Soy un empleado de una dependencia del Ministerio de Salud de mi país de origen, mi bello El Salvador Tengo un poco menos de cinco años trabajando en ella y como todas las oficinas de gobierno, el papeleo y burocracia hacen que uno poco a poco se amolde a un esquema monótono y simplista.
Por lo que expongo, es poco frecuente que uno cambie su rutina diaria con frecuencia.
Modestia aparte, tengo una buena apariencia, mido 1.80 m y mi físico me ha brindado grandes satisfacciones en la vida.
Pero esta vez quiero relatarles algo muy especial que me sucedió con una compañera cuando laboraba en La Sede Departamental de Salud, en San Miguel unos meses después de iniciar en mi empleo allí.
No les diré con lujos de detalles como la conocí sería perder el tiempo y desperdiciar espacio y bytes.
Esta compañera que les voy a mencionar está de tirársela todo el día. Se llama Luz Marina, es una preciosura trigueña de 25 años y con una cara de ángel y un cuerpo de diosa. Ella siempre ha sido de las más aplicadas y responsables en la oficina (y demasiado seria si se le puede llamar a su carácter apropiado). Es por eso que ni en sueños imaginé que podría tirármela tan deliciosamente como aquella vez.
En cierta ocasión íbamos saliendo del trabajo y abordamos el mismo autobús. Me senté junto a ella y comenzamos a platicar de cosas baladíes. Casualmente su casa queda en el camino de la mía, o sea, nos bajamos en la misma parada. La dejé en la puerta de su casa, pero me quedé platicando un ratito. No sé en qué momento la invité a salir, sin mucha esperanza de que aceptara, porque entonces ella salía con el médico director de una Unidad de Salud, el cual según las lenguas de doble filo, era su novio. Pero para mi sorpresa me dijo que sí, sin mucho pensarlo.
Como apenas era martes, tuve que esperar 3 días para poder sacarla a pasear, tres días que me parecieron tres años por la impaciencia de salir con aquella deliciosa chiquilla.
Ese viernes a las siete en punto de la noche, pasé por ella en el coche que me prestó un amigo. Luz Marina salió vestida con un precioso vestido negro, ajustado a su magnífico cuerpo. La falda cortísima realzaba la belleza de sus piernas ponderadas por unos zapatos altos muy sensuales.
Pues un poco turbado abrí la puerta del auto y ella subió. No salía de mi asombro ante la belleza de mi compañera.
-¿No dices nada? -inquirió directa.
-Bue… Buenas noches. ¡Qué hermosa estás!
Rió casi a carcajadas, como que esperaba mi reacción y mis palabras.
-Gracias. Tú también estás muy guapo.
-¿A dónde quieres ir? -pregunte entrecortado.
-Donde tú quieras llevarme te acompaño.
Sus palabras sonaron tan ingenuas y tan tentadoras al mismo tiempo que en ese momento sentí algo así como que el corazón se me derretía por una flama inmensa y súbita, y comenzó a palpitar tan brutalmente amenazándome con paralizarse en sístole. A esta distancia, podía sentir perfectamente la deliciosa fragancia de su cuerpo, que recordaba a húngaro y sus piernas se veían divinas bajo su cortito vestido.
Fuimos a comer a un restaurante del centro. Durante toda la velada yo no hacía más que admirar su belleza serena y sensual al mismo tiempo, y ella, percatándose de esto, esquivaba mi mirada y se entretenía en hilvanar conversaciones misceláneas.
Luego la llevé a una discoteca. En realidad, yo no soy muy aficionado al baile frenético y desenfrenado de los jóvenes de este lustro, pero ella lo había pedido y no podía menos que hacerlo por complacerla. En realidad, entre cumbias merengues, rock y baladas la pasé muy bien con ella. La disco tocó un potpurrí de música romántica y bailamos muy pegaditos. Yo sentía como si mis pies pisaran una inmensa nube, dejándome llevar por el ritmo lento y sintiendo aquel cuerpecito divino aferrado a mí.
Hizo un silencio y me dijo sin tapujos:
-¿Me das un beso?
– Claro -exclamé tratando de aparentar naturalidad.
Su boca fragante buscó mis labios antes que yo hiciera el primer movimiento. Su lengua se adentró dentro de mi boca buscando furiosamente la mía en una húmeda y excitante caricia. Separó sus labios de los míos sólo un momento para susurrar:
-Me gustas desde hace mucho tiempo…
-Tú también -le contesté.
-Llévame a un lugar más íntimo -susurró.
Entonces sí, se me fue el… alma al cielo. Pero como siempre he tratado de estar preparado para todas las circunstancias concebibles que puedan presentarse, intenté mantener la tranquilidad.
¿Acaso iba a esperar una segunda invitación? Claro que no. De prisa nos dirigimos aun acogedor motelito en las afueras de San Miguel, donde casi inmediatamente nos encontrábamos en la cama.
Y luego continuó besándome apasionadamente.
