nuestro pasado y de nuestro futuro, con el presente como única realidad.

Entramos en el bar, que aún estaba medio vacío y varios ojos se volvieron hacia nosotros. Me sentí como el patito feo en medio de mis amigas y lamenté haber escogido pantalones vaqueros en lugar de minifalda. Al menos, la camiseta era tan ajustada que mis pechos podrían haber competido con los de Esther en volumen.

Pedimos algo de beber y bailamos enfrentadas unas a las otras, ajenas al resto de jóvenes que iban poblando el local. La música y mis amigas eran la única certeza del momento.

De pronto, Carolina se detuvo y miró hacia la puerta. A continuación, se acercó hasta mi oído para hablar con la voz llena de excitación.

– Ha venido tu primo.

Giré la cabeza de golpe y allí estaba, alto, con su figura de ademanes desmadejados y el flequillo a punto de taparle los ojos. Las gafas soltaron un destello momentáneo al contacto con el haz de luz proveniente de uno de los focos giratorios del pub. Llevaba unos pantalones vaqueros azules y una camiseta negra básica. Destacaba entre la muchedumbre que comenzaba a llenar el local. Vi como dos chicas jóvenes, de edad aproximada a la suya, le miraban al pasar a su lado y comentaban algo entre ellas que las hizo reír. Lo siguiente que vi es a Carolina acercándose hasta él y plantándole un beso pleno en cada mejilla. Le cogió de la mano y cruzó entre la gente para llegar hasta donde estábamos. Definitivamente, estaba decidida a ligar con él.

Dámaso saludó a mis amigas con dos besos sin acercarse a mí de forma deliberada. Si lo que quería era molestarme lo consiguió, pero decidí no hacérselo notar y seguí bailando, dándole la espalda. Traté de evitar, sin conseguirlo, el agrio sabor que amenazaba con cambiar mi humor. Respiré hondo y me giré dispuesta a afearle el gesto, pero había desaparecido. Esther me informó de que se había ido con Carolina hasta la barra y cuando regresaron traían dos vasos de litro de cerveza para todos.

Bebí un buen trago y resolví que era el momento de olvidar a mi primo. Ahora era un problema de Carolina y no pensaba entrometerme. No teníamos costumbre de beber alcohol y comprobé con asombro que el líquido ingerido de un buen trago había servido para relajar mis músculos y serenar mi mente. Quizá la noche no fuese tan mala, a pesar de todo.

Cuando hubimos terminado las bebidas saltamos a otro bar. Seguimos bebiendo, bailando y riendo e hicimos lo mismo en el siguiente pub. Siempre con Dámaso como centro de atención. No era desde luego el chico timorato y cabizbajo que aparentaba ser. Se defendía en la pista de baile y lo demostró con todas mis amigas, nunca conmigo.

Con el alcohol campando a sus anchas por mis venas y el cerebro abotargado, no pude evitar sentirme desplazada. Conocía esa apremiante sensación de desasosiego, una especie de necesidad de expulsar de mi interior el bullir de un termitero a punto de explotar. Busqué alrededor la compañía de algún joven prometedor, como había hecho en otras ocasiones, como único método de espantar la comezón.

Encontré a un joven alto, de pelo rubio ensortijado y mandíbula cuadrada que me observaba risueño. Le dediqué una sonrisa y a partir de ahí me dejé recorrer con la mirada de ojos claros al ritmo de la música. No era demasiado atractivo, pero había bebido lo suficiente como para no hacerle ascos, más teniendo en cuenta que me encontraba muy sola, con mis amigas flirteando con mi primo como tres urracas peleando por un anillo de plata.

Cuando el chico se acercó resultó tener una voz rotunda y bien modulada con la que me preguntó ni nombre. Respondí a esa y varias preguntas más de cortesía y me invitó a bailar. Desaparecí entre la gente de la pista de baile sin que mis amigas lo notaran.

