Capítulo 1

Capítulos de la serie:

Tener sexo con desconocidos es una de las travesuras más apasionantes que me encanta vivir. Mi nombre es Esperanza, tengo 29 años, soy bisexual y adoro viajar. Han sido los viajes lo que más me ha permitido gozar del buen sexo. Y claro, descubrir el mundo, tener nuevas experiencias y conocer gente. Aunque a la hora de acostarme con una persona, evito al máximo conocerla.

La semana pasada estuve de visita en Playa del Carmen, en México. Fue un viaje de diez días, financiado con los ahorros de todo un año. Solo alcancé a acostarme con cinco personas en esta ocasión. Fue algo muy emocionante, muy esplendido para el instinto de mi vida sexual activa.

Recuerdo mucho al hombre moreno con quien me acosté la primera noche. Me encantó sentir su pene grueso y largo en mi vagina. Sus penetradas eran fuertes, intensas, despiadadas. Qué más podía esperar de un hombre de vientre marcado y ejercitado. Ese hombre se desfogó como nunca con mi cuerpo. Eran tan fuertes sus penetradas, que yo me agarraba de las almohadas como si fueran mi tabla de salvación.

—¡Pero qué machote! ¡Qué machote!—le decía—. ¿Cuántas mujeres habrán tenido la suerte de follar contigo? Vamos, respóndeme, cariño, respóndeme.

—No lo sé exactamente. Con muchas. Por lo menos un centenar.

—¡Wow! Qué emoción. Ahora soy una más en tu historial.

—Por supuesto.

Con miradas de ternura lo iba provocando, cada vez que podía. Y es que ese hombre me estaba dando tan fuerte que mis ojos se tornaban blancos con frecuencia. Cuando lograba volver a contemplar la realidad, mi campo de visión se llenaba de estrellitas. Era fantástico estar bajo el dominio de ese hombre. Su nombre era, o bueno es, Sergio. Ahora se convertía en uno más en mi lista de tener sexo con desconocidos.

Llegó un momento tan intenso de sus penetradas que no pude aguantar más. Liberé unos gemidos de placer intensos, demostrando que me había derrotado. Sergio tuvo misericordia de mí y suspendió sus penetradas. Pero una vez fuera su pene de mi vagina comenzó a pajearse. Se sacudía su verga con fuerza, con gran agilidad, como si pronto fuese a eyacular.

Pero no fue así. De hecho necesitó mucha más estimulación. Yo me senté en la cama y decidí apropiarme de su pene. Asumí la labor de hacerle la paja. Al principio al mismo ritmo de él, pero luego fui suavizando. Jalaba su prepucio hasta el fondo, desnudando por completo su glande.

—Qué delicioso Esperanza—me dijo—. Me encantan esas miradas que me lanzas.

—Siempre hay que dejar que el amor florezca en el sexo. Incluso cuando se trata de sexo con desconocidos.

—Me encanta ese masaje que me estás dando. Sabes muy bien cómo hacerle la paja a un hombre.

—¿Te estás conteniendo? A este ritmo hace rato ya hubieses eyaculado.

Sergio me respondió que se sentía un poco nervioso. Y era eso lo que se traducía en la rigidez de su pene. Me dijo que no acostumbraba a tener sexo con extraños con mucha frecuencia. Prefería las relaciones donde había un tiempo prudente para conocerse. Se notaba que era todo un caballero.

Más tarde me confesó que era la primera vez que se acostaba con una mujer que apenas conocía desde hacía dos horas. Sí, solo dos horas habían pasado desde que nos conocimos. Nuestro contacto se dio en el mismo bar del hotel. Y ahora él y yo estábamos follando en la cama de mi habitación. Sería una noche muy excitante para ambos.

