Capítulo 1
Me llamo Cecilia, tengo 62 años, me veo bastante bien para mi edad y me jubilé recientemente como maestra.
Después de tantos años de trabajo, estoy en una etapa de mi vida donde, si hay algo que me sobra, es tiempo. Vivo sola y mis hijos ya tienen sus propias familias.
Debo confesar que todavía no me he acostumbrado a no tener un horario laboral que me ate, y estoy intentando organizar mi vida y mi tiempo para ver qué cosas, aficiones o pasatiempos disfruto y a cuáles puedo dedicarles mi tiempo.
Algo que siempre me ha apasionado es la actuación, pero debido a las circunstancias de la vida y a que jamás he tenido tiempo suficiente, nunca he podido dedicarme a ello. Era algo que siempre había querido hacer, al menos intentarlo. Así que me apunté a unos cursos de teatro que se imparten en un centro cultural cerca de casa.
Fue una idea excelente porque allí conocí a muchas mujeres de mi edad que están en la misma situación que yo y que buscan en la actuación una forma de escapar de la rutina y disfrutar de un momento agradable.
Si alguien nos viera desde fuera, diría que somos un grupo de viejas chifladas, jaja, pero sanas, que es lo importante.
La mayoría de estas mujeres están jubiladas, y las que no, tienen algún negocio.
Tal es el caso de Victoria, tiene una pequeña granja ecológica y algunos animales en un pueblo cercano, a solo 50 km de aquí. Me contó que es un lugar precioso donde suele cultivar hidropónicamente y tiene infinidad de hierbas aromáticas y especias. También tiene algunas ovejas, una vaca, varios animales pequeños y un par de caballos que pertenecieron a su difunto marido, que era un apasionado de las carreras. Normalmente se queda allí cuatro días a la semana y el resto del tiempo regresa a un apartamento que tiene aquí en la ciudad, los días que tiene clases de teatro. El otro día estaba charlando con ella y otras mujeres sobre la presentación de fin de curso que tenemos que hacer para el centro, donde cada una interpreta un personaje en un solo.
Varias estábamos hablando sobre qué presentar y bla, bla, bla, hasta que finalmente la profesora nos dijo que era hora de terminar. Nos preparamos para irnos porque la clase había terminado. Recogí mis cosas, me despedí de todas y caminé por la acera para coger el autobús en la esquina. Hacía un tiempo horrible y parecía que iba a llover.
Oí que alguien gritaba mi nombre y, al girarme, vi que era Victoria haciéndome señas para que me acercara y diciendo
«Ven que va a empezar a llover. Te llevo a casa».
Corrí a su coche y le di las gracias. Como siempre, no quiso bajar a mi casa a tomar un café porque llegaba tarde, pero acabamos charlando en su coche durante 45 minutos como dos loros, jaja. Justo antes de despedirnos, me dijo:
«Deberías venir a la granja un fin de semana, seguro que te encantaría».
La idea me entusiasmó y decidí ir. Nos despedimos y se fue. Esa noche, mientras cocinaba algo en casa, recibí un mensaje de WhatsApp de Victoria preguntándome si me gustaría ir a la granja el fin de semana siguiente.
Por supuesto, me emocioné muchísimo y le dije que sí, que me encantaba la idea.
Y ella me respondió:
«Genial, así puedo organizarlo todo. Besos y nos vemos pronto».
Pasó la semana, tuvimos un par de clases de teatro, hice mil cosas que hacer en casa y, para ser sincera, me había olvidado por completo de la invitación a la granja hasta el jueves de la clase. Victoria me vio y me dijo que se iba esa noche porque tenía que terminar unos encargos en el campo, pero que me esperaría en el pueblo el viernes y me recogería, que no me preocupara.
Me dijo que llevara ropa cómoda y sencilla —trajes de baño, camisetas, pantalones cortos y otras prendas fáciles de poner— porque seguro que haría calor.
Tal como me dijo, preparé una pequeña maleta con ropa sencilla para tres o cuatro días en el campo. Tomé el autobús temprano a su pueblo y, en cuanto llegué, me estaba esperando con una sonrisa. Fuimos en su camioneta hasta la granja, hablando como si nunca hubiéramos hablado antes. Nos reímos mucho y ya la estaba pasando de maravilla incluso antes de llegar, reíamos como dos adolescentes.