Pensé que eso de gustarle era solamente algo austero, algo así como espiritual, como cuando uno se enamora de una mujer y no se atreve a confesarlo. Pero este pensamiento se esfumó de un tirón, cuando su mano derecha bajó ansiosa hasta mi entrepierna y asió todo lo que pudo de mi abultado miembro que comenzaba a erguirse descontroladamente.
-Te quiero todo dentro de mí -murmuró.
La temperatura comenzaba a subir, mi pene ya estaba como una piedra y mi respiración comenzaba a entrecortarse, signo incuestionable de que estaba excitándome. Ella estaba empapada de un sudor que hacía que la ropa se pegara a su cuerpo, sus pechos se endurecían, al tiempo que sus pezones ya no podían disimularse bajo su ropa porque la rigidez no se lo permitía.
Soltó la exquisita presión que ejercía sobre mis genitales y se montó sobre mí, y continuó besándome en los labios. Desenfrenadamente, zafé los botones de la blusita que tenía puesta y delante de mí quedó evidenciado su pecho.
Sus senos eran formidables, blancos y hermosos, sus pezones sonrosados, de tamaño medio estaban tan duros que al morderlos ella sólo atinaba a gemir con dulzura. Los chupé y lamí a mi gusto sintiendo en mi lengua lo afilado de su consistencia. Aquella posición me permitió recorrer su espalda, centímetro a centímetro, desde sus hombros hasta su deslumbrante trasero, que se encontraba apenas cubierto por aquella prenda corta.
Desabroché su pantaloncito blanco e introduje mis manos entre ellos, alcanzando a asir sus nalgas hemisféricas, suaves y magníficas y empecé a acariciarlas por debajo de su tanguita y pasé mi dedo mayor por la división de sus glúteos hasta llegar a su ano. Lo acaricié por unos segundos, sintiendo en la yema de mis dedos el calor de esa zona, ella se encrespó y lanzó un profundo suspiro, revolviendo sus caderas como para dejarle paso a la falange a su cálido interior posterior.
Se separó de mí, colocándose en frente y de un movimiento se sacó lo que le quedaba de ropa. Se recostó de nuevo en el sofá, piernas abiertas en ángulo obtuso, mostrándome su vulva húmeda y dilatada, y dijo:
-Ven, papi. Chúpamela…
¿Chupársela? ¿Y por qué no? Siempre se había visto como una de las compañeras más recatadas y sanas y, probablemente, no sería tan mala aquella experiencia.
Me acerqué al corazón de sus piernas preciosas y con mis labios abarqué por completo aquella carnosidad cubierta de vellos escasos.
Con mi cabeza entre sus muslos comencé a lamer sus labios vaginales para luego separarlos con mis manos y comenzar a abrirle camino a mi lengua. Se la metí lentamente acariciando cada rincón de su concha – sentía el apretón de sus muslos contra mi espalda y su excitadas contorsiones acompañadas de sus gemidos encantadores.
Fui entrando poco a poco hasta llegar donde pude, una vez ahí comencé a mover mi lengua de manera rápida y con fuerza para luego detenerme y deslizarla sobre las paredes de su vagina… sentí las oscilación de carnes húmedas y tibias en mi lengua mientras una cantidad no muy abundante de sus jugos comenzaban a resbalar por mi barbilla.
Luego fui sacando lentamente mi lengua para realizarle una sesión sobre su clítoris. Comencé chupándoselo dándole pequeños apretones con mis labios a la vez que lo acariciaba con mi lengua… sentía como aquella protuberancia se endurecía enormemente.
Otra vez mi lengua buscó su más recóndita profundidad.
Sus contorsiones se volvieron orgásmicas y en pocos segundos alcanzó el clímax por primera vez en esa noche. El apresuramiento de sus gemidos y su respiración entrecortada me indicaron que su pletórico cuerpo había sido sacudido por el máximo éxtasis. Pensé que esperaría unos momentos antes de proseguir, pero se sentó en el sofá y me dijo:
-Ponte de pie.
Obedecí y quedé parado delante de ella, quien continuaba sentada en el sofá. Con habilidad pasmosa, desabrochó mi jeans y lo desmontó hasta las rodillas y me bajo con tranquilidad el bóxer y mi verga quedó expuesta bamboleándose rígidamente a la altura de su rostro, mientras no podía disfrazar su desasosiego ante el tamaño de mi miembro.
Tomándolo con la mano derecha, primero. La restregó contra una de sus mejillas con fuerza y arrebato, luego sobre la otra y empezó a recorrerla con la punta de la lengua desde la cabeza hasta los testículos, brindándome un placer inexplicable. Luego se la metió en la boca y me la chupó de una forma excepcional. Por poquito me derramo dentro de su boca, sino fuera porque logré controlarme y porque no me hubiese gustado hacer aquello tan prematuramente.
En cinco minutos me regaló una mamada sorprendente, como si aquello fuera lo que más le produjera placer sexual. Le encantaba ver como mi animal se inflamaba a cada lamida, esperando el momento justo para insertarlo dentro de sí.
Ella no aguantó más (ni yo tampoco hubiese soportado) y entre succión y succión, me pidió que me la cogiera. Bruscamente se lo saque de la boca, la recosté en el sillón, ella se abrió de piernas y me mostró su abundante nido de nuevo, pero esta vez pidiéndome sin palabras que le enterrara hasta lo más profundo de su cuerpo, mi garrote férreo.
