Capítulo 12

El padre Ángel XII

Solté mi toalla y desnudo me acerqué a reunirme con las chicas que se estaban enjabonando entre risas y allí terminamos de abrazarnos y de ducharnos. Ladinamente se deslizaron hasta caer de rodillas en la amplia ducha. Me miraron fijo a los ojos con esa cara de vicio que solamente ellas sabían esgrimir, acercaron sus bocas a mi polla y me pidieron permiso para rezar. Me hicieron una de las mejores mamadas que en la vida había recibido mientras ellas rozaban sus cuerpos y juntaban sus bocas en un lascivo beso blanco.

Juntas y felices, las dos amigas se despidieron de mí, con unos sonoros y dulces besos.

  • Bajad por la escalera sin armar mucho jaleo. ¿Entendido? – les advertí antes de abrir la puerta.
  • Vale, pero llámenos pronto, padre, esto ha sido fantástico. – dijo Macarena, mientras su amiga le sobaba el culo.
  • Eso llámenos. – dijo la otra.
  • Bueno, ya veremos, creo que ya habéis cumplido penitencia para una temporada.

Estampé mis manos en ambos culos y les guiñé un ojo apremiándolas a salir, para no seguir tentándome ante esos armoniosos cuerpos juveniles. Las despaché meditando de nuevo ante esta nueva aventura que acababa de vivir con ellas y lo arriesgado que era dejarme llevar por la pasión y el pecado.

Esperé a que las chicas desaparecieran escaleras abajo, miré mi reloj y bajé a cenar pues ya era casi la hora.

Entré y fui a la barra, ahí estaba Luis, le pedí un vino y departí un momento con él las novedades de la jornada, aunque claro, no le conté lo que realmente había vivido en ese día.

Aquel hombre irradiaba bondad y charlando con él, yo me sentía mal, porque confiaba ciegamente en mi y no dejaba de repetírmelo, haciendo que quisiera arder en el infierno.

  • Le debo mucho padre Ángel. – me decía mientras pasaba una bayeta por la barra.
  • ¿Yo?
  • Si, es un buen hombre, que sabe siempre donde tender una mano. Usted es el que ha hecho que nuestro matrimonio se reflote y que yo me centre en lo importante… María.
  • Claro que sí y ella te quiere muchísimo.
  • Lo sé y desde que ha hablado con usted, no ha perdido la esperanza de ser madre y yo con eso soy el hombre más feliz del mundo.
  • Pero yo no hago nada, aunque me alegro de que os vaya tan bien.
  • Si, padre, no sé cómo, pero consigue que nuestras almas se encaucen y no vivan en el pecado… usted es un ejemplo a seguir y un hombre bondadoso y caritativo.

Esas palabras eran como puñaladas en mi conciencia, porque aquel hombre me ponía por las nubes, con toda su buena fe, con toda su confianza mientras que yo… estaba más decidido a alejarme de Sevilla y pasarme una temporada con don Manuel en Roma, quizás de esa manera me olvidaría de todo, especialmente de esas mujeres que me tentaban cada día.

De pronto apareció María en el bar y todos mis propósitos se derrumbaron como un castillo de naipes. Estaba impresionante, con una camiseta súper ajustada y esos vaqueros que le quedaban de fábula. Estaba realmente espectacular, como si fuera una chiquilla.

  • Hola, padre – dijo con una sonrisa que sólo yo supe interpretar.
  • Hola, hija. – repetí yo admirando ese culazo mientras ella se encaminaba hacia la cocina.
  • Siéntese en su mesa, padre que ahora estoy con usted. – me dijo ella con su resplandeciente sonrisa.

¿Cómo podría renunciar a ese pecado? ¿Cómo podría borrarlo de mi mente si cada día era peor al anterior? ¿o debía decir mejor?

Me senté en mi mesa y esperé como ella me había pedido, llegando al poco rato con la sopera. Al agacharse al servirme un plato de sopa sus tetas parecían querer salirse de ese pequeño top y ella se dio cuenta.

  • Tranquilo padre, tranquilo. – dijo pícaramente.

Mi polla empezaba a dar síntomas de querer y eso que había trabajado a destajo. María se mordió el labio, recogió la sopera y se dio la vuelta.

  1. Si quiere más, no tiene más que pedirlo. – añadió con toda su mala intención y salió meneando el culo con un ritmo exagerado.