Como amante, Sergio era todo un campeón. Durante nuestro primer momento de sexo experimentamos distintas poses. Jugamos a la posición de “El Cuatro”, “El misionero”, “La cucharita” y “La vaquera”. Aunque la posición que más me gustó fue la inicial, cuando empezamos en el baño. Mis nalgas estaban sentadas sobre el tocador del lavamanos, mientras él permanecía de pie.

—Esta es mi pose favorita—me dijo—. Aquí es donde más destreza tengo.

—Cuando tengo sexo así de casual yo acepto lo que sea—le respondí—. Si tú estás a gusto, yo también lo estaré.

Mis piernas estaban abiertas, en posición mariposa. Yo mantenía el equilibrio de la pose sosteniendo mis manos en el tocador. A veces, sus movimientos eran tan bruscos que mis brazos se doblaban y realizaban contacto con el espejo. En realidad estaba en una posición muy cómoda.

—Vamos, querido, ¡dame con toda tu potencia!—dije yo, animándolo—. Penétrame con total potencia, deja que ese penesote hermoso me viole.

—Si así lo quieres. Pero ten cuidado, si llega a dolerte, me avisas.

—De acuerdo.

—Entonces allá voy.

Sergio protagonizó entonces un ataque frenético y sin misericordia de penetradas. Actuó con tanta determinación, que no tardé en inclinar mi cabeza hacía el techo. Mis ojos pasaron de inmediato al blanco total, mientras gemía sin contenerme. El sonido de su piel realizando contacto con mis nalgas era deleitante.

Lo que más me fascina de tener sexo con desconocidos es el poder controlar a una persona. Yo estaba súper maravillada de lo que estaba viviendo. Sentía que mi amante de turno estaba bajo mi dominio. Aunque Sergio me estaba penetrando con toda su potencia, yo sentía estar encima de él. Esa actitud agresiva era fruto de mi rápida manipulación sobre su mente.

Lo estaba usando a él como si fuese un objeto sexual. Un objeto sexual de carne y hueso, que elegí a mi gusto en un bar. Solo tenía que susurrarle dulces palabras y entregarme casi “indefensa” para disfrutar de ese hombre.

—¡Sigue, campeón, sigue!

—Parece que fueras insaciable, Esperanza. Tendré que bajar un poco la marcha.

—No, sigue, sigue. Yo sé que tú puedes.

Unos minutos más tarde, abandonamos el baño y nos fuimos a la cama. Aquella habitación sería testigo de más encuentros íntimos de igual intensidad. Como lo dije, tendría cinco oportunidades de tener sexo con personas no conocidas en mi aventura en Playa del Carmen.

Sergio era solo el primero de los dos hombres con los que me acosté. Las otras tres personas serían mujeres. No puedo decir con cuál de ellos o ellas gocé más o gocé menos. El solo hecho de tener sexo con un alguien que recién conozco, me excita tremendamente. Es algo que incluso me deleita más que un orgasmo. Es una fantasía que exalta a todo mí ser.

Esa noche con Sergio pude comprobar una vez más que hacerle una paja a un hombre es del todo distinto a masturbar a una mujer. Bueno, eso es más que obvio. Al final logré que mi amante de turno alcanzará su primer orgasmo gracias a un pequeño truco. En ese momento, él se encontraba de rodillas, en la cama. Yo lo miré a los ojos con ternura y le sonreí. Los dos éramos conscientes de cómo se alargaba la llegada de su placer.

Entonces le dije que me diera unos segundos. Me levanté de la cama y fui hasta el armario de mi habitación. Busqué en uno de mis bolsos un tubo de gel lubricante, de los que siempre llevó conmigo para satisfacerme en mis viajes. Aunque por lo general suelo comprar también para darme gusto cuando estoy casa. O con mis amantes de turno.

Entonces volví a la cama y abrí la tapa del gel lubricante. Derramé sobre el pene de Sergio una buena porción de gel. Y solo entonces retomé la labor de hacerle la paja a este hombre. Mi mano, humectada con el gel, se deslizaba con facilidad en torno a su pene. Su prepucio llegaba hasta el fondo con suavidad. Era como si mi mano estuviese aceitada con un gel transparente y de dulce olor.