Victoria me enseñó la granja, un lugar precioso lleno de árboles y plantas, con pájaros cantando por todas partes, una casa principal antigua pero hermosamente cuidada, plagada de fotos de caballos de carrera en casi todas las habitaciones. Había una piscina y un par de edificios más, incluyendo el cobertizo, la casa del cuidador y, un poco más lejos, un gran establo.
Todo estaba impecablemente ordenado; todo era antiguo, pero muy bien conservado, y la casa estaba conectada a los demás edificios por un sendero estrecho y muy bonito de losas de piedra.
Durante este paseo por el campo, me presentó a Ramón, el cuidador y administrador de su finca, un hombre bajito de unos 75 años con un rostro increíblemente amable.
Era su empleado de confianza, ya que su marido lo había contratado cuando Ramón aún era un adolescente.
El había pasado casi toda su vida en ese lugar y lo conocía a la perfección. Me lo presentó y dijo
«Este es Ramón, el único que lo sabe todo aquí. Cualquier cosa, cualquier secreto que pueda haber en este lugar… él seguro que lo sabe, jaja».
Nos reímos un rato, y como estaba oscureciendo, fuimos a casa a preparar la cena. Ramón nos trajo huevos que había recogido esa tarde y algunas verduras frescas que Victoria había pedido.
Estábamos charlando y preparando la cena con entusiasmo cuando sonó el teléfono de Victoria en la otra habitación. Fue a contestar, y noté que escuchaba, pero no hablaba, lo que me llamó la atención.
Apareció en la cocina con lágrimas en los ojos, y al verla así, le pregunté qué le pasaba. Me contó que su madre, que vive en lejos, había sido hospitalizada, y que aunque era una mujer muy mayor y se sabía que tenía problemas de salud, creía que no tendría ninguna recaída en lo que quedaba de año.
Cenamos, algo entristecidas por la noticia y casi en silencio, y fue entonces cuando me dijo que tenía que viajar, que no le quedaba otra opción porque su hermana menor la iba a necesitar allá.
Le dije que me parecía perfecto y que pensara en cómo podía ayudarla, si quería que viajara con ella o si simplemente debía regresar a casa sin problemas y volver al campo en otra ocasión.
Me dijo que iba a viajar sola y que no tenía sentido que yo volviera a casa, que me quedara allí y disfrutara todo lo que quisiera porque no había ningún problema, y que Ramón me conseguiría todo lo que necesitara sin ningún inconveniente.
La ayudé a preparar una maleta con ropa para llevar, ya que Ramón la iba a llevar en coche a la ciudad para que tomara el vuelo. Reunimos varias cosas, y una vez que todos los preparativos estuvieron listos, llamó a Ramón para darle algunas instrucciones.
Llegó a la casa, entró, hablaron de organizar cosas y hacer los pedidos para la semana siguiente, charlando de cosas que no entendía.
En un momento dado, Victoria le dijo
«Ceci se va a quedar aquí unos días. Si necesita algo, por favor, Ramón, ayúdala, consíguele todo lo que necesite y trátala como si fuera yo quien estuviera aquí, ¿de acuerdo?».
Ramón asintió, la miró y preguntó lentamente
«Todo… igual que usted, señora ?».
«Exactamente, por favor, sin excepciones» respondió ella con un toque de autoridad.
Nos despedimos con un fuerte abrazo. Le deseé mucha suerte y le mandé saludos a su madre, aunque no la conocía. Se fueron y me quedé sola en la enorme casa.
Al rato, como ya era tarde, me fui a dormir.