Cené, casi atragantándome, pensando en el culo de María cada vez que pasaba delante de mí o en los cuerpos de las dos criaturas que esa tarde había poseído. Pensaba que si no hubiera sido cura, no estaría lamentándome. Yo era un hombre joven, más o menos de su misma edad. Yo tenía entonces veintisiete años y ellas un poco menos, incluso María, algo mayor apenas me sacaba tres años, pero claro en su caso, era una mujer casada, aunque le ponía por un lado más pecado y por otro… más morbo.

Tras cenar y observar ese trasero de María o sus tetas casi en mi cara entre plato y plato, como hacía una noche preciosa decidí salir a la terraza a tomar mi café y mi copa. Prendí mi Farías y observé a la gente pasar, especialmente a las chicas jóvenes, con sus minifaldas, sus espaldas al aire y es que es lo que tiene Sevilla en verano, que uno se distrae continuamente…

Al poco Luis se sentó a mi lado en la otra silla.

  • Que buena noche. – dijo el hombre encendiendo un cigarrillo, mientras María debía estar recogiendo el bar.
  • Ya lo creo, hijo. Espectacular. – añadí mirando de reojo el culito de una chica con unos pequeños shorts.
  • Padre, quería preguntarle algo, si me permite…
  • Claro hijo, dime.
  • Verá padre, no es fácil. María y yo sabemos que no podemos tener hijos y la verdad eso nos impide hacer el amor.
  • Pero ¿por qué dices eso hijo?
  • Pues el acto solo debe de ser para procrear, si no es así, es pecado. ¿No es cierto?
  • Tienes razón en lo que dices hijo, pero sólo en parte. En la vida no todo es blanco o negro. El acto sexual en la pareja es necesario, ya sea para procrear o para mantener el matrimonio.
  • Si, claro, pero hacerlo tanto…
  • En vuestro caso está más que justificado queriendo ir a buscar a vuestro retoño…

Yo le di un buen trago a la copa pensando en que ese hombre tenía algún problema para que su esposa pudiera concebir un bebé, pero intentaba animarle.

  • Entonces, ¿no es pecado? Eso me insiste María…
  • Claro que no lo es y menos con una mujer como María…

El hombre arqueó las cejas y yo creía haber metido la pata, pero lo arreglé diciendo:

  • Mira hijo, fisiológicamente es necesario, , tanto para el cuerpo como para la mente y vosotros sois muy jóvenes. ¿Qué edad tenéis?
  • Yo tengo treinta y dos, para treinta y tres. María treinta recién cumplidos.
  • ¿Ves hijo, a lo que me refiero? No podéis condenaros a una vida sin sexo.
  • Eso es lo que me dice ella, pero como llevamos años intentando traer a un niño al mundo, es que parece que estamos pecando en el sexto mandamiento.
  • En absoluto, Luis.
  • De verdad padre que me ha hecho usted un gran favor, yo no sabía que hacer, ya sabe que soy muy religioso y creía que estaba obrando correctamente.
  • Y lo haces hijo, lo haces, pero obras igual de bien cumpliendo con tus deberes como esposo, tú mujer te lo agradecerá. Tendréis que hablarlo entre vosotros y tomar una decisión correcta. Pero yo te aconsejo mantener la vida sexual correcta y saludable.
  • Muchas gracias, padre, hoy le invito al completo.
  • No, hijo, no hace falta.
  • Insisto.
  • Muchas gracias, entonces.
  • ¿Ve cómo es usted un santo?
  • ¿Yo?
  • Pues sí, sabe dar consejo en el momento oportuno, con criterio… siendo usted tan joven.
  • Bueno, ya sabes, todo es comprender a la gente.

Luis me sirvió otra copa de Magno y hasta tuve que ponerle la mano para que no me la llenara.

  • Le puedo hacer otra pregunta, padre. – dijo mirando a los costados.
  • Claro, Luis, dime.
  • ¿Cómo hace usted para no caer en la tentación? Es usted un hombre atractivo y joven…

Volví a beber para disimular mi turbación.

  • Centrándome en mi trabajo, hijo, es mi obligación.

En ese momento apareció María, con aquel movimiento de caderas, su entrepierna ligeramente marcando bajo sus vaqueros y ese top que sujetaba su enorme pecho.

  • ¿De qué habláis?
  • No, de nada. – comentó Luis. – que hace muy buena noche.

Como aquella noche era realmente agradable nos sentamos un buen rato los tres en la terraza, viendo la gente pasar, aunque yo no podía dejar de mirar a María y ella lo notaba, mientras su amado esposo seguía ajeno a nuestro juego de miradas cómplices.

