Capítulo 1

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ANGEL O DEMONIO

PRIMER CAPÍTULO

Los poderes ocultos de la carne

1

Siempre he sido un hombre sano, impetuoso, calculador y, ante todo, que buena persona. Se puede decir que nunca he tenido problemas con nadie, ni malos vicios. Mi vida desde joven estaba basada en el trabajo duro del campo y la lectura, pues siempre me ha gustado mucho leer… Bueno eso y las mujeres, la máxima creación que Dios ha puesto sobre la Tierra, aunque todas parecían siempre lejanas e inalcanzables, en el más estricto sentido de la palabra.

Soy hijo único en una familia muy humilde cuyo único sustento eran cuatro animales y un pequeño huerto para sobrevivir, sin mucho futuro por delante. Recuerdo aquellos años en mi pueblo, el sol de agosto que caía de plano y el hambre. Suerte teníamos cuando mi padre, furtivamente nos traía algún conejo o liebre. También aparecía en alguna ocasión con unas truchas y cangrejos y aquellos barbos tan secos, pero todo era comida. Por desgracia para mí, mi familia era de las más pobres del pueblo, apenas teníamos para comer y pocas expectativas alrededor…

Y el día que tenía que llegar, llegó. Mi padre no se lo pensó y poniéndome en la mano una maleta de cartón piedra, con cuatro cosas dentro, me dijo:

  • Mira Angelito, aquí no hay mucha labor… así que lábrate un futuro y vete al seminario y así al menos no te mueres de asco como yo.
  • Pero si no tengo vocación. – dije sin entender.

Mi padre no aceptó más réplica y esa misma tarde me subía al autobús con destino al seminario, sin saber ni a dónde iba. Estuve más de cuatro años sin salir de allí, regresando solo en fechas importantes.

Y fui feliz.

Mientras otros pasaban sus días llorando por los rincones, yo sabía qué hacía lo correcto, había engordado y ahora comía caliente todos los días. Además, la biblioteca del seminario cubría todas mis expectativas.

Como era menester, unos años después, ¿Quién me lo iba a decir?, me ordené sacerdote. Esto supuso una gran alegría para mis padres que ahora tenían un hijo importante, como decían en el pueblo.

Mi primer destino fue en un pueblo de Cáceres (No daré nombres, para no dar pistas) pero sí decir que era una pequeña aldea en la sierra de poco más de quinientos habitantes que me acogió con los brazos abiertos y en cierto modo, también era el forastero que hacía tiempo no pasaba por allí… así fue como empecé, siendo el cura más joven de la comarca en mucho tiempo, pues mi antecesor, don Cosme se fue de aquella parroquia con casi 80 años.

El pueblo no tenía mucho movimiento, aparte de las labores del campo. En mi caso, cuatro misas, los rosarios y demasiados entierros y cada vez, menos bautizos. Aparte de eso, mi labor de confesor, que también sería psicólogo, padre, hermano, o simplemente alguien con quien charlar. Se puede decir que allí me hice a mí mismo y un hombre, descubriendo los pequeños pecados de los parroquianos.

Yo, intentaba cumplir todos mis votos como cura, pero el de castidad lo llevaba realmente mal y llegué a confesarme a mí mismo, pensando que la masturbación tampoco podría hacerle daño a nadie y era mi única válvula de escape, tras acabar la misa de los domingos y luego yo mismo me daba la absolución. Aquello estaba mal y yo lo sabía, pero ¿qué daño podía hacer?

Las mujeres siempre me habían vuelto loco y sus pechos eran mi absoluta perdición. Salvo en alguna revista clandestina en el seminario, nunca había tenido la oportunidad de ver unas al natural. Todo, absolutamente todo, era nuevo para mí. Algo había estudiado en los libros, sobre la vida y las costumbres, los comportamientos sociales y alguna vez tuve que dar charlas sobre familia.