Mario, que así era como se llamaba el muchacho, no era un buen bailarín. Le faltaba estilo y le sobraba pudor. Me aventajaba en edad, pero no lo demostraba ni con sus gestos ni con sus palabras. Me di cuenta demasiado tarde de que aquella voz grave y armónica carecía de significado. Me tomó las manos con sus manos blandas y se pegó contra mí, aplastando mis pechos contra el suyo. Con el ritmo de la música vibrando en mis entrañas noté el bulto que crecía entre sus piernas. Se frotó contra mí cuerpo con descaro al tiempo que sus labios recorrían mi cuello. Los sentí tibios, lánguidos, incapaces de despegar de mi piel la desazón. Quise retirarme, pero sus dedos hicieron presa entre los míos. Me encontré con su mirada velada entre las tartamudeantes luces y distinguí en ellos el peligro de la irreverencia. Esquivé un beso en los labios y me debatí con furia para liberar mis dedos. Enfrentada a él me disponía a abroncarle cuando me insultó como toda la procacidad con la que fue capaz. “Puta”. La palabra leída en sus labios no hizo más que enardecer mi furia, levanté la mano para soltar un guantazo, pero vi que alguien se interponía entre nosotros. Era Dámaso. Detuvo mi brazo sujetándolo por la muñeca y me arrastró entre la gente, dejando a Mario plantado y sin entender lo que había ocurrido.

La mano de mi primo era cálida, tiraba de mi con determinación y yo me dejaba llevar como si no hubiese ningún otro lugar al que quisiera ir. Salimos a la calle y la brisa fresca de la noche me abofeteó como yo debía haber hecho con aquel idiota. La ira no acudió esta vez a visitarme, ni siquiera cuando Carolina se acercó hasta Dámaso para asirle por la cintura. Aún no había soltado mi mano y advertí que no quería que la soltara. De ese punto de contacto manaba la paz que me había sacado del bar y de las garras de ese idiota.

Dámaso anuncio con solemnidad que era el momento de marcharse a casa. Mis amigas protestaron, decepcionadas, y no pude evitar sentirme culpable. Soltando la mano de mi primo quise apoyarlas, pero se mostró inflexible. Con la autoridad ganada a lo largo de la noche no le costó trabajo convencernos para regresar a casa caminando, un poco de aire limpio nos sentaría bien.

La larga caminata logró espabilarme, pero para cuando llegamos al barrio ninguno de los cinco tenía la más mínima gana de hablar. Ninguna de mis amigas se preguntó porque Dámaso me acompañaba a casa en lugar de volver a su hotel, era mi primo y darían por supuesto que entraba dentro de lo normal. Tampoco yo quise saberlo. Bajo la noche estrellada, se despidieron de él rendidas por el cansancio y la evidencia de la derrota.

Una vez nos hubimos quedado solos en la puerta del portal, le invité a subir a casa como única manera de conocer hasta donde alcanzaba nuestra relación. Él accedió como si no esperase otra cosa. Atravesamos la puerta en el mismo silencio con el que habíamos ocupado el ascensor.

Mis padres aún no habían llegado. Sin encender las luces le llevé hasta mi habitación como si aquella fuese la única elección posible. La cabeza me daba vueltas a pesar del aire del paseo y supe que ya no era debido al alcohol cuando le sentí a escasos centímetros de mí.

Me besó con decisión y acogí sus labios sin titubear. Sentí las piernas temblorosas y me agarré a sus brazos. Los sentí firmes, más voluminosos que la última vez. Cerré los ojos y me abandoné a un beso largo y delicado, tanto tiempo demorado que sentí que alguna pieza encajaba en mi interior.

El bullir inquieto de mis entrañas se solazó con las caricias de sus manos. Desapareció cuando sacó mi camiseta y lo percibí aniquilado cuando mis pantalones cayeron al suelo. Con la misma rapidez me encontré vislumbrando su desnudez. Su falo enhiesto apuntaba en mi dirección y lo aferré con ansia.

Me arrodillé en la penumbra del cuarto y lo engullí con delicadeza, sabedora de que eso era lo que él esperaba. Quería demostrarle cuanto había mejorado. Me deleité con el sabor a cuero de su sexo, con su aroma intenso y almizclado. Era tan duro como lo recordaba, tan grueso y aún más sabroso. Ahora sí tenía con qué compararlo y se me antojó un miembro maravilloso.

Lo chupé con lujuria, haciéndolo desaparecer entre mis labios una y otra, sin detenerme. Dámaso apoyaba sus manos en mi pelo, sin marcarme el ritmo, dejándome hacer. Agradecí el voto de confianza y me esmeré tanto como pude.

Sus leves gemidos me indicaron que había escogido el camino correcto. Sus susurros para que no me detuviera lo confirmaron.

– Qué bien lo haces, Raquel. – Su voz grave, dulce y autoritaria caló entre mis huesos.