A eso de la una de la madrugada, sorprendidos por lo tarde que era, nos despedimos hasta el día siguiente y creo que María se quedó con ganas de que le dijera que viniera a mi casa, pero tras esa charla con su marido no fui capaz de traicionarle más tiempo, bastante había pecado ya con su bella esposa…

Ese domingo pasó sin pena ni gloria, después de mi misa de las seis. Mi cabeza se volvía loca y yo con ella, al observar muy a mi pesar, que en aquellas primeras filas se ofrecían las piernas tan seductoras de mis feligresas. Incluso, pensaba, me tentaban, acercándose a comulgar y ofreciéndome esos escotes tan sugerentes… Al final aturdido por tanta diablesa, disfrazada de beata, salí a dar una vuelta, de las largas, para estirar las piernas y borrar los nubarrones de mi mente, llegando hasta los pabellones de la primera exposición, recorrí el parque de María Luisa y subí después por la avenida de la Borbolla. Pasé por capitanía general, por el arco pasé hacia el paseo de la Borbolla y giré hacia la avenida gran capitán y en sus bajos en un barecito que ahí había, justo al lado del economato, me tomé una Cruzcampo bien fría. Atravesé sin prisa por los jardines de Murillo camino hacia la Giralda y me adentré en las callejuelas cercanas a la plaza de toros, enfrente del puente de Triana. Bajé al paseo que había al lado del Guadalquivir y volví hacia mi barrio, algo más despejado.

Entré a cenar en él Alameda, me senté en mi mesa de siempre y esperé.

  • Buenas noches, padre Ángel, no sé qué le ha dicho ayer a Luis, pero, menuda noche, no me ha dejado dormir, hacía mucho tiempo y se ha notado jajajjaj.

Ella estaba resplandeciente y sólo por eso me sentía satisfecho. Por otro lado, resultaba curioso que en nuestros encuentros fuera de mi casa, me tratara de usted y con tanto respeto, como el cura que era.

  • Me alegro hija, le dije con una sonrisa.

Me gustaba ver a María radiante y feliz ella quería a su marido y era feliz con él. Posiblemente el sexo con esa preciosa mujer se había terminado, pero en cierto modo me alegraba por ella. Ese día, creyéndome menos malo, me fui pronto a dormir.

El lunes por la mañana volví a recibir otra llamada de Don Manuel desde Italia, recordándome lo bien que se estaba, que él alargaría su estancia y que me esperaba para acompañarle en sus quehaceres religiosos allí, que incluso había trabajo de sobra. Yo no dejaba de darle largas, diciéndole que había mucho lío en la parroquia y en parte era cierto, pero mi excusa era principalmente porque no quería volver al redil, que era lo razonable, pero me negaba a dejar a aquellas mujeres ¿cómo podría abandonar todos esos placeres de Sevilla?

Por la tarde me tocaron confesiones en la parroquia y resultaba algo tedioso estar ahí sentado sabiendo que con la que estaba cayendo fuera y es que, con esos calores, cualquiera se atrevía a salir de casa. El bochorno vespertino en aquella época era sofocante y además aguantar los pecadillos de algunos abuelos resultaba monótono, porque ciertamente pocas jóvenes se acercaban al confesionario y eso al menos me hubiera animado un poco. Sí, no lo puedo negar, pero es que llevo el pecado metido dentro.

Eran poco más de las cinco y media y estaba medio traspuesto en mi confesionario, casi esperando a la hora de terminar esa labor, con la cabeza apoyada contra las maderas. Me sorprendió cuando una cabeza se coló frente a mí y no por el costado como era lo habitual.

  • Hola, padre, ¿Me recuerda?

Tardé unos segundos en centrar mi mente, pues aún estaba aturdido con el calor. Hasta que me di cuenta de que era la chica del sex shop: Alba. Esa mujer impresionaba por todas partes y de cerca aún más. Su mirada felina de ojos verdes, su pelo negro con varias trenzas juguetonas y esos piercings en su ceja y en sus bonitas orejas, impresionaba de verdad, por no hablar de esos labios carnosos y el escote que mostraba el top de color rojo con dos botones desabrochados y unos pechos que pedían a gritos ser devorados.

  • Claro hija, como olvidarte. Eres Alba, ¿verdad? – dije notando como bajo mi sotana algo se despertaba poco a poco.
  • Si la misma… y tú el buenorro… ehh… Así que eres curilla, ¿eh canalla? – dijo ella pasándose la lengua por sus gordezuelos labios, mientras no apartaba su lujuriosa mirada de mis ojos.
  • Yo…
  • Calla, que eso me pone más. ¡Ábreme la puerta, anda! – añadió sonriente.
  • Pero…. Hija, ¿qué dices?
  • ¡Ábreme la puerta! – lo reclamaba de forma amenazante.