Pero aquel fantasma de la atracción sobre las mujeres, lejos de alejarse, se incrementó, siempre me habían gustado, pero más desde que ya era cura y ellas me miraban con arrobo, al menos las feligresas más beatas, que eran incapaces de confesar sus secretos a nadie salvo a mí. Yo, sin experiencia ninguna les recetaba la medicina de la oración y el arrepentimiento, pero siempre me quedaba con su confesión como aquello tan morboso que tanto deseo me provocaba. Nunca había tenido relaciones con una mujer, ni siquiera había hablado con ellas, fuera del ámbito de la misa, así que mi vida había cambiado de forma radical, aunque claro, yo era el cura y debía andarme con paciencia y más de mil ojos, había de ser cauto y observar de forma furtiva. Igual que mi padre pescaba aquellas truchas, yo observaba a las mujeres del pueblo de una forma discreta. Pero sí tuve mucha curiosidad, esa curiosidad de la juventud, cuando ve tensarse el miembro y lo intenta abarcar con su mano.

Aparte de las pocas mujeres, en el pueblo tampoco había mucho que ver, así que mi única distracción era esa: las mujeres, aquellas más jóvenes de las primeras filas en la misa del domingo y fantasear cosas que estaban mal, que eran pecado mortal, pero al fin y al cabo yo era humano y puesto allí casi por obligación.

Una de las cosas que más me gustaba era la de confesar a mis feligresas, que no iban más allá de pequeños pecados cotidianos, pero cuando se trataba de malos pensamientos, aquello era realmente excitante. Yo mantenía el tipo y luego llegaba a mi cama a imaginar todas esas fantasías, explotando sobre las sábanas como si ellas pensaran en mí con ese deseo. La imaginación al poder y a falta de lecturas interesantes, mi mente dibujaba aquellas historias tan calientes. En verano los hombres del pueblo salían a las dos castillas para cosechar y el pueblo subía de temperatura. Las mujeres poco tenían que hacer y su mente les jugaba muy malos momentos, o muy buenos.

Don Cosme, mi antecesor, apenas me dejó libros que merecieran la pena, salvo aquellos polvorientos de la parroquia, los misales, o como aliciente, toda la colección de Julio Verne. Aunque sí, una pequeña y polvorienta enciclopedia de libros aparentemente olvidados en el desván de la parroquia que hablaban de demonios, posesiones y exorcismos… Esa fue otra de mis distracciones en aquel aburrido pueblo cacereño y me fui aficionando a ese mundo oculto de cazar demonios.

Pero aparte de fantasear y leerlo todo varias veces, la primera sorpresa me la llevé una tarde de mediados de agosto, cuando ya llevaba casi un año en el pueblo. Había rezado el rosario a las siete y media y entré al confesionario, dispuesto a atender a mis fieles beatas y sus pecados veniales. Ya estaba a punto de marcharme cuando escuché.

  • Ave María Purísima.
  • Sin pecado concebida. ¿De qué te confiesas hija mía? – contesté.

A través del pequeño enrejado que me separaba de ella, no podía ver mucho, pero sí reconocer su voz y hacer volar a mi mente, sabiendo que se trataba de Rosa, una mujer madura, pero con un cuerpo que haría las delicias de cualquiera, sin llegar a entender que nunca hubiera tenido novio ni pretendientes… Conocía perfectamente sus pecaditos, que no iban más allá de criticar a otras vecinas, alguno relacionado con la gula o cosas por el estilo.

  • Padre, he cometido un pecado mortal y he de ser castigada. – dijo con la voz entrecortada.
  • Bueno hija, ya veremos el cariz del asunto.
  • No padre, esta vez es muy grave.
  • Bueno… a ver… ¿Qué has hecho?

Rosa tardó en contestar y parecía mirar a los lados por si alguien, aparte de mí, pudiera escucharla.

  •  Me he tocado padre y me he metido los dedos por ahí.
  • ¿Por dónde hija?