Al día siguiente, me desperté a media mañana, había dormido profundamente; no recordaba nada. Me puse ropa cómoda, fui a la cocina y Ramón me había dejado leche fresca, un par de bollos caseros y mermelada para desayunar, así que aproveché y comí como una reina. Después, di un paseo por la finca para despejarme. De camino, me encontré con Ramón, que ya estaba trabajando. Me saludó desde lejos y le devolví el saludo. Seguí caminando hasta el río para ver cómo estaba y, ya que estaba allí, tomar un mate en la inmensa tranquilidad del lugar. El día se me pasó volando. Se notaba que estaba relajada y sin pensar en nada, lo que me puso de muy buen humor. Había caminado, refrescado mis pies en el río, leído y disfrutado de todo. Regresé a casa casi de noche, me duché y me senté a leer un rato y a comer un bocadillo. Entonces oí un suave golpe en la puerta.
Abrí y era Ramón.
Entró y me dijo que ya tenía todo listo, tal como Victoria había dicho, y que cuando yo estuviera lista, me llevaría.
Y añadió
«Por si no le dijo, busque ropa sencilla y cómoda: chanclas, leggins o pantalones cortos».
Lo miré fijamente, completamente confundida. No tenía ni idea de qué iba a enseñarme. Victoria y yo nunca habíamos hablado de eso, pero la curiosidad me pudo y, con toda naturalidad disimulando, respondí
«Vale, estaré lista en 10 minutos».
Se fue, y me quedé con una inmensa curiosidad por saber de qué se trataba todo aquello. Victoria sin duda ocultaba algo que yo desconocía, y la adrenalina y la curiosidad eran más fuertes que cualquier otra cosa.
Me vestí tal como me dijo: chanclas, shorts de licra y una camiseta musculosa holgada. Me miré en el espejo y el atuendo dejaba ver ciertas cosas que poseo.
La musculosa holgada dejaba traslucir un poco mis importantes tetas y sus pezones, entre los leggins y las chancletas se podían observar mis marcadas caderas y ver la blancura de mis largas piernas. En mi opinión, estaba prácticamente desnuda, pero pensé que tal vez se trataba de una excursión nocturna al río o algo así, y no se notarían tanto.
La curiosidad me consumía por dentro, y sentía una emoción que no había experimentado en años.
Diez minutos después, llegó Ramón y partimos. Traía unas toallas grandes en sus manos. Nos pusimos en marcha por el caminito, que lucía aún más hermoso a la luz de la luna. Pasamos por su casita y continuamos.
Me dijo…
“José está listo y todo está preparado. Si quiere, puedo ayudarla un rato al principio”.
Eso me confundió aún más, y permanecí en silencio unos segundos, sin saber qué decir y disimulando la conversación tartamudeé:
«ehh bueno… sí, Ramón como digas».
Llegamos a un edificio que no pude identificar entre los que habíamos visto. Entramos por una pequeña puerta lateral. Había una luz tenue y entramos en una especie de pasillo. Noté un olor persistente, no era fuerte, pero sin duda tenía mucha presencia.
Ese aroma era innegablemente estimulante, debo decir.
De repente, vi unas pequeñas puertas, al lado de una de ellas había una silla. Ramón puso las toallas en la silla y abrió la puerta lentamente.
Me miró y me invitó a entrar. La luz era más tenue que en el pasillo. Entré primero y él me siguió.
Tardé unos segundos en ver con claridad lo que había en la habitación… era José, un caballo enorme.
Ramón se acercó al caballo y le acarició los cuartos traseros. El caballo resopló en señal de aprobación.
Me quedé mirando, hipnotizada, porque no entendía absolutamente nada.
Ramón me miró y me hizo un gesto para que lo acariciara. Me acerqué y le acaricié el lomo hasta llegar a su vientre. José resopló de nuevo y giró la cabeza para mirarnos, y juro por mis hijos que al tocarlo sentí un persistente cosquilleo que recorrió todo mi cuerpo, era como si ese enorme animal transmitiera cierta electricidad, lo cual me gustó, fue sumamente excitante.
«Hágalo otra vez, le gustó. Es un caballo manso y tranquilo».
Lo acaricié de nuevo, y volvió a resoplar, me miraba nuevamente y sentí la misma sensación de antes recorriéndome desde la nuca hasta las piernas, se me puso la piel de gallina… ese enorme animal era atrayente.