Metió ella misma su pequeña mano por la ventana del confesionario y abrió la puerta. Entró, echó la cortina y poniéndose a horcajadas sobre mí, se sentó en mis piernas frente a mí.

  • Pero… – intenté decir.
  • Calla, buenorro, ¿no querrás montar un escándalo?
  • No.
  • Me ha costado mucho encontrarte, pensé que me llamarías ese mismo día, pero no, no lo hiciste y he tenido que buscarte. Cuando me dijeron que eras cura en esta parroquia ni me lo creía.

La muchacha acercó sus labios a los míos, rozándolos tenuemente. Yo abrí la boca como un quinceañero, pero ella se limitó a acariciar con sus labios los míos, jugando conmigo.

Aquella chica no era como mis inexpertas feligresas a las que yo podía dominar, esa bruja con cara de ángel, me llevaba a donde quería.

  • Que sepas, buenorro, que me dejaste con el coño encharcado y no he dejado de pensar en ti.

La muchacha se revolvía sobre mis piernas, sujetaba mi cabeza con sus manos, besaba mi boca y acariciaba mi cuerpo. Buscó mis manos y subió una de ellas hasta sus pechos.

  • ¿Has sentido esto alguna vez?
  • Jodeeer

Su pezón al tacto era como la tetina de un biberón, lo acaricié y lo pellizqué, sintiéndolo duro, como lo estaba mi polla.

  • ¿Te gusta buenorro?
  • Joder niña, me encanta.

Ella se subió la exigua camiseta hasta el cuello y sin nada más debajo, sus pechos aparecieron desafiantes, excelsos, provocadores.

  • Chúpalos buenorro, chúpalos.

Ahí me metí de lleno entre esos dos perfectos pechos.

  • Mmmm… cómo me pone hacer esto en un confesionario. – jadeaba ella.

Yo estaba tan aturdido que no atendía a razones, simplemente de forma lenta acerqué mi boca a esos pezones, saqué mi lengua y los recorrí con ella. La muchacha, gimió de forma queda.

  • Así, suavecito, suavecito. Joder qué bien lo haces, nunca hubiera imaginado que los curas sabían hacer esas cosas.

Yo lamía y sorbía esos excelsos pezones, tiraba de ellos con mis labios y recorría todo el pecho con mi lengua. La muchacha gemía… se retorcía.

  • Así mi niño, así, chupa hummm, chupa y muerde. Joder, cabronazo, que bien lo haces, como sepas follar así de bien… mmmmm….

Ella movía su pelvis fuertemente contra mí, estaba en éxtasis. Buscó mi mano y la llevó a su sexo, que estaba desnudo bajo la falda, lo acaricié y lo noté extremadamente húmedo. Metí mi dedo en él y entró hasta el final. Ese agujerito quería guerra.

  • Así curita, así, despacito, fóllame con tus dedos, suave y lento.

Mi boca sorbía su pezón cual neófito, mientras mi mano entraba y salía de su sexo, humedeciendo al máximo mis dedos.

  • Así mi niño, así, no pares, sigue así, despacito.

Tras unos interminables minutos entrando y saliendo de su coño con mis dedos, a la vez que sorbía su pezón, ella me devoró la boca, como si llevase un mes sin comer.

  • Así, mi niño, así, siii que rico. ¿Sientes mi cuerpo vaciarse en ti? siiiii Joder que bueno eres, no pares sigue así, despacito.

Yo seguí sin prisa entrando y saliendo de ella y noté cómo se corría, mientras apagaba sus gemidos contra mi hombro. Yo mientras la follaba con una mano, le sujetaba su cabeza con la otra, apretándola contra mí, rezando para que nadie nos oyese en la silenciosa iglesia.

Se separó un instante de mí y me miró fijamente, tras pasar su lengua por mis labios. A duras penas en ese espacio tan reducido se metió entre mis piernas, arrodillada frente a mí. Me miró a los ojos y soltó los botones de mi sotana, dejando a la vista mi erguida polla

  • Jodeeer buenorro ¿qué escondes ahí? Menuda anaconda te gastas. ¡Hostia puta!
  • Calla y no blasfemes. – le dije

Ella se limitó a sonreír y a continuación esa traviesa muchacha lamió mis huevos hasta que estuvieron impregnados en su totalidad con sus babas. Subió por mi tallo, lo rodeó, lo lamió, se deleitó con su calor. Me miró a los ojos, sonrió y lo llevó dentro de su boca. Esa boca suave y caliente que recogía mi polla a duras penas. La metía y la sacaba muy lento, extremadamente lento. Yo arqueaba mi espalda intentando poner otro ritmo, pero ella sujetando con fuerza mis huevos, me hacía desistir de imprimir un ritmo mayor. Era Alba la que llevaba las riendas, el ritmo y todo lo que quisiera pues yo estaba totalmente a su merced. Cuando mi polla llegó a su garganta y la traspasó, creí morir, aguanté como pude, para poder disfrutar más tiempo de esa boquita.