—¡Wow! Esto no me lo esperaba—dijo Sergio.

—¿Nunca te habías atrevido a hacerte una paja con lubricante?

—Sí, algunas veces lo he hecho con mis parejas. Pero ese lubricante es único. Es muy líquido, muy aceitoso.

—Sabía que te iba a encantar.

Hacer una paja con un lubricante siempre garantiza una eyaculación rápida. Por lo menos así me ha sucedido con los lubricantes que uso. Sé muy bien que Sergio hizo el esfuerzo de contenerse. Hubiese eyaculado al cabo de treinta segundos del masaje que le estaba dando a su pene. Pero él se resistió para disfrutar del efecto del lubricante.

Al final, conquistó su orgasmo y liberó su chorro caliente de semen. Aquella descarga de semen fue contenida por mis pechos. Yo sabía que eso iba a pasar. Yo de hecho estaba en una posición ideal para recibir esa descarga. Ya que él continuaba de rodillas en la cama, mientras yo estaba sentada. Así que cuando llegó al placer, mis senos y mi vientre actuaron como muralla.

—Gracias por esta paja, Esperanza. Eres muy buena en esto del sexo.

—Hacerle una paja a un hombre, así como la que acabo de hacerte, me excita muchísimo. Me siento como una puta, cumpliendo con una tarea.

—Vaya, que grosera eres. Para tener un rostro tan tierno, no pensé que usaras palabras así.

—También es rico usar groserías mientras te comes a alguien. Mientras follas con alguien. ¿No lo crees?

—Tienes razón.

Fue una noche sensacional con Sergio. Aunque no fue del todo una noche. Estuvo conmigo dos horas más. Tuvimos otro round de sexo y luego permanecimos viendo televisión. Pedimos unas hamburguesas al servicio del hotel. Y más tarde, casi a eso de las once, dijo que se marchaba. Tenía sus propios planes para el día siguiente.

Los dos sabíamos que lo que acabábamos de vivir era sexo sin compromiso del puro. Si nos volvíamos a encontrar en el ascensor o en la piscina del hotel, nos reconoceríamos y nos saludaríamos. Pero con seguridad sabíamos que no volveríamos a la cama. Ya no era necesario, ya nos habíamos dado gusto.

De modo que esa misma noche, mientras me dormía, acepté mi nueva misión. Ahora tendría que usar mi francotiradora sexual para elegir a un nuevo amante. O una nueva amante. De hecho, decidí que, para darme gusto, lo mejor sería elegir a una mujer. Quería algo distinto a una noche que acabará con el hacerle una paja a un hombre. Y así sería.

A la mañana siguiente, estuve de visita a la Pirámide de Chichen Itza. Era una visita que ya había estado planificada desde mucho antes. Yo había contratado el servicio antes de viajar. Por lo que, a eso de la ocho de la mañana, una furgoneta blanca me recogió en la puerta del hotel.

—¿Eres Esperanza Ramírez?—me preguntó la encargada turística.

—Sí, así es—contesté—. Por lo que veo soy la última persona a la que vienen a recoger.

—Sí, nos marchamos de inmediato a conocer la gran pirámide.

Aunque la guía turística era una mujer atractiva, no fue a ella a la que elegí. Fue bastante fácil elegir a mi nueva amante entre las tantas fotógrafas aficionadas. Yo tengo un tacto, una intuición desarrollada para saber escoger a mis amantes. A veces me siento como una leona. Me parece que me convierto en una depredadora que estudia muy bien a su presa.

—Hola, muy buenas tardes—le dije a mi elegida—. Me ayudas a tomarme una foto.

—Sí, con mucho gusto—respondió ella.

—Muchas gracias. Es que en esto de viajar sola… no me gustan mucho las selfies.

—Oh, también eres de las que viaja sola.