De nuevo una pausa…

  • Por mi sexo padre, por mi sexo. – dijo al fin, con la voz notablemente cortada.
  • Hija mía. – dije, al mismo tiempo mi miembro empezaba a crecer bajo mi sotana.
  • Ve padre, es un pecado mortal, ya lo sabía, estoy condenada.
  • Pero, a ver, dime, eso, ¿a qué obedece? – preguntaba intrigado.
  • Siento un calor extraño dentro de mí, padre, como si tuviera algo ahí, como si alguien estuviera dentro de mí y me siento obligada a tocarme.
  • Hija mía, ¿Qué te empuja a hacer eso? ¿Por qué lo haces?
  • No sé, no dejo de pensar en que los hombres me tocan, yo soy soltera de toda la vida, no he tenido nunca esos pensamientos.
  • ¿Nunca?

Sin duda, yo los tenía constantemente y también era virgen, pero Rosa se sentía extraña y asustada.

  • ¿Cómo son esos tocamientos? Dame detalles… – decía yo cada vez más emocionado acariciando la dureza que notaba bajo la tela de mi sotana.
  • Pues me acaricio los pechos, meto mi mano bajo la falda y luego retiro mis bragas para meterme los dedos, como si un hombre me poseyera.
  • ¡Dios! – dije empalmado al máximo.
  • Eso está mal, ¿verdad padre?
  • Sí, está mal, eso es pecado de lujuria, pero necesito más detalles, ¿Puedes ser un poco más explícita? ¿En qué piensas? ¿Dónde? ¿Cuándo?
  • Mire padre, desde hace un tiempo, veo a los hombres del pueblo desnudos cuando ando por la calle, como si deseara que me tocasen, no sé qué me pasa… y ya sé que es pecado desear al prójimo.
  • Si, hija, es pecado.
  • Solo veo hombres desnudos que me tocan… Eso es lo que veo padre, y no se crea, he de ir a casa corriendo y meterme los dedos, algunas veces también me meto el mango del mortero. Me excito de tal manera que mis sentidos se turban y no descarto hacer una locura cualquier día.

Mi polla me dolía escuchando aquella confesión.

  • ¿Y en qué hombres piensas? Aquí son todos mayores… – dije.
  • Si, bueno, padre, unas veces en uno o en otro… y también… también…

Una nueva pausa, que no hacía más que incrementar la sangre en mi polla que parecía iba a hacer saltar varios botones de la sotana por los aires.

  • ¿También qué, Rosa?
  • También en usted, don Ángel.
  • ¡Pero hija!
  • Lo siento, padre, no puedo controlarme… – decía ella con la voz tomada y lágrimas en sus ojos.

En ese momento empecé a pensar en los libros de don Cosme, aquellos exorcismos basados casi en la edad media, pero que reflejaban comportamientos en las personas, ajenos a su voluntad, cuando el mismo belcebú tomaba sus cuerpos y los dirigía a pecar…

  • Por Dios, padre, dígame algo, no puedo con esta angustia. – decía ella casi desesperada.
  • No sé si voy a poder absolverte… ni siquiera sé si es tu voluntad dejar de pecar.
  • ¿Pero entonces? ¿No hay penitencia?
  • Eso que me cuentas es extraño hija, por lo que oigo, creo que podrías estar poseída, tener algo en tu interior que turba tus sentidos
  • ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? ¡Tengo el demonio dentro!
  • Esto que me cuentas es grave, hija mía y no se arregla con cuatro rezos. ¿Eso es ajeno a tu voluntad?
  • Si, a veces me parece oír voces… que me dicen, “fóllatelo”, “fóllatelo”

3

Aquella no dejaba de ser una calentura propia de una mujer que a sus cuarenta y tantos, seguramente su cuerpo ya se estaba transformando. El hecho de no haber conocido varón seguramente alteraba sus hormonas. La similitud de los hechos a lo que leía en los viejos libros de don Cosme, me llevaban a exagerar mi comportamiento escandalizándome continuamente. Para así, atraer su atención.

  • Eso ya es más preocupante hija, creo que el maligno te ha invadido. No sé, quizá tendría que exorcizarte.
  • ¿Exorcizarme?
  • Si tienes miedo a cometer una locura, tendremos que sacarlo. ¿No te parece?
  • Lo que usted diga… Haré lo que me pida.