  • Ave María purísima. – se oyó una voz al costado.

¿Cómo? ¿Y esto?

Pensé que estábamos solos en el paraíso, pero parecía que no. Por un momento tomé conciencia de donde me encontraba. Aunque mi polla seguía alojada en esa estrecha garganta, recibiendo las más dulces atenciones, aquella voz volvió a sonar a mi costado, por si no era cierto que la hubiera escuchado.

  • Ave María Purísima.
  • Sin pecado concebida. – respondí a duras penas.
  • ¿Se encuentra bien, padre?
  • Si, ¿de qué te confiesas hija? – añadí respirando como podía.

Esta muchacha no dejaba de mamar mi polla, como nunca me la habían chupado y parecía disfrutar de ese morboso momento escuchando susurrar a la feligresa de turno.

Alba subía y bajaba su boca, tragando mi polla como si envainara un sable, suave sin prisa, regodeándose en el acto.

  • Padre, el otro día me fui muy caliente. – dijo la pecadora.

¡Joder, Dolores! -dije para mis adentros reconociendo la voz de la carnicera y mi polla se puso aún más tiesa dentro de esa boquita insaciable.

Alba al notar esa tensión dentro la sacó un instante para susurrarme:

  • ¿Te gusta esa puta ehh?

Agarré la cabeza de esa zorra y la clavé de golpe mi polla hasta la garganta, lo último que quería es que la carnicera oyese sus palabras y notara que ella estaba metida conmigo en el confesionario.

  • ¿cómo dices eso hija, por qué? – pregunté a la pecadora, aguantando las embestidas de la boca de Alba.
  • Estar aquí, junto a usted tan cerca y solamente separada por esta pequeña reja, me pone muy cachonda. Además, el otro día cuando se acercó a mí y me dio la absolución, mis bragas se empaparon enteras.
  • ¿Pero hija? Me abrumas, ¿de verdad? Eso no puede ser…soy tu sacerdote.

Noté su sonrisa a través de los ojos de Alba pues su boca estaba ocupada.

  • Sí padre sí, me tiene usted como sartén de vaquero. – añadía la otra.

En uno de esos embistes frenéticos que yo intentaba disimular como podía, la muchacha metió mi polla tan profundamente que no pudo evitar soltar un largo suspiro al sacarla y toser ligeramente. Yo hice lo propio disimulando, viendo las babas colgando de la dulce cara de Alba, pero manteniendo al mismo tiempo su cabeza lejos de mi polla y eso que ella empujaba queriendo volver a tragar como una condenada.

  • ¿Está usted bien, padre? – preguntó la carnicera.
  •  Si hija, tranquila seguro que he cogido frío. Mira vamos a hacer una cosa, déjame reflexionar y te vas a los primeros bancos, rezas tres salves, cinco padrenuestros y siete avemarías y ya veré cómo podemos solucionar esto. Yo te absuelvo en domine………

No me dio tiempo a dar la absolución completa cuando Alba volvió a tragarse mi polla y por suerte la carnicera fue obediente acudiendo a la primera fila mientras esa criatura maléfica seguía mamando con ahínco.

Tiré de esas trenzas hacia atrás, haciendo que la chica liberase mi polla de su garganta, arrastrando a su vez un montón de hilos de sus propias babas, con sus ojos llorosos y llenos de rabia.

  • Buenorro, ¿Qué coño haces? – protestó.
  • Esto no puede ser, nos vamos a condenar y además acabaremos en la cárcel. – dije sacando algo de sentido común…
  • Me ha calentado mucho comerte la polla aquí, me ha sublevado, quiero que me folles y lo quiero ya. – dijo esa lujuriosa joven.
  • ¿Te estás oyendo? Soy un sacerdote y estamos en un confesionario.
  • No parecías decir lo mismo cuando tenía ese pollón en mi boca.
  • Calla, insensata.
  • De callar, nada, cabronazo, quiero que me folles, sentir esta cosa dentro de mí – añadió apretando con fuerza mi polla entre sus dedos.

No niego que era lo que más deseaba en ese momento y la hubiera follado hasta sacarla del confesionario a pollazos, pero mantuve la calma, no sé cómo.

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