Y así, con una simple foto inició nuestra relación casual. Ella era una mujer de cabello castaño y ojos marrones. Su piel era de color más bien blanco, casi tan blanca como la mía. Tenía una buena estatura, aunque no igual de alta que yo. Era bastante hermosa, se ajustaba a lo que deseaba. Su nombre era, o bueno es, Paula.

Al verla sin compañía, sentada en medio del césped verde, entendí que era una viajera solitaria. Unas siete horas más tarde, las dos nos encontrábamos en la habitación de mi hotel. Ya había caído en mis tiernas redes. Para mí fue un logro igual de sencillo a la fascinante paja que le otorgué a Sergio. Curiosamente, usé este mismo tema sobre el hacerle una paja a un hombre para hablar de sexo con ella. Ocurrió mientras almorzábamos. Fue muy fácil hacer referencia a esa cuestión. Vi al primer hombre atractivo del restaurante y le dije que lo observara.

—Está divino ese muchacho. Está muy hermoso… está como para darle un cariñito. Con gusto me atrevería a hacerle una paja bien buena a su pene.

—¿Lo dices en serio?—me preguntó Paula sorprendida—. Así eres de impulsiva.

—Bueno, es que hace algunos días que no tengo buen sexo. Suelo tener esos deseos así de fuertes en periodos de abstinencia.

El resto de tarde me dediqué a lanzarle miradas provocadoras y guiños ocasionales. No me importaba si Paula era heterosexual, lesbiana o bisexual. Yo sabía que solo tenía que irla domesticando, atrayéndola a mi mundo. Sabía que al final cedería y aceptaría con gusto tener sexo conmigo. Con esa estrategia, como en otras tantas ocasiones con otras mujeres, conseguí lo que buscaba.

De todos mis juguetes sexuales, el que Paula más disfrutó fue el de las esposas. Sentirse neutralizada por mí, sazonó la experiencia del sexo enormemente. Esposé sus manos detrás de su espalda, antes de comenzar a hacerle sexo oral. Y entonces, con total pasión, me dediqué a besar su vagina.

Bajo sus nalgas teníamos una de las toallas blancas del hotel. Así, garantizábamos que en caso de que tuviese un squirt, no mojara la cama. Las piernas de Paula, mientras estuve dándole sexo oral, se mantuvieron en posición mariposa. Mis lamidas iniciaron con una intensidad suave, como si me estuviese besando con su boca.

Paula se sintió fascinada por ese beso. Me exigía con frecuencia que me centrara en su clítoris. Y yo la complacía con la mejor técnica que conozco: describir circulitos con la lengua. Le estuve practicando sexo oral, hasta que ella alcanzó un orgasmo intenso y profundo. En ello había influido también el gel lubricante que derrame sobre su clítoris.

—¿Te encantó?—le pregunté tras sentarme al borde de la cama.

—Sí, estuvo delicioso.

—Todavía tengo mucho más para darte.

—Por ahora libérame de las esposas.

—¿Te sentiste incomoda de tener las manos tras de ti?

—No para nada, pero ahora quiero sentirme libre del todo. Tan libre como el placer que acabas de darme.

Paula se movió en la cama, quedando bocabajo. Así, pude contemplar sus grandes nalgas. Eran unas nalgas blancas, redondas, vigorosas. En su nalga derecha tenía una diminuta mancha de nacimiento, como un charquito de café. Antes de quitarle las esposas, decidí abrir esas nalgas provocativas para fijarme en su ano, en su culito.

—Dame unos segundos Paula—dije—. Solo un gustico que quiero darme.

Entonces, aún con sus nalgas abiertas con mis manos, hundí mi lengua en su ano. Durante el siguiente minuto estuve degustándome ese culito. La excitación seguía en aumento. Y hubiese continuado de no ser porque me apiadé de ella. Sabía que necesitaba estar libre.