Esa entrega y su voluntad a obedecer a su párroco me dejaban la pista libre para ir más allá de una simple confesión calenturienta.

  • No podemos esperar más, hay que hacerlo ya. – dije muy excitado.
  • Pero ¿ahora?
  • Sí, vayamos a la sacristía y te pido que no se lo cuentes a nadie, esto es algo que hago sin permiso arzobispal… aunque quizás prefieras que venga otro sacerdote.
  • No padre, no, confío plenamente en usted.
  • Pues vamos, hija.

Me adelanté caminando delante de Rosa, escuchando sus pasos tras de mí en el eco que reverberaba en aquella iglesia vacía, hasta que nos adentramos en la sacristía.

  • ¿Estás preparada? – le pregunté poniendo mis manos sobre sus hombros. Por suerte, ella no debía apreciar el bulto que había bajo mi sotana.
  • Si, ayúdeme, se lo ruego.
  • Déjalo de mi mano.

Alcancé uno de esos libros que tenía en la sacristía haciendo como que leía algún pasaje importante.

  • ¿Me va a doler? ¿Puede ser peligroso? – preguntaba angustiada.
  • No sé hija, no creo, pero es mi primera vez.
  • ¿Qué puedo hacer?
  • Ve calentando agua. – dije como excusa,

En el fondo, calentar la sacristía no iba a venir mal, era importante que la estancia estuviera bien caliente.

  • Ahora hija mía, desnúdate y ponte ese antifaz.
  • ¿Pero padre?, ¿Desnudarme? ¿Es necesario?
  • Es lo que manda el exorcismo. – dije señalando un párrafo, como si aquello fuera lo más normal.
  • Tranquila, aunque sea la primera vez, he leído mucho sobre el asunto y me he informado en el arzobispado, sobre estos temas, ya sabes que el maligno está y se mueve por todas partes… – quise parecer convincente

Le entregué el antifaz que yo solía usar para dormir y ella se lo puso al instante sobre sus ojos. Rosa empezó a soltar los botones de su blusa y yo murmuraba como si leyera un texto, pero ella dudaba.

  • ¿Todo? – dijo cuando se había quedado en ropa interior.
  • Totalmente hija, totalmente. Y no mires, no puedes ver al maligno o jamás saldrá de tu cuerpo. Esto, para que tenga buen efecto, debe hacerse sin ninguna vestimenta sobre tu cuerpo.

4

Bajo esas ropas, vestía más de una talla mayor que la suya, porque al liberar el sostén descubrí unos preciosos pechos que caían de forma natural, eran los primeros que veía en vivo en toda mi vida.

Rosa escondía, sin duda alguna, un bonito cuerpo. Sus pechos, aunque un poco caídos, marcaban unos pezones preciosos, pequeños, dentro de una reducida aréola, sus caderas estrechas y su redondo culo le hacían una mujer muy deseable. Su pubis lucía un bonito bello ensortijado de un tenue color amarillo. Hasta entonces yo había tenido la oportunidad de verla vestida, pero desde luego, Rosa ganaba sin ropa.

Nunca supe la edad de esa mujer, creo que tendría unos cuarenta y tres más o menos, igual alguno más, pero no tenía intención de preguntarle la edad, aunque vestía como una mujer mayor de esa edad, pero su juventud no mentía cuando se terminó de bajar las bragas, dejándome disfrutar de aquel cuerpo perfecto. Si no lo era, para mí era el primero y me parecía majestuoso.