Levanté la mirada y me encontré sus ojos lascivos. Rodeé su hinchado y rosado glande con la lengua y lo devoré con fruición. Quise tragarme su verga por completo, pero no fui capaz. Una arcada acudió a mi garganta y la saliva cayó sobre mis muslos. Boqueé en busca de las fuerzas necesarias para continuar y fue él quien hundió su polla en mi garganta. Apretó con fuerza y solté un gorgoteo cercano a la asfixia. Empujé sus muslos y liberó la presión. Jadeó complacido al tiempo que yo volvía a la carga.

– Qué boquita tienes. – Sus dedos se entrelazaron en mi pelo y ladearon mi cabeza. Asiendo su pene me golpeó en repetidas ocasiones con él en la lengua. Después, volvió a meterlo tanto como pudo entre mis labios.

No alcancé a entender el gozo que aquello me produjo. Desprovista de toda voluntad me dejé follar la boca una y otra vez. Mi cuerpo arrodillado había ido a dar contra la pared y Dámaso embestía con fiereza. Temí que descargase su semilla sobre mí al mismo tiempo que anhelaba que lo hiciera. Sin comprender, hundí una mano bajó mis bragas y busqué mi sexo. Una cascada manaba de los pliegues de mi vulva. Pellizqué mi clítoris y cerré los ojos, embriagada por un enorme y complementario placer.

Me masturbé al ritmo de sus embates, hasta que Dámaso se detuvo, liberando mis fauces, a través de las cuales el aire se abrió camino inundando mis pulmones. Quise abalanzarme de nuevo sobre su polla, pero me detuvo con un brazo firme.

– Ponte de pie. – Habló sin titubeos y obedecí de forma mecánica, sin apartar la mirada del brillo lascivo de sus ojos.

Me guio hasta la cama y me hizo tumbar en ella. Un leve temblor sacudió mis músculos mientras Dámaso se deshacía de mis bragas. Sabía lo que iba ocurrir y un leve acceso de pudor tiñó de bochorno mis mejillas. Su sonrisa fue un bálsamo para mi congoja.

Sentí su cuerpo sobre el mío. Sus labios recorriendo mi cuello. Sus manos amasando con ternura mis senos, duros y plenos, pellizcando mis pezones erizados. Mi sexo se abría con lentitud ante el leve empujé de su pene. Apenas mis labios hubieron acogido su glande, sentí morir de gusto. Un placer sin igual inundó mi ser mientras su verga separaba las puertas que daban acceso a mi vagina. Se aposentó entre las paredes de mi húmeda caverna como si llevase allí toda la vida.

Me aferré a su espalda y le mordí en el cuello. Él no pareció advertirlo y su cuerpo se relajó para proseguir con su tarea. Su sexo se movía en mi interior sin adentrarse del todo. Casi con impaciencia, le apremié con un gesto de mis manos en su trasero escaso, pero el gozo era tal que no duró mucho. Me rendí a sus maneras pausadas y a las oleadas de placer que me hacían flojear.

Gemí con fuerza, incapaz de soportar la destrucción de la amargura. La presión de su cuerpo sobre el mío se incrementó y de golpe me encontré con su polla dentro de mí por completo. Jadeé por la impresión, extasiada por el placer. Adiviné una sonrisa en su rostro y me besó antes de repetir la operación. Una embestida detrás de otra comenzó a bombear su sexo contra el mío, con determinación, sin rodeos.

Aspiré el aroma que emanaba de su refinado cuello y cerré los ojos. Jamás había sentido algo similar. Me dejé transportar hacia algún lugar del cosmos creado para tal fin por la unión de nuestros cuerpos sudorosos. Me abracé a él y le atraje hacia mí con ansia. Acalló mis gemidos con un nuevo beso, húmedo e impúdico, sin detener sus embates.

– Tócate. – Me pidió con una voz grave, sobrecogida y autoritaria, que actuó como un haz de leña en mi hoguera.

No hizo falta más para que hundiese mi mano entre mis piernas. Abracé mi clítoris entre las yemas de los dedos y no pude más que soltar un prolongado jadeo. Un instante después, Dámaso se irguió y sujetó mis piernas con las manos. Las levantó en volandas al mismo tiempo que clavaba su verga en mi interior tan hondo que sentí una punzada de dolor. Grité y vi la alarma en su mirada cuando se detuvo.

– No pares. – Susurré aferrada con una mano a las sábanas y con la otra a mi sexo.