Tomé las llavecitas junto a la mesita de noche y la liberé. Rápidamente, como un preso que aprovecha la oportunidad de fugarse, Paula se sentó en la cama. Y entonces, de manera inesperada se acercó a mí para besarme. Se lanzó hambrienta hacía mí, obligándome a derrumbarme sobre el suave colchón.

Ahí estuvimos besándonos mientras ella me manoseaba. Ella estaba encima de mí, tocando con fuerza mis tetas. Al final, dejó de besarme, pero no por ello me dejó libre. Sus dos manos estaban descargadas sobre mis brazos. Yo miré su rostro como si fuese una diosa, mirando a una subordinada.

—Abre tu boca—me ordenó, imponente, sin anular mi sometimiento—. ¡Abre la boca, querida Esperanza!

Yo obedecí, presintiendo lo que ella quería hacer. Abrí mi boca y saqué mi lengua. Entonces ella, colocó sus labios como si fuese a dar un beso. Pero en realidad lo que hizo fue empujar un poquito de saliva. La saliva burbujeante se asomó a sus labios y allí estuvo durante unos segundos.

Era evidente que se estaba deleitando al retener su saliva con sus labios así. Pero un momento después, dejó que la gota de saliva escapara de su boca. Dicha gota cayó sobre mí lengua, mientras en mi rostro apareció una sonrisa. Paula aún me tenía sometida, presionando con fuerza mis brazos.

—Espero te haya gustado. Ahora soy yo la que te da ese placer—dijo.

—Claro que sí, cariño, claro que sí.

—¿Qué vamos hacer ahora?

—Seguir gozando, querida Paula, ¡seguir gozando!

El gesto de escupir sobre mi boca lo había hecho yo a ella primero. Lo habíamos realizado cuando estábamos en la tina del baño. Fue esa tina donde vivimos nuestra segunda etapa de gran intimidad. Y es que tras llegar al hotel y entrar a mi habitación decidimos darnos un baño juntas.

Para ese momento, yo había logrado despertar por completo el deseo sexual de ella. Mis miradas provocadoras a lo largo de la tarde habían dado fruto. La química sexual y la ansiedad por tener sexo latían fuertemente. Las dos sabíamos que solo necesitamos un espacio para desnudarnos y entregarnos.

Cuando cerramos la puerta de la habitación estábamos dominadas por un mismo sentimiento de lujuria. Lo curioso es que los dedos de nuestras manos se entrelazaron como si fuésemos niñas. Las dos dimos unos saltitos de felicidad, mientras decíamos: “sí, sí, sí”. Y cuando dejamos de saltar, le di un besito en su boca.

Luego, con mi mano derecha la arrastré hacía el interior del baño. Fue ahí donde comenzamos a besarnos y besarnos. Estábamos sincronizadas, sabíamos que no pasaríamos a la acción tan rápido. La pasión de besarnos se prolongó un durante rato. Tanto así que llegó un momento en que ella decidió sentarse sobre la tapa del sanitario.

—Ven, Esperanza—dijo—. Siéntate sobre sus piernas. Así quedaremos más cómodas.

—De acuerdo, cariño. Qué besos tan ricos, Paula. Me encantan tus labios.

—Eres una mujer ardiente. Me ha sido imposible resistirme a tu deseo.

—Tengo mucho por enseñarte, corazón.

Hasta ese momento aún nos encontrábamos vestidas con nuestras ropas de turistas. Estar sentadas sobre el sanitario nos permitió comenzar a desnudarnos. Ella jaló mi camiseta, obligándome a extender mis brazos hacía arriba. Luego yo hice lo mismo con ella. Justo en ese momento aproveché para hacer algo que siempre me encanta.

Me fijé en sus axilas, depiladas y hermosas. Antes de que comenzará a bajar sus brazos, rocé las yemas de mis dedos índices sobre éstas. Le sonreí y creó que ella captó lo que significaba ese gesto. Es decir, percibí que ella me vio atenta, contemplando sus axilas. Y antes de que pudiera decir algo, yo decidí volver a besarla.