Le alcé las caderas y empuñando mi verga se la mandé con todo mi vigor, provocándole unos gritos medio ahogados de placer, en un paroxismo posesivo. Se la zambullí hasta el fondo, y comencé a mover a esa hembra poseída por el deseo. Ella afanada por el deleite movía sus caderas en forma opuesta a mis movimientos de invasión y yo la metía y sacaba con más fuerza, haciéndola gritar de felicidad.
Pocos segundos duramos en esa posición, porque Luz Marina Campos Perdomo era una mujer que le gustaba más participación activa en el sexo.
Me hizo que me recostara en el sillón, justo en el puesto que ella ocupaba y se acomodó sobre mí calzándose mi pene en su vagina, y sin esperar ni un segundo comenzó a cabalgar desenfrenadamente. Al ponerse sobre mí, pude contemplar toda su generosa belleza y la visión de aquel par de tetas saltando sobre su pecho aumentó mi estado de excitación Tuve que ajustarme a sus movimientos y penetrarla a su ritmo; me estaba volviendo loco, al ver aquel cuerpo de modelo haciéndome el amor a su antojo.
Le pedí que se colocara en cuatro, lo que hizo sin dejarse rogar, con muchísimo gusto. Me paré al lado del sofá y a sus espaldas, y de nuevo la penetré vaginalmente, pero esta vez desde atrás, esto la volvía loca, sentir el golpe fuerte de mi cuerpo en sus nalgas la descontrolaba, se movía adelante y atrás implorándome que la penetrara con fuerza.
Su trasero era flamante, increíble y la apertura del agujerito protegido por sus glúteos denotaba que era una zona a la que le daba uso frecuentemente; se veía tan delicioso que comencé a ensalivarlo y le encajé un dedo lo más profundo que pude y ella gimió fieramente. Entonces fue cuando no pude soportar la tentación irresistible de traspasarla por el culo.
Acomodé mi inflamado miembro entre sus nalgas y comencé a empujárselo hacia adentro de su ano, ella se hizo hacia adelante pero la halé le metí la verga en su recto, soltó un gemido de dolor y me decía que le dolía mucho. Sin embargo, no hice caso de su súplica de que se la sacara y al contrario se la fui hundiendo poco a poco, y ella aguantaba porque no podía gritar por el posibilidad de despertar a los compañeros que dormían en las habitaciones laterales y encontrarnos haciendo el sexo. Tenía tan contraído su fino y vigoroso esfínter anal que comenzó a dolerme un poco la verga.
Luz Marina estaba quietecita, abrazada a uno de los cojines al que le hincaba los dientes para no gritar. Empecé a bombardearla despacio y a medida su recto se acostumbraba a mi falo, se le empezó a pasar el dolor, hasta el punto de soltar el almohadón que mordía y pedirme que le diera más fuerte, más dentro, más rápido, que quería más, acompañándome con sus bamboleos, esto elevó mi calentura y seguí dándole cada vez más fuerte hasta que ella se corrió de nuevo. Sin embargo, me pedía que le diera más.
El que ella me pidiera más aun habiendo alcanzado un orgasmo me dio más bríos para empujar y al hacerlo con más fuerza sentí como Luz Marina se desvanecía y se aflojaba toda. Casi simultáneamente logró otro orgasmo… y otro… y otro. Sus orgasmos fueron apoteósicos: gritó, gimió, se retorció y por unos instantes lo vivió con tanta vehemencia que se olvidó de mí.
En ráfagas, la sucesión de las descargas invadieron su cuerpo haciéndola desplomarse sobre el mueble. Yo me percaté de ello desde el momento en que sentí sus piernas temblar y su esfínter apretar aún más mi miembro erecto. Lanzó un delicioso clamor y se quedó así, inerte.
Yo mientras, me encontraba aún encendido y no me iba a quedar así, aunque fuera a pura paja iba a sacarme aquel fuego que tenía dentro todavía. Comencé a masturbarme sobre su espalda, contemplando aquel glorioso cuerpo yaciente bajo de mí.
Poco duró el ejercicio, pues un torrente de semen saltó de mi verga bañando sus nalgas y su espalda. Con las manos esparcí el líquido por todo su dorso, mientras ella aún no se recuperaba de las embestidas.
Algunos minutos después, cuando se recuperó, tomó mi pene entre sus manos, se incorporó y clavó su cara entre mis piernas en una mamada tan rica que me hizo venirme de nuevo. Le inundé con mi leche la cavidad oral; una espesa baba se escapó de su boca y rodó hasta sus pechos. Ella chupó un rato más mi falo hasta que lo vació.
Luego nos tendimos exhaustos sobre el piso, abrazados y resoplando arduamente por el cansancio y dormimos hasta que amaneció.
Muchas veces hicimos el amor después de esa ocasión, pero de toda esa es la vez que recuerdo mejor porque descubrí una mujer poderosa en el sexo, llena de sorpresas y sobre todo, mucha ternura.