Percatándose de esto Ramón me empujó suavemente hacia adelante, acercándome al cuerpo del animal. El caballo giró el cuello y apoyó el hocico contra mi vientre. Ramón me hizo otro gesto para que lo acariciara, entonces tomé la cabeza del caballo con ambas manos, acariciándolo suavemente. El caballo bajó las orejas y presionó la cabeza contra mi cuerpo, y muy despacio, acercó su hocico a mi entrepierna.
“Ajá… sin duda, Ud le gustó, señora. De ahora en adelante, todo será más fácil. “
Fue entonces cuando empecé a comprender de qué se trataba todo esto, y juro que la mezcla de nervios, intriga y curiosidad, la luz tenue, el aroma persistente en el aire, además del aliento cálido de José sobre mi piel… toda esa combinación me excitó enormemente, hasta el punto de sentir cierta humedad entre las piernas, algo que no me había pasado en mucho tiempo.
Pensé
«Esto es una locura», pero ya estaba tan excitada como una adolescente, y lo peor era que, sin saber qué pasaría después, quería continuar a toda costa.
Me encontraba en una habitación con un caballo al lado que me estaba haciendo sentir como una adolescente a la que se la van a coger por primera vez….era realmente una locura.
Ramón me miró y dijo
“Ellos pueden percibir cosas que nosotros no, con su olfato, puede sentirla, y eso es lo que está haciendo ahora mismo.”
Me puse roja de vergüenza, el capataz me estaba diciendo que el caballo se había dado cuenta de que estaba caliente.
Lo miré y, con voz de boluda le dije
«¿En serio?».
Sonrió y me dijo que le acariciara la barriga. Pasé la mano por el borde de su suave y curva barriga y recibí un ligero roce de su hocico contra mis piernas y un breve relincho. Repetí la acción con suavidad, y Ramón señaló debajo de la panza. Miré y vi cómo el inmenso miembro comenzaba a crecer, colgando entre sus patas.
Para entonces, yo ya estaba como drogada y obviamente inconsciente de lo que hacía. Ramón me dijo que con suavidad me arrodillara a su lado, sin dejar de acariciarlo, y me trajo un cojín grande que había preparado. Inconscientemente, me arrodillé.
Vi un enorme cilindro de carne balanceándose a la altura de mi cara, y mis ojos extasiados, no podían apartarse de él.
El olor, que antes era persistente, ahora era aún más fuerte y atrayente.
Volví la cabeza como suplicando a Ramón clemencia y ayuda, y el anciano, que claramente había visto muchas batallas como esta, me miró con ternura, sonrió y dijo:
“No se preocupe Cecilia, todo saldrá bien. No olvidará esto. Yo la cuidaré”
Sus palabras me dieron confianza, y seguí sus instrucciones al pie de la letra.
“Si quiere, quítese la remera y los pantalones cortos para que esté más cómoda. Sí, déjese las chanclas por ahora.”
Obedecí dócilmente sin siquiera darme cuenta de que me estaba desnudando delante de Ramón.
Claro que eso no importaba mucho…
“Con cuidado, empiece a tocarle sus partes íntimas. Gánese su confianza “me dijo.
Lentamente, acaricié su pene en la base, e inmediatamente empezó a crecer, a engrosarse, y a ponerse firme.
La tomé con ambas manos y, acariciándolo suavemente, noté que, además de medir unos 50 cm de largo, tenía el diámetro de mi antebrazo.
Su piel era increíblemente suave, cubierta de venas protuberantes, su temperatura era más cálida de lo imaginable, sus pliegues se desplegaban lentamente, era negra en su base, pero de color rosado de mitad en adelante, su glande como una flor de regadera con cierta aspereza en la punta, y su olor… que a esas alturas estaba justo delante de mí nariz.
Era una verga descomunal, nunca había tenido nada igual en mis manos.
Continué masajeando y tocando a José por todas partes mientras resoplaba continuamente, y yo, a mi vez, humedecía mis partes convirtiéndose en un charco.
No podía creer lo mucho que me excitaba el olor que emanaba de esa polla animal. Me giré para mirar a Ramón, y él me dijo suavemente
«Métala en su boca».