Sin detener nuestros besos, seguimos desnudándonos, con rapidez, con ansiedad. Sabíamos que teníamos que aprovechar esa química que desafiaba a todos los prejuicios. Las dos entendíamos que debíamos aceptar esa fuerza poderosa, casi cósmica. El sexo nos unía, nos unificaba, nos concedía un amor puro y cómplice, intenso.

—Ven, vamos a ducharnos—dije—. Es hora de refrescar nuestros cuerpos.

—Claro que sí, amor mío.

Que Paula hubiese dicho “amor mío” de ese modo tan natural, me llenó de orgullo. Y ahora que estábamos bajo la ducha ese amor se potenciaba. Yo coloqué mis codos encima de sus hombros para entrelazar mis manos tras su nuca. Ella mientras tanto decidió agarrar mis nalgas y empujarlas contra su cuerpo.

Durante largo tiempo la tuve así, prisionera con mis brazos sobre sus hombros. La lluvia de la ducha nos humedecía, nos refrescaba. La temperatura tibia era fascinante. Paula se dedicó a manosearme, a acariciar mis tetas, mi vagina. A veces ubicaba sus manos en mi cintura y eso era algo que me emocionaba.

Nuestros besos seguían estimulando las palpitaciones de nuestros corazones. Mi corazón latía con fuerza, liberando adrenalina y dopamina. Nos besábamos con los ojos cerrados, dejando que la oscuridad estimulara nuestras sensaciones. Luego llegó un momento en que decidimos darnos una pausa.

—¿Con cuantas mujeres te has besado en tu vida?—me preguntó.

—Con muchas, Paula. Tantas que ya perdí la cuenta. ¿Y tú?

—Eres la sexta. Cómo te dije hace unas horas no me considero lesbiana ni bisexual.

—Pero por la forma que me besas, estás disfrutando de este encuentro.

—Por supuesto que sí.

Paula y yo comenzamos a bañarnos. Usamos los jabones pequeños del hotel y compartimos mi champú. Bañarnos la una a la otra me resultó muy delicioso. Siempre me ha resultado fantástico vivir el amor de esta manera. Darse el gusto de bañar a otra persona, de asearla como si fuese tu propio cuerpo, es muy provocador.

Incluso, al cabo de un rato comenzamos a jugar como niñas. Usamos la espuma para jugar como si fuese nieve. Fue un juego atrevido e infantil, que no duró mucho. Cuando abandonamos ese juego, seguimos eliminando los restos de jabón y espuma.

En cierto momento, Paula se agachó para enjuagar mis piernas. Y luego, sorpresivamente, desde esa posición, se lanzó contra mi vagina. Aproximó con rapidez su boca a mi vagina para darme un beso. Fue algo excitante, fascinante y muy impresionante.

Yo alcancé a sobresaltarme, como si hubiese sufrido un escalofrío. Pero tras ese ataque sexual, ella le dio un beso a mis labios vaginales antes de retirar su boca. Me miró desde esa posición agachada durante un segundo, mordiendo sus propios labios.

—Quería saber cómo ibas a reaccionar—dijo—. Por tu sonrisita está claro que no te lo esperabas.

—Claro que no, querida. Aunque si quieres, con gusto dejó que me deleites con el sexo oral.

—Sí, pero lo hacemos aquí mismo. Ven, acuéstate en el suelo.

Paula tomó el grifo de la ducha y lo cerró. Obedeciendo a su petición, me acosté en el suelo y dejé en exhibición mi vagina. Ubiqué mis manos detrás de mis rodillas, para agarrar y mantener mis piernas abiertas. Mi cuerpo se encontraba cómodo en esa posición. El espacio de la ducha, no es que fuese muy grande para las dos, pero cabíamos muy bien. Era una especie de cuadrado de unos dos metros de largo y dos de ancho.