Reanudó el baile de sus caderas con cautela. Con habilidad, su sexo abría las paredes de mi vagina sin profundizar. Su rostro congestionado había adquirido un delicioso e impúdico tono rojizo y tras las gafas solo pude ver lascivia y desesperación. Su torso desnudo, lampiño y claro, relucía iluminado por un repentino haz de luz que se coló por la ventana y sentí el deseo de tocarlo. Alcé el brazo, pero no pude más que aferrarme a su brazo nervudo. Atravesada por un gozo superior, induje a mis dedos a un desesperado ejercicio de fricción.

Gemí sin pretenderlo. Gemí sin pausa. Gemí hasta el punto de perder el aliento. Gemí deseando ser suya durante más tiempo del que lo había sido. Gemí complacida por ser el puro objeto de su placer. Gemí colgada de un gozo intransigente y colonial, que invadió cada célula de mi cuerpo.

Me estremecí y temblé con un orgasmo de otra época. Enmudecí y volví a gemir. Jadeé sin consuelo y volví a temblar. Tirité. Ardí en llamas y quise apagar el incendio apretando mi sexo con la mano, pero me encontré, casi con sorpresa, con su polla clavada en mi interior. Abrí los ojos y los volví a cerrar. Me asediaban, tenaces, una oleada tras otra de gozo. Y fui incapaz de detenerlas. Tan solo quise gritar. Y después llorar.

En ese mismo instante, Dámaso se retiró y con un jadeo gutural, entrecortado, derramó su leche sobre mi vientre tenso y pulido. Abrí los ojos para ver cómo se masturbaba, con el rostro contraído en una mueca de placer. Admití, a contracorriente, su atractivo. El flequillo empapado de sudor se pegaba a su frente y cuando hubo terminado se lo apartó con un gesto torpe.

Observé mi barriga, impregnada de sus flujos y contuve el deseo de tocarlos. No pude, sin embargo, evitar relamer mis labios. Un ligero eco de mi orgasmo sacudió mi entrepierna y caí en la cuenta de que seguía con la mano entre las piernas, como si tuviese intención de atrapar esa última sensación. La aparté con pudor al tiempo que Dámaso se tumbaba junto a mí. Los dos mirando al techo, recuperando el aliento.

– ¿Por qué has tardado tanto? – Pregunté al aire, en voz queda.

– Tenía que estar seguro de que no me echarías de menos.

No entendí lo que quería decir, pero no hablé más. Sus labios me hicieron callar. Fue un beso lleno de ternura, que no hizo más que prender la llama del miedo en mi interior. Lo aparté a un lado con recato y él se irguió sobre la cama. Sus ojos brillantes, codiciosos, recorrieron mi cuerpo desnudo y un fuerte rubor me hizo enrojecer.

– Eres muy guapa, Raquel. – Su voz sonó sincera. Sonreí, pero no pude evitar taparme con la colcha como toda respuesta.

Dámaso se levantó y buscó su ropa por la habitación. Se vistió sin pronunciar palabra. A mi cuerpo acudió una sedosa y ondulante sensación que lo recorrió como un vestido que se ajusta con delicada perfección a la piel.

– Será mejor que me vaya – Le escuché decir, su voz envuelta en un halo de neblina.

Oí su voz sin entender y cuando me desperté una luz alegre y leonada entraba a raudales por la ventana de mi habitación. Aún seguía desnuda bajo la sábana y miré alarmada alrededor por si Dámaso siguiese allí. Recordé, entonces, las últimas palabras que le había entendido y supe que se había marchado.

Escuché las voces de mis padres al otro lado de la puerta, hablaban sobre algo ocurrido en la celebración a la que habían acudido la noche anterior. Me levanté de la cama y me vestí de forma apresurada, temiendo que pudieran sorprenderme de esa guisa. Descubrí en mi vientre los restos resecos del semen de Dámaso y maldije por no haberme limpiado anoche.

Todo lo ocurrido me alcanzó de golpe. Las imágenes se sucedieron en mi cabeza, una detrás de otra, vívidas como si estuviesen sucediendo en ese mismo instante. Tuve que sentarme sobre la cama y tapé mi cara con mis manos. ¿Qué había hecho? ¿Qué iba a ocurrir ahora?

No tenía respuestas, pero resolví no recriminar a nadie, ni siquiera a mí misma, por haber perdido la virginidad con mi primo. Había sido una decisión consciente y lógica. De hecho, no había habido otra posible ni más natural. Respiré hondo y me encontré libre de cualquier congoja. Volviese a ver o no a Dámaso, aquello no había hecho más que empezar.

Días de sueños

La futbolista dorada