Sin pensarlo ni cuestionar su orden, obedecí y comencé a mamarle la polla como si siempre lo hubiera hecho. La cabeza de su pene era enorme y apenas cabía en mi boca, pero mi deseo y mi lujuria lo dominaban todo. Y entonces sentí que, además de su persistente aroma que me había encantado desde el principio, su sabor fuerte y verdaderamente macho me calentaba casi hasta el límite. Recorrí su cabeza con la lengua, deslicé la punta por su uretra y succioné su pene que no dejaba de moverse. Lo saqué de mi boca y restregué su glande por toda mi cara, mis labios y mis pechos. Estaba enloquecida.
En medio de este frenesí, oí suavemente la voz de Ramón que decía
«Preste atención, porque cuando sienta que José se pone completamente duro, va a empezar a eyacular en ese mismo instante. Y tiene una cantidad considerable de semen, así que decida qué va a hacer porque si la pilla desprevenida, se va a ahogar…».
Con la boca llena de verga, quise responder, pero solo me salió un gemido. Ramón se rió, y sacándome la polla de mi boca, dije
«Vale».
Tal como había dicho el viejo, el animal relinchó al instante, se puso rígido, arqueó el lomo en un par de espasmos, y antes de que pudiera hacer nada de lo que había planeado, sentí un chorro de semen espeso y caliente golpearme la garganta, llenándome la boca.
Antes de que pudiera reaccionar, llegó el segundo chorro, igual de fuerte que el primero, tragué la mayor parte instintivamente, mientras que el resto goteaba por las comisuras de mis labios, haciéndome toser. El semen que cayó me empapó los pechos, e instintivamente saqué el miembro del caballo de mi boca.
En ese momento, llegó el tercer chorro, igual de denso que los anteriores, y este me golpeó de lleno en la cara y la boca, empapándome. Tosí un par de veces, con arcadas, y seguí succionando al caballo frenéticamente.
Su pene comenzó a ablandarse sin perder mucho tamaño, excepto la cabeza, que creció rápidamente hasta un tamaño inimaginable. Ya no cabía en mi boca mientras succionaba y mordía desesperadamente sus bordes. Vi un grueso chorro de semen colgando de su glande y lo atrapé con dos dedos. Automáticamente, puse la otra mano sobre el vientre del animal y, con los dedos cubiertos de semen, abrí las piernas y me froté el clítoris, masturbándome hasta alcanzar un orgasmo devastador.
Solo duró unos segundos, pero grité, retorciéndome con cada espasmo, pensando que moriría allí mismo. Probablemente todo duró unos minutos, pero para mí fue una eternidad.
Quería quedarme y vivir en ese estado, tal como estaba.
La tranquilidad regresó. José comenzó a replegar su inmenso falo y yo comencé a recuperar la consciencia… muy lentamente.
Me vi desnuda, arrodillada ante un caballo, empapada de semen por todo el cuerpo, en un estado postorgásmico digno de una película.
Miré a Ramón como suplicándole clemencia, y lo vi sonreír y darme las toallas. Me ayudó a levantarme y me miró con cierta ternura. Sentí como si mi dignidad hubiera sido desechada. Me sequé lo mejor que pude con las toallas, me vestí y nos fuimos.
El silencio y el pequeño sendero de regreso a la casa parecían interminables. Un torbellino de pensamientos me invadía, incapaz de encontrar explicación a lo sucedido.
En un momento dado, Ramón me puso la mano en el hombro con aire condescendiente, me miró y dijo:
“Estuvo muy bien, Cecilia. No parecía inexperta en absoluto. Le felicito.”
Sabía que necesitaba palabras de aliento para poder asimilar lo sucedido. Y añadió
“No se preocupes, todos los animales están sanos y bajo supervisión veterinaria, con sus vacunas al día. Me alegra que lo haya disfrutado… fue evidente.”
Hice una mueca y dije tontamente
“¿Fui demasiado promiscua? ¿Demasiado desesperada?”
Mirándome, se rió y dijo:
«No más que su amiga, la Jefa».
Los dos nos echamos a reír, y por suerte el caminito de vuelta se hizo mucho más agradable y relajado.