Mi polla estaba totalmente dura y tuve que asirla con mi mano para calmar mi calentura, para así hacer creer a aquella mujer que todo formaba parte de la sesión anti demoníaca. Ella se tapaba el sexo con una mano y los pechos con el antebrazo, pero aquello, lejos de reducir mi deseo, parecía aumentarlo, porque ese aire de inocencia le daba aún más erotismo y más belleza a ese cuerpo desnudo. Volví a apretar mi polla sobre la sotana y seguía notándola dura… Empezando a recordar mi adolescencia en el seminario cuando nos reuníamos en el jardín y alguno hablaba sobre lo que había hecho en alguna de las salidas de recreo, con alguna de las chicas de su pueblo. Los más audaces hablaban de cómo después de muchos besos y toqueteos, habían conseguido introducir su pene dentro de la vagina de la chica, de ese placer especial y de cómo ellas gritaban y se movían sin pausa, llegando mucho más allá de lo que se podría considerar procreación. Aquello era pecado para muchos, aunque sonaba casi como una bendición. Yo naturalmente me excitaba y ahora creía poder tener mi oportunidad

  • Hace frío, padre… – se quejaba la mujer, que temblaba no solo por la temperatura, sino también, por la vergüenza o miedo que debía sentir.
  • Esto forma parte del ritual, debemos provocar al maligno. – repetía yo.

Ella, con sus ojos cubiertos por el antifaz, intentaba en vano girar su cabeza como si adivinara que ese maligno pululara por algún lado realmente.

Cuando el agua empezaba a verse caliente en la cazuela, metí dentro el hisopo y desde lejos, lancé el agua bastante caliente contra la mujer, a la vez que rezaba unas plegarias.

  • Ah, padre, esto quema. – gritó sintiendo las gotas casi hirvientes que chocaban contra su piel fría.
  • Tranquila hija, es el efecto del maligno, intenta resistirse a salir, el agua bendita le quema.

Me acerqué con la pequeña cazuela al cuerpo tembloroso de Rosa, a la vez que pude aspirar su olor… ese embriagador aroma que desprendía y que llenaba mis fosas nasales. Dejé que el vapor del agua se colara cerca de su cara y notara una sensación extraña.

  • Padre… noto algo raro…
  • Creo que lo estamos consiguiendo, hija. El demonio ha tomado forma y está empezando a abandonar tu cuerpo

Con un guante unté mi dedo en el agua y le hice la señal de la cruz sobre su frente. Aunque no estaba hirviendo, se notaba realmente caliente.

  • ¡Quema padre!, ¡quema mucho! – se quejaba ella echándose las dos manos a su rostro.
  • Tranquila hija el demonio reacciona ante la señal de la cruz y el agua bendita.

Al tener sus manos sobre su cara, me permitía ver desde muy cerca todo su cuerpo y agachándome lentamente pude ver esos pezones al natural a tan solo unos milímetros, esos pezones marrones puntiagudos y en apariencia sabrosos. Bajé mi vista por su vientre plano hasta su pubis, para descubrir que, bajo ese ensortijado vello rubio, se escondía su sexo que desprendía un olor tan intenso como atrapante, el más embriagador de los aromas. Me embriagué de él durante unos eternos segundos

Me incorporé de nuevo para llegar hasta su rostro y poner mis labios a pocos centímetros de los suyos. Casi nos tocábamos, pero ella permanecía inmóvil, allí tumbada, entre asustada y excitada… quise comprobar su excitación, hablándole desde cerca al oído, casi en un susurro.

  • Creo que se está manifestando…
  • ¿El qué? – miraba ella hacia sus costados, pero el antifaz no le dejaba ver nada. Aunque sus pezones totalmente enhiestos, eran la mejor muestra de su gran excitación
  • ¿No Sientes el deseo?

Ella no contestaba, seguía confusa, pero yo sabía que lo sentía. Notaba su piel erizada, sus duros pezones y como sus labios ahora estaban abultados por el deseo.

  • Hija mía, ¿Alguna vez has hecho uso de los pecados de la carne?
  • ¿Con otra persona? No padre…
  • ¿Entonces el deseo está dentro de ti y te hace comportarte de esa manera?
  • Sí…
  • ¿Y cómo es que ves a hombres desnudos, si nunca antes los has visto?
  • Bueno, verlos, verlos, sí…
  • Explícame. – dije poniendo mi mano sobre su hombro y acariciando su piel hasta su cuello, esa piel tersa y suave como la seda. Notando como abría su boca y dejaba escapar un leve gemido

5

Rosa se movía y se mordía el labio ante mi contacto, sin duda estaba excitada. Su respiración agitada y su piel de gallina, le delataban.

  • He visto a algún hombre desnudo… espiando.
  • ¿Espiando? ¿Y a quién fue?

La mujer bajaba su cabeza y volvía a tapar su pubis con sus manos. La vergüenza por su excitación y su osadía, le hacían tener que taparse

  • Hija, tienes que confesarlo… Si no, no saldrá de ti y te martirizará hasta el día del juicio final.

Tras unos segundos dubitativos, Rosa habló casi en un suspiro.

  • Fue a usted, padre…
  • ¿A mí?
  • Sí, una tarde calurosa, usted estaba en su jardín plantando unas rosas y creyéndose ajeno a la vista de nadie, se quitó la sotana y no llevaba nada debajo.
  • ¿Viste mi cuerpo desnudo?
  • Si, padre. Lo siento… fue casi por accidente. Pero no puedo dejar de pensar en sus músculos y sobre todo en su pene, ese pene enorme que aun sin estar erecto, hizo vibrar mi cuerpo y que mi sexo manase como una fuente.
  • No tienes por qué sentirlo. ¿Te gustó? ¿Sentiste algo en tu cuerpo?
  • Si, padre. Vi su cuerpo y su…

Las mejillas de esa mujer se enrojecían por momentos, mientras movía las piernas, inquieta.

  • Continúa, hija. – dije pasando el dorso de mi mano por la suave piel de su encarnada mejilla.
  • Su pene. – respondió.

Noté un espasmo bajo mi sotana al escuchar eso. Si hasta ahora aquel había sido un día como otro cualquiera, se había convertido en el día más feliz de mi vida.

  • ¿Lo viste duro? – pregunté.
  • No…
  • ¿Te hubiera gustado verlo?
  • Si, padre, no sé qué me pasó… pero desde que le vi, no he dejado de pensar en cómo se vería eso duro. Creo que será como cuando veo a los animales.

Guardé silencio unos segundos, mordiéndome la lengua y acariciando la dureza bajo la tela de mi sotana.

  • ¿Padre? – preguntaba impaciente ante mi silencio.
  • Creo que es mucho más grave de lo que parece. – dije.
  • ¡Dios mío!

6

En ese momento mi mano abarcó su pecho y noté que ella en principio se retiraba ligeramente, pero cuando volví a tocarle el pezón y amasé esa tersura tan maravillosa para mí… eran mis piernas las que temblaban. Notaba excitado ese tacto suave y como ese pezón tan duro se clavaba en la palma de mi mano, excitándome en demasía.

  • ¿Qué sientes?
  • Me gusta, padre. No sé qué me pasa.

Volví a agacharme y me puse frente a su coño. Era precioso, aunque estuviera lleno de pelo. Pasé mi dedo por su pubis perdiendo mis dedos en ese vello suave. Acaricié la raja de su coño, impregnando mis dedos de su humedad llevándolos a mi boca para saborear ese delicioso manjar.

  • ¿Y ahora?
  • ¡Sí, padre, lo siento de nuevo! ¡Por todo mi cuerpo!
  • Entiendo.
  • ¿Podrá ayudarme, padre?
  • No sé… esas fuerzas del mal son muy escurridizas… seguramente están dentro de ti y no será fácil extraerlas.

Nada más decir eso pasé la yema de mis dedos por su rajita y noté la humedad que emanaba, cada vez estaba más húmedo.

  • ¡Ay, padre!

Decidí cortar ese pelo, quería ver ese espléndido sexo en todo su esplendor, notar como esa humedad lo recubría por completo esperando ser penetrado.

  • Hija, he de prepararte sobre esta mesa y atar tus extremidades para que no puedas moverte cuando el maligno abandone tu cuerpo. ¿Te parece bien?
  • Lo que usted diga padre, con tal de que termine con esta pena que llevo dentro. – repetía ella totalmente convencida de que yo iba a lograr extraerlo.

 

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